9
La profecía del Séptimo
Nadie había visto a Alexander desde la tarde anterior. Se había retirado poco después del anochecer, y ya era casi mediodía. Denyal había ido a buscarlo a su cuarto, pero se había encontrado con la puerta cerrada. Desde el otro lado, Alexander le había dicho que se encontraba un poco indispuesto, pero que no tardaría en reintegrarse al quehacer diario de la Fortaleza.
Así que Denyal lo había reemplazado esa mañana. Quedaba todavía mucho que organizar, mucho que reconstruir, mucho que aprender y mucho que enseñar. Aunque en el fondo Denyal supiese que todo era inútil, que la profecía no iba a cumplirse porque el último dragón estaba muerto, la mayoría de la gente que se había unido a ellos todavía esperaba su regreso con fe inquebrantable.
Denyal ya no sabía si creer o no en la profecía. Pero había descubierto que creía en Alexander, que en poco más de tres meses había conseguido más que los Nuevos Dragones en varios años. Con él al mando, pensaba a menudo, tenían más posibilidades de derrotar a Ashran que aguardando el regreso de un dragón dorado a quien casi nadie había visto.
Por eso se sintió inquieto cuando tuvo que sustituir a Alexander aquella mañana. Lo conocía lo suficientemente bien como para saber que no era un hombre que abandonara sus obligaciones por una indisposición cualquiera.
También a Shail le pareció extraño. Pero, a diferencia de Denyal, sospechó inmediatamente qué podía ser aquello que retenía a su amigo en su cuarto. Fue a visitarlo después del tercer amanecer.
La puerta estaba cerrada, pero eso nunca había sido un obstáculo para Shail. La abrió sin problemas, se deslizó en el interior de la habitación y volvió a cerrarla tras de sí, con suavidad.
—¿Alexander? ¿Estás bien?
Un leve gruñido respondió a su pregunta. Shail descubrió a si amigo acurrucado en un rincón, con el rostro oculto entre las manos. Avanzó un poco, pero la voz de Alexander lo detuvo, ronca:
—No te acerques más.
Shail respiró hondo.
—Alexander… ¿cómo es que estás así? ¡Estamos a plena luz del día!
El joven alzó la cabeza, y Shail retrocedió un paso, sin poder evitarlo. El rostro de Alexander era una extraña mezcla de rasgos humanos y bestiales.
El mago se esforzó por dominarse. Lo había visto así ya en otra ocasión, pocos días después de llegar a Nurgon, la última vez que Ilea había salido llena. Calculó los días y descubrió que, efectivamente, faltaba poco para un nuevo plenilunio de la luna mediana. Sin embargo, por lo que él tenía entendido el influjo que las lunas ejercían sobre Alexander sólo se dejaba sentir de noche, y nunca con tanta antelación.
—¿Es por Ilea? —preguntó, preocupado—. No saldrá llena hasta dentro de varios días, creo. No debería afectarte todavía.
—Tres días exactamente —gruñó Alexander—. Pero no es sólo por eso. ¿Sabes lo que pasa dentro de tres días, Shail?
—¿Aparte del plenilunio de Ilea, quieres decir? —Shail reflexionó—. No lo tengo muy claro, no sé muy bien en qué día vivo.
—Dentro de tres días, Shail —dijo Alexander, con una voz profunda y gutural—, será la noche de fin de año.
Shail tardó unos segundos en atar cabos.
—La noche de fin de… no. ¡Por todos los dioses!
—Sí —sonrió Alexander, y fue una sonrisa siniestra—. Por todos los dioses, y por todas las diosas y sus condenadas lunas.
Shail se sintió muy débil de pronto. Tuvo que sentarse.
—Por supuesto que dentro de tres días es el plenilunio de Ilea. Y también de Ayea, y de Erea. —Alzó la cabeza hacia Alexander, muy serio—. ¡Un momento! Si dentro de tres días Erea estará llena, eso significa que ya han pasado… —hizo un rápido cálculo mental— setenta y cuatro días desde su último plenilunio. ¿Estábamos en Idhún ya entonces?
—Sí. Tú debías de estar de camino al Oráculo. A mí me sorprendió en Vanissar.
—¿Qué te pasó esa noche?
Por la mente de Alexander cruzaron, fugaces, escenas de la noche en que Amrin los había traicionado, entregándolos a Eissesh. Se había transformado de golpe, y no sabía lo que había sucedido después. Pero Allegra se lo había contado.
—No quieras saberlo —gruñó.
Sobrevino un tenso silencio.
—Fin de año —murmuró entonces Shail—. Triple Plenilunio.
—No quiero ni pensar lo que puede sucederme esa noche. O lo que puede sucederle a cualquiera que esté cerca de mí.
—Tampoco yo —musitó el mago—. ¿Qué vas a hacer, pues?
—No lo sé. Hablé con Allegra, dijo que buscaría una solución… pero el tiempo ha transcurrido demasiado deprisa y hemos estado ocupados recuperando Nurgon. Confieso que esto me ha cogido un poco por sorpresa.
Y Allegra no ha vuelto todavía de Shur-Ikail —asintió Shail—. Alexander, con lo ordenado y disciplinado que eres para otras cosas… —Suspiró—. Me sorprende que no tengas más control sobre el calendario lunar.
Alexander desvió la mirada.
—Supongo que, a pesar del tiempo que ha pasado, todavía me cuesta asimilar todo lo que me ha ocurrido. Sobre todo desde que volvimos a Idhún. Todo es tan familiar, y a la vez tan distinto… Intento comportarme como si nada hubiera cambiado, pero en el fondo… somos extraños en nuestra propia tierra. ¿No sientes eso a veces?
—Sí que lo siento —asintió Shail—. Pero entonces me acuerdo de Jack y de Victoria, y no puedo evitar pensar cómo se habrán sentido ellos en un mundo que nunca conocieron. Hubo un nuevo silencio.
—A veces pienso que el shek tenía razón —dijo entonces Alexander—, y que no debimos haber cruzado la Puerta. Si nos hubiéramos quedado en Limbhad, Jack seguiría vivo. Y tú no habrías perdido tu pierna.
—Entonces hicimos lo que teníamos que hacer. Igual que ahora. ¿Vas a quedarte aquí todo el día? Para muchos de los nuestros no es una novedad que de vez en cuando seas un poco más feo de lo habitual.
Alexander sonrió, a su pesar.
—No se trata de eso. Es que temo perder el control. Si estoy así ahora, de día… ¿qué sucederá por la noche, cuando salgan las lunas?
Shail no contestó enseguida.
—Voy a buscar a Qaydar —dijo entonces—. Él sabrá qué hacer.
—Shail, no me parece buena idea.
—Sí, sé que Qaydar no confía en ti, pero es un Archimago. Si él no puede ayudarte, nadie más podrá. Lo entiendes, ¿no? Alexander asintió.
Shail salió de la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí. Iba tan preocupado que no descubrió la sombra que estaba agazapada en un rincón y que había estado escuchando atentamente toda la conversación, desde el otro lado de la puerta.
«Triple Plenilunio», dijo Sheziss, pensativa.
Se habían encontrado en los baños, ahora desiertos. Jack sabía que nadie los molestaría. Después de la pelea de la noche anterior, Victoria no volvería a bajar allí. Y Christian se había encerrado en uno de los salones superiores y no lo habían visto en todo el día.
Y en cuanto al resto de habitantes de la torre… se habían marchado todos. Victoria había hablado con los magos, les había dicho que podían irse si querían. Ninguno de ellos tenía ya ganas de unirse a Ashran, no después de haber mirado a los ojos al último unicornio. Pero tampoco tenían suficiente valor como para quedarse con la Resistencia.
Sólo uno de ellos, un humano, había dicho que quería combatir junto a la dama Lunnaris y defenderla del Nigromante, que antes había sido su señor.
Jack había hablado con él en privado y le había pedido que, si realmente quería hacer algo por ellos, llevara un mensaje a Nurgon de su parte: que contara a Alexander que él y Victoria seguían vivos, que estaban bien; pero, por encima de todo, que avisara a los rebeldes de lo que sucedería en el Triple Plenilunio. Tal vez no les serviría de nada saberlo cuando el escudo de Awa se deshiciera, pero por lo menos tenía que advertirles.
