Capítulo 10

HORAS DE DOLOROSA INQUIETUD Y PELIGRO

El señor Medina estaba ya en casa cuando sus hijos entraron con aire de culpables, tras despedirse de la pandilla.

Ni Julio era partidario de retrasar lo ineludible, ni la situación lo permitía.

—Oscar, déjame; yo hablaré con papá.

Encontró al diplomático sentado tras su mesa de despacho con la frente apoyada en una mano. Pero levantó la cabeza al sentir los pasos de su hijo.

—Papá, creo que… te han telefoneado del colegio.

El hombre afirmó y Julio sintió la penosa impresión de descubrir en su rostro una expresión que no le había conocido: era la de quien ve desaparecer en un instante todo lo que ha creado con esfuerzo a lo largo de años. Pero, además, observó sobre la mesa la prensa del día. Sin duda había resultado muy dolorosa para su padre.

El señor Medina mostró un pliego escrito y con su firma:

—¿Sabes qué es esto? Mi dimisión. Voy a enviarla ahora mismo.

—Pero papá… no puedes hacer eso.

—Lo que no puedo es aferrarme a mi cargo para que me apeen de él por la fuerza. No tengo otra salida. De hoy en adelante no podré sostener la mirada de mis amigos ni de todos aquellos que han creído en mí. ¡Mi hijo, un delincuente! ¡Vivir para esto!

El pobre Julio apenas podía dominar una cólera dolorosa, a pesar de su fama de inalterable, y permanecía con los puños apretados y las uñas hincadas en las palmas de las manos. Pensó con envidia en Héctor y las chicas, cuyas familias mantenían su fe en ellos. Por fin, librándose con esfuerzo del nudo que tenía en la garganta, pudo articular.

—Lo que realmente me duele no es lo que se dice ahí —señaló los ejemplares de la prensa—, ni lo que crea el director del colegio, mis compañeros y quien sea, sino que tú lo aceptes sin más.

El diplomático saltó de su sillón y fue a poner las manos en los hombros de su hijo. Eran iguales de estatura y durante unos momentos se miraron fijamente.

—¿No ves que quiero mantener mi fe en ti? Pero todas esas pruebas me anonadan.

—Esas pruebas existen también para Héctor y las chicas, pero ellos no se encuentran en mi situación.

El señor Medina fue hacia la ventana y dijo:

—Dejemos esta conversación, por el momento. Hay que solucionar la cuestión de tus estudios y los de Oscar. Tú, especialmente, no puedes perder el curso. Haré gestiones para encontrar unos buenos profesores que vengan a casa. Y… quizá debiera contratar a algún buen detective, aunque estoy seguro de que la Policía proseguirá las averiguaciones…

—Pero tú temes a esas averiguaciones, ¿no es así?

Se hizo el silencio. Julio decidió marcharse. Junto a la puerta, preguntó:

—¿Has tenido noticias de tía Susy?

—No. He telegrafiado a varios de nuestros amigos en el extranjero, hasta el momento sin resultado.

• • • • •

En casa de Raúl las cosas no iban mejor, sino quizá agravadas por la amenaza de una sanción económica que el señor Alonso no sabía cómo podría resolver. Las relaciones entre padre e hijo se habían hecho tirantes, insostenibles. La circunstancia de que hubiera salido de noche, sin permiso y conduciendo una moto prohibida, dejaban a Raúl en la situación de delincuente declarado dentro de la familia. La cantinela de su padre repitiendo por la casa al borde de la desesperación, «No sé cómo saldremos de esto, no lo sé…», tenía al excelente muchacho al borde de un ataque de nervios.

El pobre chico estaba muy pesimista. No tenía fe en que la Policía descubriera la verdad y no porque fuera incompetente, sino porque, teniendo en su poder pruebas tan aplastantes contra ellos, no iban a molestarse en buscar otras.

A Héctor no se le hizo ningún reproche. Por el contrario, aquel cirujano de espíritu tan delicado, como sus manos, le demostró con todos los medios a su alcance lo mucho que lamentaba la adversa suerte de verse enredado sin culpa en el desdichado caso de «Los Destructores». No se le prohibió salir ni entrar y sí le dejó en completa libertad para actuar de acuerdo con su conciencia. Únicamente, la señora le advirtió:

—Ten mucho cuidado, hijo. Esto ha venido a demostrarnos que no todo el mundo es como debiera y temo por ti.

