14
El último de los dragones
—¿Le vas a poner nombre? —preguntó Victoria.
Christian miró la cría de shek, pensativo. Se había hecho un ovillo en el regazo de la muchacha, parecía estar a gusto allí. En cambio, a Jack no lo soportaba, y el sentimiento era mutuo.
—Llámala «serpiente» —sugirió éste, malhumorado.
—Entonces se llamaría Kirtash —dijo Victoria, casi riendo. En todo caso, tendríamos que llamarlo Kirtash junior.
Jack no captó el chiste, pero Christian le dedicó a la chica una media sonrisa. El pequeño shek los miraba, a unos y a otros con un brillo de inteligencia en los ojos.
—¿Entiende lo que decimos? —preguntó Jack, un poco inquieto.
—Todavía no, pero está aprendiendo —respondió Christian—. Aún tardará un tiempo en averiguar cómo llegar a vuestras mentes. De momento, os está estudiando.
—Qué mal rollo —comentó Jack, con un escalofrío.
—Para comunicarse con vosotros, no para controlaros. Para comunicarse con Victoria, más bien. Imagino que, cuando crezca, lo único que se le ocurrirá hacer contigo es intentar matarte.
—Pues qué bien.
—No lo entiendo —intervino Victoria, alzando a la cría mirarla de cerca; ella clavó sus ojos tornasolados en los suyos, con un suave siseo, y la muchacha percibió sus débiles intentos por alcanzar su mente, como los primeros balbuceos de un bebé—. ¿Ya odia a los dragones? ¿Tan jovencito?
—El odio a los dragones no es una cuestión de educación, de cultura, Victoria. No es algo que se nos enseñe cuando somos pequeños. Es parte de nosotros, igual que los dragones odian a los sheks. Es un impulso que nos lleva a luchar hasta la muerte unos contra otros, tan natural para nosotros como lo es beber cuando tenemos sed, o dormir cuando estamos cansados.
—Es horrible —opinó Victoria, sombría.
Christian no respondió. La chica lo miró.
—Llevas todo el día muy serio —le dijo—. ¿Hay algo que te preocupe?
Christian alzó la cabeza y les dirigió, a ambos, una mirada fría como el hielo.
—El instinto, precisamente. Me preocupa que nos matemos el uno al otro antes de llegar a nuestro destino.
No les habló de su sueño. No les dijo que, cada vez que se recordaba a sí mismo hundiendo su espada en el pecho de Jack, le hervía la sangre y tenía que hacer grandes esfuerzos para no llevar la mano a la empuñadura de Haiass. Había sido diferente, muy diferente a pelear contra aquel gólem en las heladas tierras del norte. Porque sabía que el gólem no era el verdadero Jack. Y, sin embargo, aquel sueño le había parecido tan real que había tenido la seguridad plena de que estaba matando al dragón. Y había disfrutado del momento.
Sabía que Jack también deseaba matarlo, pero Christian dudaba de que hiera consciente de la importancia de controlar aquel impulso asesino. Hasta la noche anterior, el shek había creído que él mismo podría dominar su instinto mucho mejor que Jack, que siempre le había parecido irritantemente irreflexivo.
Ahora, después de aquel sueño, ya no estaba tan seguro.
—¿Y no se puede hacer nada para evitarlo? —dijo Victoria.
Christian le dirigió una breve mirada. También él se lo había estado preguntando, y creía tener una respuesta.
—Tal vez —contestó enigmáticamente.
Se acercó a ella, y Victoria lo miró, interrogante, tratando de adivinar cuáles eran sus intenciones. Pero no se esperaba lo que sucedió a continuación: Christian la cogió por los hombros, con suavidad, la acercó a él y la besó. Victoria ahogó una exclamación de sorpresa, pero todo su cuerpo respondió a aquel beso, y cuando quiso darse cuenta, había cerrado los ojos y le había echado los brazos al cuello, mientras sentía que se derretía entera. Los besos de Christian solían producir aquel efecto en ella.
Trató de volver a la realidad y se separó de él, con un jadeo.
—Qué… ¿por qué has hecho eso? —pudo decir.
Christian enarcó una ceja y se volvió para mirar a Jack, que los miraba, fastidiado.
—Qué, ¿habéis disfrutado?
—Eh, eh, un momento —protestó Victoria, levantándose de un salto; la cría de shek abandonó su regazo con un siseo sobresaltado—. ¿Se puede saber qué pretendes, Christian? ¿A qué clase de juego retorcido estás jugando?
Siempre se había esforzado mucho en no mostrarse cariñosa con Christian cuando Jack estaba delante. No pretendía ocultarle a Jack lo que sentía por el shek, él lo sabía de sobra, pero tampoco era necesario restregárselo por la cara. Christian nunca se había mostrado celoso; Jack, sí. Y Victoria no quería hurgar más en la herida. Había supuesto que Christian lo entendía y la apoyaba. De hecho, siempre había mantenido las distancias con ella cuando Jack estaba presente. Aquel súbito beso había sido un golpe inesperado para los dos.
—No, déjalo, me voy y os dejo intimidad —cortó Jack, molesto.
—Espera —lo detuvo Christian—. ¿Tienes ganas de matarme ahora?
Jack se volvió hacia él, con cierta violencia.
—¿Me estás provocando, o qué?
—Piénsalo. ¿Serías capaz de matar a alguien… por celos? Jack se detuvo un momento, sorprendido por la pregunta. Se lo planteó en serio.
—Claro… claro que no. No, por celos no. Eso no es un motivo para matar a nadie. Pero te daría un buen puñetazo —añadió, ceñudo—. De eso sí que tengo ganas.
—Una reacción muy humana y muy natural —asintió Christian—. Es tu parte humana la que se ha molestado ahora. Es lo que sentimos hacia Victoria lo que nos hace más humanos, así que, por nuestro bien, creo que no deberíamos reprimirlo.
—Sí, ¿y qué más? —protestó ella—. ¿Ahora soy parte de una especie de experimento?
Jack miró al shek, sombrío.
—Has pensado mucho en ello, ¿verdad?
—Llevo semanas pensando en ello.
«Pero hoy más que nunca», añadió en silencio. Miró a Jack un momento, muy serio, antes de añadir:
—Soy muy consciente de que lo único que nos mantiene con vida ahora es lo que sentimos por ella. El amor y los celos están incluidos en el lote de emociones humanas que controlan nuestra otra parte, esa parte que nos lleva a atacarnos el uno al otro, a pelear hasta la muerte. El equilibrio entre nuestras dos naturalezas, los lazos que nos unen a los tres, son algo muy delicado. Si ese equilibrio se rompe, jamás venceremos a Ashran.
Jack no dijo nada más.
Aquella noche, se acercó a Victoria, y ella no lo rechazó. Durmieron juntos, abrazados, como antes de que regresara Christian. Hablaron en voz baja, reiteraron sus sentimientos, intercambiaron palabras dulces, palabras de amor. Eso hizo que Jack se sintiera un poco mejor.
Un poco más allá, Christian dormía, con el sueño ligero que era propio de él.
Y soñaba, de nuevo, que Jack y él se enfrentaban en un combate a muerte. Y disfrutaba asesinando al dragón, y su parte shek aullaba de alegría en sueños.
Antes del amanecer se desató una fuerte tormenta. Buscaron resguardo, pero el terreno era completamente llano, y Jack hizo notar que no debían quedarse junto al río, por si se desbordaba. Reemprendieron la marcha, en mitad de la noche, calados hasta los huesos y soportando sobre ellos una lluvia inmisericorde.
Hasta que vieron a lo lejos la sombra de una pequeña cúpula, y cuando se acercaron más descubrieron que se trataba de una vivienda celeste.
Christian pareció indeciso.
—Sólo hasta que pase la lluvia —dijo Victoria, y el joven acabó por asentir.
Una casa celeste era un buen lugar para descansar. Su propietario no los traicionaría, porque sería incapaz de hacerlo. De todas formas, Christian dejó a la cría de shek resguardada en el cobertizo que había junto a la casa, antes de reunirse con sus compañeros en la puerta.