El mago se marchó después del tercer amanecer. Fue el último en abandonar la torre.
Y ahora estaban ellos tres, Jack, Christian y Victoria, en la enorme y desolada Torre de Kazlunn. Pero, Jack se sentía seguro porque sabía que Sheziss andaba cerca. Si se paraba a pensarlo, era absurdo, y su instinto le decía que no debía confiar en un shek. Sin embargo… desde que había llegado a aquel caótico mundo, sólo Sheziss le había dado las respuestas a las preguntas que se planteaba su alma.
Ashran quiere volver a utilizar el poder de los astros —murmuró el joven—. Pero hay algo que no entiendo. Si fue capaz de provocar algo tan grande como una conjunción astral, ¿cómo es que hasta ahora no ha podido con el escudo feérico?
«Si fue capaz de provocar la conjunción astral, no es de extrañar que haya necesitado todos estos años para reponerse. Lo poco que sé de la magia es que no es inagotable. Y por muy grande que sea el poder de Ashran, abrir la Puerta de Umadhun y provocar la conjunción astral debió de suponer para él un tremendo esfuerzo. Pero ha tenido mucho tiempo para recuperar fuerzas, y por otra parte, ahora ha recibido una nueva fuente de magia».
—Te refieres a la Torre de Drackwen —comprendió Jack—. Desde que renovó la energía de la torre, es más poderoso. Conquistó Kazlunn en apenas unos días, cuando llevaba años intentándolo. Todavía no puede con el escudo de Awa… pero podrá si suma a su propia magia el poder del Triple Plenilunio.
«Cierto. Y estoy de acuerdo con el híbrido en que ésa es la noche en que debéis enfrentaros a él. La noche en la que la profecía se cumplirá, si es que ha de cumplirse».
Jack se irguió.
—Pero faltan apenas dos días y medio para el Triple Plenilunio. No sé si Christian estará en condiciones.
«Dejadlo atrás, entonces —sugirió ella—. Si está débil no será más que una carga».
—No podemos hacer eso; le necesitamos para derrotar a Ashran. En contra de lo que opinan la Madre y el Archimago, yo creo que todavía no se ha cumplido la parte de la profecía que hablaba de él.
Sheziss se irguió con brusquedad, interesada.
«¿La profecía hablaba de él? No me lo habías contado».
—Pensé que lo sabías. Por lo visto, «sólo un dragón y un unicornio podrán derrotar a Ashran; y un shek les abrirá la puerta».
«No conocía esa última parte».
—Porque los sacerdotes la mantuvieron en secreto. Tampoco nosotros lo supimos hasta el último momento. Claro que —añadió de pronto— ese shek no tiene por qué ser Christian. Podrías ser tú, Sheziss. Me condujiste hasta la Puerta de regreso a Idhún cuando…
«Silencio, niño —cortó ella—. No me dejas pensar».
Jack enmudeció, un poco molesto. Pero se le fue el enfado cuando vio que Sheziss balanceaba suavemente la cabeza, con los ojos cerrados, sumida en profundas reflexiones. Se dio cuenta de que era algo grave.
Tuvo que esperar aún un buen rato antes de volver a oír la voz de ella en su mente.
«Las profecías son las órdenes de los dioses. Ante la amenaza de Ashran, los Seis ordenaron a los dragones y los unicornios que lucharan contra él. Por eso Ashran los mató a todos. Pero no mató a los sheks».
—Claro que no. Son sus aliados. Además, Ashran no conocía esa parte de la profecía.
Sheziss clavó en él sus ojos irisados.
«¿Estás seguro?».
Jack enmudeció, perplejo.
«Nunca subestimes a tu enemigo, Jack —prosiguió ella—. ¿Acaso crees que los Seis tienen autoridad para darle órdenes a un shek?».
—Para eso son dioses, ¿no?
«Jack, Jack, recuerda todo lo que te he enseñado. En una guerra cada contrincante puede mover sus propias piezas. No las del adversario».
Cuando Jack entendió lo que quería decir le fallaron las piernas, y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
—No es posible —musitó.
«Los Oráculos son la voz de los dioses. De todos los dioses, Jack. De los Siete».
Jack tragó saliva y cerró los ojos.
—¿Insinúas que tu dios, el Séptimo, también ha pronunciado su propia profecía? ¿Que la intervención de Christian es obra suya? Pero… ¡eso no tiene sentido! ¿Por qué decir «un shek les abrirá la Puerta»? ¿Por qué no decir «un shek los destruirá»?
«Porque los Seis ya habían pronunciado la primera profecía, y sus palabras no podían deshacerse».
—¿Quieres decir que fue una contra-profecía? ¿O que la profecía nos fue revelada en dos partes?
«Ambas cosas. ¿Por qué crees que los sacerdotes de los sangrecaliente les ocultaron la última parte de la profecía?».
—Porque llegó después —comprendió Jack—. De hecho, si la profecía original hubiese hablado de un dragón, un unicornio y un shek, los propios sacerdotes habrían dudado de su autenticidad. Habrían desconfiado. Y no habrían tenido tanta prisa por salvarnos, a Lunnaris y a mí. ¿Es eso lo que intentas decirme?
«Los planes de los dioses son enrevesados, pero tienen un sentido, aunque nos cueste entenderlo. Sólo puedo tratar de adivinar lo que sucedió…».
—Habla, por favor —suplicó Jack, comido por la impaciencia.
«Ashran fue elegido por el Séptimo para ser el general de su nueva batalla, para ser su nuevo sacerdote en Idhún. Pero los Seis vieron el peligro, y ordenaron a sus dragones que atacaran. También los unicornios fueron convocados, unos y otros, a través de la profecía».
Jack se imaginó a cientos de dragones atacando la Torre de Drackwen, cientos de unicornios cercándola.
«No se puede revocar una orden de los dioses. Si dragones y unicornios fueron enviados a la batalla, ni siquiera el Séptimo podía ordenarles que se detuvieran. Sólo tenía una opción: destruirlos. Por eso Ashran movió los astros para acabar con ellos antes de que comenzara la lucha. Y también nos trajo a los sheks de vuelta».
—Dos jugadas en una sola —murmuró Jack.
«Pero Ashran subestimó a los sangrecaliente, porque ellos os salvaron, a ti y a Lunnaris. Comprendió entonces que la profecía se cumpliría de todas formas, que os enfrentaríais a él. No podía acabar con la profecía, pero sí podía tratar de modificarla. Así que rogó a su dios, y sus plegarias fueron escuchadas. El Séptimo formuló su propia profecía. Fue entonces cuando vuestros sacerdotes escucharon un cambio en la voz de los Oráculos, un cambio que no supieron cómo interpretar. Y por eso lo ocultaron».
—La profecía seguía siendo en esencia la misma —entendió Jack—. El Séptimo no podía cambiarla. Pero sí pudo añadir algo más. Pero ¿por qué razón tu dios enviaría a Christian a abrirnos la Puerta? Ashran lo envió para matarnos.
«No te lo tomes en sentido literal. Abrir la Puerta, mostrar el camino… ese híbrido de shek estaba destinado a ser vuestro guía, Jack. Y lo ha sido durante mucho tiempo. Lo sigue siendo».
—Su verdadera misión consiste en conducirnos hasta Ashran —comprendió Jack, con un escalofrío—. ¿Para qué? ¿Para qué lo derrotemos?
«¿De verdad crees que es tan sencillo derrotarle? No, niño, la jugada era perfecta. Os habíais escapado de él, de manera que envió a un shek tras vosotros. Le ordenó que os matara… pero la voz del Séptimo, que sabía que no podría luchar contra la profecía, susurraba en realidad: “Tráelos de vuelta”. Ambos esperaban que el instinto fuera más poderoso que la profecía. Sabían que tú y Kirtash os enfrentaríais de forma inevitable. Él estaba más preparado que tú. Contaban con que, a pesar de la profecía, Kirtash te mataría…».
—Estuvo a punto de hacerlo —dijo Jack a media voz, pero Sheziss no había terminado de hablar.
