IV. Retorno a la vida activa

AUNQUE ALEJADO de los asuntos políticos y enteramente absorbido por sus trabajos literarios, Maquiavelo no podía permanecer indiferente a los acontecimientos, cuyo eco llegaba hasta su retiro campestre. ¿Cómo hubiera podido dejar de interesarse por las noticias de Francia, donde había estado en el curso de las cuatro misiones que le encargara la república de Florencia? Luis XII había perdido en enero (1514) a su mujer, la duquesa Ana de Bretaña. Su dolor fue grande, pero, como ella sólo le había dado dos hijas, los cortesanos lo apremiaron para que volviera a casarse. El matrimonio fue rápidamente negociado con Enrique VIII y se concluyó una paz con Inglaterra (agosto de 1514). Luis XII se desposó, en octubre, en el castillo de Langeais, con la hermana del rey, la princesa María. Luis XII tenía cincuenta y dos años, la joven reina dieciocho.

Gracias a la seguridad obtenida mediante la alianza inglesa, Luis XII se puso a preparar activamente una nueva expedición a Italia, pero murió (enero de 1515) sin haber podido emprenderla. Maquiavelo, que había tenido ocasión de conocer de cerca al rey, ha juzgado severamente su política. En El príncipe señala los seis errores capitales de su reinado, sin mencionar un último error que fue fatal al gobierno republicano de Florencia: convocar en Tours, y después en Pisa, un concilio que debía deponer a Julio II. Las guerras de Italia, desatadas con ligereza por el joven Carlos VIII, llevadas adelante con terquedad y torpeza por Luis XII y después por Francisco I, quien en 1525 caerá en manos del adversario, fueron censuradas en la época por toda la gente razonable. Erasmo, contemporáneo de Maquiavelo, escribió en la Institución del príncipe cristiano, dedicada, en 1516, al joven Carlos de Austria (el futuro Carlos V), que «el reino de Francia es el más floreciente del universo, pero lo sería más aún de haberse abstenido de hacer la guerra en Italia».

Luis XII sólo dejaba dos hijas, la mayor de las cuales se había casado con el heredero del reino, su primo Francisco de Angulema (la menor, Renée, se casará más tarde con el hijo del duque de Ferrara). Apenas se vio en el trono, Francisco I decidió reanudar las guerras de Italia. No pensó en arrebatar el reino de Nápoles a los españoles sino que, siguiendo el ejemplo de Luis XII, reivindicó el ducado de Milán, como biznieto de la heredera legítima, Valentina Visconti. Inmediatamente comienzan los preparativos militares. Florencia, la antigua aliada de Francia, se ve arrastrada por los Médicis a la coalición que se forma contra ella. Pero la república de Venecia abraza el bando francés. El Papa se adhiere a la Liga formada por el Emperador, España, el duque de Milán y los suizos (julio de 1515). Como precio de su alianza, León X debía recibir Parma y Placencia, que pensaba otorgar a su hermano Julián.

El ejército francés pasa los Alpes. Bien recibido en el Piamonte, pues la madre del rey es princesa de Saboya-Piamonte, se encuentra en Marignano (13 de septiembre de 1515) con el ejército enemigo, formado principalmente por suizos. La batalla, en la cual tomó parte personalmente el rey, como lo hicieran Carlos VIII en Fornovo y Luis XII en Agnadello, duró toda la tarde y se reanudó al día siguiente, al alba. El triunfo, que se inclinaba ya del lado de los franceses, llegó a ser completa victoria con la llegada del ejército veneciano comandado por Alviano. Los franceses ocuparon Milán, donde el duque Maximiliano Sforza, encerrado en el castillo, capituló el 4 de octubre. Conducido a Francia, no fue tratado como prisionero como lo había sido su padre Ludovico el Moro, sino como príncipe y recibió una pensión honorable.

Maquiavelo había pensado ofrecer el tratado del Príncipe a Julián de Médicis si llegaba a ser príncipe soberano. Pero en Bolonia, donde se encontraron León X y el rey de Francia, el Papa tuvo que renunciar a Parma y a Placencia, que fueron a dar al ducado de Milán. Por lo tanto, Julián no se convirtió en príncipe soberano de las dos ciudades. Pronto se desposó en Francia con Filiberta de Saboya, hermana de la madre del rey, y lo hicieron duque de Nemours. Pero, ya enfermo, rápidamente se agravó su estado y murió en la primavera (marzo de 1516).