Los dueños de la casa eran una pareja joven, celestes, como los tres chicos habían supuesto, y aunque se quedaron sorprendidos de recibir visitas a aquellas horas de la noche, los acogieron enseguida.
Jack y Victoria se acercaron rápidamente al fuego. Victoria estornudó.
—Tendrías que quitarte esa ropa mojada, muchacha —dijo la mujer celeste—, o enfermarás. Ven conmigo, creo que tengo ropas que pueden servirte.
Su compañero, entretanto, preparaba una infusión caliente para los chicos. Jack alzó las palmas de las manos sobre el de la chimenea, disfrutando de su calor, pero Christian se mantuvo en un rincón en sombras, y sólo sacudió la cabeza para apartarse el pelo mojado de la frente. Observaba a Jack con un brillo sombrío en la mirada.
—Mala noche para andar al raso —comentó el dueño de la casa.
—No hay ninguna ciudad cerca —murmuró Christian.
—Es cierto, pero una vez crucéis el río que separa Kash-Tar de Celestia encontraréis muchas más poblaciones. Vaisel no está ya muy lejos, y hay un pueblo a menos de media jornada de camino de aquí.
Christian asintió, sin una palabra. El celeste les tendió sendos tazones de infusión. Jack la aceptó agradecido. El líquido caliente lo hizo sentir mucho mejor.
Regresó la mujer celeste, con mantas para cubrir los hombros de los chicos. Tras ella entró Victoria, pero se detuvo en la puerta, con timidez y colorada como un tomate.
Jack se volvió hacia ella y se quedó sin respiración. Claro, no había pensado que le darían ropa celeste.
Los celestes solían vestir coloridas prendas hechas de un tejido muy liviano que, contra todo pronóstico, resultaba que abrigaba bastante. Pero era tan fino como una gasa. Los celestes encontraban aquello perfectamente natural, estaban acostumbrados a revelar sus cuerpos debajo de sus vestidos, al igual que para los humanos era normal ir con la cara descubierta algo que, por ejemplo, los yan no comprendían, ya que ellos, sólo mostraban su rostro a la gente en la que confiaban. Jack había visto algunos celestes en el bosque de Awa y todos, excepto Zaisei y el Padre, que, como sacerdotes, vestían las túnicas propias de su oficio, llevaban aquellas prendas tan ligeras que chocaban a aquellas personas habituadas a tapar sus cuerpos.
Y Victoria vestía una de aquellas túnicas en aquellos momentos, una fina túnica de color verde que revelaba muchos detalles de su figura, más detalles de los que ella estaba acostumbrada a mostrar.
La chica no sabía hacia dónde mirar. Jack enrojeció también y desvió la vista, azorado, pero Christian alzó una ceja y la miró de arriba abajo con interés. Victoria se puso todavía más colorada; quería taparse, pero temía ofender a su anfitriona si lo hacía.
—Nirei —le dijo entonces el celeste, con una alegre carcajada—, por el amor de Yohavir, mira qué nerviosos se han puesto estos chicos.
Ella se sonrojó delicadamente.
—Perdonad, qué tonta he sido… olvidaba que las costumbres humanas son diferentes de las nuestras. Pero, Victoria, ¿por qué no me lo has dicho?
Victoria sonrió, y aceptó, agradecida, la manta que ella le tendió. Se la echó por encima de los hombros, y se sintió mejor, pero aún no se atrevía a mirar a sus compañeros. Percibió entonces la voz de Christian, que susurró en su mente:
«No tienes nada de qué avergonzarte».
El corazón de Victoria se puso a palpitar alocadamente. Alzó la cabeza y miró a Christian, que se había sentado en un banco junto a la pared, y la observaba con una media sonrisa. Se preguntó qué había en él que la alteraba de aquel modo. Apenas un par de semanas atrás, cuando viajaba junto a Jack, los dos solos, había llegado a pensar que, tal vez en un futuro, podría olvidar a Christian y ser feliz para siempre con el que era, y siempre había sido, su mejor amigo. Pero ahora, Christian había vuelto, y su voz, su mirada, su contacto, su sola presencia, la confundían y hacían que el corazón le latiera con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir del pecho.
Poco antes del mediodía, la lluvia cesó; Victoria volvió a ponerse su ropa, que ya estaba seca, y, después de almorzar, los tres prosiguieron su camino.
La pareja de celestes los vio marchar desde la puerta de su casa. Cuando los jóvenes estuvieron ya lejos, ella dijo:
—¿Lo has visto?
Su compañero asintió.
—Lo he visto. Jamás habría imaginado que existieran lazos tan fuertes entre tres personas.
—No son humanos corrientes. No pueden serlo, y esos lazos… son mucho más que vínculos de amor y de odio. Son sentimientos mucho más intensos, más sólidos que los que puede sentir un humano, o un celeste. Oh, pobres muchachos, ¿qué será de ellos?
El celeste negó con la cabeza, entristecido. No tenía respuesta para aquella pregunta.
Una noche en que se había alejado un poco del campamento para reconocer el terreno, Victoria acudió a su encuentro.
Christian se dejó encontrar. La percibió mucho antes de que ella se reuniera con él al pie del árbol bajo el cual se había detenido un momento.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella con suavidad.
Christian asintió sin una palabra. Intuía de qué quería hablar; se sentó sobre la hierba y la invitó con un gesto a sentarse a su lado.
Victoria lo hizo. Lo contempló unos instantes en silencio antes de preguntarle:
—¿Por qué?
El joven sonrió.
—Deberías saberlo ya.
Victoria dudó. Parecía estar luchando contra el impulso de acercarse más a él. Christian la miró, con intensidad. Había sido así desde que se habían reencontrado en el desierto. Victoria estaba profundamente enamorada de Jack, pero había algo que la arrastraba sin remedio hacia el shek.
Por fin, con un suspiro, Victoria se acercó un poco más, casi con timidez. Cerró los ojos, con un estremecimiento, cuando los dedos de Christian acariciaron su cuello, sus mejillas, su pelo. Se entregó a su beso, bebiendo de él, disfrutando cada instante. Los dos se acercaron aún más el uno al otro, pero cuando los labios de Christian ya recorrían su cuello, despertando sensaciones insospechadas en ella, Victoria dijo con suavidad:
—Para, por favor.
Y Christian paró. Victoria apoyó la cabeza sobre su hombro, cerró los ojos y respiró hondo, intentando sobreponerse a lo que él había provocado en su interior.
—Pensaba que podía dejar de quererte —dijo ella en voz baja.
—¿Lo pensabas de verdad? —sonrió Christian.
—No —confesó Victoria tras un breve silencio—. Pero quise convencerme de que era posible.
—De modo que quisiste elegir. ¿Todavía quieres renunciar a una parte de ti?
—¿Eres una parte de mí?
—Sí, lo soy. Igual que Jack. ¿No lo sabías? —¿Es por la profecía?
—No lo sé. Y no me importa. Sé lo que siento por ti, y eso no va a cambiar, con profecía o sin ella. ¿Sabes tú lo que sientes, Victoria? ¿Lo tienes claro?
—Siempre lo he tenido claro. Pero la razón…
—La razón te dice que no puedes amar a dos personas al mismo tiempo. Pero lo estás haciendo, Victoria. ¿Por qué tu sentido común no acepta los hechos?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Y por qué me dices todo esto?
—Estoy intentando ayudarte, eso es todo.
Victoria no preguntó nada más. Se recostó contra él, apoyando la cabeza en su pecho. Ambos disfrutaron de la presencia del otro, durante unos momentos en los cuales Victoria sintió que su amor por Christian la inundaba de nuevo por dentro, con más intensidad que nunca.
—Te quiero, Christian —susurró.
—Lo sé —sonrió él.
—¿Crees que Jack lo aceptará algún día?
