14
Convalecencia

Fría —dijo Shail, con un estremecimiento—. Tan fría. Y con aquella horrible cosa en la frente…

Se le quebró la voz. Zaisei lo abrazó, intentando consolarlo. El correspondió su abrazo.

Estaban asomados a uno de los balcones de la Torre de Kazlunn, apoyados en la balaustrada, apenas tres pisos por debajo de aquella terraza donde, Jack había mantenido conversaciones con Sheziss acerca de los dioses, el destino y las profecías; donde, días atrás, Victoria había reiterado su propósito de luchar por Jack y por Christian. Por los dos.

Pero ni Shail ni Zaisei sabían nada de todo esto, porque incluso en aquellos momentos, casi dos semanas después de la batalla de Awa, lo que había sucedido entre los tres jóvenes seguía siendo un misterio para todo el mundo.

Zaisei había llegado a la torre apenas unas horas antes. Los que quedaban de la Resistencia, de los Nuevos Dragones, de la Orden Mágica… los que quedaban, en definitiva, de aquellos que se habían opuesto a Ashran, estaban reuniéndose en aquella torre con forma de cuerno de unicornio, que volvía a pertenecer, una vez más, a los hechiceros que rendían culto a los Seis. Habían vencido, sí. Pero aquella victoria les sabía muy amarga, especialmente a aquellos que habían perdido a alguien querido.

—¿Cómo supisteis que estaban en Drackwen? —susurró Zaisei—. ¿Cómo supisteis que Jack estaba vivo?

—Llegó un mensajero enviado por él. Un mago de los que antes habían servido a Ashran. Desgraciadamente, llegó demasiado tarde… para muchas cosas. Y sin embargo…

Sin embargo, había gente que se había dado cuenta de que los sheks empezaban a huir, antes incluso de que Allegra llevara a término su portentoso plan de prenderle fuego al cielo, entregando su vida en el intento. Si Jack y Victoria tenían previsto enfrentarse a Ashran aquella noche, existía una mínima posibilidad de que hubieran salido vencedores.

En medio del caos, de la incredulidad, de la desconfianza y de la alegría desbordada ante la retirada de los sheks, Qaydar había mantenido la cabeza fría y había reclutado a un grupo de magos para que lo acompañasen a la Torre de Drackwen, en busca de Jack y de Victoria.

—Al principio no supe si ir o no con ellos —le explicó a Zaisei—. No quería dejar a Alexander suelto por el bosque… Pero las dríades me dijeron que se había marchado de Awa y que iba en dirección al norte. Quizás hice mal, pero… en aquel momento sentí que tenía que ir a buscar a Jack y a Victoria, que habían estado solos demasiado tiempo. Necesitaba saber si seguían vivos…

Calló un momento. Zaisei esperó, pacientemente, a que continuara hablando.

—Los encontramos a los tres en Alis Lithban —prosiguió el mago—. No muy lejos de la Torre de Drackwen, que se había derrumbado sin que supiéramos por qué —hizo una pausa—. Jamás podré olvidar ese momento.

Respiró hondo, perdido en sus recuerdos. Jack, Christian y Victoria.

Los tres, sucios, heridos, pálidos e inconscientes, yacían en el suelo, muy juntos, Victoria entre los dos chicos, que la abrazaban con gesto protector. El rostro de la muchacha reposaba sobre el pecho de Jack, que, tendido boca arriba, rodeaba con el brazo los hombros de ella. Al otro lado, Christian, encogido sobre sí mismo, se había abrazado a la cintura de Victoria como si temiera que ella fuera a desaparecer en cualquier momento.

Shail se había quedado contemplándolos un momento, conmovido. A aquellas alturas, ya sabían todos que Ashran, el Nigromante, había sido destruido, y que eran ellos, la tríada, los héroes de la profecía, quienes lo habían logrado. Acababan de salvar Idhún y, sin embargo, parecían tan frágiles…

El Archimago había tratado de separar a Christian de Victoria, pero Shail lo había detenido con su bastón y lo había mirado a los ojos, muy serio. Y Qaydar los había dejado juntos.

Los magos habían despertado primero a Jack. El muchacho parpadeó, aturdido, y lo primero que hizo fue girar la cabeza hacia Victoria. Pero sólo vio una maraña de pelo castaño oscuro. Alzó un poco la mano para enredar los dedos entre sus cabellos.

Después, los magos habían despertado a Christian. El joven jadeó y abrió al máximo sus ojos azules, como si acabara de regresar de una pesadilla. Se incorporó de un salto, sobresaltando a los hechiceros. Cuando ellos intentaron apartarlo de Victoria, se debatió con la furia de un felino salvaje.

Shail les había pedido que lo dejaran en paz. Christian lo había mirado como si no lo reconociera. A pesar de que parecía más despierto que Jack, aún estaba confuso y actuaba por instinto. Como si tuviera miedo de perderla, se había arrastrado de nuevo hasta Victoria, temblando.

Shail también temblaba. La muchacha tenía la cara oculta en el hombro de Jack, y no podía ver su expresión. Pero los magos la sacudían y ella no despertaba.

Uno de ellos se había atrevido por fin a volverle la cabeza. Cuando la luz de las lunas iluminó su rostro, Shail había dejado escapar una pequeña exclamación de horror.

La muchacha estaba pálida, muy pálida, tanto que su semblante parecía de porcelana. Y en el centro de su frente, entre los dos ojos, había un espantoso agujero.

No era un agujero físico ni una herida de la que brotara sangre. Era un círculo oscuro donde no había nada, una especie de cerco de tinieblas, un orificio de oscuridad.

Y no se trataba simplemente de que no hubiera nada, sino que estaba claro que ahí faltaba algo, algo que debería estar y no estaba, como el dedo amputado en una mano de cuatro dedos, como el agua que falta en un pozo vacío. Y en lugar de ese «algo» había ese extraño agujero, esa «nada» que era mucho más que «nada»: era la expresión de un ser, un cuerpo, un alma incompletos.

—Le habían arrebatado el cuerno —explicó Shail, a media voz.

—Dioses… —susurró Zaisei, aterrada.

—Alguien dijo que estaba muerta. No recuerdo quién fue; tal vez Yber, tal vez el Archimago, o quizás algún otro hechicero. —Alzó la cabeza para mirar a Zaisei a los ojos—. Pero yo supe que no lo estaba. Por la forma en que ellos la abrazaban. Jack y Christian se habían aferrado a Victoria como si trataran de protegerla de cualquier mal, incluyendo nuestras insistentes miradas. Ellos sabían que estaba viva. Y por eso yo lo supe también.

—Y la trajisteis aquí.

Shail suspiró.

—Es obvio, ¿no? La Torre de Kazlunn, el gran cuerno de unicornio. Quizá pensamos que aquí podríamos atenderla mejor, o tal vez quisimos devolverle lo que había perdido. —Movió la cabeza, preocupado—. En cualquier caso, está claro que no lo conseguimos. Lleva todo este tiempo sin reaccionar, debatiéndose entre la vida y la muerte. Cualquier otro unicornio habría expirado ya, y no me cabe duda de que su alma de unicornio está fatalmente herida y tal vez no pueda recuperarse. Pero su alma humana sigue luchando por vivir… por mantener con vida ese cuerpo que las sustenta a las dos.

—¿Qué sucederá si su alma de unicornio abandona su cuerpo? —preguntó Zaisei en voz baja.

—Que arrastrará consigo a su alma humana, y Victoria morirá.

Hubo un largo silencio. Entonces, Zaisei preguntó:

—¿Fue Ashran quien le arrebató el cuerno? ¿Cómo pudo hacerlo?

—Todavía no lo sé. Y Jack no quiere hablar de ello. —Jack… ¿está bien?

Jack está bien. Agotado, pero bien. Sus heridas sanan rápido, y también las del shek.

Pronunció las últimas palabras con un tono de incertidumbre.

—El shek está aquí —susurró Zaisei en voz baja.

—Lo trajimos con nosotros, sí. Y no creas que fue fácil tomar la decisión. Todavía no sé a qué atenerme con respecto a él. Vi con mis propios ojos cómo mataba a Jack… pero ahora, Jack está vivo, y Ashran está muerto. Y Jack dice que mató a Gerde también y recuperó la Torre de Kazlunn. No entiendo a qué juega ese chico, no sé dónde están sus lealtades ni qué quiere exactamente, pero hace mucho tiempo que ya no dudo de sus sentimientos por Victoria. Es por eso por lo que decidimos traerlo, para que esté cerca de ella. Cualquier cosa que ayude a que vuelva con nosotros será bienvenida. Después… ya veremos.

—¿Dónde está ahora? ¿Se lleva bien con Jack?

—Va y viene, es difícil controlarlo. Pero nunca se aleja demasiado de la habitación de Victoria. Creo que está sinceramente preocupado por ella, y en cuanto a Jack… no sé si se llevan bien o no. Podría decirse que se toleran. O que están demasiado cansados como para ponerse a pelear. Le pedí a Jack que tuviera un ojo puesto en él, por si acaso, pero es pedirle demasiado, dadas las circunstancias. No quiere separarse de Victoria ni un solo segundo.

Zaisei desvió la mirada.

—La Madre quería hablar con el shek —dijo.

—¿Con Christian? ¿Para qué? Un momento —se detuvo, perplejo—. ¿La Madre está aquí?