Las chicas no habían tenido problemas con sus madres, pero era indudable que las madres estaban aterradas. Cuando esperaban con angustia el resultado del juicio, la publicidad de los periódicos y el que hubieran sido expulsadas del colegio, había sido un golpe demasiado duro. Y luego, estaba el comandante. Era un hombre excelente, pero en cuestiones de honor no transigía y su nombre iba a verse envuelto en el escándalo.

¿Y si la prensa había llegado a los picos de Gredos?

De todas formas, Sara cumplió lo prometido a sus compañeros y supo maniobrar con arte, aunque convencer a su madre de rodearse de gente era lo más fácil del mundo. Así, Sarabel telefoneó al diplomático para rogarle que fuera por su casa, porque deseaba consultarle sobre si debía avisar aquel mismo día al comandante. Y su presencia le haría bien a Lucy. ¡La pobre estaba tan decaída! De paso, podría llevar a sus muchachos. Ellos también debían estar necesitando un poco de distracción.

Sarabel telefoneó a casa de Raúl. Su padre se disculpó con palabras un tanto secas, pero no puso objeción alguna a que el señor Medina recogiera a su hijo, de paso hacia la casa del comandante.

¡Pensar que «Los Jaguares» nunca habían necesitado de componendas para ir y venir a su antojo…!

Julio se desesperaba, especialmente al considerar que ellos y únicamente ellos tenían que descubrir y entregar a la Policía a la banda de malhechores.

Por suerte, Sarabel les procuró un respiro yéndose con el señor Medina a la cercana casa de Lucy y dejando a los muchachos campar a sus anchas por el garaje.

—Aquí estamos como una pandilla de tontos —explotó Julio, dejándose caer sobre un neumático desinflado—. Creo que tenemos bastante por hacer y nos encontramos atados de pies y manos.

—¿Por hacer, qué? —preguntó Verónica—. Nuestra labor de espías ayer no dio el menor resultado y en cuanto a la vuestra…

—Nosotros no perdimos el tiempo —le recordó Julio—. Nuestras sospechas de que en el gimnasio se esconden los culpables resultaron acertadas. Tenemos que volver allí para desenmascarar a esos individuos, pero papá está de uñas y no creo que me dé su regia autorización.

—Pero como a mí nadie me prohíbe nada, puedo ir cuando quiera —le recordó el hijo del cirujano.

—Héctor da tanta confianza, es tan de fiar… —suspiró Verónica, mirándole embobada.

Y Sara:

—¡Ay, sí! Y tiene unas ideas tan estupendas…

Aquí la intervención de Oscar podía interpretarse como una defensa de la importancia familiar.

—¡Jo…! También Jul es de fiar a veces y también tiene ideas estupendas. Porque lo que ayer se le ocurrió en el gimnasio fue fenomenal.

—¿Es que peleó? —preguntó Sara, mirando con detenimiento un ojo que de morado empezaba a estar rodeado de amarillo.

—¡Hizo algo mejor! —expuso Oscar.

—Por eso he decidido —se interfirió Héctor— ir esta tarde al gimnasio a ver si identifico a esos truhanes.

—No puedes ir solo. Eran muchos y, las cosas como son, de lo mejorcito a la hora de zurrar —recordó Raúl.

Sara y Verónica, que no sabían mucho de las andanzas de sus amigos, estaban en ascuas. La primera, relacionando una cosa con otra, indagó:

—Oscar, ¿qué fue concretamente lo que hizo Julio?

—Llenar de quemaduras a los «zurradores», que llevaban máscaras de goma, con una astilla encendida. Por eso quieren volver al gimnasio y buscar caras y cuellos con señales de quemaduras.

—¡Eureka! —gritaron a un tiempo ellas.

Petra, con la cola en alto, escuchaba interesada.

—Siempre estáis hablando en cifras —se quejó Raúl.

—¡Resulta que ayer «SI» descubrimos algo importante!

Tan brillantes eran los ojos de Sara y tan grandilocuente su gesto de abrir los brazos, que Petra la aplaudió.