—Tendrá que hacerlo. Tendrá que aceptar lo nuestro, o renunciar a ti. Lo que sientes por mí es tan tuyo como tu mirada, como tu sonrisa, como tu voz. No puedes deshacerte de ello, como quien se despoja de una vieja capa. Y no sigas intentándolo, porque sólo os causará dolor a los dos.
Victoria calló un momento. Después, alzó la cabeza para mirar a Christian.
—¿Y tú? ¿Qué piensas de todo esto? Dime, ¿qué soy yo para ti?
El joven respondió sin dudar:
—Luz.
Victoria esperó que añadiera algo más, pero Christian permaneció en silencio.
—No lo entiendo —dijo ella.
—No es necesario que lo entiendas. Por el momento, me basta con que lo sepas.
Tras unos momentos de silencio, Victoria habló de nuevo.
—Es extraño. Nos aguarda un destino que tal vez acabe con todos nosotros, y sin embargo yo no puedo dejar de pensar en lo mucho que te he echado de menos, y en cómo voy a encontrar una solución a lo que siento.
Christian la miró con una media sonrisa.
—¿Por qué lo haces tan complicado? Nos quieres a los dos, punto. ¿Qué tiene eso de malo?
—¿Me estás diciendo que podríamos convivir los tres juntos? —replicó Victoria, casi riéndose—. ¿Teniendo en cuenta lo bien que os lleváis Jack y tú?
—En ningún momento he dicho que yo pueda convivir con vosotros, Victoria. De hecho, dudo mucho de que pudiera convivir con nadie; ni siquiera contigo. Y que te quede bien claro una cosa: a pesar de lo que crea Jack, no eres tú quien nos tiene enfrentados, al contrario. Si no fuera por ti, nos habríamos matado el uno al otro hace ya mucho tiempo. ¿Lo entiendes?
—Creo que sí. Y sé lo que siento, sé que es hermoso y que debería aceptarlo como un regalo, y alegrarme de compartir algo tan especial con dos personas que para mí significan tanto. Pero, entonces, ¿por qué me siento culpable de estar ahora contigo?
—Porque Jack te hace sentir así con esos estúpidos celos suyos. Y lo peor de todo es que en realidad una parte de él lo acepta y lo comprende. Pero me odia por instinto, y como tiene que buscar una explicación racional a ese odio, te utiliza a ti como excusa para justificarlo. Y no es así. Si alguna vez luchamos el uno contra el otro, criatura, quiero que sepas que tú no tendrás la culpa en ningún caso. De hecho, que yo sepa, con tu amor has logrado algo que nunca nadie había conseguido antes: que un shek y un dragón pudieran luchar en el mismo bando.
Victoria lo miró fijamente durante un momento antes de preguntar:
—¿Por cuánto tiempo, Christian?
Él vaciló, y la chica supo que había dado en el clavo.
—Te has dado cuenta —murmuró el shek.
—Has vuelto más poderoso, más frío y más seguro de ti mismo que cuando te marchaste del bosque de Awa —dijo ella en voz baja—. Has recuperado tu parte shek. Y todavía quieres matar a Jack. Ahora más que nunca.
—Sí, lo deseo con todo mí ser —confesó Christian, y en sus ojos brilló un destello de odio—. Casi tanto como deseo amarte a ti —añadió, y de nuevo clavó en ella su mirada de hielo, con tanta intensidad que Victoria jadeó y retrocedió un poco, el corazón latiéndole con fuerza.
Pero no se movió cuando él se acercó a ella para besarla, sino que se quedó esperándolo, temblando como una hoja. También ella deseaba con toda su alma dejarse llevar. Y seguramente no habría tenido fuerzas para resistirse a Christian, si él no se hubiera apartado de ella para mirarla con su serena sonrisa. Comprendió entonces que él seguiría controlándose por los dos, y lo agradeció para sus adentros. Le aterraba la simple idea de que la presencia de Christian la alterara hasta el punto de hacerle perder el dominio de sí misma.
—Si sobrevivimos a esto —dijo él, devolviéndola a la realidad—, si sobrevivimos al odio, y a Ashran, y a los sheks…
—¿Qué? —susurró ella.
—No me importará que permanezcas junto a Jack. Que vivas con él, si es eso lo que deseas. Pero —añadió, con una sonrisa mientras siga viendo en el fondo de tus ojos que sientes algo por mí… acudiré a verte de cuando en cuando. A veces buscaré el calor de tu cuerpo, la suavidad de tu piel… otras veces necesitaré solamente hablar, o mirarte a los ojos, o simplemente estar contigo y disfrutar de tu compañía… aceptaré siempre lo que tú quieras darme. No necesito más. Pero tampoco voy a conformarme con menos.
La miró intensamente, y Victoria sintió que enrojecía. Sacudió la cabeza, con una sonrisa entre perpleja, azorada y divertida.
—¿Te hace gracia? —prosiguió él, muy serio—. Una parte de tu corazón me pertenece. Y no pienso renunciar a ella, ¿comprendes? Podrías elegir, es cierto. Pero ya te pedí en una ocasión que vinieras conmigo, y tus sentimientos por Jack te impidieron aceptar. No creo que las cosas hayan cambiado, y sé que no van a cambiar en el futuro.
»O podrías pedirme que me alejara de ti para siempre, para no estorbar tu relación con Jack. Y lo haré, si es lo que deseas. Pero no es eso lo que quieres, ¿no es cierto?
Victoria desvió la mirada, confusa.
—No, no es lo que quieres —prosiguió Christian—. Y Jack sabe en el fondo, que, aunque renunciaras a mí, jamás serías completamente suya. Mírame.
Victoria giró la cabeza, pero él la obligó, con suavidad, a mirarlo a los ojos. Los dos compartieron, de nuevo, una mirada intensa, profunda.
—¿Lo ves? —susurró Christian—. Una vez te dije que no me perteneces. Puedes hacer con tu vida y con tus sentimientos lo que te plazca, y jamás te exigiré que te ates a mí. Pero en el fondo de tu alma, hay algo que sí es enteramente mío. Y regresare a buscarlo… mientras siga ahí. Y no me importa cuántos Jacks haya a tu lado, no me importa cuántas veces trates de negarlo o de alejarme de ti. El día que dejes de amarme desapareceré de tu vida, pero mientras siga viendo ese sentimiento en tus ojos cuando me miras volveré a buscar aquello que es mío y que me pertenece solamente a mí.
Victoria dejó escapar un suave suspiro. Dejó que él la besara de nuevo. «Mientras siga ahí», pensó. Le echó los brazos al cuello y se acercó más a él, esta vez sin dudas, sabiendo que no podía negar el hecho de que seguía amándolo, y que, de todas formas, nunca podría engañar a Christian al respecto.
—Un unicornio y un shek —murmuró el joven, rodeando con los brazos la cintura de Victoria—. Resulta extraño, ¿no crees? Y sin embargo… de alguna manera era inevitable, a pesar de todo lo que ha pasado.
—Sé lo que eres y lo que has hecho —susurró ella—. Y aun así… no, no puedo evitarlo, no soy capaz de dejar de sentir lo que siento. Tienes razón: no puedo negarlo. Y seguiré queriéndote siempre, Christian. Por mucho daño que puedas llegar a hacerme. Sólo hay una cosa que jamás podría perdonarte. Sabes qué es, ¿verdad?
—Sí —respondió él con suavidad—. Lo sé.
Victoria enterró el rostro en su hombro, con un suspiro, pero no llegó a ver la sombra que cruzó fugazmente la expresión de Christian.
Alexander no perdió el tiempo en celebraciones. Habían tenido muchas bajas, y sabía que pronto llegarían más batallas. Que Ziessel movilizaría a todo el ejército de Dingra, y que probablemente pediría ayuda a los otros sheks; a Eissesh, por ejemplo. Si sus superiores le daban permiso, el gobernador de Vanissar no dudaría en enviar a Nurgon todo el ejército del rey Amrin. Eissesh todavía recordaría cómo la Resistencia se le había escapado en las montañas, cómo la gente de Denyal lo había engañado con un dragón artificial, el dragón que había pilotado Garin. Y no perdonaría fácilmente la ofensa.