—Sí, y también el Padre. No quería decírtelo, para no preocuparte más. Hemos llegado todos juntos, y ahora mismo deben de estar entrevistándose con Qaydar.

—¿Han venido por Victoria?

Zaisei vaciló.

—En parte. Pero hay algo más. Los Oráculos… parecen haberse vuelto locos.

Shail la miró, sorprendido.

—¿Los Oráculos? ¿Está ya operativo el Oráculo de Awa?

—Pensábamos que no, pero… las voces han hablado. Las voces del Oráculo de Gantadd, y las del Oráculo de Awa. Hablan tanto… tan alto y tan deprisa que es difícil entender lo que dicen, o al menos eso nos han comunicado los Oyentes.

Shail asintió. En cada uno de los templos principales de las Iglesias había una Sala del Oráculo, una estancia abovedada iluminada tenuemente con suaves luces de colores misteriosos y cambiantes. En cada una de esas salas resonaban voces. Shail no sabía cómo conseguían los sacerdotes que la voz de los Oráculos se escuchase en los edificios que construían para tal fin, porque era un secreto celosamente guardado. Pero lo cierto era que sonaban voces, o retazos de voces, susurrantes, etéreas, enigmáticas, tan lejanas que apenas podían escucharse, y en las ocasiones en que se oían con más claridad, su mensaje resultaba difícil de interpretar. Para eso estaban los Oyentes: sacerdotes y sacerdotisas entrenados para escuchar la voz de los Oráculos, para anotar las palabras que lograran descifrar y separar el susurro incoherente de los verdaderos mensajes divinos. Oyentes permanecían en la sala noche y día, en todo momento, escuchando la voz de los dioses. Cuando el mensaje era tan claro que no había dudas al respecto, cuando todos los Oyentes en los tres Oráculos anotaban palabras semejantes, entonces se formulaba una profecía… como la que ataba el destino de Jack y Victoria, y, más tarde, de Christian, a la vida y la muerte de Ashran el Nigromante.

—¿Quieres decir que…?

—… que los Oráculos nos hablan a gritos, Shail, y eso no ha sucedido nunca en toda nuestra historia. Las voces resuellan con tanta fuerza que los Oyentes no las soportan. Por primera vez desde que se crearon los Oráculos no hay nadie escuchándolos… tres de los Oyentes se quedaron sordos, y dos más se volvieron locos. Y el sexto está tan aterrorizado que no quiere volver a acercarse a la sala.

—Por todos los… —susurró Shail.

—El Padre dice —prosiguió Zaisei— que no es que nos hablen a gritos; es que los dioses están mucho más cerca de nosotros de lo que jamás han estado, y por eso oímos sus voces con tanta claridad. Shail, ¿qué está ocurriendo? ¿Acaso los dioses nos premian por haber derrotado a Ashran y a los sheks? Si es así, ¿por qué sus voces parecen tan terribles?

Shail negó con la cabeza.

—No lo sé, Zaisei, pero no me gusta nada. En cualquier caso —añadió, mirándola, muy serio—, si los Venerables han venido a consultar a Qaydar, están hablando con la persona equivocada. Si alguien puede contarnos qué sucede con los dioses, ésos son Jack y Christian… y Victoria, en el caso de que estuviera en condiciones de hablar. Porque fueron ellos quienes hicieron cumplir la profecía.

Zaisei asintió, pensativa.

—¿Es por eso por lo que Gaedalu quiere hablar con Christian? —quiso saber Shail.

—Creo que no. Pero, de todas formas, lo que dices parece tener sentido. —Alzó la cabeza, decidida—. ¿Dónde puedo encontrar a Jack?

Shail esbozó una sonrisa cansada.

—Con Victoria. ¿Dónde, si no?

—Llévame con él.

Minutos después, ambos entraban en la habitación donde Victoria se debatía entre la vida y la muerte. Había varios feericos con ella, un par de magos, algunas sacerdotisas de Wina, y todos ellos parecían estar realizando un ritual con la joven. La muchacha, ajena a todo, yacía sobre la cama, pálida, con aquel agujero de tinieblas en la frente. Sólo observándola con mucha atención se podía advertir que su pecho subía y bajaba muy lentamente, en una respiración tan débil que era apenas un hálito de vida.

Junto a ella, ignorando a los feéricos y a su ritual curativo, estaba Jack, sentado en una silla, con el rostro entre las manos, los hombros hundidos y gesto cansado. Alzó la cabeza al oírlos entrar, y Shail lo vio mucho más serio y más maduro que nunca. Su palidez y sus ojeras denotaban que llevaba tiempo sin dormir.

Pero Zaisei detectó algo más. Aparte del dolor, la angustia, el miedo y la incertidumbre propios de quien está a punto de perder a un ser amado, el corazón de Jack rebosaba sentimiento de culpa. La celeste comprendió al instante que, por alguna razón, Jack se sentía responsable del estado de Victoria. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta. Los celestes leían con facilidad el corazón de otras personas, pero sabían que debían guardarse ese conocimiento para preservar su intimidad. Y el sufrimiento de Jack era demasiado intenso y profundo como para obligarle a compartirlo, si él no quería.

Shail dejó caer una mano sobre el hombro del muchacho, tratando de brindarle apoyo.

—¿Cómo está?

—Igual —murmuró Jack—. Por lo menos, no está peor. Por lo menos sigue aquí, su corazón continúa latiendo…

Shail respiró hondo. También a él le costaba mirar a la cara a Victoria, su pequeña Victoria. La había conocido cuando apenas era una niña, la había visto crecer y convertirse en mujer… para luego permitir que Ashran le arrebatara algo tan preciado para ella. «¿Dónde estaba yo mientras tanto?» , se preguntó, con amargura. Shail había perdido una pierna… pero Victoria había perdido su cuerno, la esencia misma del unicornio que habitaba en ella. Alexander había perdido una parte muy importante de su humanidad; aunque regresara siendo más o menos el de siempre, nada volvería a ser como siempre para él, ni después de haber asesinado a su propio hermano. Y Allegra. Allegra había entregado su propia vida. ¿También Jack había perdido la vida? Shail lo miró, con cierta aprensión. Lo había visto morir. Nadie habría podido sobrevivir a una herida como aquélla, a una caída como aquélla. ¿Era realmente Jack?

Lo observó atentamente, y vio que sus ojos verdes, aunque cansados, no se apartaban de Victoria. Y ya no tuvo más duda. Sólo Jack era capaz de mirar a Victoria de aquella manera.

Oprimió suavemente su hombro.

—Si tienes un momento… a Zaisei le gustaría hablar contigo.

Jack se volvió para mirarla. Pareció reparar en ella por primera vez.

—Ah, hola —murmuró—. Me alegro de volver a verte.

—También yo —sonrió la celeste—. Todos te dábamos por muerto, es un milagro que estés bien.

Jack ladeó la cabeza, incómodo, pero no dijo nada. Shail sabía de antemano que no les iba a contar cómo había regresado del reino de la muerte. No se lo había contado a nadie, excepto, probablemente, a Victoria… y tal vez a Christian.

«Si Alexander estuviera aquí —pensó—, quizá sí se sinceraría con él».

—¿Tienes un momento? —insistió el mago.

Jack miró a Victoria, dubitativo, pero finalmente asintió. Se incorporó con gesto resuelto, acarició con suavidad la fría y pálida mejilla de ella y salió de la habitación, en pos de Shail y Zaisei. Al llegar al pasillo, se recostó contra la pared, junto a la puerta, dando a entender que no pensaba ir más lejos.

Tras una breve vacilación, Zaisei le contó todo lo referente a la nueva voz de los Oráculos. Shail observó atentamente a Jack mientras tanto, y comprobó que el rostro del muchacho se ensombrecía por momentos. No lo consideró una buena señal.

Cuando Zaisei terminó de hablar, Jack se incorporó, decidido.

—Reunid a los Venerables y a los magos de más rango. También quiero que Covan y Denyal estén presentes.

—No están en la torre —dijo Shail—. Han ido a cazar sheks. Jack estrechó los ojos en una mueca de rabia.

—Ellos se lo pierden —dijo, sombrío. Dio media vuelta y se alejó pasillo abajo.

—¿Adónde vas?

—A buscar a Christian —fue la respuesta—. También él debe estar presente.

—¿No prefieres que lo busquemos nosotros? —No lo encontraréis.

Cuando lo perdieron de vista, Shail y Zaisei cruzaron una mirada.

—Ha cambiado mucho —comentó el mago, preocupado.

—Todos hemos cambiado —dijo Zaisei con suavidad.

Tomó su mano, y Shail se la estrechó con cariño. Y así, cogidos de la mano, fueron a cumplir el encargo de Jack.

Caía ya el primero de los soles cuando se reunieron todos en uno de los salones de la Torre de Kazlunn. La Madre no estaba muy dispuesta a compartir con todos la información sobre los Oráculos, pero Ha-Din y Jack insistieron en que se hiciera pública. Cuando los pensamientos de Gaedalu y la voz de Ha-Din terminaron de contar lo que estaba sucediendo, Jack se puso en pie, apoyó las manos sobre la mesa y les dirigió a todos una intensa mirada. Sus ojos se detuvieron un momento en Kimara, quien, a pesar de no ser una hechicera de alto rango, estaba presente en la reunión, a petición del propio Jack.