León X, que deseaba desposeer a Francisco María de la Rovere de su ducado de Urbino, durante largo tiempo no se decidió a llevar adelante su proyecto, en virtud de la influencia de su hermano, quien no había olvidado que los Médicis, al ser echados de Florencia, veintidós años antes, habían encontrado en la corte de Urbino la más generosa hospitalidad. Pero una vez muerto el hermano, el Papa pudo poner en ejecución su proyecto, contra la oposición de la mayor parte de los cardenales. Deseaba hacer de su sobrino un príncipe soberano, pero al mismo tiempo quería castigar a Francisco María de la Rovere por haberse negado, en 1512, a unir sus tropas a las fuerzas españolas para atacar la Toscana. A fines de abril de 1516, Lorenzo de Médicis, a la cabeza de veinte mil hombres, invadió el ducado de Urbino. El duque de Urbino, que disponía de escasas tropas, no intentó resistir. Ganó la costa, con su familia y con todos los objetos de valor que pudo llevarse, y se dirigió a Mantua, a pedir hospitalidad a sus parientes los Gonzaga. La conquista del ducado fue juzgada severamente en Italia y tuvo consecuencias dramáticas en el seno mismo del Sacro Colegio. Al joven Lorenzo de Médicis, nuevo duque de Urbino, ofreció a fin de cuentas Maquiavelo su tratado del Príncipe, escrito desde fines de 1513 y destinado originalmente, como hemos dicho, a Julián de Médicis.

«Espero —escribe Maquiavelo en la dedicatoria— que haréis justicia a mi ardiente anhelo de veros alcanzar con brillo los altos destinos a los que vuestra fortuna y vuestras grandes cualidades os llaman».

Lorenzo no hizo el menor caso de la obra; ni aun es seguro que la leyera. Maquiavelo no recibió nada por ella, lo que le causó vivo resentimiento. Éste se trasluce en la dedicatoria de los Discursos, ofrecidos algunos años después a sus amigos florentinos Zanobi Buondelmonti y Cósimo Rucellai. «Los escritores —dice Maquiavelo— dedican sin falta sus obras a algún príncipe, al que atribuyen todas las virtudes, cuando debieran censurarle las más vergonzosas debilidades. Por ello, no deseando cometer semejante error, no he elegido a príncipes, sino a quienes, por sus altas cualidades, merecerían serlo; no a quienes pudieran colmarme de cargos, honores y riquezas, sino a quienes, no pudiendo, desearían hacerlo. Hemos de acordar nuestra estima a aquellos hombres que poseen la sabiduría y no a quienes, sin poseerla, por mero azar gobiernan un Estado».

Después de largas negociaciones, en enero de 1518 fue concluido el matrimonio del duque de Urbino con Magdalena de la Tour d’Auvergne, hija de Juan de Bolonia. La boda fue en Amboise (mayo de 1518) y los recién casados hicieron en septiembre su entrada solemne en Florencia. Pero, desde la primavera siguiente, Lorenzo, roído desde hacía tiempo por la enfermedad, murió en Roma a la edad de veintisiete años (mayo de 1519). Apenas cinco días después de Lorenzo, moría su joven mujer, al dar a luz a una hija, Catalina, que llegó a ser reina de Francia. Lorenzo no se hizo querer entre los florentinos y hoy estaría totalmente olvidado a no ser porque, a través de su hija Catalina, la sangre de los Médicis se extendió a todas las familias reinantes de Europa, porque fue el dedicatario del Príncipe y porque, muchos años después, Miguel Ángel esculpió para adornar su tumba en la iglesia de San Lorenzo de Florencia la admirable estatua llamada el Pensieroso.

Pese a la decepción de no haber recibido nada de Lorenzo de Urbino, Maquiavelo proseguía sus trabajos literarios. Habitaba ora en el campo, ora en Florencia, donde frecuentaba las reuniones literarias organizadas por los hermanos Rucellai. Pertenecientes a una de las primeras familias florentinas, eran aliados de los Médicis y disfrutaban de una gran fortuna. Su padre, Bernardo, muerto en 1514, había adquirido al oeste de la ciudad vastos terrenos que el arquitecto Alberti transformó en jardines. Se cultivaban allí especies preciosas y se criaban pájaros. En los pabellones podían admirarse colecciones de obras de arte y hermosos libros. De los tres hermanos, Palla, Juan y Cósimo, el más culto era Cósimo. Como apenas podía caminar, tenían que transportarlo en litera. En las reuniones de los jardines Rucellai, cuyo animador era Cósimo, se topaba con eruditos y escritores florentinos, entre ellos el poeta Luis Alamanni, Jacobo da Diacetto, Zanobi Buondelmonti, Bautista della Palla y el helenista y gramático Giangiorgio Trissino. En esas reuniones se discutían cuestiones literarias y artísticas, los escritores leían pasajes de sus obras, y sabemos que Maquiavelo leyó capítulos de sus Discursos. También se ocupaban de política… y pronto veremos las consecuencias.