Por otra parte, la noticia de que el príncipe Alsan había vuelto y estaba iniciando una rebelión había corrido por todo Nandelt y seguía extendiéndose con rapidez. En los días siguientes acudió más gente a Nurgon para unirse a los rebeldes. La mayoría eran refugiados del bosque de Awa, que respondieron al llamamiento del pueblo feérico. Pero también acudió mucha gente de la arrasada Shia, que había sido duramente castigada por su revuelta contra los sheks; muchos de sus habitantes habían emigrado a otros reinos y, aprendida la lección, se habían integrado en la vida cotidiana de las naciones sometidas por los sheks. No obstante, en los corazones de otros muchos ardía aún el deseo de venganza, y éstos fueron quienes vieron en Alexander y su grupo de rebeldes la oportunidad de luchar por la memoria de su tierra y de sus gentes.
Se presentó también gente escapada de Dingra, e incluso de Nanetten y Vanissar; en menos de una semana, la Fortaleza era un hervidero de gente.
Los sheks tardaron bastante tiempo en dar señales de vida, y los espías de Alexander le informaron de que su hermano, el rey Amrin, estaba preparando a sus ejércitos para la batalla.
—Es cruel —opinó Denyal cuando lo supo—. Los sheks envían a los hombres de Vanissar y Dingra a luchar contra nosotros. Quieren enfrentarnos en una guerra fratricida.
—No es cruel —repuso Alexander con calma—. Es práctico. Muchos de los sheks que vigilaban Nandelt están ahora en Awinor, buscando al dragón y al unicornio. Eissesh y Ziessel no pueden reunir a un ejército de sheks, pero pueden dirigir a uno formado por humanos y szish.
Alexander, por su parte, también se preocupó de buscar aliados en otros lugares. Tiempo atrás, antes de abandonar Vanissar, había enviado a un par de emisarios a tratar con los bárbaros de Sur-Ikail. Los mensajeros habían regresado con una oreja menos cada uno, y la respuesta de Hor-Dulkar, el más poderoso señor de la guerra de la región: los bárbaros no unirían sus fuerzas a las de un príncipe extranjero, a no ser que éste les demostrase que de verdad era un digno aliado contra las serpientes. Aquellos emisarios habían acudido a proponerles una alianza con las manos vacías, y aquello suponía una tremenda ofensa para los bárbaros, pues si alguien se consideraba lo bastante poderoso como para osar pactar con Hor-Dulkar, debía presentarle antes un brillante historial de victorias que avalara sus méritos.
Los mensajeros habían tenido suerte de regresar con vida si Hor-Dulkar se había contentado con cortarles una oreja en castigo por su atrevimiento era porque en el fondo sentía curiosidad hacia Alexander y estaba dispuesto a esperar a ver que hacía.
Alexander sabía muy bien lo que se jugaba, y había dejado, bien claro que era peligroso tratar con los bárbaros; los mensajeros que habían acudido a Sur-Ikail eran conscientes del riesgo, que corrían y se habían presentado voluntarios para la misión. Pero Alexander no se habría molestado en tratar de ganarse a los bárbaros si no hubiera sabido que éstos, tras la caída de la Torre de Kazlunn, se hallaban en una situación muy delicada. Hasta entonces habían conseguido mantener cierta independencia ante la invasión shek. Al fin y al cabo, no eran más que un conglomerado de tribus que pasaban el tiempo luchando unas contra otras, a causa de antiguas rencillas cuyo origen se había olvidado hacía siglos, demasiado disgregadas como parte formar un ejército que peleara contra las serpientes y supusiera para ellas algo más que una pequeña molestia. Por otra parte, a pesar de que nunca habían confiado del todo en los magos, hasta Hor-Dulkar reconocía, aunque a regañadientes, que la cercanía de la Torre de Kazlunn les había otorgado cierta protección pero ahora que Kazlunn había sido conquistado por los sheks, y su nueva dueña era leal a Ashran, la independencia de sus bárbaros corría serio peligro.
Hor-Dulkar estaría más receptivo que de costumbre a una posible alianza con un príncipe de Nandelt. Y dado el talante que solía gastar habitualmente, perder una oreja no era lo peor que les podía haber pasado a los mensajeros.
Alexander estaba dispuesto a darle al jefe bárbaro lo que le había pedido. Así, cuando juzgó que la noticia de la reconquista de Nurgon se había extendido suficientemente a lo largo y ancho de Nandelt, envió nuevos mensajeros a Sur-Ikail para parlamentar con el jefe bárbaro.
Sabía que, en esta ocasión, regresarían con las dos orejas en su sitio.
Una noche que Christian se había perdido en la oscuridad, para pasar unos momentos a solas, como era su costumbre, dejándolos a ambos junto a la hoguera, Jack no pudo aguantar más y le dijo a Victoria:
—Algún día tendrás que tomar una decisión, ¿no?
Ella alzó la cabeza y lo miró largamente. Por un momento, a Jack le pareció que sus ojos eran tan profundos como la noche que los rodeaba.
—No lo entiendes —dijo la muchacha con suavidad—. Ya hace mucho tiempo que tomé una decisión.
Jack parpadeó, un tanto desconcertado.
—¿Ah, sí? Primera noticia.
Pero el corazón le latía con fuerza. Tal vez ella quería decir que había elegido en el bosque de Awa, y que al decidir acompañarlo hasta Awinor le había entregado su corazón… a él, y no al shek. No obstante, algo en la mirada de Victoria le hizo sospechar que no era eso lo que ella tenía en mente.
—Ya hace tiempo que tomé mi decisión —repitió ella—. Ahora eres tú quien debe decidir.
—¿Decidir, el qué?
—Si la aceptas o no. Estás en tu derecho de no estar conforme. Yo respetaré tu decisión, sea cual sea. Sólo te pido que respetes tú la mía.
Jack comprendió, de golpe, lo que ella le estaba diciendo: que ya había elegido. Y los había elegido a los dos.
Se quedó sin habla.
—No, no, eso no puede ser. No puedes quedarte con los dos.
—No he decidido quedarme con nadie, Jack. He decidido amaros a los dos, estéis o no estéis conmigo, porque es lo que me dice el corazón. Si correspondéis o no a mi amor, es cosa vuestra. Christian me quiere de todas formas. ¿Y tú?
Jack se llevó las manos a la cabeza, mareado.
—No puedes pedirme que te comparta con un shek.
—No te lo he pedido, Jack. Puedes hacer lo que quieras; te querré igualmente, lo aceptes o no. Pero comprendería que tú no soportases esa situación.
—Sin embargo, de alguna manera nos obligas a estar los tres juntos.
—Porque hemos de luchar juntos. Si nuestro vínculo se rompe, seremos vulnerables.
—¿Vulnerables? —repitió Jack—. ¿Quieres decir, ante Ashran? ¿Por la profecía?
Pero Victoria no contestó.
Jack comprendió que, en la situación en la que se encontraban, era mucho más importante planear su estrategia contra Ashran que solucionar su complicada relación amorosa. A regañadientes, reconoció que necesitaban al shek en su bando para salir vivos de allí, y se propuso hacer lo posible por llevarse bien con él.
Al día siguiente, sin embargo, ya estaban discutiendo otra ver.
—¡Te has vuelto loco! ¿Es que quieres matarnos, o qué?
—Jack, cálmate…
—¡No, no me pidas que me calme, Victoria! ¡Este condenado shek ha vuelto a traicionarnos!
—Deja al menos que se explique, ¿no?
—¿Necesitas más explicaciones? ¡Nos lleva derechos a Ashran!
—Por supuesto que voy a llevaros ante Ashran. ¿Adónde si no pensabais que os conducía?
—Pero…
—¿Lo ves, Victoria? ¡Sabía que no podíamos fiarnos de él!
—Nunca te he pedido que te fíes de mí, dragón. Pero si tu limitado cerebro es incapaz de comprender por qué tenemos que ir a Drackwen, entonces no voy a perder el tiempo intentando explicártelo.