El encuentro de ambos, varios días atrás, había sido sincero y emotivo. Kimara había llegado a la Torre de Kazlunn poco después de que Jack despertara de su inconsciencia. Los dos se habían mirado un momento y se habían fundido en un cálido abrazo. Jack había comprendido entonces, mejor que nunca, que quería a la semiyan como a una amiga, como a una hermana tal vez, pero nada más. Dejó que ella llorase largo rato sobre su hombro, feliz de haberlo recuperado. La abrazó, para consolarla, y, cuando la joven se separó de él y se secó los ojos para mirarlo de nuevo, le sonrió con cariño. Kimara había entendido que él no la amaba. Pero la alegría de saber que seguía vivo, cuando llevaba tanto tiempo llorando su muerte, compensaba cualquier desengaño que pudiera llevarse al respecto.

Ahora estaba allí, en la Torre de Kazlunn, a la espera de lo que sucediese con Victoria. En teoría debía proseguir con sus estudios de magia; pero todos los hechiceros estaban demasiado preocupados por encontrar el modo de salvar al último unicornio, así que de momento no tenía mucho que hacer. A veces echaba de menos los dragones artificiales de Tanawe, y recordaba a Kestra, y se prometía a sí misma que, aunque su futuro estuviera ligado a la magia, volvería a pilotar dragones.

—Lo que voy a contaros —empezó Jack— es difícil de comprender y, sobre todo, de asimilar. No os pido que me crea inmediatamente. No os pido, tampoco, que encontréis un sentido a todo esto. Sólo necesito que recordéis bien mis palabras, que os toméis tiempo para pensar en ellas.

Algunos fruncieron el ceño al oír hablar con tanta autoridad a un muchacho tan joven; pero había algo en la voz de Jack o tal vez en su expresión, serena y decidida, o quizás en la mirada de sus ojos verdes, que inspiraba respeto.

Jack respiró hondo y entonces relató todo lo que había aprendido de Sheziss: la historia de la creación y destrucción de Umadhun, de la lucha eterna de los siete dioses, del sentido de la existencia de los dragones y los sheks, de cómo no podía escapar del odio hasta que una de las dos razas fuera aniquilada por completo. Les habló de la profecía, de la voz del Séptimo incluyendo a Christian en ella, de cómo habían tratado de forzar las cosas para revertirla a su favor. Les contó que habían ido a enfrentarse a Ashran…, pero no entró en detalles. Concluyó con la muerte del Nigromante y la oscura sombra que habían liberado sin pretenderlo.

Y lo que eso significaba.

Sobrevino un silencio tenso, incrédulo.

«¿Sabes que todo eso que acabas de contar va en contra de nuestras creencias?», dijo entonces Gaedalu. Pero Jack negó con la cabeza.

—Al contrario. Le da a todo un sentido nuevo, un significado aterrador, es verdad… pero coincide con muchas de las cosas que enseñan los sacerdotes.

—¿Insinúas, entonces, que Ashran no era del todo humano? —dijo Qaydar—. ¿Que Ashran era el Séptimo dios, el creador de los sheks, la sombra maligna que amenaza desde siempre la paz de Idhún?

—Yo diría que todos amenazan la paz de Idhún —replicó Jack, sombrío—. El Séptimo y los otros Seis. Pero sí, Ashran era el Séptimo dios, o más bien podríamos decir que el Séptimo dios habitaba en el interior de Ashran.

—¡El chico miente! —exclamó alguien—. ¡No se puede derrotar a un dios!

—No lo derrotamos, es lo que intento deciros. Tan sólo destruimos su envoltura carnal, su identidad en este mundo, por así decirlo. ¿No lo entendéis? Volvió al mundo para proseguir su guerra contra los Seis, oculto bajo la piel de un humano, Ashran el Nigromante. Un humano con poderes similares a los de un dios, un dios limitado por las imperfecciones de un cuerpo humano. Mientras estuvo aquí, pudo gobernar Idhún a su antojo… y los Seis no podían intervenir. Por eso nos enviaron a nosotros… a través de la profecía… para destruir ese cuerpo humano, liberar al Séptimo y obligarle a dar la cara. Y cuando eso sucediera…, los Seis podrían volver a enfrentarse a él en su propio plano.

—Ha-Din había enterrado la cara entre las manos, intentando asimilar toda aquella información. Alzó la cabeza para mirar Jack.

—¿Dices que los Seis se enfrentarán al Séptimo? Eso es una buena noticia, pues. Desterrarán el mal de nuestro inundo, como ya hicieron en tiempos remotos.

Jack negó con la cabeza.

—Ya nos han contado lo terribles y abrumadoras que son sus voces. Sólo sus voces. ¿De veras queréis ver a los dioses entre nosotros? Yo, personalmente, no tengo ganas de conocerlos.

»Sí, los Seis vendrán para luchar contra el Séptimo… y nos destruirán a todos en el intento.

Hubo un breve instante de silencio, y después la sala estalló en comentarios, exclamaciones, discusiones y voces indignadas.

Todos hablaban a la vez, tratando de encontrar un significado a todo lo que Jack había dicho.

El muchacho no les prestó atención. Alzó la cabeza para mirar a la sombra que se alzaba junto a la puerta, en un rincón en penumbra, apoyado contra la pared con aspecto engañosamente calmoso. No se había movido en todo aquel tiempo, pero, al sentir la mirada de Jack, se incorporó y, sin una palabra, salió de la habitación, sigiloso como un felino.

Jack suspiró y se abrió paso entre la gente para tratar de llegar a la salida. Shail lo detuvo y lo miró, muy serio.

—¿Estás seguro de todo lo que nos has contado? Jack esbozó una sonrisa cansada.

—Sí, Shail —respondió—. Lo siento.

El mago palideció, pero no dijo nada.

Jack los dejó a todos discutiendo y salió al pasillo. Como suponía, Christian se había marchado ya.

Salió al mirador, al mismo donde, tiempo atrás, había conversado a menudo con Sheziss. Ahora que la shek no estaba, que no volvería a ovillarse sobre aquellas baldosas nunca más, Jack sentía que la echaba de menos. De modo que se quedó allí un rato, rindiendo homenaje a su memoria, recordando a la que había sido, en muchos sentidos, su maestra, y le había enseñado a ser dragón… y también un poco shek.

Alzó la cabeza cuando sintió la sombra de Christian junto a él. Los dos cruzaron una mirada.

—Me temo que les costará bastante tiempo asimilarlo —comentó Jack.

Christian entornó los ojos.

—¿Y a ti? —le preguntó en voz baja—. ¿Cuánto te costó asimilarlo?

Jack no respondió enseguida.

—Más de lo que crees —murmuró.

—Fue ella quien te enseñó todo esto, ¿verdad? Cosas que sólo saben los sheks.

Jack asintió.

—Pero ni siquiera ella sabía nada acerca de la verdadera identidad de Ashran.

Era algo que sólo reveló a Zeshak. ¿No? Christian lo miró.

—Tampoco yo lo sabía, si es eso lo que estás insinuando. —Ya suponía que no.

Hubo un breve silencio.

—Pudo haberme matado —murmuró entonces Jack—. Ashran, quiero decir. Pudo haber matado al último dragón del mundo y haber vencido con ello en la guerra contra los Seis. ¿No era eso más importante que obtener el poder de consagrar más magos? ¿Qué se nos escapa?

—No lo sé —dijo Christian—. No me pidas que trate de encontrar un sentido a todo esto. Hace ya tiempo que renuncié a hacerlo.

—Tal vez tengas razón, y después de todo… no podamos llegar a entender los motivos y la forma de actuar de Ashran. Al fin y al cabo… se supone que era un dios.

—Y, sin embargo —replicó Christian—, estoy seguro de que hubo un tiempo en que Ashran no fue más que un hombre.

Jack se volvió para mirarlo.

—¿Te gustaría averiguarlo? ¿Te gustaría saber de quién eres hijo en realidad? ¿De Ashran, de Zeshak… del Séptimo?

—Demasiados padres para mi gusto —murmuró Christian—. Me parece que prefiero seguir siendo lo que soy, y no simplemente el hijo de alguien. Aunque confieso que a veces ya no sé muy bien quién soy.

—Se me hace raro oírte hablar así.

Christian clavó en él su mirada de hielo.

—¿Por qué? Piénsalo, Jack. Los dos teníamos un propósito en esta vida, una misión. Yo fracasé en la mía. Tú la llevaste a cabo. Pero en estos momentos ambos estamos en la misma situación: ¿qué hemos de hacer ahora? ¿Cuál es nuestra función, el sentido de nuestra existencia?

Jack se encogió de hombros.

—¿Vivir, tal vez? No podemos enfrentarnos a los dioses, Christian. Eso resulta una tarea demasiado grande, incluso para nosotros. Y yo estoy cansado de luchar. No quiero seguir peleando en esta guerra sin sentido.

—Pero nos crearon para luchar, para odiar. ¿Acaso existe algo más?

Jack lo miró, y el fuego del dragón ardió por un instante tras sus ojos verdes.

—Podemos amar —dijo solamente.

Una chispa cálida brilló en los ojos de hielo de Christian.

Volvió la cabeza bruscamente, y Jack entrevió, por un instante, el intenso sufrimiento que le causaba la situación de Victoria.

Tal vez el shek se sintiera tan culpable como él, pensó.