Después de la muerte de Lorenzo II de Médicis, Francisco María della Rovere creyó que recobraría su ducado de Urbino, pero León X lo unió a los Estados de la Iglesia. En Florencia, el cardenal Julio de Médicis tomó las riendas del Estado, y como los Médicis vacilaban sobre la forma que sería conveniente dar al gobierno, algunos florentinos competentes en la materia, especialmente Guicciardini y Maquiavelo, fueron invitados a redactar un proyecto de constitución. El de Maquiavelo, dedicado al Papa, sugiere una constitución de forma republicana, donde la opinión popular pueda falsearse si se escogen escrutadores que sepan falsificar las boletas de los votantes. Maquiavelo escribe: «Vuestra Santidad verá que, en mi proyecto de república, no solamente conservo la autoridad de Florencia, sino que la aumento». El proyecto de Maquiavelo no parece haber despertado, en su época, la reprobación que después causó.

Como Maquiavelo fue recuperando poco a poco —lo hemos visto— la confianza del gobierno mediceo de Florencia que dirigía el cardenal Julio de Médicis, le encargaron una misión en Lucca. Un rico lucense había contraído una deuda de mil seiscientos florines con unos mercaderes florentinos. Los tribunales de Lucca no habían dado satisfacción a dichos mercaderes, pese a que la deuda era indiscutible. Se encomendó a Maquiavelo informar del asunto al gobierno de la república de Lucca. La misión no tenía gran importancia y no estaba relacionada con la política. Maquiavelo viajó a Lucca (en la primavera de 1520), y allí permaneció durante varios meses.

A la primavera siguiente (mayo de 1521) le fue confiada otra misión, de carácter asimismo secundario. Se dirigió a Carpi, señoría de la familia Pío, para rogar al Capítulo de los Hermanos Minoristas, que por entonces se hallaba allí reunido, que hiciera de Florencia una provincia separada del resto de la Toscana. Asimismo, debía contratar a un buen predicador para la cuaresma siguiente.

En el curso de este viaje fue cuando Maquiavelo trabó relaciones con Francisco Guicciardini, quien desde 1516 era gobernador de Módena y de Reggio. Guicciardini, catorce años más joven que él, había sido embajador de la República florentina en España, pero León X no le guardó mala voluntad y lo tomó a su servicio.

Guicciardini hace bromas al enviado florentino sobre la misión que le ha sido confiada ante la «República de las Sandalias». Maquiavelo, también en tono festivo, responde que él toma muy en serio su embajada, pero que tampoco esta vez comparte el punto de vista de sus conciudadanos. «Ellos quisieran —escribe— un predicador que les mostrara el camino del paraíso, y yo quisiera dar con uno que les señalara el del infierno».

Las cartas que intercambian Maquiavelo y Guicciardini son prueba de su buen sentido del humor. Maquiavelo ruega al gobernador que le envíe diariamente un correo. «Mucho aumentará —escribe— la consideración que se me tiene en esta casa, si hacéis que se multiplique el número de mensajeros». Guicciardini envía los correos y Maquiavelo le informa del efecto logrado: todos creen que el gobernador de Módena le manda noticias de capital importancia. Maquiavelo, imponiéndoles secreto, les cuenta con el mayor misterio que en Trento aguardan al emperador, o que los suizos han convocado a unas nuevas dietas, o que el rey de Francia… Boquiabiertos y bonete en mano, todos rodean a Maquiavelo y les intriga a más no poder verlo escribir tan largamente. Sin embargo, terminarán por inquietarse, en la casa y hasta en la ciudad, por las incesantes cartas que los mensajeros del gobernador llevan de Módena a galope tendido. Maquiavelo tiene la sensación de que su huésped empieza a sospechar que se está burlando de él. «Os ruego no enviarme a nadie mañana —escribe Maquiavelo—, a fin de que esta broma no termine mal».

Cumplida su misión, Maquiavelo toma el camino de Florencia y, al pasar, se detiene en Módena en casa de Guicciardini. Escribe allí al cardenal Julio, dándole cuenta de su misión. De regreso en Florencia, proseguirá la redacción de su Historia de Florencia.

El emperador Maximiliano murió en enero de 1519. Su nieto Carlos de Austria, de diecinueve años, que ya había heredado una parte del antiguo ducado de Borgoña, además del reino de Aragón, el reino de Nápoles y las posesiones españolas de allende los mares, heredaba ahora los considerables estados de los Habsburgo. No obstante, Francisco I concibió la extraña idea de disputarle la corona imperial. Carlos triunfó gracias a los nexos que lo unían al Imperio y al apoyo de los Fugger, los grandes banqueros de Augsburgo, que financiaron su elección.