«… mientras que sería incapaz de acabar con la vida del último unicornio del mundo».
Jack se quedó helado.
—¿Quieres decir que Ashran ya sabía que Christian no mataría a Victoria? No tiene sentido. ¡Si lo torturó cuando se enteró de que lo había traicionado!
«¿De veras hizo eso? Bien, ¿estás seguro de que lo castigó por amar al unicornio, y no por perdonarte la vida a ti?».
Jack reflexionó sobre ello.
—¿Cómo sabías que tuvo ocasión de matarme y no lo hizo?
«Es obvio. No estabas preparado para enfrentarte a él entonces. Tuvo que perdonarte la vida en alguna ocasión. De lo contrario, ahora mismo estarías muerto».
Jack giró la cabeza, molesto. Pero recordaba perfectamente la vez que Christian había tenido la oportunidad de matarlos a ambos, en el jardín de Allegra, y no lo había hecho.
«Ashran le había ordenado que os matara a los dos. La profecía le decía que os condujera ante él. Y Kirtash no había hecho ni lo uno ni lo otro. Si te hubiera matado, habría cumplido su misión. Si os hubiera entregado a Ashran, también. Pero sus sentimientos por el unicornio le impidieron obedecer. Dime, ¿surtió efecto el castigo?».
—Supongo que sí. Christian nos traicionó y entregó a Victoria a su padre. Victoria dice que Ashran fortaleció su parte shek entonces. Que estuvo a punto de matarlo en el intento.
«No me sorprende. Los sentimientos humanos de Kirtash lo hacen demasiado débil. Por ellos te perdonó la vida, Jack. Si Kirtash no volvía a ser un shek, habría dejado de serle útil. Así que imagino que lo habría matado, sí».
—Pero es su hijo —susurró Jack.
«¿Crees de veras que un ser capaz de asesinar a todos los unicornios del mundo tendría escrúpulos en matar a un medio shek, por muy hijo suyo que fuera?».
Jack suspiró.
—Supongo que no —murmuró.
No dejó de notar, sin embargo, que Sheziss no contaba la extinción de los dragones en la lista de crímenes cometidos por Ashran. «Odio. Instinto», pensó, apenado.
«Piensa, Jack, cuál es el cometido de Kirtash en la profecía. Piensa en lo que le ordenó su padre. Y piensa en lo que le pidió el Séptimo a través del Oráculo».
Jack reflexionó.
«Mata al dragón y al unicornio».
«Tráelos de vuelta».
Lo entendió.
—Tenía que matarme a mí y llevarse a Victoria consigo. Entregarla a Ashran.
«Correcto. Piénsalo, Jack. Esa joven es el último unicornio del mundo. Atesora un increíble poder. Ashran la quiere para él».
—Pero envió a Gerde a matarla.
«¿Gerde? Veo su imagen en tus recuerdos. Un hada. Ni siquiera Ashran es tan estúpido como para pensar que un hada podría derrotaros a vosotros dos, un dragón y un unicornio. Seguramente la envió con otro propósito».
Jack pensó en todo lo que había supuesto para la Resistencia la intervención de Gerde. Victoria le había contado que Gerde le había revelado a Ashran que ella era el unicornio, algo que ni la propia Victoria sabía entonces, algo que Christian había ocultado a su padre. Después, Gerde y sus trasgos habían atacado la mansión de Allegra… mientras Christian era salvajemente torturado por Ashran. Recordó que Victoria tenía un anillo, el anillo de Christian, a través del cual era dolorosamente consciente del sufrimiento del shek en la Torre de Drackwen, un millar de mundos más allá de la Tierra. Recordó que Victoria se había quitado el anillo para poder luchar junto a la Resistencia y defender la mansión. Y que ella siempre había pensado que, al quitarse el anillo, había perdido a Christian, que había vuelto a transformarse en Kirtash.
—Si es verdad que estaban unidos por el anillo —reflexionó Jack—, Ashran recuperó a Kirtash cuando Victoria se lo quitó. Es decir, que envió a Gerde para distraernos. Para obligar a Victoria a luchar, y a abandonar a Christian a su suerte.
«Y si no lo hubiera hecho —añadió el muchacho para sí—, probablemente Christian habría resistido hasta el final. Y entonces Ashran lo habría matado».
Se estremeció.
—Allegra dijo que secuestrar a Victoria había sido idea de Kirtash —murmuró—. Que Ashran habría preferido matarla.
«Tal vez, tal vez. Pero lo ideal para él, Jack, habría sido que murieses tú. Ashran se resistirá hasta el último momento a matar a Victoria».
—¿Por qué?
«Ah, es el sueño de cualquier mago. Nadie ha logrado atrapar jamás a un unicornio. Pero un unicornio oculto en el frágil cuerpo de una jovencita… es mucho más fácil de capturar».
Jack sintió que temblaba de rabia.
—La tuvo en sus manos y le hizo algo… algo terrible, porque no quiere hablar de ello. Nunca me ha contado qué sucedió en verdad cuando estuvo prisionera de Ashran.
Sheziss comprendió al instante.
«La obligó a entregar su magia. Así fue como revivió la Torre de Drackwen. Gracias a la magia robada de Lunnaris. Forzar a un unicornio a entregar su magia… ah, eso debe de ser lo más espantoso y humillante que podrían hacerle a una de esas criaturas. Imagino que le habrá dejado en el alma una cicatriz de por vida».
—Y además, por poco la mata —masculló Jack, apretando los puños con rabia.
Sheziss lo miró con interés.
«¿De veras? Bueno, eso explica por qué la dejó escapar».
—¿Que la dejó escapar? La rescataron Christian y Shail.
«Piénsalo, Jack. Un unicornio muerto no sirve para nada. Si el hecho de arrebatarle la magia por la fuerza por poco la mata, está claro que pensó que debía tratar de conseguirla de otra forma».
—¿Cómo?
«Haciendo exactamente lo que hizo. Dejando marchar a Kirtash para que se uniese a la Resistencia. Sabría que tarde o temprano te mataría, y entonces Lunnaris sería suya. O de su hijo, más bien, lo cual significa que sería suya de todas formas. Sólo Kirtash podía matarte, y si lo hacía, tal vez el unicornio no lo perdonaría. Pero si el amor de Lunnaris por Kirtash lograba derrotar al odio, entonces ella acabaría en brazos de ese medio shek, y no tardaría en unirse a él y a su padre. También podrían haberse matado el uno al otro, es cierto. Pero de todas maneras habría dado igual, porque la profecía no se cumpliría. Al fin y al cabo, tú estabas muerto».
Jack se sentó, tratando de asimilar sus palabras.
—¿Y ahora qué? —musitó.
«Ahora la profecía va a cumplirse. Kirtash os conducirá hasta Ashran. Diría que tú vas a morir, si no fuera porque te aferras tan insistentemente a la vida. Lo que sí sé… es que Ashran está aguardando a Lunnaris con los brazos abiertos. Puede que a estas alturas ya haya encontrado la forma de utilizarla sin matarla. De lo contrario, habría acabado con ella cuando tuvo ocasión».
Jack temblaba violentamente.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
«Porque es la única explicación que tiene sentido, Jack. Va a atacar Nurgon con todo lo que tiene. En la noche del Triple Plenilunio. Sabe que aprovecharéis para acudir a él, os está esperando. Sabe que Kirtash le entregará a Victoria. Porque ya lo hizo una vez. También sabe que tú morirás. Porque ya lo hiciste una vez. La profecía de los Seis dice que os enfrentaréis a Ashran. La profecía del Séptimo decía que un shek os entregara a él. Aunque Kirtash no es consciente de ello, en ningún momento dejó de ser un peón. Incluso su amor por Victoria estaba previsto».
—No puede ser —musitó Jack.
«Pero es —dijo ella—. Y lo sabes».
Sí, Jack lo sabía. Todas las piezas encajaban.
Cerró los ojos, mareado. Inspiró hondo. Y tomó una decisión.
—No voy a llevar a Victoria ante Ashran —decidió—. Si hemos de luchar, lo haremos tú y yo, y Christian, pero no ella. No voy a permitirlo.
Sheziss replegó las alas.