Christian se acodó sobre la barandilla y echó un vistazo a las tres lunas que presidían el firmamento.

—Me gustaba más esta torre cuando estaba medio vacía —comentó—. Cuando sólo estábamos nosotros tres.

Permanecieron en silencio un rato más, hasta que Jack dijo:

—No voy a dejar que se muera.

—Tampoco yo —dijo Christian—. Pero no sé qué podemos hacer.

Jack respiró hondo.

—Todos están trabajando en ello. Magos y sacerdotes de todas las razas la someten todos los días a distintos rituales y hechizos para mantenerla con vida. Pero me parece que, sin el cuerno, no hay nada que hacer. Por eso Qaydar está investigando si existe algún modo de devolvérselo, o de generar uno nuevo. Si al menos supiéramos qué hizo Ashran con él…

Christian no dijo nada.

—Aunque recuperásemos su cuerno, no sé si podrían volver a implantárselo de nuevo. Y, a pesar de todo, estaría dispuesto a correr el riesgo, a volver a buscarlo. Pero no quiero separarme de ella ni un solo momento —continuó Jack.

Christian lo miró.

—¿Tampoco para ir a buscar a tu amigo Alexander?

El rostro de Jack se crispó en una mueca de rabia.

—No en estas circunstancias. No con Victoria en este estado. Hubo un largo silencio.

—¿Insinúas, pues, que he de ir yo a buscar su cuerno?

—Es sólo una sugerencia. —Jack alzó la cabeza para mirarlo, muy serio—. Porque tendrás que marcharte de aquí tarde o temprano. Antes de que las cosas se desquicien.

No añadió nada más, pero ambos sabían a qué se refería.

Tras la caída de Ashran, los sheks no se habían marchado, lo cual supuso una tremenda desilusión para la gran mayoría de los idhunitas. Muchos habían muerto en el hechizo de fuego conjurado por Qaydar y Allegra; otros habían cruzado de nuevo la Sima para refugiarse en Umadhun. Y algunos habían escapado a otro lugar a través de una Puerta interdimensional. Ahora, Jack estaba seguro de que no lo había imaginado, porque muchas otras personas los habían visto también.

Pero aún quedaban sheks en Idhún, más de los que muchos quisieran. La mayoría se habían refugiado en las montañas y en los territorios menos poblados, y otros, simplemente, se negaban a aceptar lo evidente. Era el caso de Sussh, el shek que gobernaba Kash-Tar, y que todavía seguía imponiendo su ley a los habitantes del desierto. Se había visto obligado a replegarse y apenas podía controlar la mitad del territorio que antes había sido suyo, pero seguía ahí.

Algo parecido sucedía con los szish. Muchos de ellos habían cerrado filas en torno a los sheks que quedaban en Idhún y aquellos que se habían quedado solos, o bien eran asesinados por los rebeldes, o conseguían llegar hasta alguna zona de influencia shek, donde se sentían seguros y a salvo.

El hecho de que todavía quedaran serpientes en Idhún había planteado muchos interrogantes. Todo el mundo había dado por sentado que la caída de Ashran supondría una nueva expulsión de los sheks. Algunas personas le habían insinuado a Jack que se encargara él mismo de desterrar de Idhún a lo que quedaba del ejército de los sheks o, al menos, de darle muerte, ya que ése era su deber como dragón. Pero Jack no tenía ningún interés en salir a cazar serpientes. Todos lo atribuían a que estaba demasiado cansado, o a que su preocupación por Victoria le impedía dejarse llevar por su instinto, pero daban por hecho que, cuando todo se normalizara, el último dragón se encargaría de exterminar a los sheks que se ocultaban en los rincones más inaccesibles del continente.

Otros habían empezado a decir que los sheks no se habían ido porque el heredero de Ashran aún estaba vivo. Jack había oído los rumores, y estaba seguro de que Christian los conocía también.

Cada vez más personas estaban convencidas de que había que sacrificar al hijo del Nigromante para que las serpientes fueran expulsadas de Idhún. Y algunas de esas personas habitaban en la Torre de Kazlunn.

—Es cuestión de tiempo que alguien trate de matarte, Christian —dijo Jack con suavidad.

—Que lo intenten —sonrió él.

Jack se volvió para mirarlo, muy serio.

—No deberías tomártelo tan a la ligera. No eres invencible.

Christian le devolvió la mirada.

—¿Ah, no? ¿Acaso conoces a alguien que tenga poder para herirme?

Estaban jugando a un juego peligroso, y ambos lo sabían. Pero se entregaron a él sin pensar en las consecuencias, porque necesitaban conjurar su angustia y su dolor.

—Yo mismo —replicó Jack, respondiendo a la provocación; entornó los ojos y clavó en Christian una mirada siniestra—. ¿Es cierto que, si mueres, las serpientes volverán al lugar del que vinieron?

El shek esbozó una media sonrisa torva.

—¿Te atreves a intentar comprobarlo?

El rostro de Jack se ensombreció.

—¿Por quién me tomas? Soy perfectamente capaz de matarte, shek. Ya lo sabes.

—Te recuerdo que fui yo quien te mató a ti la última vez. —Entonces, ha llegado la hora de mi revancha, ¿no te parece?

Jack desenvainó a Domivat. A pesar de que se hallaba, en teoría, a salvo, entre amigos, nunca se separaba de ella. Habiendo pasado tanto tiempo huyendo, luchando, de sobresalto en sobresalto, ocultándose de tantos enemigos que querían matarlo, el muchacho se había acostumbrado a ir armado siempre. Y era una costumbre muy difícil de quitar.

Christian, por su parte, no tardó en sacar a Haiass de su vaina. Y, con un grito de ira, los dos se lanzaron el uno contra el otro, y de nuevo, como tantas otras veces, el fuego y el hielo se enfrentaron en una pelea a muerte.

El ruido de las espadas pronto alertó a otros habitantes de la torre. Alguien salió corriendo a la terraza, gritando, pero ellos estaban demasiado concentrados en lo que hacían como para prestarle atención. Sin embargo, Christian lo vio por el rabillo del ojo y comprendió que no tardarían en ser interrumpidos, de modo que arrojó a Haiass a un lado y se transformó en shek. Alzó el vuelo, se detuvo en el aire, unos metros por encima de Jack, y le dedicó un furioso siseo, enseñándole los colmillos. Jack aceptó el desafío y se metamorfoseó a su vez para acudir a su encuentro. Momentos después, las dos formidables criaturas peleaban, en un caos de rugidos y silbidos, de alas y es camas, de garras y colmillos, suspendidas en el cielo sobre la Torre de Kazlunn. Muchos se asomaron a las ventanas y a los balcones para verlos, sin saber qué hacer. Todos comprendieron, de alguna manera, que aquél era un dragón de verdad, que era Yandrak, el último dragón, y le lanzaron vítores y palabras de aliento. Pero muy pocos intuyeron que el shek contra el que peleaba era Kirtash, el hijo del Nigromante; y los que lo hicieron tampoco fueron capaces de interpretar lo que estaban viendo.

Kimara se reunió con Shail y con Zaisei en el mirador.

—¡Tenemos que hacer algo! —les urgió—. ¡Lo va a matar!

Pero Shail contemplaba la escena con el ceño fruncido. Sólo parecía estar ligeramente preocupado.

—¡Lo va a matar, Shail! —gritó Kimara—. ¡Como la última vez!

El mago negó con la cabeza.

—No, no es como la última vez. ¿No te das cuenta? El dragón no está utilizando su fuego. La serpiente no ha tratado de morderlo. No quieren matarse.

Kimara se volvió hacia él, con violencia.

—¿Que no quieren matarse? ¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Cómo sabes que el shek no lo morderá cuando se le presente la oportunidad? ¿Como puedes confiar en él?

Shail no pudo contestar, porque en aquel momento las dos criaturas cayeron al mar, enredados el uno en el otro, sin posibilidad de mover las alas. La marca estaba subiendo, y el choque contra la formidable ola que se elevaba hacia las lunas fue brutal. De todas las gargantas salió un de alarma.

Entonces, el shek salió a la superficie. Batió las alas, con fuerza, y cuando emergió un poco más todos vieron que arrastraba tras de sí el pesado cuerpo del dragón. Aprovechando que la ola estaba a punto de chocar contra el acantilado, la serpiente remontó el vuelo hasta dejarse caer en tierra firme. El dragón aterrizó pesadamente a su lado.

Kimara dio media vuelta y salió corriendo del mirador.

Jack abrió los ojos lentamente. Volvía a ser humano. Y Christian, a su lado, también. Los dos estaban empapados Y exhaustos, pero se sentían mucho mejor.

—¿Lo ves? —dijo Christian no pueden vencerme.

Jack sonrió.

—Tampoco tú puedes vencerme.

Callaron un momento. Oyeron entonces los gritos procedentes de la torre.

—Creo que esto no ha sido muy sensato —murmuró Jack, tratando de incorporarse—. Ahora pensaran que has intentado matarme otra vez.

Christian ya se había puesto en pie y estaba echando un vistazo calculador a la gente que se acercaba desde la torre.

—¿Y qué te hace pensar que no lo he intentado? —dijo, peligrosa suavidad.

Jack se volvió para mirarlo, sombrío, pero enseguida sonrió.

—No vas a engañarme. No has usado tu veneno.

Christian se encogió de hombros.