La paz concluida entre el rey de Francia y el joven emperador no podía durar. Carlos V reclamó Borgoña, como biznieto de Carlos el Temerario, su último duque, y Francisco I exigió la restitución del reino de Navarra. A pesar de lo cortés del encuentro de los dos príncipes en el Campo de la Bandera de Oro (junio de 1520), pronto comenzaron las hostilidades, primero en Navarra y después en Italia. Francia perdió, una vez más, Milán, Parma y Placencia, conservando sólo algunas plazas en Lombardía. Poco después de estos acontecimientos, el Papa murió en Roma (1 de diciembre de 1521). León X, brillante príncipe del Renacimiento, favoreció las letras y las artes, pero cometió no pocos errores políticos y religiosos. En parte, él es responsable de la Reforma, que rompió la unidad de la Iglesia cristiana en la Europa occidental. El Duque de Ferrara se apresuró a recuperar las ciudades de que fuera despojado, y Francisco María de la Rovere su ducado de Urbino. Los cardenales, celosos unos de otros, adjudicaron la tiara pontificia a un cardenal desconocido de muchos de ellos: Adriano de Utrecht, el antiguo preceptor de Carlos V.

En Florencia, no obstante la benevolencia del gobierno del cardenal Julio de Médicis, mucha gente lo soportaba a disgusto, y finalmente se tramó una conspiración para asesinarlo en su palacio o en la catedral de Florencia, donde muriera su padre en 1478. Informado de la conjura, el cardenal, que había partido a Roma para el cónclave, regresó apresuradamente a Florencia. La represión fue sangrienta. Dos individuos a quienes Maquiavelo trataba en la casa de los Rucellai fueron decapitados. Otros pudieron escapar y refugiarse en Francia. Esta vez no fue molestado Maquiavelo.

Francisco I, con la misma perseverancia de que diera prueba su predecesor, llevó adelante la lucha. Para ella disponía de un poderoso ejército, de las tropas suizas y de las fuerzas venecianas que mandaba Gritti. El ejército entabló batalla (abril de 1522), en condiciones desfavorables, y fue deshecho en la Bicocca, casa de campo de un señor milanés donde sus adversarios habían tomado posiciones.

Aunque la autoridad del emperador iba afirmándose en la península, el rey de Francia preparó un nuevo ejército para reconquistar el Milanesado. Sin embargo, toda Europa estaba contra él, y además sufrió la defección del condestable de Borbón, jefe de la rama inferior de la casa de Borbón, quien poseía en el reino numerosas provincias. Carlos V se apresuró a poner a la cabeza de un ejército de Lombardía al anciano condestable, hombre valeroso, enérgico y amado por sus tropas. A la muerte de Adriano VI, la elección del cardenal Julio de Médicis (noviembre de 1523), quien como Papa tomó el nombre de Clemente VIII, fue un nuevo triunfo del Emperador. En la primavera, (1524), Bonnivet se vio obligado a abandonar el norte de Italia, y el ejército imperial, a las órdenes de Carlos de Borbón, invadió y saqueó la Provenza, no deteniéndose hasta llegar a Marsella.

Pero Francisco I estaba determinado a llevar adelante la lucha. Y desde el mes de octubre (1524) franqueó los Alpes a la cabeza de un poderoso ejército. Como las tropas imperiales se habían replegado, los franceses, sin combatir, lograron apoderarse de Milán. Pero Pavía estaba en manos de su adversario, y el rey decidió poner sitio a la ciudad. En febrero de 1525, nuevas fuerzas imperiales, conducidas por Carlos de Borbón, avanzaron sobre Pavía. Sus capitanes urgieron al rey a levantar el sitio, pues sus tropas podían quedar atrapadas entre la guarnición de la plaza y el ejército que acudía en su socorro. Escuchando, antes bien, a quienes halagaban su vanidad, Francisco I decidió presentar batalla, a pesar de lo desfavorable de las condiciones. El combate aún estaba indeciso cuando el rey se resolvió a cargar, aunque ocultando su artillería. Los franceses fueron desbordados por el flanco derecho y el centro cedió. Los suizos emprendieron la fuga. Fue un desastre. Herido en el rostro y en una pierna, el rey, que valerosamente había tomado parte en la acción, fue hecho prisionero al caer muerto su caballo. Ilustres capitanes perecieron en Pavía, entre ellos Luis de la Trémoille, de 60 años, héroe de los combates de Fornovo, de Agnadello, de Novara y de Melegnano, el almirante de Bonnivet y el mariscal de la Palice, que había tomado parte en las batallas de Agnadello, de Rávena y de Melegnano. La nobleza francesa quedó diezmada, y el Milanesado se perdió. Carlos de Lannoy condujo al rey a Génova, de donde fue embarcado rumbo a España. La batalla de Pavía, desastrosa para Francia, lo fue aún más para Italia donde, durante tres siglos, habían de establecerse españoles imperiales.

Los Estados italianos reconocieron el error de haber tomado partido contra Francia que, en la península, era la única que podía contrarrestar el poderío del Emperador. Ante el peligro de hegemonía imperial, dieron marcha atrás en su política.

Maquiavelo, poco después de la batalla de Pavía, acababa (marzo de 1525) la primera parte de su Historia de Florencia, y se dirigió a Roma para ofrecerla a Clemente VII. Fue bien recibido por el Papa, quien lo animó a llevar adelante su obra y le ofreció cien ducados. Maquiavelo tuvo oportunidad de exponer al pontífice y a los cardenales su idea favorita de que un Estado necesitaba asegurar su defensa no por medio de tropas mercenarias, sino con un ejército reclutado en su territorio.