«Tú y Kirtash —corrigió—. Yo no voy a acompañaros».
Jack se volvió como si lo hubieran pinchado.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con eso?
«Que no voy a acompañaros».
Jack tardó un poco en asimilar esas palabras. Cuando lo hizo, se sintió traicionado, decepcionado, engañado y furioso, todo a la vez. «Espero que tú tengas claro en quién debes confiar», le había dicho Christian. ¿Por qué aquel condenado shek siempre tenía razón en todo?
El frágil control que ejercía sobre su odio hacia Sheziss se rompió en mil pedazos. Con un rugido de ira, se abalanzó hacia la shek a la vez que dejaba aflorar el espíritu de Yandrak.
Pero no tuvo tiempo de transformarse. Sheziss dejó caer su pesada cola sobre él y, de un poderoso latigazo, lo tumbó en el suelo.
Jack se quedó sin aliento. La frialdad de las escamas de la shek templó un poco su ira. Respiró hondo, varias veces, como Sheziss le había enseñado, y pensó en Ashran.
Ashran. El hombre que había torturado a Victoria y que aún quería utilizarla. El hombre que había enviado a Kirtash a matarlos a ambos.
O a matarlo a él.
Recordó entonces que Sheziss lo odiaba.
—¿Es que ya no quieres vengarte?
«Quiero vengarme —dijo ella con suavidad, apartándose de él—. Pero ya no se trata de una cuestión personal. Zeshak, Ashran… siguen los mandatos de nuestro dios. Su misión es sagrada. Mis hijos murieron porque uno de ellos iba a formar parte de una profecía. Mi dios así lo ordenó. No se trataba de un capricho de Ashran, de un compromiso de Zeshak. Puedo rebelarme contra ellos, contra mi gente… pero no contra mi dios. Lo siento, Jack».
Jack la miró un momento, todavía furioso. Sheziss se había hecho un ovillo y había cerrado los ojos. El joven sabía que era su manera de dar por finalizada la conversación. Trató de serenarse, pero le temblaba la voz cuando dijo:
—Me enseñaste a pelear por mí mismo, y no por los dioses. Me diste razones para luchar, más allá de los dioses, más allá de la profecía. Y lo haré. Si tú no vas a venir, respetaré tu decisión. Pero yo seguiré adelante. Iré con tu hijo a matar al hombre que te hizo tan desgraciada. Y si de paso nos topamos con Zeshak, le clavaré a Domivat en el corazón de tu parte.
Dio media vuelta, sin esperar la reacción de ella. Sabía que no se movería.
El ejército del rey Amrin de Vanissar había llegado el día anterior y había asentado los reales cerca del campamento del ejército del rey Kevanion. Al día siguiente, muy temprano, un mensajero de Amrin había hecho saber a los sitiados que el rey quería entrevistarse con su hermano.
Alexander no estaba de humor para hablar con él. La proximidad del Triple Plenilunio seguía afectándolo, y el Archimago no había podido encontrar la forma de devolverle a su estado normal.
—Lo único que podré hacer por ti esa noche es encerrarte para que no hagas daño a nadie —gruñó—. Y sellar la puerta con todos los conjuros de cierre que conozco.
No obstante, se había ofrecido a aplicarle un hechizo de camuflaje mágico, para que todos los que lo mirasen viesen en él al príncipe Alsan que conocían.
—¿Por qué no se me había ocurrido a mí antes? —murmuró Shail, perplejo.
Alexander no pudo evitar sonreír.
—Porque estás enamorado. Y desde que estás enamorado tienes la cabeza llena de pájaros.
Shail había enrojecido, a su pesar.
Pero ahora estaban los dos allí, en las lindes del bosque de Awa, que crecía sobre lo que antes había sido la rica tierra de Nurgon. A los ojos de los demás, Alexander presentaba un aspecto completamente humano; pero en el fondo de su alma, la batalla contra la bestia ya había comenzado.
A su lado, Shail se mostraba intranquilo. Sólo él y el Archimago estaban al corriente de lo que estaba sucediendo en realidad, y lo habían acompañado para asegurarse de que el influjo lunar no le causaba ningún problema antes de tiempo.
Ajenos a todo esto, Covan, Denyal y Harel, el silfo, los acompañaban, muy serios.
Ante ellos se hallaba el rey Amrin, custodiado por dos guerreros de confianza, un mago y un sacerdote. Este último llevaba en la pechera de su túnica el símbolo de dos serpientes entrelazadas, y los rostros de los rebeldes se ensombrecieron cuando lo vieron. Aquél era un sacerdote del Séptimo, el dios oscuro. En aquellos quince años de dominio shek se habían levantado ya bastantes templos en honor del dios de las serpientes aladas; templos que tiempo atrás habrían sido destruidos, como sede de un culto que las dos Iglesias de los Seis prohibían y perseguían.
Alexander reconoció a la quinta persona que escoltaba a su hermano. Se trataba de Mah-Kip, el semiceleste. El joven lo miró fijamente, pero Mah-Kip bajó la vista. Parecía incómodo, y Alexander no podía culparlo. Su ascendencia celeste lo convertía en alguien ajeno a todo tipo de violencia; una guerra no era el lugar más indicado para él.
El rey Amrin dio un paso al frente.
—Hermano —saludó con frialdad.
—Hermano —respondió Alexander; no pudo evitar que la palabra le saliese teñida de un matiz entre amargo y burlón.
—Veo que tienes mejor aspecto que la última vez que te vi —dijo Amrin, tirante.
Alexander no respondió a la provocación. Aquella última vez, Erea había salido llena, y lo había transformado brutalmente en un ser bestial. Estaba claro que Amrin no lo había olvidado. En otras circunstancias, Alexander hasta habría bromeado con ello. Pero faltaban apenas dos días para el Triple Plenilunio, y cualquier cosa relacionada con las lunas y su condición de híbrido lo ponía sumamente nervioso.
—¿A qué has venido? —ladró.
A exigiros que depongáis las armas y juréis lealtad a Ashran.
Alexander dejó escapar una carcajada. Fue su única respuesta.
Amrin sonrió, condescendiente.
—¿Has visto nuestro ejército, Alsan? ¿O acaso los árboles os tapan la vista desde las murallas?
—¿Llamas a eso ejército? Lo único que he visto es un hatajo de traidores aliados con serpientes.
—Cuidado con lo que dices, renegado —siseó el sacerdote.
—Llamo ejército a las fuerzas unidas de Dingra, Drackwen, Vanissar y Shur-Ikail —dijo Amrin—. Acéptalo, hermano. No tenéis ninguna posibilidad.
Alexander resopló. Cada vez le costaba más controlarse.
—¿Has visto tú el escudo feérico que nos protege? ¿O acaso las alas de los sheks os tapan la vista desde el campamento? Amrin ya no sonreía.
—Alsan —dijo—, si de verdad eres mi hermano, entonces puede que conserves algo del buen juicio que recuerdo que tenías. Te lo advierto: deponed las armas. Rendíos. O nadie sobrevivirá cuando ataquemos.
—¿Te preocupas por tu hermano mayor? Qué enternecedor. Amrin se envaró.
—Tienes dos días para pensarlo, Alsan. Ni uno más.
«Dentro de dos días no estaré en condiciones de pensar en nada», se dijo Alexander. Se sintió muy cansado de pronto. Miró a su hermano y recordó los tiempos en que ambos eran niños, y jugaban juntos. Evocó el dolor que ambos habían sentido por la muerte de su madre, la valerosa reina Gainil, y cómo Amrin, que entonces contaba sólo con cinco años de edad, se había esforzado por no llorar. Respiró hondo. Le costaba imaginar que aquel chiquillo que se aguantaba las lágrimas era ahora el rey Amrin de Vanissar, el mismo que se había aliado con Ashran, el mismo que lo había entregado a Eissesh.
—Cuando entrenábamos con el maestro Covan —dijo de pronto—, imaginábamos que éramos los más valientes caballeros de la Orden. Soñábamos con luchar por el honor y la justicia, por la gloria de Nurgon, de Vanissar, de Nandelt. Nunca pensé que pelearíamos en la misma batalla… pero en bandos contrarios.