—¡Ya he aguantado suficiente, shek!
Con un rugido, Jack se transformó en dragón y se volvió hacia Christian, en medio de una violenta llamarada. El mantuvo su forma humana, pero desenvainó a Haiass, con un destello acerado brillando en sus ojos.
La cría de shek, que los observaba, siseó al ver a Jack bajo su otra forma, y se ocultó tras una roca, sin dejar de mirar al dragón, con los ojos cargados de odio.
Victoria se interpuso entre Jack y Christian. No llevaba el báculo, no blandía ningún arma. Sólo su cuerpo entre las garras y el aliento del dragón, y el gélido filo de Haiass. Pero no titubeó ni un solo momento, ni bajó la mirada, ni le tembló la voz cuando dijo:
—Si os matáis el uno al otro, me mataréis a mí también.
Christian la miró un momento y, con un soberano esfuerzo de voluntad, envainó de nuevo su espada. Jack emitió algo parecido a un gruñido y volvió a transformarse. Respiró hondo varias veces, para calmarse, pero en sus ojos todavía llameaba el fuego del dragón.
—¿Y bien? —preguntó entonces Victoria, volviéndose hacia Christian—. ¿Por qué nos has hecho cruzar el río? ¿A qué viene este cambio de ruta?
—Yo no he cambiado la ruta —repuso el shek—. Desde el principio he tenido la intención de llevaros hasta la Torre de Drackwen, y eso es exactamente lo que estoy haciendo.
—¡Para entregarnos a Ashran! —acusó Jack.
—Para enfrentarnos a él —corrigió Christian—. Vais a hacerlo tarde o temprano, así que, cuanto antes, mejor. Vuestro amigo Alexander ha iniciado una rebelión en el norte, y con un poco de suerte los sheks todavía os buscarán en el sur. Es el mejor momento para atacar a Ashran.
—Tan pronto… —murmuró Victoria.
Christian la miró.
—Hemos de hacerlo antes de que sea demasiado tarde, Victoria. Mi padre espera de mí que mate al dragón; por eso me devolvió a Haiass, por eso se encargó de resucitar mi parte shek. Y si esto continúa así, terminaré haciéndolo…
—¿De verdad crees que ganarías en una pelea contra mí? —replicó Jack, ceñudo; pero Christian no le hizo caso.
—… así que lo mejor es acabar con esto cuanto antes. Matar a Ashran antes de que nos matemos los unos a los otros.
Victoria se estremeció. Jack iba a replicar, pero se detuvo un momento, consciente de pronto de las palabras de Christian.
—¿Estás hablando de matar a tu propio padre? ¿Harías eso de verdad?
Christian se volvió hacia él.
—La otra salida que tengo, y es muy tentadora, créeme, es matarte a ti y acabar con esa condenada profecía. Entonces Victoria estaría a salvo. Los sheks no tienen nada contra ella, y mi padre tampoco.
»Pero si te mato, dragón… una parte de Victoria morirá contigo. Y, lo creas o no, me importa de verdad lo que ella siente. Ésa es la única razón por la que sigues vivo todavía.
Jack abrió la boca para replicar, pero no le salieron las palabras.
—¿Te importan a ti sus sentimientos, te importa ella, más que tu odio hacia mí? —prosiguió el shek—. ¿O es que resulta que ese amor que dices que sientes no es más que un cúmulo de palabras sin sentido?
Jack le dio la espalda, malhumorado. Christian recogió al pequeño shek, se lo cargó a los hombros y se puso en marcha de nuevo. Al pasar junto a Jack, éste oyó su voz en su mente:
«No, no la estoy enviando a la muerte. Te juro que matare y moriré para protegerla, y si Victoria ha de morir, yo moriré con ella».
Jack no dijo nada. La cría de shek le lanzó un furioso siseo, enseñándole los colmillos, cuando Christian pasó junto a él, pero el muchacho no reaccionó hasta que Victoria llegó a su lado y le cogió de la mano.
—Yo estoy preparada —dijo ella con suavidad—. ¿Y tú?
El chico la miró a los ojos, y Victoria no leyó en ellos el miedo a la muerte. No; lo que abrumaba a Jack, lo que le hacía dudar, era un profundo pánico a perderla. Y la joven se dio cuenta de que ella sentía exactamente lo mismo, el mismo miedo que había tenido en el desierto, cuando Christian había estado a punto de llevársela consigo, dejando atrás a Jack. Sintió que una cálida emoción la inundaba por dentro al darse cuenta, una vez más, de lo mucho que la querían los dos.
Jack se sobrepuso y le devolvió una afectuosa sonrisa, y por un momento pareció el Jack de siempre, el muchacho cariñoso y agradable que era cuando no lo nublaba su odio hacia el shek.
Los tres prosiguieron, pues, su viaje, aunque en esta ocasión ya no marchaban hacia el norte, sino hacia el oeste.
«Vienen hacia aquí», dijo Zeshak, entornando los ojos.
—Bien —respondió Ashran, sin alterarse.
«No era eso lo que esperábamos», objetó la serpiente.
—Subestimas a Kirtash. Es listo, sabe que no le queda mucho tiempo. Por muy obstinado que sea, por mucho que le importe esa muchacha, no tardará en sucumbir a su instinto. Lo sabe perfectamente.
«Si fuera un verdadero shek habría matado a ese dragón hace mucho tiempo», opinó Zeshak con desprecio.
—Sin duda. Pero una parte de él sigue siendo un shek. Aún les queda un largo viaje hasta la Torre de Drackwen. ¿Cuánto tiempo crees que podrá resistir?
Les perdieron la pista en Vaisel.
Aquélla era la ciudad más importante de Celestia, después de Rhyrr, la capital. Shail, Zaisei y Kimara, que los había acompañado en su viaje hacia el norte, esperaban obtener allí noticias de Jack y de Victoria. Días antes, en un pequeño pueblo junto al río Yul, un celeste les había dicho que había alojado a la pareja en su casa una noche de tormenta. Sólo que no eran dos, sino tres.
—Christian va con ellos —dijo Shail, inquieto.
Por un lado se alegraba, ya que el joven shek era un aliado valioso, y si luchaba a su lado tendrían más posibilidades de salir con vida. Pero, por otra parte, sabía que Jack era ya un dragón. Y Christian, si no se equivocaba, había abandonado la Resistencia para volver a ser un shek.
El celeste les dijo que los tres chicos iban hacia el norte, hacia Vaisel; pero ellos llevaban ya un par de días en la ciudad, y nadie parecía haber visto allí a ninguno de los tres. Esto desconcertaba a Shail; si viajaban hacia Nandelt siguiendo el río Yul, a la fuerza debían haber pasado por Vaisel. Aquella noche, en la posada, examinando un mapa del continente y señalando con el dedo la ruta que habían seguido, Shail comprendió que, si no iban a Nandelt, sólo quedaba una posibilidad.
—La Torre de Drackwen —murmuró, horrorizado—. Han cruzado el río y van al encuentro del Nigromante.
Trató de levantarse, olvidando por un momento su incapacidad, y cayó al suelo con estrépito, haciéndose daño en el codo. Zaisei lo ayudó a incorporarse y, por una vez, él no la rechazó con dureza.
—Tenemos que alcanzarlos antes de que sea demasiado tarde. No es así como debe suceder, no pueden atacar la torre ellos solos.
—Puede ser que ese shek los lleve directos a una trampa —dijo Kimara, frunciendo el ceño.
—Se dejaría matar antes que entregar a Victoria.
—A Victoria, tal vez no. Pero ¿qué hay de Jack?
Shail no quería esperar un minuto más, de modo que abandonaron la posada aquella misma noche. Y a pesar de que sabían que era más seguro viajar por tierra, Shail pidió a la sacerdotisa que llamara a las aves doradas.
No había nidos de pájaros haai cerca de la ciudad, pero no importaba. Las aves podían oír cuándo alguien las llamaba, por muy lejos que estuviera.
Cuando dos magníficos pájaros dorados se posaron en tierra, junto a los viajeros, Shail se volvió hacia Kimara.