El Papa se interesó en el proyecto y envió a Maquiavelo a la Romaña, para que lo expusiera a Guicciardini. Pero en Módena Maquiavelo no logró convencer al gobernador. Guicciardini pensaba que, como la población de Emilia y Romaña no tenía ningún apego a la Iglesia, sería vano y aun peligroso armarla.

Maquiavelo fue encargado de otra misión carente de todo interés político. Lo enviaron a Venecia para lograr que les fueran restituidos a tres jóvenes mercaderes florentinos mil quinientos ducados de oro que les había estafado un tal Donati. En el curso de sus incontables legaciones, Maquiavelo siempre manifestó su anhelo de regresar a Florencia. Esta vez, en cambio, se demoró. Cierto es que Venecia era la ciudad de todos los placeres y el garito de toda Europa. Maquiavelo probó su suerte y él, eterno desafortunado, esta vez ganó una suma considerable: dos mil o tres mil ducados. Se guarda bien de informar a los amigos de su buena estrella, pero no puede ocultar nada a los florentinos, que por doquier tienen agentes a sueldo. La nueva que Maquiavelo había guardado en secreto llega así a Florencia. “Se dice —le escribe bromeando Felipe de Nerli— que habéis ganado a la lotería dos mil o tres mil ducados. Todos vuestros amigos se alegran de ello… Sin embargo, lamentamos no haber sido informados por vos de vuestra fortuna, y habernos enterado por cartas de extranjeros y por vías indirectas.

De regreso en Florencia, Maquiavelo sigue escribiéndose con Guicciardini y comentando con él las novedades políticas.

Después de laboriosas negociaciones, el tratado de Madrid (enero de 1526) devuelve la libertad a Francisco I. En marzo llegó al Bidasoa, donde lo aguardaban sus dos hijos, de siete y ocho años, que como rehenes dejaba en manos de los españoles. Conocidas las cláusulas del tratado, provocaron general indignación en Francia y en otros muchos países. El rey debía pagar un enorme rescate, ceder la Borgoña, el Artois, Flandes, y renunciar, en favor del Emperador, a sus derechos sobre Nápoles, Milán, Asti y Génova.

Clemente VII, que antes sostuviera al Emperador, dispensó a Francisco I del juramento de Madrid e ingresó en la liga firmada en Cognac (mayo de 1526), entre Francia, Florencia, el duque de Milán y Venecia. Enrique VIII se adhirió. Por doquier se hicieron preparativos de guerra, y como Florencia decidió reforzar sus fortificaciones, se encomendó a Maquiavelo supervisar los trabajos. Lo hizo con la conciencia y el celo que ponía en todo.

Las hostilidades no tardaron en reanudarse en Lombardía, entre el ejército imperial y el ejército de la Liga, al mando del duque de Urbino. Resulta sorprendente que Clemente VII, un Médicis, haya aceptado confiar la eventual defensa de Florencia y de Roma a un hombre cuyo resentimiento contra los Médicis era conocido de todos, porque, pocos años antes, lo habían despojado de su ducado. Aunque no se tienen pruebas de que el duque de Urbino haya traicionado los intereses de la Liga, es incontestable que su ejército más de una vez habría podido atacar en condiciones favorables al enemigo, que desde el invierno de 1527 carecía de víveres y de municiones. De haber sido derrotado este ejército, otra habría sido la suerte de Italia. Las tropas florentinas comandadas por Vitello Vitelli y las tropas pontificias por Guido Rangone y por Juan de las Bandas Negras. Uno y otro aspiraban al título de general en jefe y se aborrecían.

Maquiavelo, a quien el gobierno florentino consultó sobre la situación militar, habría de desempeñar un papel activo durante el período de ansiedad que precedió al saco de Roma por los imperiales. Guicciardini, representante del papa en la Romaña, en junio de 1526 fue nombrado teniente general de los Estados de la Iglesia. Su hermano Jacobo lo reemplazó en Romaña. En el mes de julio, el ejército de la Liga hizo una nueva pero vana tentativa de auxiliar a Francisco Sforza, sitiado en el castillo de Milán, ciudad que se encontraba en manos de los imperiales, es decir, de alemanes y españoles. El joven duque logró retirarse a Como.