Amrin retrocedió un paso y lo miró como si hubiera recibido una bofetada.
—Tampoco yo pensé que mi hermano nos abandonaría durante quince años —le reprochó— para regresar convertido en algo que no sé si calificar de humano. Pero por aquellas batallas imaginarias, Alsan, por aquellos juegos infantiles, te lo advertiré sólo una vez más: deponed las armas. Ashran no será tan clemente como puedo serlo yo.
Alexander negó con la cabeza.
—Suml-ar-Nurgon, hermano —murmuró.
Cruzaron una última mirada. Los rasgos de Amrin se endurecieron.
—Muy bien, hermano —pronunció la palabra con desdén—. Tú lo has querido.
Picó espuelas a su caballo y le hizo dar media vuelta. Los rebeldes los observaron marcharse, sombríos y meditabundos.
Jack pasó el resto de la tarde deambulando por la torre. Sabía que Christian seguía encerrado en aquella habitación, sabía que Victoria estaba sola. Pero no encontraba el valor necesario para hablar con ella, todavía no. Necesitaba meditar y asimilar las palabras de Sheziss.
Cuando las tres lunas se alzaban ya en el firmamento, Jack recordó que faltaban sólo dos noches para el Triple Plenilunio. No podía dejar pasar más tiempo. Fue a buscar a Victoria.
La halló en su cuarto, a oscuras, tendida en la cama, con la cara vuelta hacia la ventana, contemplando las tres lunas.
Se acostó junto a ella. La abrazó por detrás, como solía hacer.
—Siento haber tardado —le susurró al oído—. Tenía cosas que hacer. ¿Te has aburrido mucho?
—No. He estado descansando. Tengo la sensación de que he perdido muchas fuerzas últimamente.
—Y te has quedado muy delgada. Deberías comer un poco más.
—Lo sé. Ya recuperaré peso, tranquilo. De todas formas, creo que eres tú el que no has cenado. Acabo de subir de la cocina, aún quedaba guiso del que hicimos esta mañana, y no has tocado tu parte.
—Bajaré un poco más tarde.
Victoria se volvió para mirarle. Lo vio muy serio, demasiado serio.
—¿Jack? ¿Qué te pasa?
«Tengo que decirle lo del plenilunio», pensó Jack. Pero ¿qué iba a contarle? ¿Que dos noches después acudirían a enfrentarse a Ashran porque no tenían más remedio? ¿Que el Séptimo había revertido la profecía a su favor, que Christian la entregaría a su padre una vez más, que era muy posible que él mismo muriese en la batalla?
La estrechó un poco más cerca de sí.
—Victoria, quiero preguntarte algo —le dijo al oído—. Sé que no vas a querer contestarme, pero tengo que preguntártelo de todas formas: ¿qué te pasó en la Torre de Drackwen?
La sintió temblar entre sus brazos.
—Ya sabes que no quiero hablar de ello, Jack.
—Y sé por qué. Piensas que me enfadaré tanto cuando me entere que iré derecho a matar a Christian, a hacérselo pagar. Por haberte entregado a su padre para que te torturara. ¿Cómo has podido perdonarle eso, Victoria?
—Porque le quiero, Jack. Ya lo sabes.
La abrazó con más fuerza. Le apartó con cuidado el pelo de la frente.
—¿Igual que me quieres a mí? —Igual que te quiero a ti.
—¿Me perdonarías a mí cualquier cosa, entonces? Ella sonrió.
—Hay algo, una sola cosa, que no podría perdonarte. Aunque quisiera, no podría. ¿Entiendes?
—Entiendo. Aun así, Victoria, fue horrible lo que Ashran te hizo. ¿No tienes miedo de volver a enfrentarte a él?
—Sí, mucho. Pero ya lo tuve frente a frente hace unas semanas, y no fue tan terrible.
Frunció el ceño, sin embargo. Había algo sepultado en el fondo de su memoria, algo relacionado con la mirada de Ashran, que se negaba a salir a la luz.
—¿Qué? —soltó Jack—. ¿Estuviste con Ashran?
—Fui a buscar a Christian a la Torre de Drackwen. Pero no estaba, de modo que fue su padre quien me recibió y me dijo dónde encontrarle.
—No me lo puedo creer —murmuró Jack, atónito—. ¿Te presentaste en la Torre de Drackwen, así, sin más? ¿Tú sola? ¿Por qué?
Ella tardó un poco en contestar.
—Entonces no me importaba nada. No tenía miedo de nada. Si Ashran me hubiese matado en aquel momento, me habría hecho un favor.
Jack sintió un escalofrío al oírla hablar así. La besó en la sien, con ternura.
—No digas eso. No vuelvas a decir eso nunca más, ¿me oyes? —le susurró al oído—. Nunca des la espalda a la vida, mi amor. Si por algún motivo yo te abandonara, si caigo en esta lucha… prométeme que seguirás viviendo. Que te quedarás con Christian, si él puede hacerte feliz. Pero nunca, jamás… jamás des la espalda a la vida. Es lo más hermoso que tenemos.
Victoria se volvió hacia él. Jack le tomó el rostro con las manos, la miró largamente. La besó, poniendo en aquel beso todo el amor que sentía. Sabía lo que debía hacer.
—¿Jack? —susurró ella.
Él la miraba intensamente.
—Eres tan bella —sonrió—. Te juro que daría lo que fuera por poder ofrecerte algo más aparte de amor. Aunque sólo fuera un mínimo de seguridad.
Ella negó con la cabeza. Se le habían llenado los ojos de lágrimas. Lo abrazó con fuerza.
—No necesito seguridad, Jack. Sé cuidar de mí misma. Me hasta con saber que tú estás bien. Y volveré a enfrentarme a Ashran, por mucho que me cueste, para acabar por fin con esta pesadilla. Pelearé, si es necesario, por el bien de los tres.
Jack tragó saliva. No, no podía decírselo. Ella no se lo perdonaría. La abrazó con fuerza, la besó, le susurró al oído lo mucho que la quería. Victoria correspondió a sus besos y caricias, y en un momento dado lo abrazó y le susurró al oído las palabras más hermosas que nadie le había dicho jamás:
—Gracias por seguir existiendo.
Jack sintió que se derretía. Quiso responderle con algo similar, pero no le salió la voz. La besó de nuevo. La quería con locura.
—Qué fácil es ser feliz cuando estás aquí —suspiró Victoria.
—¿Eres feliz?
—¿Ahora mismo? Mucho, Jack. Porque estás aquí, a mi lado. Y también Christian. Vosotros dos sois todo lo que necesito para ser feliz. ¿Lo entiendes?
—Sí —murmuró Jack, sintiéndose muy canalla de pronto.
Se quedaron así un buen rato, el uno junto al otro; mucho tiempo después de que Victoria se hubiese dormido, Jack seguía despierto, pensando.
El semiceleste llegó a las lindes de Awa cuando las tres lunas se mostraban ya en lo alto del cielo. Llevaba el rostro oculto bajo una capucha y se movía de forma furtiva, pero era evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo. Las dríades, hadas guardianas que vigilaban los límites del bosque, lo dejaron pasar hasta Nurgon.
Fue Denyal quien lo recibió, aunque el recién llegado pidió hablar con el príncipe Alsan.
—Tardará un poco en llegar —repuso el líder de los Nuevos Dragones, frunciendo el ceño—. Puedes tratar conmigo mientras tanto. ¿Qué es lo que quiere ahora esa rata de Amrin?
Mah-Kip, sin embargo, negó con la cabeza. Parecía desolado.
—No es el rey quien me envía, rebelde. El rey no sabe que estoy aquí. Tampoco Eissesh, pero si lo supiera, no dudo de que me mataría por lo que estoy haciendo.
Denyal se lo quedó mirando. Habría desconfiado de cualquier otro hombre, pero no de un semiceleste. Nadie que tuviera algo de sangre de Celestia en sus venas podría engañarlos de una manera tan vil y simular además que se encontraba atormentado por las dudas y la angustia.
—Habla rápido, pues —lo apremió—. Si es cierto que actúas a espaldas del rey, cuanto menos tiempo tardes en volver, menos posibilidades habrá de que noten tu ausencia. A no ser, claro…, que quieras unirte a nosotros.