—Y pensar que no hicimos ni caso y ahora sabemos que fue todo un descubrimiento… —añadió Verónica.

—¡Jo, qué «repelenes» son las «chicas»! Siempre hablan a medias —se quejó Oscar, olvidando que tenía la exclusiva de ello.

Julio perdió la paciencia y amenazó con la manguera a las dos, si inmediatamente no se explicaban con claridad.

—Resulta —empezó Sara— que Vec se moría de miedo cuando subimos al último piso de aquella casa y se escondió en el cuartito de la máquina del ascensor.

—Niña, adelante, que eso ya es viejo —se impacientó Julio.

—Pero es que si no hacemos historia luego no comprendéis. Os contamos que a la casa llegó un visitante, pero que, al oír que subía el ascensor, yo me escondí junto a Vec. Bueno, pues el visitante llamó en la puerta y abrió no sabemos si la de las botas claras o la de los cacahuetes y así como asombrada le preguntó: «¿Qué te pasa en la cara?»…

—Sí, sí —la interrumpió Verónica—. El visitante, con mal genio fue y dijo: «¡Maldita sea…!» Pero como la puerta se cerró, ya no pudimos escuchar más. ¿Sería una quemadura?

—Una quemadura hecha con la astilla encendida de Julio —se aseguró Oscar.

Petra lo dio por hecho, saltando afirmativamente.

—Orden, «Jaguares» —intervino Héctor—. Es muy posible que sea así, pero tampoco tenemos la seguridad absoluta. Tomemos la cosa como una probabilidad que deberemos comprobar.

—¿La dirección? —preguntó Julio, garrapateando al escucharla, sobre su ya garrapateado papel.

Héctor se dispuso a salir.

—¿Dónde va éste? —preguntó Verónica.

—A comprobar lo que se esconde en aquel piso —respondió el muchacho.

Raúl corrió a su lado, dispuesto a tomar parte en la investigación, pero recordó que la autorización paterna no incluía más que la casa del comandante y acompañado del diplomático.

Guardando el papel, Julio dijo:

—De acuerdo: hay que comprobar esa casa, pero tomando precauciones.

—¿Me tomas por un cobarde? —preguntó Héctor.

—¡Tú no eres cobarde! —replicaron a una las chicas.

Tras murmurar algo sobre los héroes papanatas, el mayor de los costarricenses aseguró que aquello era una tontería.

—¿Tontería porque tú no eres capaz de hacerlo? —le gritó Sara.

—Pues, aparte de que mi padre no está para bromas, creo que se impone una cierta reflexión. Para empezar, ¿quién nos asegura que en este momento no vigilan la casa?

—¡Jo, qué teoría! —exclamó Oscar.

—«Los Destructores» conocen nuestras costumbres, tanto, por lo menos, como para habernos tendido una trampa. Varias trampas, ¿no es así, Raúl? —dijo, despacio, el costarricense.

Raúl llevaba la cabeza de uno a otro de los mayores como si estuviera contemplando un partido de tenis.

—Raúl, no te dejes subyugar —le advirtió Héctor.

—No si yo… como confianza, lo que se llama confianza, ya sabes que te la tengo a ti, pero es que Julio tiene una facilidad para acertar las catástrofes…

—No me hago responsable de acciones cometidas a lo loco. Ayer se nos esperaba en el gimnasio con todo un plan de ataque. Sabemos que esos tipos sabían de las correrías nocturnas de Raúl, puesto que vigilaban su casa. Pusieron diez mil pesetas en tu bolsillo, mastodonte, y te quitaron la carta de presentación que podía justificar tu presencia en aquel camino. Pero, además, meditan lo que van a hacer, como demuestra el hecho de que tomaron de la gasolinera la barra con que golpearon tu cabeza y volvieron a dejarla en su sitio, lo que viene a corroborar que, además de listos, audacia no les falta…

—¡Jul, qué «emo»! Me estás poniendo los pelos de punta —dijo su hermano.

Petra era todo ojos y oídos. Estaba en medio, dando saltitos entre los discutidores como si, realmente, estuviera enterándose del debate.