En el mes de agosto, Maquiavelo fue enviado a Lombardía para informar de la situación al gobierno florentino, y bajo los muros de Milán encontró al joven capitán Juan de Médicis, llamado Juan de las Bandas Negras, uno de los pocos jefes temidos por el enemigo. El Papa dio pruebas de su inepcia política al emprender una vana expedición militar contra Siena. Quinientos hombres, entre ellos bandidos y desterrados, pusieron en fuga al ejército pontificio, diez veces superior en número, y se apoderaron de su artillería y de sus pertrechos. El Emperador, que se encuentra en Granada, no tiene dinero, la Liga está en las mismas, pero ello no suspende las hostilidades. Maquiavelo ha escrito en los Discursos: «No hay opinión más falsa que la que sostiene que el dinero es el nervio de la guerra». Renunciando a tomar Milán, el ejército de la Liga va a sitiar Cremona. Como el sitio se prolonga, Guicciardini envía a Maquiavelo para que apremie a los jefes militares a apoderarse de la ciudad. Finalmente lo logran, pero el efecto del triunfo se ve comprometido por los acontecimientos que, en Roma, socavan la autoridad del Papa. Los Colonna militaban en el bando del Emperador y ocupaban incontables plazas alrededor de la ciudad. Firmaron (22 de agosto de 1526) una tregua con Clemente VII, quien se apresuró a licenciar a sus tropas. Un mes después, los Colonna rompieron súbitamente la tregua, marcharon sobre Roma, la tomaron, entraron a saco en la ciudad y aún en la basílica de San Pedro y el palacio del Vaticano. El Papa apenas tuvo tiempo de refugiarse en el castillo San Ángel. Éste fue sólo un anticipo de lo que, al año siguiente, sería el saco de Roma. La tregua que firmó el Papa con los imperiales restablecía su autoridad en Roma, pero impedía a la Liga aprovechar el triunfo obtenido en Cremona, y obligó a Guicciardini a ordenar el repliegue del ejército de la Liga sobre Placencia. Maquiavelo volvió entonces a Florencia.

La tregua no presagiaba una verdadera paz, y Clemente VII, con sus yerros, corría al desastre. Contaba con los venecianos que, no obstante, no le eran favorables, y con los franceses, cuyo esfuerzo militar era insuficiente. Para que el duque de Urbino, general en jefe de la Liga, olvidara sus agravios contra los Médicis, Guicciardini pidió que le fueran devueltos la fortaleza de San Leo y el Montefeltro. El Papa se opuso. A fin de ganarse al duque de Ferrara, oficialmente neutral, pero favorable al Emperador, Guicciardini insistió en que se le reintegraran Módena y Reggio. El Papa volvió a oponerse. Preparando la reanudación de las hostilidades, el Emperador se puso a equipar una flota en España y, en Alemania, el condottiero Jorge Frundsberg reclutaba tropas a las que les prometía el botín de las ricas ciudades italianas, de Roma en particular, de la que él, ardiente luterano, deseaba la ruina.

En lugar de ir a tomar Génova, a la que bloqueaba el almirante Doria con la flota de la Liga, el duque de Urbino se atrincheró en Monza. De Florencia, Maquiavelo fue enviado por su gobierno para informarse de la situación de los ejércitos. Con este objeto, va a desplazarse sin cesar. En octubre se encuentra en Módena, después en Borgo San Domino, y al fin en Roma. De vuelta en Florencia el 5 de noviembre, se le vuelve a enviar a Módena el 30 del mismo mes, junto a Guicciardini, que ha vuelto de Placencia.

Maquiavelo informa de viva voz a Guicciardini de la situación de Florencia: el gobierno está sin dinero, sin tropas seguras y sin buenos capitanes, con excepción de Juan de las Bandas Negras. En la ciudad se desean ardientemente la apertura de las negociaciones y un acuerdo de paz. Maquiavelo escribe desde Módena (2 de diciembre) al gobierno florentino, para informarle del movimiento de los ejércitos. El duque de Urbino se encuentra en la región de Mantua. Se ignoran sus proyectos, así como los de los imperiales. ¿Van a atacar los estados de la Iglesia, Venecia, la Toscana? Todos quisieran tratar, ¿pero con quién? El Emperador está en España, y el virrey en Nápoles. Carlos de Borbón, jefe del ejército imperial, carece de poderes para negociar.

Maquiavelo envía entonces una triste noticia: la muerte de Juan de las Bandas Negras. Amado de sus soldados, gozaba ya de una gran reputación militar, a pesar de su juventud. Hijo de Catalina Sforza y de su tercer marido, un Médicis de la rama menor, son sus descendientes quienes, en diez años, al extinguirse la rama superior, subirán al trono de Toscana y lo ocuparán durante dos siglos. Su biznieta María de Médicis se casará con Enrique IV.