—Sé por experiencia que si mueres tendré muchos problemas. Así que de momento me conviene que sigas con vida.

—¡Jack! —sonó de pronto una voz en la lejanía—. Jack, ¿estás bien?

Jack se volvió al reconocer la voz de Kimara, que llegaba corriendo, preocupada por el resultado de la pelea que acababa de presenciar.

—Supongo que habrá que darles una explicación, ¿no crees? —comentó, preocupado.

No obtuvo respuesta. Al volverse, descubrió que el shek, como de costumbre, se había marchado sin decir nada.

Regresó junto a Victoria, y estuvo a su lado varias horas más, sin apartar los ojos de ella, esperando detectar algún cambio. Pero la muchacha seguía sin reaccionar.

Al cabo de un rato, alguien le anunció que Covan había vuelto.

Con un suspiro, Jack salió de la habitación donde velaba a Victoria, y fue a su encuentro.

Había conocido a Covan apenas unos días atrás, pero ya habían hecho buenas migas. El viejo maestro de armas le recordaba mucho a Alexander, había algo familiar en él que hacía que Jack se sintiera a gusto en su presencia. Y, sin embargo, había cosas en las que no estaban de acuerdo.

Una vez acabada la amenaza de Ashran, Covan se había propuesto resucitar la antigua Orden de caballería de Nurgon. Reconstruirían la Fortaleza, esta vez con más medios, y comenzarían a entrenar de nuevo a jóvenes caballeros. Ya le había dicho a Jack que contaba con él, pero el muchacho aún no había tomado una decisión al respecto. Antaño había apoyado y admirado los principios de la Orden, que eran también los de Alsan, pero ahora veía las cosas desde un punto de vista diferente. Los caballeros consideraban que era su deber exterminar a todas las serpientes sin distinción. Sólo la firme oposición de Jack y Shail había logrado que tolerasen la presencia de Christian en la torre. Pero Jack no podía hacer nada para evitar que, de vez en cuando, algunos guerreros y magos, liderados por Covan, saliesen a cazar sheks. Y aunque lo comprendía en el fondo y su instinto de dragón le apremiaba a unirse a ellos, Jack nunca había tomado parte en aquellas expediciones.

En aquella ocasión salió al encuentro de Covan porque sabía que el grupo de cazadores había vuelto de una ronda por el norte de Nandelt que les había llevado varios días.

—¿Hay noticias de Alexander? —le preguntó al maestro de armas, después de intercambiar con él un amistoso saludo. Covan negó con la cabeza.

—Nada. Estoy empezando a pensar que ha intentado franquear el Anillo de Hielo para llegar a Nanhai. Y, no sé, Jack. Es un viaje muy peligroso para cualquier hombre, aunque se trate de alguien como él.

Jack no dijo nada.

Covan procedió a contarle las novedades. Le dijo que había pasado por Shur-Ikail, que los bárbaros estaban aún reponiéndose de la batalla de Awa y que, cuando terminaran de reunirse todos, tendrían que elegir a un nuevo Señor de los Nueve Clanes.

También le contó que habían acorralado a una hembra shek cerca de las fuentes del río Adir.

—Se nos escapó, la condenada —gruñó Covan—. Pero estuvimos muy cerca de acabar con ella.

—No entres en detalles —le cortó Jack, con cierta dureza. Covan lo miró, ceñudo.

—Pensaba que a los dragones os gustaba matar sheks.

—Sí —replicó Jack—, y, créeme, no es algo de lo que me sienta orgulloso.

Se despidió con un gesto y dio media vuelta para regresar a la habitación de Victoria.

Estaba subiendo ya las escaleras cuando alguien le salió al encuentro: una figura nerviosa, de cabello blanco y azulado y ojos rojizos que chispeaban con urgencia.

—¡Jack! Te estaba buscando.

—¿Qué pasa, Kimara? —preguntó él, tratando de calmarla; parecía muy preocupada.

—Tienes que venir… Victoria… rápido…

Jack se irguió como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—¿Qué le pasa? —preguntó, con una nota de pánico en la voz.

Se maldijo a sí mismo por haberla dejado sola, aunque fuera sólo un instante, y echó a correr escaleras arriba a grande, zancadas. Kimara lo alcanzó.

—El shek está con ella —explicó.

—¿Christian está con ella? —Jack se relajó; parecía ser una de las pocas personas de la torre que sabía que Victoria estaría segura si el hijo del Nigromante la velaba.

—Leestáechandounconjurooalgoparecido. —Kimara estaba tan nerviosa que habló atropelladamente, como solían hacer los yan—. Suenaextrañoseráunmaleficio…

—Calma, calma. No va a hacerle daño. Los ojos de Kimara relucieron de furia.

—¿Cómo puedes hablar así? ¡Ese malnacido estuvo a punto de matarte!

Jack respiró hondo. Miró a Kimara. Todavía se le hacía raro verla con la túnica de aprendiz que le habían proporcionado los magos.

—Iré a ver —le dijo para tranquilizarla.

—Voy contigo.

—Pero en silencio. No debemos interrumpirlos.

Kimara lo miró sin comprender, pero no preguntó nada más.

Subieron varios pisos más hasta la habitación de Victoria. Jack retuvo a Kimara en el pasillo y le impidió asomarse. Se pegaron a la pared y escucharon.

La voz del shek llegó hasta ellos, apenas un suave susurro, en un canto que parecía estar destinado sólo a los oídos de Victoria, y cuyas palabras Kimara no podía comprender. Pero para Jack estaban llenas de significado, y sonrió.

—No es un maleficio —le susurró a Kimara.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó ella en el mismo tono. La sonrisa de Jack se hizo más amplia.

—Es una canción de amor.

Kimara lo miró, perpleja.

—No es posible.

—Míralos —la invitó Jack.

Se asomaron, con precaución, para no ser descubiertos, y contemplaron la escena, sintiéndose algo culpables, sabiendo que estaban espiando un momento íntimo. Pero Victoria no estaba en condiciones de reprochárselo, y Christian parecía tener ojos sólo para ella. La joven seguía pálida, yerta, con aquel horrible agujero de nada en su frente, sin ser capaz de moverse ni de reaccionar. Christian la acunaba entre sus brazos, con infinita ternura, mientras le cantaba al oído las palabras de la canción que había compuesto para ella tiempo atrás.

Nobody could reach me,

Nobody could defeat me,

Standing alone in my kingdom of ice.

Frost and darkness, poison and silence,

And I liked it, my lady of light.

But I'd never seen a soul like yours,

Shining like nothing I knew before,

A new star warming my life

So precious, so brilliant, so painful,

And I needed it, my lady of light.

So I looked for you, babe

And the moon showed me your face,

The waters whispered your name,

The winds brought me your smell.

What can I do, oh, what can I do?

If you're the only one

I should not look?

You could have anyother face,

Anyother name, anyother smell.

You could be anyone else,

But you, oh you, why you?

I tried lo keep you out of may way,

Tried to defeat this damned fate,

But no ice can freeze your smile,

And I like you, my lady of light

And I need you, my lady of light.

What can I do, oh, what can I do?

If you’re the only one

I should not look?

You could have anyother face,

Anyother name, anyother smell.

You could be anyone else,

But you, oh, you, why you?? [1]

La voz de Christian se extinguió. Sin embargo, él siguió allí, junto a Victoria, abrazándola. Jack se preguntó de pronto qué pasaría con el shek si Victoria moría, qué haría, adónde iría, qué le quedaría. No encontró respuesta a aquellas preguntas.

Movió la cabeza, preocupado, e hizo ademán de marcharse. Kimara lo retuvo y le dirigió una mirada de urgencia. Jack le respondió con gestos que los dejara solos.

Kimara no lo siguió cuando él se alejó de allí. Sacudió la cabeza, se sentó al pie de la escalera y aguardó a que Christian saliera de la habitación.

Al shek no le hizo mucha gracia encontrársela allí. Kimara se levantó, muy seria. Los dos cruzaron una mirada tensa y cautelosa.

—Quiero que sepas —dijo ella entonces— que no me fío de ti. Christian esbozó una breve sonrisa.

—Haces bien —dijo solamente.

Kimara entrecerró los ojos.

—Me parece que no me has entendido. No se trata de que seas un shek, o el hijo del Nigromante. Todo eso no me importa. Pero has estado a punto de matar a Jack en varias ocasiones, y no dudo de que algún día te saldrás con la tuya.

Christian ladeó la cabeza.

—¿Y?

Kimara rechinó los dientes. Le desconcertaba la impasibilidad de él. Y le sacaba de sus casillas.

—Que no voy a permitirlo —murmuró.

Y, rápida como el rayo, se lanzó sobre él, extrayendo una daga de una de las amplias mangas de su túnica. Kimara había crecido en el desierto, sabía luchar y solía ser letal cuando se lo proponía, pero no tenía nada que hacer contra Christian, quien, como de costumbre, fue más rápido. La sujetó por las muñecas y la acorraló contra la pared.

—Yo en tu lugar no volvería a hacer eso —dijo con calma.

Kimara cometió el error de mirarlo a los ojos, y un terror irracional la paralizó de pronto. Aquella mirada de hielo evocaba cosas oscuras, cosas que de ningún modo quería conocer. Deseó con todas sus fuerzas que él dejara de observarla de esa manera, pero no fue capaz de moverse siquiera.