—Cierto que nosotros les ayudamos mucho, metiendo las narices en Comisaría. ¿Habéis reflexionado asimismo en que el domingo por la mañana ellos estaban al corriente de nuestros pasos, sabían que estábamos en la boca del lobo, o sea, con la Policía y, en cuanto Sarabel y Lucy salieron de aquí, ellos entraron y llenaron este garaje de pruebas contra nosotros? Forman un número respetable y vigilan nuestros movimientos…

Sara estaba con la boca abierta.

Verónica sentenció:

—Aunque sea así, no podrán con Héctor.

Raúl apuntó que podía acompañarle. A la hora prevista, estarían de regreso en su casa.

—Coloso, que estás muy visto —ironizó Julio—. No, no es ése el plan.

—Parece como si no quisieras arreglar las cosas —dijo Sara con el ceño fruncido.

—Quiero arreglarlas, pero bien. Esos son capaces de volvernos a involucrar en otra de las suyas y entonces ni cien fianzas nos librarían de un correccional.

Plantado ante él, Héctor la reprochó:

—Por lo que veo, tenemos que cruzarnos de brazos.

Julio, enfadado, se fue a un rincón del garaje y empezó a manosear una lata de clavos. Los otros murmuraban algo entre ellos, como si hubieran decidido dejarle fuera de combate, excepto Oscar, que estaba por las emociones fuertes, pero creía en su hermano como en un oráculo, aunque dijera lo contrario. En cuanto a Petra, captando la división de opiniones, se limitó a taparse la cara con la cola, sin formar en ningún bando.

Sara, de reojo, no perdía de vista el rincón del bote de clavos.

Por último, después de varias indecisiones, se le acercó.

—Héctor ha decidido ir a esa casa ahora mismo. Nos telefoneará dentro de un rato si tiene que seguir allí de vigilancia.

—¡Hale, hale, alentar al héroe! Conmigo no contéis —explotó el alto muchacho.

—No sé por qué te enfadas tanto. Nuestra situación es insostenible. Puede que quieras ser tú el héroe.

—¡Y un cuerno!

Demasiado tarde se avergonzó de la palabrota. Y Sara sintió pena, suponiendo de un modo vago que Julio estaba celoso. ¡Claro, Verónica era tan bonita y dulce…! Resultaban evidentes sus preferencias por Héctor.

—Yo creo que… no es momento de tonterías…

—Cuando se trata con tontos las tonterías son inevitables —rezongó el altísimo Julio, mirando los clavos con tanto afán como si fueran pepitas de oro.

—Chao, chicos, ya sabréis de mí —gritó Héctor desde la puerta.

En el mismo instante, Julio se levantó de un salto y corrió hacia él, hasta sujetarle por la ropa.

—¡Mamarracho! No vas a salir.

—¿Lo impedirás tú?

—¡Yo!

Héctor intentaba desasirse de aquellas manos y Julio le zarandeaba a placer. Fuera de sí, el primero le lanzó un puñetazo al mentón. De la calma sempiterna del otro no quedaba nada y respondió. Por suerte, Raúl intervino con su sensatez y su fuerza, hasta lograr separarlos.

—Ya no nos faltaba más que esto —se dolió Sara, mientras Verónica sollozaba, con algún descanso para insultar a Julio—. ¿Qué se ha hecho del «Uno para todos y todos para uno»?

—¡Jo, qué ensalada! —repetía Oscar. Y Petra le daba la razón.

Julio, recuperando la calma, se estiraba la ropa.

—Bien, pandilla, creo que queréis darme de baja de la «Orden» y yo ya no entro en lo de «todos para uno». ¿Puedo pedir una última gracia, ya que no volveré a molestaros más con mi presencia?

Raúl protestó:

—Julio, hombre, no seas así…

Sara, incisiva, saltó:

—Suéltala ya.

—Convenced a vuestro guapo muchacho de que nos deje a Raúl y a mí ir con él; o bien…

—¿Quéee…? —salió de varias bocas.

—Que Héctor se disfrace a base de bien. Puesto que tiene que despistar a los espías de esa casa, que vaya pensando en la caracterización.

La tensión se deshizo con las risas de Sara.

—¿Cómo no se nos había ocurrido? Julio, eres grande, y no lo digo sólo por la estatura. Puesto que mamá está haciendo las delicias del señor Medina, te convertiremos en comandante.

—¿Comandante?