Guicciardini se esfuerza por lograr que el ejército de la Liga cumpla con su deber, que consiste en oponerse al avance de los imperiales. Mientras Maquiavelo vuelve a tomar, el 5 de diciembre, el camino de Florencia, el enemigo se dirige hacia la Romaña, sin que el duque de Urbino, retirado en el territorio de Venecia, haga nada por detenerlo. En enero (1527), los imperiales se encuentran inmovilizados cerca de Placencia, pues los soldados que no habían recibido su paga se niegan a avanzar. Alrededor de Roma, las tropas del Papa debían oponerse a las fuerzas del virrey español. ¡Locuras y contradicciones de la historia! Esta campaña del ejército imperial en el norte y en el sur de la península, contra las fuerzas del soberano pontífice, parece absurda cuando se recuerda que pronto el Emperador se convertirá en campeón de la Iglesia y declarará la guerra a los reformados. Los aliados del Papa eran entonces el rey de Francia y el rey Enrique VIII de Inglaterra. Éste, que se las daba de teólogo, estaba escribiendo una obra para refutar a Lutero. En testimonio de su reconocimiento, el Papa le confirió el título de “defensor de la fe’'.

Sin embargo, Enrique VIII pronto rompería con Roma, por una cuestión sentimental. Su pasión por Ana Bolena lo empujó a repudiar a su esposa, la reina Catalina. Como el Papa no consentía anular su matrimonio, Enrique VIII se pasó al bando de los reformados, a los que tan ardientemente había combatido, arrastrando al protestantismo para el porvenir la mayor parte del mundo anglosajón.

En la península aumentó la inquietud cuando se supo que los españoles, partiendo de Placencia, se habían unido (febrero de 1527) a los alemanes conducidos por el luterano Frundsberg. Sin víveres ni dinero, los imperiales, para procurarse ambas cosas, se disponían a marchar sobre Bolonia, Florencia o Roma. De Florencia, donde iba en aumento la ansiedad, se envió a Maquiavelo a toda prisa ante Guicciardini, para saber si las tropas de la Liga, llegado el caso, acudirían en su apoyo. Maquiavelo vuelve a pasar los Apeninos y llega a Parma el 7 de febrero. Reina la incertidumbre sobre las intenciones del duque de Urbino y de los imperiales. «Sólo Dios —escribe Maquiavelo— puede saber lo que harán, pues, en verdad, no lo saben ni ellos mismos». A fines del mes, Maquiavelo, aún en Parma, se entera de que el enemigo se dirige hacia Bolonia. En vano han suplicado al duque de Urbino que impida su avance. Alegando estar enfermo, el duque se ha retirado a Casal Maggiore, pero a fines de marzo corre la noticia de que ha cruzado el Po a la cabeza del ejército veneciano. Maquiavelo se muestra entonces más optimista en sus despachos. El enemigo acampa en una región pantanosa, y los italianos rompen un dique para inundar la comarca. Frundsberg, enfermo, se ha retirado a los dominios del duque de Ferrara quien, aunque neutral, simpatiza con los imperiales. Después de arduas negociaciones, a fines de marzo se acuerda una tregua. Todas las plazas ocupadas deberán ser devueltas por uno y otro bando, y el Papa se compromete a entregar sesenta mil ducados. Una vez firmado el tratado, el Papa licencia sus tropas. Las de la Liga, francesas y venecianas, se dispersan. Pero resulta que la tregua no es aceptada por los imperiales. Han aprovechado las negociaciones para reforzarse. El ejército de la Liga se ha desmembrado. Maquiavelo y Guicciardini se inquietan, presintiendo próximas desgracias. Maquiavelo se dirige a Imola, donde estuviera veinticuatro años antes, cuando la República florentina lo envió en misión ante César Borgia, Se conserva una carta de él, enviada de Imola a su hijo Guido, carta melancólica y conmovedora. Es una de las contadas cartas que nos han llegado de Maquiavelo dirigidas a su familia. Es probable, pues conocemos su facilidad epistolar, que escribiera muchas, pero no han llegado hasta nosotros. La carta de Imola es testimonio del cuidado que tenía de los suyos y de su porvenir. Recuerda en ella a su mujer, a sus otros hijos, y aun al pequeño mulo que ha enloquecido y al que, sin embargo, hay que tratar con bondad.

Entre los diferentes Estados de la península el odio es tal, que algunos se alegran del avance de los imperiales. Los lucenses hacen preparativos para recibirlos. Siena les ofrece víveres para un año. El duque de Ferrara los ayuda en secreto.

Maquiavelo, después de haber recorrido la Romaña, retorna a Florencia y, en una carta a Vettori expresa su cólera hacia los jefes del ejército de la Liga. En Florencia, ante la incapacidad del gobierno, todo es inquietud e irritación. Se considera necesario un cambio de régimen. El 26 de abril estalla un motín. Se proclama la caída de los Médicis y se restablece un gobierno popular. Pero los tres cardenales que gobiernan el Estado por cuenta de los dos jóvenes Médicis logran restablecer el orden.