Mah-Kip se estremeció.
—No puedo unirme a vosotros. No puedo dejar solo al rey bajo la influencia de Eissesh. Vosotros lo veis como a un traidor, lo despreciáis por haberse sometido a los sheks, por luchar contra su propio hermano. Sin embargo, no hay odio ni rencor en el corazón del rey. Sólo soledad… y miedo.
—¿Miedo de Eissesh?
El semiceleste negó con la cabeza.
—Miedo de fallarle a su pueblo, de que su amado Vanissar se convierta en otro erial como Shia bajo el hielo de los sheks. Pero no es un desalmado, rebelde. Por eso ha venido a advertiros esta mañana. No era un ultimátum ni un desafío, sino un aviso, un ruego… que no habéis querido escuchar. Lo que no pudo decir él os lo transmito yo: dentro de dos días, rebelde, el escudo feérico caerá… y vosotros estaréis perdidos.
Denyal se quedó de piedra.
—Mientes.
Mah-Kip esbozó una triste sonrisa.
—Cómo desearía que tuvieras razón. —Se cubrió de nuevo, con la capucha y dio media vuelta para marcharse—. Recuerda mis palabras. Dentro de dos días, la noche de fin de año, Ashran destruirá el escudo feérico de una vez por todas… y su ejército atacará.
Dio unos pasos en dirección al portón. Denyal lo detuvo.
—¡Espera! ¿Por qué se supone que nos dices esto?
—Lo sabes tan bien como yo. Si el escudo cae, y las fuerzas de los sheks atacan… será una masacre. Así que te ruego, rebelde, que, si no vais a deponer las armas, como sugirió mi rey, por lo menos evacuéis a los niños y a los ancianos, a todos los que no estén dispuestos a morir dentro de dos días, a todos aquellos que os importan.
Mah-Kip se puso en marcha de nuevo. En esta ocasión, Denyal no lo retuvo.
—Os han engañado, semiceleste —logró decir—. El escudo no caerá. Lleva funcionando más de quince años.
—También la Torre de Kazlunn llevaba más de quince años resistiendo —le llegó la voz del semiceleste desde la oscuridad—. Y cayó. Y si el escudo de Awa cae también… ni siquiera el dragón y el unicornio de la profecía lograrán salvaros…
Sus últimas palabras se perdieron en la penumbra de la noche.
Jack dejó a Victoria dormida y se fue a buscar a Christian. Lo halló en la sala donde había estado encerrado todo el día. El shek estaba inclinado junto a una extraña depresión del suelo, que tenía forma hexagonal, y cuyo borde estaba orlado de símbolos que formaban palabras escritas en idhunaico arcano.
—¿Qué es eso? —preguntó Jack, intrigado.
—Una especie de portal. Todas las torres tienen uno, servía a los hechiceros de más rango para teletransportarse de una torre a otra.
Jack se quedó de piedra.
—¿Todas las torres? ¿También la de Drackwen? El shek asintió.
—¡Eso significa que la gente de Ashran podría entrar a través de él!
—No, porque éste no funciona. Los magos de Kazlunn lo desactivaron tiempo atrás, cuando las torres empezaron a caer bajo el poder de los sheks. Sé que el de la Torre de Drackwen, sin embargo, está activo. Cuando el poder de la torre revivió, todos los conjuros que había en ella se renovaron también. Probablemente Gerde habría querido reactivar también este portal, pero no tuvo tiempo.
—Quieres decir… ¿que si consigues poner eso en marcha, nos conducirá hasta el mismo corazón de la Torre de Drackwen?
—Eso he dicho. Siempre que Ashran no haya inutilizado el suyo, claro.
Jack sintió la boca seca.
—No lo ha hecho, Christian. Estoy seguro de que ya cuenta con ello.
Para su sorpresa, el shek no hizo ningún comentario.
—¿Ya lo sospechabas?
—Sí —admitió Christian—. Todo es demasiado extraño, hay cosas que no tienen sentido. Cada vez estoy más convencido de que se trata de una trampa. Y, sin embargo, de alguna manera sé que no nos queda otra opción. O luchamos la noche del Triple Plenilunio, o ya no lucharemos…, porque no habrá más ocasiones.
—Estoy de acuerdo contigo. Yo también creo que debemos luchar. —Hizo una pausa y prosiguió—: Pero no con Victoria.
Christian se volvió para mirarlo.
—Creo que Ashran quiere utilizarla otra vez.
—¿Otra vez? —repitió Christian con suavidad. Jack se dio cuenta de que había hablado de más.
—No, ella no me lo ha contado —aclaró—. Pero imagino que no fue lo que le hizo Ashran, y que por eso no quiere hablar de ello. Le arrebató la magia, ¿verdad? La utilizó para resucitar la torre de Drackwen.
El shek no dijo nada. Jack empezaba a cansarse de su impasibilidad y su silencio.
—Estuviste allí —lo acusó, sin poderlo evitar. Hubo un breve silencio.
—Sí, estuve allí —repuso Christian.
—¿Le… le dolió mucho? Christian respiró hondo.
—Sí —admitió en voz baja—. Muchísimo.
Jack apretó los puños y trató de dominarse.
—¿Cómo fuiste capaz de permitirlo?
—Entonces no me importaba, o al menos eso creía. Pero al final… tampoco yo pude soportarlo. Fue muy valiente —añadió.
Jack se tranquilizó sólo un poco.
—Es muy valiente —matizó, con una sonrisa—. Tanto que, a pesar de todo, sería capaz de volver a enfrentarse a él. —Hizo una pausa; Christian lo miró, adivinando que iba a proponerle algo—. Yo no quiero que vuelva a ponerle las manos encima.
—No lo hará —prometió el shek, y su voz tenía un tono peligroso.
—Pero vas a conducirnos hasta él. A los dos.
—Para luchar.
—¿Cuál es la diferencia? Llevarás a Victoria ante Ashran. Otra vez.
Christian lo miró.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—No me fío de la profecía, Christian. ¿Te fías tú?
La pregunta lo cogió un poco por sorpresa. Reflexionó.
—Se supone que creo en la profecía, porque traté de mataros para evitar que se cumpliera. Se supone que no creo, porque intenté evitarla, y eso quiero decir que no pienso que sea inevitable. Y si no es inevitable, es una posibilidad, no una certeza. Por tanto, no es una profecía.
A Jack le costó un poco seguir el razonamiento del shek.
—Yo no me fío —repitió—. No me fío de que vayamos a salir con vida de esta lucha, y puedo jugarme mi propia vida, pero no la de Victoria. ¿Me explico? Si yo no acabo con la amenaza de Ashran, los sheks terminarán por matarme tarde o temprano. Pero tengo razones para pensar que no tienen nada contra Victoria. No quiero forzar el enfrentamiento y obligar a Ashran a matarla, o entregársela en bandeja para que haga con ella lo que se le antoje.
Christian le dirigió una larga mirada.
—¿Vas a ir a luchar a la Torre de Drackwen? —preguntó—. ¿Tú solo?
Jack dudó.
—Había pensado en pedirte que vinieras conmigo. Pero si caemos los dos, Victoria no lo soportaría. Así que casi será mejor que te la lleves lejos, que la ocultes de Ashran, que la protejas si yo fracasara. Porque, si no vuelvo, por lo menos te tendrá a ti.
—Eso es un suicidio, Jack.
—Ya, pero… no tengo otra opción. No quiero que Victoria vuelva a la Torre de Drackwen. No, después de lo que Ashran le hizo.
Hubo un breve silencio.
—Victoria ya estuvo en la Torre de Drackwen después de eso. Lo sabías, ¿no?
—Sí, me lo ha contado. Fue una locura por su parte. Y tú, ¿cómo la dejaste que se encontrara con él?
—Sabía que no le haría daño. Me lo debía. Me prometió que la respetaría…
—… si me matabas —concluyó Jack en voz baja—. ¿Lo hiciste por eso?
—Sabes que no. Lo hice porque no pude controlarme. Jack no insistió.
—Cuando le arrebató la magia estuvo a punto de matarla.
Quizá no quiera volver a correr ese riesgo.