—¿No vienes con nosotros?
La semiyan vaciló. La idea de volver a ver a Jack le resultaba tentadora, pero no olvidaba las últimas palabras que él le había dirigido y supo que no podía fallarle.
—No; seguiré mi camino, rumbo a Nandelt. He de entregar un mensaje.
Shail comprendió. Asintió, pero no dijo nada más.
Kimara se quedó mirando un momento cómo las dos doradas se alejaban hacia el horizonte, dando la espalda a la aurora, y envió un beso tras ellas.
—Para ti, Jack —murmuró—. Recuerda tu promesa: recuerda que me dijiste que volverías vivo.
Los sueños siguieron repitiéndose cada noche.
Todas las mañanas, Christian se despertaba con una sola idea en la cabeza: matar a Jack. Cada día era un poco más difícil resistir aquel impulso.
Tenía un modo de hacerlo, sin embargo. Lo primero que hacía al despertarse era volver la cabeza para mirar a Victoria.
La encontraba, siempre, dormida en brazos de Jack. Desde aquella noche en que Christian les había dicho que no debían reprimir sus sentimientos, ellos dos estaban siempre muy juntos, como si aquellos días de distanciamiento hubieran sido insoportables para ambos y ahora quisieran recuperar el tiempo perdido.
A Christian no lo molestaba. Los celos nacen de las dudas, de la inseguridad, y Christian, que leía con tanta claridad los pensamientos de los demás, era incapaz de sentirse celoso. Porque no tenía más que mirar a los ojos de Victoria para saber con absoluta certeza lo que ella sentía por él, para ver en su mirada un amor tan intenso como inquebrantable. Y con eso le bastaba.
Además, también ellos dos tenían sus momentos íntimos. Jack lo sabía, pero no decía nada cuando ambos se adelantaban para reconocer el terreno, o cuando iban juntos a buscar agua al río. Sabía de sobra que Christian y Victoria aprovechaban para compartir besos, alguna caricia, y aquello lo enervaba pero, a su vez, calmaba el odio en su interior. Porque en aquellos momentos veía a Christian más humano que shek, sólo un joven enamorado de una chica, igual que él. Y aunque de buena gana se habría desahogado a golpes con él, no encontraba motivos para matarle. Desde su conversación con Victoria, además, había dejado de preocuparse por los sentimientos que ella profesaba al shek, para plantearse qué sentía él mismo en realidad. Victoria ya le había dejado claro que los amaba a los dos, y seguiría haciéndolo, pasara lo que pasase. Ahora él debía decidir si aceptaba o no aquella situación. Si se conformaba con compartirla con Christian o, por el contrario, prefería renunciar a sus sentimientos por ella y esperar a encontrar otra mujer a quien no tuviera que compartir con nadie. Y pensaba en Kimara, y se dio cuenta entonces de que también él tendría que elegir.
Sin embargo, las cosas no habían cambiado desde aquella noche, en Hadikah, en que Jack había rechazado a la semiyan.
No, no habían cambiado. Le gustaba Kimara. Pero no la amaba.
Y a Victoria, sí.
Era muy confuso y complicado, así que por el momento decidió aplazar su elección y simplemente disfrutar de los instantes que pasaba con Victoria, y hacer como que no sucedía nada cuando ella desaparecía con Christian. Jack intentaba mirarlo por el lado bueno: ella seguía durmiendo a su lado todas las noches. Seguía dedicándole más tiempo a él que al shek, así que, en principio, salía ganando…
Christian, por su parte, se obligaba a sí mismo a mirar a Jack y Victoria cuando estaban así, dormidos, el uno en brazos del otro. No sólo para mantener viva su parte humana. También porque aquella imagen le ayudaba a recordar lo duro que había sido para él salvar a Jack en el desierto, y, sobre todo, la razón por la que lo había hecho: porque, según se alejaba, con Victoria a cuestas, había sentido el intenso dolor de ella, había sabido que si la apartaba de Jack, algo en su interior moriría sin remedio.
Y evocaba, una vez más, la mirada de los ojos de Victoria cuando le había suplicado que la dejase con Jack. No debía olvidar nunca lo que había visto en aquellos ojos, no debía olvidar que, si Jack moría, Victoria acabaría por morir con él.
No debía olvidarlo, porque, en el momento en que lo hiciera, mataría a aquel dragón… igual que en sus sueños.
Le intrigaba que el deseo de acabar con su enemigo lo obsesionara hasta el punto de soñar con lo mismo todas las noches. A1 principio había pensado que se debía al hecho de que los dos habían vuelto a encontrarse y pasaban todo el día juntos. Pero Jack no parecía tener sueños similares, y Christian empezó a preguntarse si su odio se manifestaba de forma diferente… o había algo extraño en todo aquello.
Pronto divisaron en el horizonte la cordillera conocida como los Picos de Fuego.
Era un espectáculo sobrecogedor, porque se trataba de toda una larga cadena de volcanes que partían el horizonte con sus conos truncados. Algunos aún estaban en activo, y lanzaban volutas de humo al cielo anaranjado.
En cuanto vio las montañas, Jack se quedó mirándolas, con una extraña expresión en el rostro.
—¿Qué es? —preguntó Victoria, inquieta—. ¿Qué tienes?
—Drackwen —dijo Christian—. Los Picos de Fuego. Dicen las leyendas que aquí se vio al primer dragón, en tiempos remotos.
—Lo sabía —respondió Jack al punto—. Bueno, no lo sabía —rectificó—. Lo intuía.
—¿Vamos a tener que cruzar esas montañas? —preguntó Victoria.
—Podemos rodearlas, pero me parece más seguro atravesarlas. Dentro de cada uno de esos volcanes hay una caldera, por no hablar de la sima que recorre la cordillera de norte a sur, y por cuyo fondo corre un río de lava. Demasiado fuego para los sheks. Nunca vienen por aquí.
—¿Y no hará demasiado calor para nosotros? —inquirió Jack—. ¿Y el aire? ¿Es respirable?
—Victoria puede protegernos con la magia del báculo.
Ella asintió con la cabeza.
Aún tardaron dos días más en alcanzar la falda de la cordillera. Christian los guió a través de un estrecho paso entre dos volcanes. Les explicó que la enorme sima que partía en dos la cordillera comenzaba un poco más al norte, de forma que no tendrían que atravesarla.
Pero de todas formas, hacía calor, mucho calor. Christian avanzaba el primero, con Haiass desenvainada, y se esforzaba por transmitirle todo su poder a la espada, para que enfriara el ambiente en torno a ellos. La cría de shek estaba siempre con él, lo más cerca posible de la espada, y parecía claro que no lo estaba pasando bien. Pero había preferido seguir junto a Christian en lugar de abandonarlo al pie de las montañas, como él le había sugerido mentalmente. Tanto él como Victoria estaban aguantando el trayecto bastante bien.
Sin embargo, Jack se sentía cada vez más inquieto.
—Tengo una extraña sensación —dijo en un par de ocasiones—. Es como si estuviera rodeado de sheks por todas partes.
—Aquí sólo estamos nosotros dos —repuso Christian con calma, refiriéndose a él y a la pequeña serpiente que había «adoptado».
—No, es mucho más que eso —insistió Jack—. ¿No lo notas?
Christian sacudió la cabeza.
—Sí, un poco, pero no le des importancia. Es el calor, que nubla nuestros sentidos. Si te concentras te darás cuenta de que no hay serpientes aquí.
—No, es verdad —concedió Jack.
Pero, según fueron pasando las horas, se volvió cada vez más arisco y agresivo. Christian percibía su odio, sentía que crecía en su interior, como lo haría la lava de un volcán a punto de entrar en erupción. Y sintió, no sin inquietud, que algo en él estaba deseando que el dragón lo provocara para iniciar una pelea a muerte con el más mínimo pretexto. «Es el calor», se dijo a sí mismo. Pero era verdad que se percibía algo extraño en el ambiente, algo que le recordaba a su gente, a los otros sheks. No era eso lo que le inducía a atacar a Jack, sin embargo; era su instinto, todas aquellas veces que lo había matado en sueños, todas las veces que había disfrutado con ello.