Desde Roma, el Papa, a pesar de los peligros a que se halla expuesto, lanza contra Siena una nueva expedición, que no tiene más éxito que la precedente. En cuanto al condestable de Borbón, se cree que ya había tomado la resolución de apoderarse de Roma. Su ejército avanza rápidamente de Arezzo a Viterbo, y de Viterbo se dirige hacia Roma. La noticia llena de espanto la ciudad. Se hacen febriles preparativos para la defensa, aunque se conserva la esperanza de que el ejército de la Liga podrá obligar a los imperiales a proseguir su marcha hacia Nápoles. Pero el duque de Urbino no hace nada por proteger la ciudad. Los imperiales acampan delante de Roma el 5 de mayo y, desde la madrugada del día siguiente, protegidos por la bruma que se había acumulado durante la noche, se lanzan al asalto de las murallas, donde éstas eran más bajas. El duque de Borbón, vestido de blanco, subía por una escala cuando fue muerto por un proyectil. La noticia de su muerte enfureció a los soldados, que lo querían. Después de una hora de combate, forzaron las defensas de la ciudad (6 de mayo de 1527). El Papa, los cardenales y las personas de alguna importancia se precipitaron, con todo lo que pudieron llevarse, por la larga galería que conduce del Vaticano al castillo de San Ángel, donde se encerraron. El saco de Roma duró ocho días. La soldadesca alemana y española se entregó a todos los excesos, sin respetar ni los conventos ni las iglesias, molestando y asesinando a todos aquellos que oponían resistencia. Desaparecieron muchas obras de arte. Sólo algunos palacios fueron respetados, al precio de enormes sumas.

Durante este acontecimiento, que llenada de consternación a Italia y a toda Europa, Maquiavelo se encontraba, una vez más, por los caminos, pues el gobierno florentino lo había enviado a Guicciardini.

Cuando llegó a Florencia la noticia de la caída de Roma, la población, irritada contra el gobierno mediceo, se levantó en armas y proclamó la República (16 de mayo). Al día siguiente, el cardenal de Cortona tuvo que salir de la ciudad con los dos jóvenes Médicis. Guicciardini envió a Maquiavelo a Civita-Vecchia a estudiar, junto con Andrea Doria, almirante de la flota al servicio de la Iglesia, las medidas que tomarían para liberar al Papa y abastecer al ejército de la Liga.

En Civita-Vecchia, Maquiavelo fecha su último despacho oficial. Lo dirige, el 22 de mayo de 1527, a Guicciardini. El almirante afirmaba no disponer de ningún navío. Estimaba que la flota debía permanecer en Civita-Vecchia, por si el Papa lograba escapar del castillo de San Ángel e iba a buscar refugio en sus naves. Por cierto, no fue a Civita-Vecchia sino a Orvieto —allí se encontraba el ejército de la Liga— donde se dirigió el Papa cuando, disfrazado de mercader, logró escapar de Roma.

Después de haber cumplido con la última misión de su vida, Maquiavelo vuelve a tomar, a fines del mes de mayo, el camino de Florencia. Acaba de cumplir cincuenta y ocho años y se siente viejo y enfermo. A pesar de la belleza de la comarca en todo el esplendor de la primavera, sólo siente angustia y amargura. Tristemente avanza en su mula, seguido de un sirviente, en compañía de un amigo y de unos mercaderes florentinos que en el saco de Roma han perdido todos sus bienes. Volverá a la Florencia republicana a la que sirviera durante tantos años, y a la que quisiera seguir sirviendo. Pero en Florencia los republicanos, de nuevo en el poder, apartan a los partidarios de los Médicis, a quienes gozaban de su favor o se hallaban a su servicio. No olvidan que a su regreso, en 1512, Maquiavelo ha intentado acercarse a ellos, y que ha ofrecido a Lorenzo de Urbino un tratado político que es el manual del perfecto tirano. La obra no se había publicado, pero corría de mano en mano. Maquiavelo ha recuperado el favor de los Médicis. Ha sido pensionado por el cardenal Julio, después papa Clemente VII, quien le pidió escribir una Historia de Florencia, y acaba de desempeñar, por cuenta del gobierno mediceo, numerosas misiones.

El nuevo gobierno republicano de Florencia no llamará, por lo tanto, a Maquiavelo, para ocupar el puesto, por entonces vacante, que hacía poco estuviera a su cargo. Se nombra (el 10 de junio) a un tal Francisco Tarugi, un desconocido. Florencia se ha salvado de los imperiales, pero el saco de Roma constituye una desgracia que la ciudad ha lamentado, como toda la cristiandad. La península ha sufrido cruelmente por el paso de los ejércitos, que no han dejado de requisar y de saquear. Las transacciones comerciales están interrumpidas, la existencia es difícil y la amargura reina en todos los corazones. Maquiavelo está cansado. Su enfermedad se agrava. Desde hace años padece de los intestinos. El remedio, cuya receta enviara a Guicciardini, ya no le sirve. El 20 de junio lo invade la fiebre, y decide encamarse. Llaman a un tal hermano Mateo, que lo confiesa. El 22 de junio, en la mansión de Oltrarno, donde naciera, muere, rodeado de su mujer y de sus hijos. El mismo día de su muerte es sepultado en la tumba de su familia, en Santa Croce.