—No —admitió el shek—. Estaba convencido de que, si tú morías, Victoria se uniría a él… por mí.
—También yo lo pensé.
—Y quizás así habría sido si tú hubieras muerto de cualquier otra forma, Jack. Pero yo te maté, y Victoria no me lo perdonó. Los dos callaron un momento.
—En cualquier caso —prosiguió Jack—, no voy a dejar que ella vuelva a ese lugar, no mientras Ashran esté allí. ¿Estás de acuerdo? Christian sonrió.
—Ya es un poco tarde para eso. Deberías haberme escuchado cuando me negué a abrir la Puerta en Limbhad. Si os hubierais quedado en la Tierra, Victoria estaría a salvo.
—Entonces Shail y Alexander estaban con nosotros y sus opiniones parecían las más sensatas. Pero al diablo la sensatez. Mi corazón se niega a poner a Victoria en manos de Ashran.
Christian lo miró, dubitativo.
—¿Crees de verdad que tienes alguna posibilidad contra él? Incluso si yo te acompañase… la profecía hablaba de un unicornio, un dragón y un shek.
—¿Y no crees que Victoria ya ha hecho bastante? La profecía no especificaba la manera en que el unicornio ayudaría a derrotar a Ashran. ¿Acaso no ha conseguido que nosotros nos aliemos? ¿Y si fuera ése su papel en la profecía?
—No podemos saberlo.
—Yo sólo sé que Ashran tiene mucho interés en Victoria. Y eso me basta para querer alejarla de él todo lo posible. ¿Me explico?
—Perfectamente. —Christian se incorporó, muy serio—. En tal caso, iré contigo a la Torre de Drackwen.
—¿Sin Victoria?
—Sin Victoria. Pero ¿qué será de ella si no volvemos?
Jack sonrió. Pensó en Sheziss; se dijo a sí mismo que, aunque la shek no fuera a acompañarlos, no podía negarle aquello.
—Sé de alguien que cuidará de ella. Y creo que la dejo en buenas manos.
Christian lo miró, con un brillo inquisitivo en sus ojos azules. Después, lentamente, asintió.
—Eso es imposible —dijo Harel, moviendo la cabeza—. Nadie puede hacer caer el escudo de Awa. Ni siquiera Ashran.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Shail, impaciente—. La magia de Drackwen doblegó a los hechiceros de la Torre de Kazlunn. ¿Qué te hace pensar que la magia feérica es más poderosa que la de los tres Archimagos juntos?
El silfo hizo vibrar las alas, pero no respondió. A Shail no le extrañó. En todo aquel tiempo, nadie había sido capaz de averiguar cómo funcionaba el escudo feérico. Era algo que las hadas y los silfos mantenían en el más absoluto secreto.
A Shail le había llamado la atención desde el mismo momento en que había oído hablar de él. A simple vista no se apreciaba, pero si uno observaba con atención el bosque desde lejos, preferentemente al filo del tercer atardecer, podía descubrir que una fina cúpula lo cubría, casi como una capa de polvo plateado que relucía tenuemente bajo la luz del ocaso. Shail sabía que el escudo no podía ser traspasado por nadie, excepto por feéricos, y por aquellos a quienes éstos cedían el paso.
Shail siempre se había preguntado qué magia era aquélla. Parecía ser un poder inherente a los feéricos, pero, que él supiera, las habilidades de las hadas tenían que ver fundamentalmente con los árboles y las plantas, no con crear escudos invisibles en el cielo. Como había observado que las dríades se volvían hoscas y hurañas si se les preguntaba mucho al respecto (y no convenía hacerlas enfadar, pues podían ser muy feroces y salvajes si se lo proponían), había dejado de insistir en el tema.
Pero ahora la seguridad de la Resistencia y de todos los refugiados de Nurgon estaba en peligro.
—Hicimos un trato —intervino Denyal, muy serio—. Os entregábamos Nurgon a cambio de protección. Nosotros hemos cumplido nuestra parte. Esos condenados árboles nos rodean por todas partes, Nurgon ya pertenece a Awa. Ahora queremos saber… exigimos saber si esa protección de la que tanto os enorgullecéis vale la pena. Las serpientes aseguran que pueden hacer caer el escudo. Demostradnos que no es cierto. Si es que podéis.
Harel le dirigió una mirada severa, y Shail advirtió un brillo airado en sus ojos dorados. Cruzó una mirada con Zaisei, que se erguía silenciosa a su lado.
—Somos aliados, humano —le espetó el silfo—. Damos por supuesto que sois capaces de confiar en los feéricos de Awa, de la misma forma que nosotros confiamos en los caballeros de Nurgon. ¿Es así?
Había hablado a Denyal, pero en realidad sus palabras iban dirigidas a Covan. El maestro de armas titubeó un momento.
—Harel —dijo por fin—, tú y yo somos más que aliados. Podría decirse que somos amigos. Nos pides confianza. ¿De verdad confías tú en nosotros? Si el escudo fuera tan fiable, ¿por qué ocultas tan celosamente cómo funciona, incluso a tus aliados… a tus amigos?
El silfo no respondió enseguida. Movió lentamente la cabeza, pensando, y su cabello verde, semejante a las ramas de un árbol joven, se agitó en torno a su rostro juvenil, de piel parda y moteada.
—El escudo es infalible —dijo— porque nadie, a excepción de nosotros, sabe cómo funciona. Y es mejor que siga así.
—¿Seguro que no lo sabe nadie más? —gruñó Denyal—. Subestimas a Ashran.
—¿Y qué hay de Gerde? —interrumpió Shail inesperadamente—. ¿Podría saber ella cómo destruirlo?
—Gerde —repitió Harel, y su rostro se contrajo en una mueca de desprecio—. Ella ha vivido mucho tiempo en una torre de hechicería. No conoce los secretos de Awa como el resto de feéricos.
—Pero atravesó el escudo una vez.
—El escudo no impide el paso a los hijos del bosque, mago. Y las serpientes no lo son. Puede que ella sepa cómo funciona el escudo, pero dudo que sepa cómo destruirlo.
—Yo no me arriesgaría —intervino Covan—. Si Ashran cree que puede destruir el escudo, debemos tratar de imaginar cómo podría hacerlo. Harel, tú sabes que tengo razón.
El silfo permaneció en silencio durante un largo rato.
—De acuerdo —dijo por fin—. Seguidme hasta el bosque; os lo mostraré.
Shail lo miró, dubitativo. A pesar de que ya se las arreglaba bien con la muleta, le resultaba muy difícil avanzar a través de la espesura. Si los acompañaba fuera de la fortaleza, los retrasaría; pero quería ver aquello que Harel tenía que mostrarles.
El silfo comprendió su dilema.
—No te preocupes, mago. Buscaremos un nimen para ti.
Shail asintió, aunque no las tenía todas consigo. Los nimen eran un tipo de insecto acorazado con un vago parecido a una hormiga gigante. Los feéricos los utilizaban a menudo para sus desplazamientos por el bosque, y muchos de los rebeldes de Nurgon habían aprendido a domarlos con el mismo fin. Pero Shail no se había animado nunca a intentarlo. Sintió la mano de Zaisei entrelazándose con la suya; era su manera de decirle que ella seguía allí para ayudarle si lo necesitaba.
Harel salió de los límites de la Fortaleza y se internó en la espesura. Los tres humanos y la joven celeste se apresuraron a ir tras él. Era muy difícil seguir a un silfo en el bosque, aun cuando no hiciese uso de las alas. Pero iba silbando suavemente, emitiendo un sonido agudo y melódico, y sus compañeros se limitaron a guiarse por su voz.
Shail, como de costumbre, se quedó el último. Él y Zaisei tardaron en reunirse con los demás un poco más allá. Los estaban esperando junto a un grupo de nimens que habían acudido a la llamada de Harel. El silfo les acariciaba la cabeza y les dedicaba palabras de agradecimiento.
Denyal y Covan ayudaron a Shail a montar sobre el lomo del insecto, mientras Harel lo mantenía quieto.
—¿Y ahora qué? —preguntó el mago, una vez arriba.