Entonces, Christian se apartó de ella. Kimara gimió, y se dejó caer de rodillas sobre el suelo, temblando.

—Lo que suceda entre Jack y yo es cosa nuestra, Kimara —dijo Christian suavemente—. Te aconsejo que no te involucres, porque podrías salir malparada. —Hizo una pausa y continuó—: He visto que la luz de Victoria brilla en tu interior. Te ha entregado el don de la magia. Agradéceselo, porque ésta es la razón por la que te he perdonado la vida hoy.

Kimara no respondió; se quedó quieta, temblando, y, cuando Christian se hubo marchado, alzó la cabeza y sus ojos rojos brillaron de cólera.

—No me importa que sientas algo por Victoria, serpiente —siseó—. Mataste a Jack, y no te lo voy a perdonar. Juro que llegará el día en que acabaré contigo… con mis propias manos.

A partir de aquel día, Jack se atrevió a dejar sola a Victoria más a menudo. No porque no estuviera preocupado por ella, sino porque, simplemente, había entendido que Christian no se acercaría mientras él estuviera junto a la muchacha. Y después de todo lo que había sucedido, Jack sentía que el shek también tenía derecho a pasar algunos momentos con Victoria. Tanto si ella se recuperaba como si no… era importante que los tuviera a ambos a su lado.

De modo que de vez en cuando echaba a volar y se alejaba de la torre, y aprovechaba aquellos momentos para despejarse un poco y pensar. Intentaba darle vueltas al problema de la guerra entre los dioses, de lo que sucedería cuando las seis divinidades regresaran definitivamente a Idhún, pero, a pesar de las advertencias de los Oráculos, sentía que aquello era algo lejano y muy irreal. Al menos, mientras Victoria siguiera en aquel estado, mientras hubiera tantas posibilidades de perderla para siempre.

A veces se posaba cerca de alguna ciudad, en algún lugar alejado de la mirada de la gente, se transformaba de nuevo en humano y deambulaba por las calles, las plazas y los mercados. Nadie sabía quién era, nadie lo reconocía bajo su aspecto de muchacho. Así, Jack podía distraerse un poco y estirar las piernas, pero, sobre todo, enterarse de lo que pasaba en Nandelt.

En cierta ocasión, recorriendo el mercado de Kes, se quedó parado ante un puesto en el que relucían diversas joyas y abalorios.

—¿Pensando en algo especial para tu chica, joven amigo? —preguntó el comerciante, sonriendo.

Jack volvió a la realidad y trató de negar con la cabeza. Pero lo cierto era que se había quedado mirando un colgante con forma de lágrima de cristal. El vendedor detectó su interés.

—Una Lágrima de Unicornio —sonrió—. A los magos les encantan estos cristales.

—Lo sé —asintió Jack—. Mi… —dudó antes de proseguir— mi novia tenía uno como éste. Pero creo que lo ha perdido.

No era capaz de recordar cómo, dónde ni cuándo había perdido Victoria la Lágrima de Unicornio que le había regalado Shail tanto tiempo atrás. Pero sí sabía que ya no la llevaba puesta. Se había (lado cuenta días atrás, cuando la contemplaba, tratando de grabar en su memoria cada pequeño rasgo de su rostro, para no olvidarlo nunca, por si llegara el momento en que tuviera que despedirse de ella para siempre.

El vendedor sonrió y desenganchó la cadena del soporte del que colgaba, para tendérsela a su posible cliente, con gesto hábil y experto; no en vano procedía de Nanetten, el reino de los comerciantes.

Jack retrocedió un paso.

—No… no tengo dinero para pagarla —dijo.

—Nadie tiene en estos días —respondió el vendedor, dirigiéndole una mirada suspicaz—. Hemos pasado una etapa de guerra, las cosas ya no son como eran antes. No es una novedad. Pero tal vez tengas algo que quieras dar a cambio de esto. Un trueque, ¿eh? ¿Tienes algo para ofrecerme?

—Me temo que no —murmuró Jack, y se dio cuenta entonces de lo precaria de su situación; su única posesión era Domivat, y, desde luego, no pensaba dársela.

También tenía el colgante hexagonal que pendía de su cuello. No sabía si era o no valioso, pero tampoco quería deshacerse de él. Había sido un regalo de Victoria.

—Es muy barato —insistió el vendedor—. Antes estos colgantes se vendían mucho, pero los magos escasean cada vez más, y a nadie le interesan las Lágrimas de unicornio. En Nolir están dejando de fabricarlas, por lo que puede que esta que ves sea una de las últimas.

Jack miró de nuevo el colgante. El cristal era muy hermoso, centelleaba bajo la triple luz de los soles, que arrancaban una mágica irisación de sus múltiples facetas. Era mucho más bonito que el que había tenido Victoria.

«Tengo que regalárselo», pensó. Y se le ocurrió una idea.

Pidió al vendedor que se lo guardara durante un rato, asegurándole que no tardaría en volver; y cuando lo hizo, traía algo entre las manos.

—¿Qué es eso? —quiso saber el comerciante, receloso.

Jack se lo tendió. Era una especie de lámina dura, de color dorado. Antes de que el vendedor pudiera adivinar qué era, Jack dijo, con suavidad:

—Es una escama de dragón.

El vendedor lanzó una exclamación ahogada y se la arrebató de las manos.

—¿Es de oro?

—No lo creo —respondió el chico—. Es dorada, simplemente. Pero es auténtica.

Se habían acercado algunos curiosos para tratar de averiguar qué estaba pasando.

Ya no quedan dragones, muchacho. Estás tratando de engañarme.

—Eso no es del todo exacto. Queda un dragón, uno sólo, y es un dragón dorado. Todos saben que es el dragón de la profecía, que derrotó a Ashran y que ahora vive en la Torre de Kazlunn.

Habló con orgullo, y enseguida se arrepintió de no haberse mordido la lengua. Sin embargo, todos los presentes estaban demasiado maravillados con la escama como para escucharlo. Pronto se armó un pequeño revuelo en aquel sector del mercado. Todos querían ver la escama de dragón, tocarla si era posible. Jack no esperó a averiguar si el comerciante aceptaba el trueque. Se perdió entre la multitud, llevándose consigo la Lágrima de Unicornio, sabiendo que, aunque la escama no valiese nada en sí misma, como símbolo no tenía precio. Si era listo, el comerciante podía sacar grandes beneficios de ella.

Regresó deprisa a la Torre de Kazlunn, y llegó cuando ya se ponía el segundo sol. Tuvo que esperar un poco para ver a Victoria, puesto que en aquellos momentos estaba siendo sometida a un ritual que tenía por objeto devolverle parte de la energía perdida. Contempló desde la puerta, inquieto, cómo los celestes que realizaban el ritual hacían levitar el cuerpo inerte de Victoria varios metros por encima del suelo. Pero, finalmente, la depositaron de nuevo sobre la cama, con suavidad, y salieron en silencio de la habitación.

Jack se sentó junto a la muchacha exánime. La contempló un momento, intensamente, y después le retiró el pelo a un lado para poder colgarle la cadena en torno al cuello.

—De momento es sólo una lágrima —le dijo con ternura—, pero espero que algún día pueda traerte un cuerno. O algo que pueda sustituirlo.

Se dio cuenta entonces de que el Báculo de Ayshel reposaba en un rincón de la habitación, y frunció el ceño. Lo recogió para colocarlo sobre la cama, junto a Victoria, y rodeó la vara con el brazo de ella.

Todavía no sabían si eso surtiría efecto. Pero Jack había recordado, días atrás, que Shail les había contado una vez que el Báculo de Ayshel actuaba como el cuerno de un unicornio; de modo que procuraba dejarlo siempre junto a Victoria, por si podía hacerle algún bien, o devolverle la vida que se le estaba escapando poco a poco. Sin embargo, el que el báculo estuviera ahí dificultaba la tarea de los curanderos y de los magos y sacerdotes que sometían a la joven a sus rituales vivificadores, por lo que, cuando Jack no estaba cerca, siempre pedían a un semimago que lo retirara. El semimago era siempre el mismo, un anciano celeste que siempre se olvidaba de colocarlo de nuevo en su sitio.

Jack suspiró y se recostó en la cama junto a ella. Todavía faltaba un rato para la hora de la cena…

Se despertó horas más tarde, cuando ya era noche cerrada. Se dio cuenta entonces de que se había quedado dormido.

Pero también percibió una presencia en la habitación. Una sombra fría y sutil. Su instinto se disparó, como tantas otras veces. Trató de controlarlo.

—¿Christian? —murmuró con esfuerzo.

—Creo que estoy perdiendo facultades —respondió él desde algún rincón en sombras.

—Soy un dragón, ya lo sabes. Me entran tendencias asesinas cada vez que estás cerca —añadió, burlón.

—A eso me refiero —dijo de pronto la voz del shek, muy cerca de él, sobresaltándolo—. Deberías haberme detectado mucho antes.

Jack se apartó molesto, y se volvió hacia él. La tenue luz del Báculo de Ayshel iluminó su rostro, serio y sombrío; un rostro en el que se apreciaban huellas de un hondo sufrimiento.

—Has venido a estar con ella, ¿no? —murmuró el muchacho—. Más vale que os deje solos, pues.

Pero Christian negó con la cabeza.

—No, dragón; he venido a verte a ti.