Se les hizo de noche, pero no se detuvieron porque la cordillera no les pareció un buen lugar para pernoctar. De modo que continuaron caminando, toda la noche, y al amanecer habían salido ya de las montañas.
Se sentaron a descansar. Jack se dejó caer sobre el suelo agrietado, pero respiraba entrecortadamente, y sus ojos seguían fijos en la cordillera. Victoria detectó, inquieta, que de nuevo ardía en su mirada el fuego del dragón.
—Jack, ¿estás bien? —le preguntó, con suavidad, pero él la apartó bruscamente de sí.
—No, no estoy bien —replicó de malos modos—. ¡Maldita sea! ¿Es que no sentís las serpientes? ¡Están en todas partes, o han estado aquí, o se acercan…!
Christian entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia las montañas. Ahora que el calor no era tan intenso, percibió que, en efecto, Jack tenía razón: había algo de la esencia shek en el ambiente, y parecía que era más acentuado un poco más al norte, donde comenzaba la sima de lava.
Pero eso no tenía sentido. Estaba convencido de que los sheks jamás se acercarían tanto a un lugar lleno de fuego. Y sin embargo, su instinto le decía…
—Es absurdo —declaró, sacudiendo la cabeza—. Hace demasiado calor para un shek.
Jack lo miró, irritado. Incluso Victoria notó cómo el fuego del dragón se hacía cada vez más intenso en su interior.
—¡Tú estás aquí! ¡Y esa repugnante serpiente en miniatura! ¿Me vas a negar que no hueles a los otros sheks? ¿O es que me tomas por idiota?
Christian le dirigió una mirada gélida.
—Siento esa presencia —admitió.
Pero… Jack no lo dejó terminar.
—¡Lo sabía! —gritó, furioso—. ¡Maldita serpiente! ¡Entonces lo reconoces! ¡Nos has traído hasta una trampa!
Desenvainó a Domivat, que relució con una violenta llamarada.
—Estúpido —siseó Christian, con helada cólera.
También él extrajo a Haiass de su vaina. Jack se lanzó contra él, con un grito. Las dos espadas chocaron, y el aire se estremeció.
Fue Christian quien contraatacó primero. Jack acudió a su encuentro.
Pero una vara tan luminosa como el alba se interpuso entre ambos. Se produjo un intenso chispazo cuando los filos de las dos espadas toparon con el Báculo de Ayshel. Los dos chicos retrocedieron sólo un poco.
—¿Os habéis vuelto locos? —estalló Victoria—. ¡Guardad eso inmediatamente! ¡No tenemos tiempo para…!
Jack no la escuchó. La furia del dragón latía en sus sienes, el instinto asesino dominaba sus actos y lo empujaba hacia el shek. Para él no existía nada más en aquel momento.
Ni siquiera Victoria. La apartó de su camino, sin ceremonias, para volver a embestir a Christian. El shek respondió a su estocada con siniestra determinación.
—¡¡Basta!! —gritó Victoria.
Se interpuso entre los dos; sabía que se jugaba la vida, pero no le importó. Jack apartó el báculo con la espada, impaciente, dejando escapar un rugido de furia. Pero Victoria seguía allí, entre ambos, serena y segura de sí misma. Jack entrecerró los ojos, retrocedió unos pasos y arrojó la espada a un lado. Victoria respiró hondo…
… Pero su alivio duró poco. Porque los ojos de Jack seguían sin verla, seguían sin ver otra cosa que el shek al que debía matar. El muchacho rugió de nuevo, y su poder se desató de pronto, transformándolo en dragón. Echó la cabeza atrás para lanzar un poderoso rugido, extendió las alas, batió la cola contra el suelo y se lanzó sobre Christian, saltando por encima de Victoria, con las garras por delante.
—¡¡JACK!! —gritó Victoria—. ¡Jack, NO!
Christian tampoco lo dudó un solo momento, y llevó a cabo su propia metamorfosis, con oscuro placer. No se acordó de Victoria, no pensó en nada más que en matar al dragón cuando arremetió contra él, con un siseo amenazador, los colmillos destilando su mortífero veneno.
Victoria gritó, corrió hacia ellos, les suplicó que pararan, pero las dos formidables criaturas no la escucharon. Era demasiado pequeña, demasiado insignificante, comparada con el odio ancestral que los devoraba por dentro. Una parte de Christian sabía que había sucumbido a los planes de su padre, pero en aquel momento no le importaba.
El dragón alzó el vuelo, y la serpiente lo siguió. Se encontraron en el aire. El dragón trató de atraparlo entre sus garras, pero el sinuoso cuerpo del shek era demasiado escurridizo, y no lo consiguió. Kirtash se revolvió e hincó los colmillos en el cuerpo dorado de Yandrak; éste rugió, furioso, y le lanzó una bocanada de fuego. La serpiente chilló cuando, a pesar de su intento por esquivarla, la llamarada le alcanzó en un ala. Yandrak trató de morder a Kirtash, que voló en torno a él, rodeándolo, Cuando el dragón quiso darse cuenta, la serpiente lo asfixiaba entre sus anillos.
Yandrak perdió el equilibrio. Kirtash batió las alas, pero no podía sostener el peso de ambos.
Los dos cayeron al suelo, sus cuerpos enredados, mordiéndose, destrozándose al uno al otro, con siniestro placer, como si hubieran nacido para aquel enfrentamiento y su vida no tuviera ningún sentido sin él.
Victoria creía estar en medio de una pesadilla. Seguía llamándolos por sus nombres, tratando de hacerse escuchar. Pero los bramidos del dragón y los silbidos de la serpiente ahogaban su voz. Victoria no se dio cuenta, pero estaba llorando. Ver en aquella situación a los dos seres que más amaba en el mundo le destrozaba el corazón.
Yandrak se desasió del agobiante abrazo de la serpiente y levantó el vuelo de nuevo. Y Kirtash fue tras él.
Victoria supo que no podría alcanzarlos. Ahora sobrevolaban los volcanes, persiguiéndose el uno al otro, atacándose, hiriéndose… matándose.
—¡Victoria! ¡Vic!
Entre un velo de lágrimas, Victoria vio dos formas doradas que descendían hacia ella desde el cielo anaranjado. Apenas les prestó atención. Su corazón, todo su ser, estaba pendiente de la pelea que mantenían Yandrak y Kirtash, el dragón y la serpiente, sobre los Picos de Fuego.
Por eso apenas se percató de que los dos pájaros haai aterrizaban junto a ella. Apenas fue consciente de la voz de Shail, que le decía:
—¡Vic! Gracias a los dioses que estás bien. ¿Qué ha pasado? —Victoria volvió a la realidad.
—¡Se van a matar, Shail, se van a matar! ¡Tenemos que detenerlos!
—¡Sube a uno de los pájaros, vamos!
Zaisei desmontó para cederle su lugar, y Victoria trepó al lomo del ave de un salto, agradecida.
Pronto, los dos sobrevolaban los Picos de Fuego, el extremo del báculo de Victoria encendido como una estrella, en dirección a las dos criaturas que, ajenas a todo, seguían tratando de matarse mutuamente.
A sus pies, la sima serpenteaba como una culebra de fuego; era un espectáculo sobrecogedor, pero Victoria apenas se percató de su existencia. Sólo tenía ojos para los dos seres que, momentos antes, habían sido Jack y Christian.
Kirtash logró, por fin, hincar sus colmillos en el cuello del dragón, que lanzó un bramido de dolor. Sintió entonces una lejana llamada.
Ah, Haiass, pensó.
Se separó del dragón y allí mismo, sobre el abismo de lava que se abría a lo lejos, a sus pies, se transformó en humano de nuevo.
La espada se materializó en su mano en cuanto la llamó. Con una sonrisa de satisfacción, Kirtash la hundió en el pecho del dragón, que dejó escapar un rugido de sorpresa y de dolor.