—Ahora simplemente sujétate —sonrió el silfo—. El nimen me seguirá a través del bosque. Sólo tienes que dejarte llevar. Es muy sencillo.
Y, en efecto, lo era. Shail tardó un poco en acostumbrarse al movimiento de las seis patas del nimen, pero era cierto que la criatura se movía con suavidad, deslizándose sobre el musgo del bosque en pos de Harel.
Aún tuvieron que avanzar un rato más; finalmente, el silfo se detuvo en un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de las lunas, donde había un templo dedicado a la diosa Wina.
Shail lo contempló, maravillado. Los templos a Wina solían erigirse en lugares muy recónditos, y no era fácil encontrarlos. Pero eran auténticas maravillas de la arquitectura feérica, porque, como todos los edificios que ellos construían —por llamarlos de algún modo—, estaban hechos de árboles vivos. En esta ocasión se trataba de un grupo de jóvenes árboles jenai, cuyas ramas rojizas se abrían hacia arriba como abanicos, que el poder feérico estimulaba para que se trenzaran unas con otras, formando paredes de ramas vivas. Los árboles seguían creciendo, y sus puntas más altas continuaban enroscándose sobre sí mismas, creando una especie de cúpula de hojas acampanilladas que se desparramaban sobre el techo del templo.
—Idan-ne —llamó Harel suavemente.
Hubo un movimiento en el interior del templo, y entonces una esbelta figura salió al exterior. Era una dríade, pero no vestía como la mayoría de las guardianas del bosque. Llevaba la túnica verde de las sacerdotisas de Wina.
El hada había salido al exterior sonriente, pero se le había Congelado la sonrisa en los labios al ver a los intrusos.
—Humanos, Harel —susurró, perpleja—. ¿Qué significa esto?
—Calma, Idan-ne —trató de tranquilizarla el silfo.
—Que las tres diosas velen tus sueños, hermana —intervino entonces Zaisei, con suavidad.
Idan-ne reparó entonces en la sacerdotisa celeste, y en su túnica verde y plateada, bordada con el signo de la Iglesia de las Tres Lunas: un triángulo invertido. Su semblante se suavizó un poco.
—Y que Wina haga crecer la vida a nuestro alrededor —respondió.
La presencia de Zaisei facilitó las cosas. Y aunque no estaba del todo convencida, finalmente la dríade se avino a mostrarles lo que querían ver. Con el gesto hosco propio de las dríades contrariadas, Idan-ne guió al silfo, a la celeste y a los tres humanos hasta la base de un enorme árbol.
—¿Sabéis qué es esto?
Ellos no encontraron nada de particular en el tronco. Alzaron la mirada, pero el árbol era tan alto que no alcanzaban a distinguir la copa.
Idan-ne movió la cabeza en señal de desaprobación y acarició suavemente la corteza rugosa del árbol.
—Deberíais reconocerla —les reprochó—. Hemos plantado muchas en torno a vuestra Fortaleza de piedra. Las hemos plantado por todo Awa, en realidad. Distribuidas de forma que no llamen mucho la atención, pero que cubran casi toda la superficie de nuestro bosque.
Titubeó un momento. Miró a Harel, suplicante. Pero el silfo asintió, e Idan-ne suspiró.
—Son flores lelebin —confesó por fin, de mala gana—. Son estas flores las que crean el escudo que nos protege.
Shail, Denyal y Covan se quedaron mirándola, incrédulos.
—Las flores azules que se abren por las noches —dijo de pronto Zaisei, cayendo en la cuenta—. Es cierto, se ven desde las almenas de la Fortaleza. Están por todas partes, pero bastante separadas unas de otras. Y son tan grandes que una persona podría caber en el interior del cáliz.
Aquello no era tan extraño, puesto que Awa estaba repleto de flores gigantescas. Pero eran pocas las especies que estaban repartidas por todo el bosque, como las lelebin. Normalmente, las flores de una misma especie tendían a agruparse en racimos, o colonias, o a ocupar espacios en las sombras, o junto a los ríos, o encima de otras plantas, allá donde se sintieran más cómodas. Pero las lelebin estaban por todas partes. Por todas partes y, a la vez, tan separadas unas de otras que no podía ser casual, comprendió Shail al instante.
Idan-ne se rió suavemente, dejando ver una hilera de dientecillos blanquísimos que iluminaron su piel pardusca.
—Las flores azules que se abren por las noches —asintió—. Se alimentan de la luz de las lunas. La recogen y la guardan, y luego la transforman en ese escudo que las protege de todo y que no deja entrar a nadie en el bosque, salvo a nosotros, los feéricos. Y sólo nosotros sabemos cómo abrir brechas en el escudo para que lo atraviesen nuestros aliados y las personas en las que confiamos.
—¿Cómo? —quiso saber Covan.
El rostro de la sacerdotisa se ensombreció.
—No esperes que conteste a esa pregunta, humano —dijo secamente—. Plantamos las flores lelebin por todo el bosque, las alimentamos con nuestra magia para que crezcan, ellas capturan la luz de las lunas y generan con ella ese escudo que nos protege. Para destruir el escudo habría que destruir todas las relevan, más o menos a la vez. Y para destruirlas habría que llegar hasta ellas. Y para llegar hasta ellas… habría que atravesar el escudo. Como veis, es completamente imposible que Ashran pueda acabar con él.
Shail asintió, pensativo.
—¿Y las lunas? —preguntó—. ¿Qué pasa de día, cuando las flores no pueden recoger la luz de las lunas? ¿Qué pasa si las nubes las tapan?
—El escudo sigue funcionando —dijo Harel—. Para que empezara a debilitarse, tendrían que privar de luz a las lelebin durante varias semanas. De momento —añadió, echando un vistazo al cielo—, están muy bien alimentadas. Si Ashran ocultara las lunas ahora mismo, mañana por la noche el escudo seguiría igual de resistente.
—Mañana por la noche hay Triple Plenilunio —añadió Idan-ne, sonriendo—. Las lelebin estarán más hermosas y fuertes que nunca.
Shail, Denyal y Covan cruzaron una mirada.
—El semiceleste nos mintió —dijo Covan simplemente.
Zaisei desvió la mirada. Shail sacudió la cabeza.
—Me resulta muy extraño —dijo—. ¿Por qué mentiría? ¿Para qué? Si el escudo no va a caer mañana por la noche, ¿por qué, pues, elegir el Triple Plenilunio para atacar?
Denyal se encogió de hombros.
—Ese malnacido siempre ha sentido predilección por las conjunciones astrales —gruñó.
Shail frunció el ceño. El tema de la conjunción astral le producía sentimientos contradictorios. Por un lado, recordaba muy bien el horror de la última conjunción de los seis astros, mejor quizá que todos los presentes, y todavía tenía pesadillas al respecto. Por otro, aquel día había encontrado y rescatado a Lunnaris, el último unicornio.
Reprimiendo un suspiro, volvió la mirada hacia las lunas, preguntándose cómo era posible que los astros hubieran podido causar tanta destrucción.
Y, de pronto, se hizo la luz en su mente. Se quedó sin aliento.
—¿Qué? —preguntó Covan al ver su expresión de horror.
Shail tardó un poco en poder hablar. Cuando lo hizo, tuvo que carraspear para aclararse la garganta, porque le falló la voz. Dirigió a sus compañeros una mirada de angustia.
—El semiceleste tenía razón —pudo decir—. Ashran hará caer el escudo mañana por la noche, en el Triple Plenilunio. Utilizará el poder de las lunas, como ya usó el de los seis astros hace más de quince años.
Los cinco, humanos, celeste y feéricos, se lo quedaron mirando.
—¿Qué quieres decir? —exigió saber Denyal.
—¿No lo entendéis? Es como otra conjunción. La primera vez, la luz de los soles y las lunas se volvió mortífera para los dragones y los unicornios. Esta vez… —inspiró hondo—, esta vez la luz de las lunas llenas se volverá letal para las flores lelebin. Abrirán sus pétalos al máximo para captar la luz lunar, pero ésta estará teñida del poder maligno de Ashran… y las destruirá por completo.
»Y entonces, el escudo de Awa caerá… la noche del Triple Plenilunio, como dijo el semiceleste.