Jack se incorporó, alerta, preparado para entrar en acción si el shek traía intenciones poco claras. Pero Christian se limitó a dirigirle una mirada sombría.

—Voy a marcharme —dijo solamente.

Jack respiró hondo. Se puso en pie para quedar a su altura.

—Has entrado en razón, ¿eh? ¿O es que alguien te ha amenazado abiertamente?

Christian ladeó la cabeza.

—Más de uno, en realidad. Pero eso no me preocupa. Es otro el motivo por el que tengo que irme.

Dirigió una intensa mirada a Victoria. Jack comprendió que se resistía a dejarla; que, aunque no estuviese día y noche junto a ella, tampoco quería marcharse muy lejos.

—Debe de ser grave —comentó, y entonces lo entendió—. Te está pasando de nuevo, ¿verdad? Te estás volviendo humano otra vez.

Christian respiró hondo.

—Me temo que sí. Demasiadas emociones, demasiada gente… siento que me ahogo aquí. He de alejarme un tiempo para tratar de recuperarme. —Lo miró con cierta curiosidad—. ¿Por qué a ti no te pasa? ¿Por qué no tienes problemas en ser más o menos humano?

Jack se encogió de hombros.

—Sí tengo problemas, pero de otro tipo. Si trato de reprimir el odio porque estás por aquí, me cuesta más transformarme en dragón. Como al principio, cuando llegamos a Idhún. De todas formas creo que mi alma humana y mi espíritu de dragón están muy unidos. Más que en tu caso, supongo.

—Tu cuerpo humano nació ya siendo también dragón —dijo Christian, pensativo—. Tal vez sea ésa la diferencia entre tú y yo.

—En cualquier caso, si has de marcharte sólo me queda decirte que vuelvas cuando puedas —dijo Jack—. Ella te echará de menos, tanto si despierta como si no lo hace.

Christian asintió. Hubo un incómodo silencio.

—Si vuelves siendo más shek de lo que eres ahora —dijo entonces Jack—, el odio nos cegará otra vez, volverán las peleas, los problemas. ¿Cómo vamos a estar los dos con Victoria?

Era una pregunta que llevaba tiempo rondándole por la cabeza. Christian le respondió con su habitual media sonrisa.

—Yo no voy a estar con ella. No puedo estar con ella, aunque lo desee.

Necesito… necesito estar solo cada cierto tiempo. ¿Lo entiendes?

Jack frunció el ceño.

—Creo que sí.

—Pero eso no implica que vaya a renunciar a Victoria. No voy a dejar de verla. No voy a dejar de amarla. Y no voy a dejar de visitarla de vez en cuando, no mientras ella siga sintiendo algo por mí. Y lo que ocurra entre ella y yo sólo nos atañe a nosotros dos. ¿Me he explicado bien?

Se había puesto a la defensiva, con un tono áspero que no era habitual en él. Jack entornó los ojos.

—No hace falta ser tan agresivo. Lo he entendido, ¿vale? Si Victoria está de acuerdo, por mí… por mí, bien. No me entrometeré en vuestros asuntos.

Le costó pronunciar aquellas palabras, pero cuando lo hizo, de pronto se dio cuenta de algo.

—Pero tú… pasarías con ella muchísimo menos tiempo que yo. Entonces salgo ganando yo, ¿no?

—Creo que todos saldríamos ganando. Aunque ahora te cueste trabajo verlo así. Al fin y al cabo, ella pudo elegir, recuérdalo. Uno de nosotros podría haber sido el elegido. Y el otro podría estar muerto. Pero estamos vivos los dos, porque ella se sacrificó para que viviéramos… los dos. No lo olvides nunca, Jack. Nunca.

Jack quiso replicar, pero un súbito sonido en el pasillo lo alertó, y se volvió hacia la puerta. Segundos después llegó Shail, con una luz.

—Ah, Jack, eres tú. Me pareció oír voces, y pensé… ¿Quién estaba contigo? —añadió, asomándose a la habitación.

Jack se volvió hacia la ventana… pero Christian había vuelto a desaparecer.

«Buen viaje, shek», pensó.

Christian no regresó aquella noche a despedirse de Victoria, y de hecho nadie volvió a verlo en la torre en todo el día siguiente. Jack estaba convencido de que ya se había ido…

Pero el shek reapareció al filo del tercer crepúsculo.

En aquellos momentos, Victoria estaba siendo sometida a un nuevo ritual, esta vez llevado a cabo por un grupo de varu. La habían bajado a las termas y la habían introducido en el agua tibia. El cuerpo de la joven flotaba misteriosamente en el agua, boca arriba, y los seis varu, de pie en torno a ella, con el agua hasta el pecho, entonaban una enigmática melodía sin palabras.

Había dos varu más en la puerta de los baños; estaban allí para evitar que entrara nadie que pudiera interrumpir el ritual, pero Christian no les prestó atención. Por supuesto, no pudieron detenerle.

Entró con paso seguro y se detuvo al borde de la piscina.

Los demás varu lo miraron, desconcertados.

«Salid de aquí —les ordenó él telepáticamente—. Quiero estar a solas con ella».

Alguno trató de oponerse, pero la mente de Christian era demasiado poderosa. Se apresuraron a salir del agua, temerosos del shek, y pronto dejaron a Victoria sola, flotando sobre las aguas.

Christian descendió por las escaleras, se introdujo en el agua y caminó hasta ella. El cuerpo de la chica seguía flotando, envuelto en una túnica blanca que, no obstante, no la arrastraba hasta el fondo de la piscina, sino que ondeaba a su alrededor, mansa y dulcemente. El shek la contempló un momento, con expresión indescifrable. Entonces la cogió por la cintura, con delicadeza, y se dirigió de nuevo hacia las escaleras, caminando de espaldas y tirando de ella poco a poco.

La sacó del agua y se sentó en el borde de la alberca, sosteniéndola entre sus brazos. Estaban los dos empapados, pero Victoria no reaccionó. Christian la sujetó suave pero firmemente por el talle, se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

—He de marcharme, Victoria.

Hizo una pausa. Tal vez esperara algún tipo de gesto por parte de ella, aunque sabía perfectamente que no se produciría. Entornó los ojos y pasó los dedos sobre el agujero de la frente de la muchacha. Notó una sensación de frío… demasiado frío, incluso para él. «Ojalá pudiera devolverte lo que te falta», pensó.

—He de marcharme —repitió en voz baja—, pero te juro que volveré en cuanto me sea posible. Y también… si te pasara algo… —se le quebró la voz; trató de sobreponerse—, cualquier cosa… yo lo sabría, porque llevas puesto mi anillo. No lo olvides, criatura. Aunque me vaya… estoy contigo. Estoy contigo.

Se acercó más a ella, tanto que sus labios casi rozaban su oreja, y siguió hablándole al oído. Y permaneció así un rato más, sosteniéndola entre sus brazos, susurrándole en voz baja palabras que sólo ella podía escuchar. Hasta que se incorporó y clavó su mirada de hielo en la figura que lo observaba desde la puerta.

«Me han avisado de que habías interrumpido el ritual —dijo Gaedalu—. Lo primero que he pensado es que se trataba de un error. Suponía que ni siquiera tú serías tan osado».

Christian no respondió. Se levantó lentamente, con Victoria en brazos. Bajo la atenta mirada de Gaedalu, la dejó de nuevo en el agua. El poder de los varu reverberaba todavía en el ambiente, y el cuerpo de la joven volvió a flotar sobre la superficie de la alberca.

El joven salió entonces de la piscina y se dirigió a la puerta. Se detuvo ante Gaedalu, que lo miraba con profundo disgusto.

«Aún no sé cuál es tu papel en todo esto —dijo la varu—. Ayudaste a derrotar a Ashran, pero si es cierto que con ello sólo conseguiste desatar un mal mayor en nuestro mundo, entonces sigues siendo un enemigo para nosotros».

Christian no respondió.

«¿De qué lado estás? —insistió ella—. ¿Lucharías a nuestro lado… contra tu dios?».

«No me interesan vuestras guerras ni vuestras intrigas, Madre —contestó él, con calma—. Haré lo que tenga que hacer. Eso es todo».

«Como has hecho siempre, ¿no es cierto? —replicó Gaedalu, con amargura—. Como en el otro mundo. Cuando te dedicabas a asesinar a los nuestros».

Christian no vio necesidad de responder.

«Y a mi hija Deeva», susurró ella.

Christian la miró, sin que ningún rastro de emoción asomase a su rostro.

«Hace ya varios días que Ashran cayó, y la Puerta al otro mundo vuelve a estar abierta. Los magos exiliados deberían regresar. Pero no ha vuelto nadie aún. ¿Debemos aguardar más… o los mataste a todos? ¿Mataste también a Deeva?».

El shek alzó la cabeza y frunció levemente el ceño, reflexionando.

«Recuerdo a Deeva», dijo entonces.

No añadió nada más, pero no fue necesario. La Madre tembló, se llevó una mano al pecho, se apoyó en la pared porque le fallaron las piernas. Dejó caer la cabeza… y lloró.

Christian no tenía nada más que decir, de modo que siguió su camino. Pero sintió que Gaedalu lo seguía, y se volvió para mirarla.

«Monstruo —dijo ella, con los ojos cargados de odio—. Algunos te considerarán un héroe, otros dirán que tu corazón no puede ser tan negro si fuiste capaz de enamorar a un unicornio. Pero yo sé que eres un monstruo. Es lo que siempre has sido, y lo que siempre serás».