Brotó sangre. Roja, brillante, que envolvió el filo de Haiass. La espada de hielo bebió, ávida.
Kirtash la extrajo del cuerpo del dragón…
… que ahora era el cuerpo de un sorprendido muchacho de quince años…
Kirtash vio cómo Jack, herido de muerte, se precipitaba a la sima, cómo caía, con un pesado chapoteo, al río de lava, que sepultó su cuerpo en su abismo de fuego.
Oyó el grito de infinito dolor de Victoria, y sólo entonces fue consciente de lo que había hecho.
Todo había sucedido muy rápido; la transformación, el golpe de gracia… pero el poder de Christian sólo podría mantenerlo unos segundos en el aire bajo forma humana, de modo que, cuando empezó a caer, se transformó otra vez en shek.
Una sola idea martilleaba en su cabeza.
«He matado al dragón. He matado al último dragón que quedaba en el mundo».
En el fondo de su mente oía las voces de todos los sheks del mundo, que celebraban, ahora sí, la extinción de todos los dragones.
«Por fin», dijo Zeshak.
Ashran sonrió, satisfecho.
—Hemos derrotado a la profecía. Hemos vencido a los dioses, amigo mío.
El rey de las serpientes respondió con una media sonrisa de triunfo.
Christian aterrizó, todavía aturdido, y se metamorfoseó de nuevo en humano. Haiass había caído al suelo, cerca de él. La recogió. Su filo había recuperado aquel suave resplandor blanco-azulado, que ahora no vacilaba, sino que se había vuelto más firme y seguro que nunca. Cerró los ojos. A pesar de estar herido de gravedad, se sentía poderoso, muy poderoso. Jamás se había sentido así, y disfrutó de su triunfo.
Pero entonces percibió que alguien lo miraba. Y era una mirada tan intensa que Christian la notó con tanta claridad como si le quemara en la nuca. Abrió los ojos y se volvió.
Era Victoria.
Pocas cosas podían impresionar a Christian, pero el rostro de Victoria en aquel momento, sus ojos, le estremecieron el alma.
La muchacha había bajado del pájaro dorado, tambaleándose, y ahora estaba de rodillas sobre el suelo, incapaz de ponerse en pie. Se había llevado las manos al pecho, como si le costara respirar… o como si le hubieran arrancado el corazón. Su rostro mostraba una grotesca mezcla del sufrimiento más profundo con el más patente desconcierto, como si no acabara de creerse lo que había sucedido.
Jack había muerto, lo sabía. Estaba tan unida a él que sabía cuándo estaba bien y cuándo estaba en peligro, cuándo se sentía feliz y cuándo, simplemente, había dejado de existir en el mundo. Lo sabía sin necesidad de anillos mágicos que la vincularan a él.
Y Jack ya no estaba. Se había ido. Para siempre.
Christian fue entonces consciente de que si la hubiera matado, si la hubiera torturado hasta la muerte, no le habría hecho más daño del que acababa de hacerle ahora. Se odió a sí mismo por no haber podido controlar su instinto, se le rompió el corazón, quiso correr junto a ella y abrazarla, y pedirle perdón, y hacer lo que fuera para compensarla, para borrar aquel dolor tan profundo de su mirada, que estremecía hasta la última fibra de su ser.
Pero no había nada, absolutamente nada, que pudiera hacer para arreglar aquello.
La había perdido para siempre, igual que ella había perdido a Jack.
Sintió un siseo cerca de él, y se volvió. Allí estaba la cría de shek. Parecía contenta y satisfecha, y lo miraba con una expresión taimada que lo sorprendió en una serpiente tan joven. Entonces, de pronto, se dio cuenta de a quién le recordaba aquella mirada, quién le había estado hablando en sueños todo aquel tiempo a través de aquella criatura.
—Zeshak —murmuró.
Sin una palabra más, sin una sola vacilación, descargó su espada sobre el pequeño shek, que se encogió sobre sí mismo con un siseo aterrorizado. Pero la punta de Haiass se clavó en el suelo, cerca de él, congelando la tierra de alrededor bajo una fría capa de escarcha que era un reflejo de la ira y la impotencia que sentía su propietario.
«Vete —dijo el joven solamente—. Vete, antes de que te mate por atreverte a manipularme».
Sabía que había sido Zeshak quien le había hablado en sueños a través de la mente de aquella cría, que no tenía la culpa de lo que había sucedido. Pero no pudo evitarlo.
La pequeña serpiente entornó los ojos y se alejó de él, reptando a toda velocidad. Pronto la vieron desaparecer entre las rocas.
Victoria contempló la huida de la cría (le shek sin que variara lo más mínimo la expresión de su rostro. Estaba ida, incapaz de moverse, de hablar, (le reaccionar. Christian la miró. Había dolor en los ojos de él, un dolor profundo, pero Victoria no lo notó. Le devolvió una mirada ausente.
Christian comprendió, en aquel preciso instante, que matando a Jack la había matado a ella también. Cerró los ojos, pero no pudo evitar que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas.
No era capaz de recordar la última vez que había llorado. Le resultó una sensación muy extraña, pero no alivió su dolor.
Había matado al último dragón. Estaba feliz, contento, satisfecho. Los sheks lo aceptarían de nuevo entre ellos, regresaría junto a su padre, había, de nuevo, un lugar en el mundo para él.
Pero había perdido a Victoria. Habría soportado perderla de cualquier otra manera; que ella desapareciera para siempre con Jack, por ejemplo, o incluso su muerte, no habrían sido tan horribles como lo que le había pasado ahora a la muchacha.
Victoria estaba viva, pero por dentro estaba muerta. No sobreviviría a la pérdida de Jack. Christian sabía que ni siquiera él podría llenar aquel vacío, y mucho menos después de haber sido el causante de su dolor.
La chica se levantó entonces, y Christian la miró, sorprendido. Dio un paso hacia ella, pero no avanzó más. No se atrevió.
A trompicones, como si no fuera más que una marioneta movida por hilos invisibles, Victoria avanzó hasta el lugar donde había quedado, abandonada, Domivat, la espada de fuego. La cogió.
No se quemó.
Porque la espada se había apagado, estaba muerta, igual que su propietario. Victoria se quedó contemplándola, con la mirada perdida, sin verla realmente.
Seguía sin hacerse a la idea. Simplemente, no podía. Entonces, la muchacha alzó de nuevo la cabeza para mirar a Christian. El joven vio el inmenso vacío de sus ojos, el dolor, el desconcierto. «No comprendo», parecía decir su mirada.
—Criatura —susurró él—. Lo siento. Te juro que lo siento… muchísimo. No quería hacerte daño, créeme. Nunca quise hacerte daño.
Victoria no lo oyó. Estaba demasiado lejos.
Christian dio media vuelta y se alejó, caminando con el paso sereno que le caracterizaba, con Haiass brillando en su mano derecha, en dirección a la Torre de Drackwen. Victoria lo vio marchar, sin comprender todavía lo que estaba sucediendo.
Y entonces perdió el sentido.
Y cayó al suelo, con suavidad, como una hoja de árbol, las manos todavía aferrando la empuñadura de Domivat.
Shail no pudo más y echó a correr hacia ella. Hasta aquel momento no se había atrevido a interrumpir aquel momento tan importante, el intercambio de miradas entre Victoria y Christian, el asesino de Jack. Algo había estremecido el ambiente cuando aquellos dos jóvenes, seres extraordinarios, criaturas sobrehumanas, se habían mirado a los ojos.
La muleta del mago tropezó en un hoyo del suelo, y él cayó cuan largo era, haciéndose daño. Zaisei acudió a su lado para ayudarle.
Llegaron junto a Victoria. La joven seguía desmayada en el suelo, pálida.
—Oh, Vic —suspiró Shail, con los ojos llenos de lágrimas.
La estrella de su frente brillaba con suavidad, transmitiendo, de alguna misteriosa manera, un dolor tan intenso que Zaisei se llevó las manos al corazón y ahogó un sollozo.