Soy lo que soy —respondió Christian con calma, y esta vez habló en voz alta—. Y soy un shek. Siempre hemos sido monstruos para vosotros. Por eso nos desterrasteis y tratasteis de exterminarnos, y por eso ahora seguís aniquilándonos, a pesar de que ya hemos sido derrotados. Pero no me quejo. Así es el mundo.

«¡También se supone que eres en parte humano!», casi gritó Gaedalu, y su voz telepática estaba teñida de ira y dolor.

—Demasiado humano a veces —murmuró él—, pero no lo bastante como para sentir remordimientos. Y créeme, a veces me gustaría. Me gustaría poder pedir perdón, pero no lo siento en realidad. En aquel entonces hice lo que tenía que hacer. No hay más.

Se dio la vuelta para marcharse, pero su mente percibió aún un último mensaje telepático de la Madre: «Sé que no tengo poder para dañarte, shek. Pero no tardaré en encontrar la manera de hacértelo pagar. Y no descansaré hasta verte muerto…».

Jack fue el primero en detectar que Christian se había ido por fin, pero los demás tardaron un poco más en darse cuenta. No era de extrañar, puesto que el shek era difícil de ver, incluso cuando estaba en la torre. Shail, inquieto, fue a hablar con Jack sobre el tema, y el chico le confirmó lo que ya sospechaba.

El mago se quedó callado un momento. Luego dijo:

—No sé si alegrarme o no de que se haya marchado. Por un lado, sé que estaba aquí por Victoria, para cuidarla, para velarla. Por otro… sigo sin fiarme de él, Jack. Vi cómo te clavaba esa espada en el pecho y te arrojaba a un río de lava. Ya no sé qué pensar.

—Haces bien en no confiar en él, en realidad —murmuró Jack—. Sigue siendo leal a Victoria, pero todo lo demás le es indiferente. Todos vosotros le sois indiferentes, y es una criatura poderosa… y peligrosa. Por eso es mejor que os mantengáis alejados de él.

Shail lo miró.

—¿No crees que pueda ser peligroso para ti?

—Lo es, pero por otros motivos. No puede evitar odiarme, sentir algo hacia mí, aunque sean deseos de matarme, y por eso… me respeta. Pero a vosotros no, y ahí está el peligro. ¿Me explico?

Shail no dijo nada.

—También yo —dijo Jack de pronto, en voz baja— siento a veces que me sois indiferentes. Que no me importa nada nadie, a excepción de Victoria y de Christian. En ocasiones tengo la impresión de que ellos son las únicas personas reales de mi entorno. A todos los demás… es como si os viera borrosos, como si no estuvierais realmente ahí. —Alzó la cabeza para mirarlo—. Pero sois mis amigos, ¿no? ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo?

Shail tardó un poco en responder.

—Que eres un dragón, Jack —dijo entonces, suavemente—. Ya no te sientes humano. Todo eso que me has dicho antes de Christian… podrías aplicártelo a ti mismo también.

Jack bajó la cabeza y meditó sobre las palabras del mago.

—Es… como si fuera un niño que hubiera permanecido largo tiempo lejos de casa —murmuró—. Como si hubiera regresado, al cabo de los años, y hubiera descubierto que todo es muchísimo más pequeño de lo que recordaba. Y que las cosas que antes me daban miedo o consideraba muy grandes e importantes ya no son más que menudencias.

Shail inclinó la cabeza.

—Ya veo —dijo—. Sospechábamos que te pasaría, que os pasaría a ti y a Victoria tarde o temprano. Pero era necesario que perdierais una parte de vuestra humanidad para poder enfrentaros a Ashran. O, al menos, eso pensábamos… Si hubiéramos sabido que… pero quién iba a imaginar…

—Habría sucedido de todos modos —dijo Jack—. No teníamos otra opción que luchar contra él. Y él lo sabía.

Shail frunció el ceño.

—Eso es lo que me extraña. ¿Realmente Ashran quería evitar el cumplimiento de la profecía? Me da la sensación de que tuvo ocasiones de sobra.

—Sí, pero quería arrebatarle el cuerno a Victoria; supongo que por eso lo arriesgó todo.

—¿Quitarle el cuerno para luego ser derrotado? —Shail negó con la cabeza—. Me extraña que no lo tuviera previsto.

Jack desvió la mirada, y el mago no insistió. Cualquier referencia al cuerno de Victoria los ponía muy tristes a los dos.

—Me tuvo en sus manos, Shail —dijo Jack en voz baja—. Pudo haberme matado y, sin embargo, le pareció más importante… lo que Victoria pudiera entregarle… que acabar con la vida del último de los dragones. ¿Tiene sentido eso?

Shail negó con la cabeza, pero no respondió. Los dos permanecieron un rato en silencio, sumidos en sombríos pensamientos.

—Ahora que el shek no está —dijo entonces, con suavidad— y que sé que puedes arreglártelas solo, creo que ya puedo marcharme de la torre tranquilo.

Jack alzó la cabeza.

—¿Tú también te vas?

Shail asintió.

—A buscar a Alexander. No he querido hacerlo hasta ahora por no dejar sola a Victoria, pero… me temo que no hay nada que yo pueda hacer por ella. Y no hace mucho juré a varias personas que me encargaría de evitar que Alexander fuera un peligro para nadie. Así que ya ves, me siento responsable.

—Lo entiendo —asintió Jack; hizo una pausa y continuó—: Me alegra saber que alguien va a ir a buscarlo, y más si eres tú. Eso me deja más tranquilo.

Shail sonrió.

—Y a mí me alegra y me reconforta saber que sigues siendo en parte humano y puedes preocuparte por algunos humanos, por lo menos por aquellos más cercanos a ti.

Jack desvió la mirada, recordando las palabras de Sheziss sobre los dragones: «Cuidaban de los sangrecaliente porque eran sus aliados, o mejor dicho, sus vasallos. Podían llegar a sentir algo de cariño por aquellos que tenían más próximos, los habrían defendido, tal vez. Pero no los amaban». Sintió un escalofrío. «No quiero perder mi humanidad —pensó—. No podría tratar a Shail, o Alexander como a mis inferiores. ¡Son mis maestros! Me han enseñado gran parte de lo que sé». Pero no podía evitar recordar que la noticia de la muerte de Allegra lo había dejado un tanto frío. Lo había atribuido al hecho de que no había llegado a intimar demasiado con la maga feérica, y que el dolor que sentía por el sacrificio de Victoria y sus consecuencias le impedían pensar en nada más. Quería creer que se trataba de eso.

—Pero siento cariño por algunas personas —dijo de pronto—. Por ti, y por Alexander, y por Kimara, por ejemplo. —Eres en parte humano. No lo olvides.

«¿Y Christian?», se preguntó Jack entonces. El shek tenía que guardar un cuidadoso equilibro entre las dos partes de su alma híbrida. ¿Podía él tener amigos? ¿Llegar a sentir cariño por alguien? Estaba claro que Gerde no había llegado a conseguir tanto de él. Se cuestionó, de pronto, si lo esperaba alguien en el lugar hacia el que había partido, pero no pudo llegar a ninguna conclusión. A pesar de conocer ya bastante bien a los sheks, Christian seguía siendo, en muchos aspectos, un completo misterio para él.

Shail echó un vistazo a los soles, que ya empezaban a declinar.

—Me marcharé mañana, con el primer amanecer —dijo; respiró hondo—. Espero tener suerte, y de paso… intentaré averiguar más cosas sobre lo que está pasando. Sobre los lugares donde todavía quedan serpientes y cómo está Nandelt ahora que han sido derrotadas. También… —titubeó— me gustaría encontrar respuestas a los problemas que nos planteaste el otro día. Si es cierto que se acercan los dioses, y qué sucederá en el caso de que regresen. Si es verdad que la sombra del Séptimo anda suelta por Idhún, dónde se encuentra, qué está haciendo y si podemos detenerla. Qué o quién fue exactamente Ashran: si fue un hombre poseído por un dios, o fue simplemente un disfraz de carne sin otro espíritu que el del Séptimo, o si te equivocas con respecto a él y no fue más que uno de los Archimagos perdidos, uno especialmente poderoso y retorcido. Tal vez así podamos entender un poco mejor qué ha sucedido… y qué está sucediendo. Porque me da la sensación de que todo está muy tranquilo… demasiado tranquilo.

—Son muchas las cosas que quieres investigar —sonrió Jack—. Ojalá pudiera acompañarte.

—No; tú has de quedarte aquí, cuidando de Victoria. También yo me sentiré mejor si sé que estás a su lado. Jack asintió.

—No me alejaré de ella, tranquilo. Por nada del mundo. Shail sonrió, hizo un gesto de despedida y salió de la habitación.

Jack se quedó un momento en silencio, mirando a Victoria, su pálido semblante, oscurecido por el agujero de tinieblas que marcaba el lugar donde la estrella de su frente había brillado tiempo atrás, con una luz pura y cristalina. Rozó los labios yertos de ella con la yema de los dedos y evocó, una vez más, todos los momentos que habían pasado juntos. La alzó con cuidado para abrazarla, la meció suavemente entre sus brazos.

—Pequeña, mi pequeña… —susurró.

No pudo decir nada más. Hundió el rostro en el suave cabello oscuro de ella… y lloró.