Capítulo 3

CUANDO SE TIENE LA MALA OCURRENCIA DE VISITAR LA COMISARÍA…

Era domingo y, como no tenía que ir al colegio, Oscar deambulaba por la casa. De pronto vio el periódico de la mañana y decidió pasarlo bomba con la página de sucesos. Repentinamente lanzó un grito y a la carrera fue a la habitación de su hermano, que salía en aquel momento de la ducha, llevando el periódico en la mano. En esta ocasión Oscar no supo prescindir de sus frases rebuscadas:

—Jul, el cielo se ha desplomado aplastando a «Los Jaguares».

El mayor lo apartó con impaciencia.

—¿Quieres dejar de decir tonterías?

—No son tonterías. Y tú también vas a quedarte «anodanado».

—Supongo que querrás decir anonadado, pero no lo esperes.

—¿No! ¿Aunque veas la fotografía de Raúl en el periódico acusado de ser uno de esos «Destructores»?

Según la crónica, el encargado de una gasolinera asaltado la noche anterior, se había defendido del ataque de «Los Destructores» utilizando una barra de hierro con la que alcanzó en la cabeza a uno de los jóvenes motorizados que se estaban haciendo famosos por sus asaltos a establecimientos en la oscuridad de la noche. En el asalto, los jóvenes prendieron fuego a la gasolinera y sólo la serenidad de este encargado pudo evitar que el fuego se propagara a los tanques. Después de avisar a la policía y cuando más tarde se retiraba a descansar, fue a encontrar sin conocimiento a uno de los atacantes. Conducido a Comisaría, el joven se negaba a dar su identidad. En el bolsillo se le encontraron diez mil pesetas procedentes, sin la menor duda, del robo en la gasolinera.

El detenido se negaba a proporcionar los nombres de sus compinches.

Al terminar de leer, Julio corrió al teléfono y marcó el número de Héctor.

—¿Héctor? No te lo vas a creer…

Al otro lado del hilo, Héctor se adelantó a sus informes:

—Si se trata de lo de Raúl, acabo de ver el periódico. En este mismo instante salgo para Comisaría.

—Héctor, ¿qué hacía Raúl en las afueras de Madrid en una moto pasada la medianoche?

Se notó la sorpresa de Héctor. Pero se repuso pronto. Era la rectitud misma y cuando creía en alguien, mantenía en él su fe aunque el mundo se le pusiera en contra.

—Raúl tendrá la explicación de ello —zanjó con energía. Salgo para Comisaría.

Espérame. Estaré ahí en unos minutos.

Julio empezó a vestirse precipitadamente. Oscar quiso ir con él, pero en esta ocasión el mayor se negó tajantemente. Poco después, a toda la velocidad que el tráfico permitía, llegó al punto de cita con su amigo. Y ya, sin pérdida de tiempo, se dirigieron a Comisaría.

El agente de turno en la puerta les miró con desconfianza.

—Tenemos que hablar con un detenido.

El agente Carballo, que pasaba en aquel momento, se volvió en redondo. Era uno de los que la noche anterior condujera allí a Raúl.

—¿Te refieres por casualidad a uno de esos «destructores» de los que anoche asaltaron la gasolinera y anteanoche un estanco y la semana pasada una cafetería y poco antes una tienda de electrodomésticos?

Héctor cometió un error: el de impacientarse.

—¿Nada más? La persona a que me refiero ni es «destructor» ni ha asaltado a nadie.

Carballo estaba contemplando a los visitantes con mil sospechas en el cerebro. Algunas se reflejaban en su expresión. Si las cosas le resultaran… ¡con las ganas que tenía de un ascenso…!

—Esas tenemos ¿eh? Entonces sabrás el nombre de esa persona…

El pie de Julio cayó con fuerza sobre el de su compañero. El aviso podía traducirse por: «Si Raúl no ha querido dar su nombre, tú no eres quién para descubrirlo».

Héctor tradujo el mensaje sin error.

—Bueno, primero tendría que ver al detenido.

—¡Ya, ya…! Bien, podéis entrar.

Los llevó por un pasillo hasta uno de los despachos. Desde la puerta, el agente dijo:

—Inspector, aquí le traigo dos pájaros de cuenta y mucho me temo que este asunto de «Los Destructores» vamos a tenerlo servido en bandeja…

—¡Vaya, caramba! —exclamó de lo más eufórico el inspector Núñez—. ¿Así que este par de tunantes pertenecen a la banda juvenil de malhechores? Aquí se canta de pe a pa. A ver, tú, el rubio, ya puedes ir cantando tu nombre.

Quizá Héctor hubiera cantado, pero otro pisotón de Julio, y no suave, le obligó a reflexionar.

—Primero quiero ver a mi amigo —replicó Héctor.

—¿Conque tu amigo, eh? Ya hablarás, tunante. Tú, el largo, dinos tu nombre.

—Señor, con todo respeto debo comunicarle que el que usted ignore mi nombre no le da derecho a llamarme largo, aunque lo sea. A mí no se me ocurriría faltarle a usted al respeto ni a nadie, pero exijo que se me considere de la misma forma.

A veces Julio no ocultaba su condición de hermano de Oscar.

—¡Vaya con el caballerete! ¿Quieres burlarte de mí?

—Cuando se me pide algo suelen añadir las personas bien educadas la frase de: «Por favor».

—Carballo, registre a estos pájaros.

Registraron para empezar al primero y se sintieron defraudados. No llevaba en el bolsillo ni un mal papel con el cual identificarle. Un pañuelo, cien pesetas y una moneda de cinco era todo su contenido.

De pronto, Julio se sobresaltó. A Héctor le extrañó su respingo, pero ni se le ocurrió que podía tener algo que ocultar. Julio, en su precipitación al vestirse, no había echado a sus bolsillos nada. Nada, salvo… algo con lo que él solía arreglar a veces las situaciones difíciles.

¡Inspector! —gritó, más que dijo, Carballo—. ¡Ven este fajo de billetes!

La alegría iluminó el semblante de los dos funcionarios, como si creyeran tener resuelto un caso que en la prensa se había aireado y, por cierto, dejando a la policía en mal lugar al no atrapar de buenas a primeras a la banda juvenil de «Los Destructores».

El agente arrojó el fajo sobre la mesa. El inspector empezó a contar los billetes.

—Después de esto no se os ocurrirá negar. Ya hemos recuperado totalmente las cuarenta mil pesetas que estos pillos robaron de la gasolinera. El otro llevaba encima diez mil y éste las treinta mil restantes.

Héctor se volvió en redondo hacia su compañero:

—¿Diez mil…? ¿Treinta mil?

¡Cielos, pero si no entendía nada! Julio apaleaba el dinero, desde luego, pero no hasta esos extremos. Y en cuanto a Raúl, diez mil pesetas… más las mil que le vio sacar la víspera en la heladería…

—Señor —dijo Julio—, ese dinero es mío.

—¡Cuentos, tunante! Ningún muchacho de diecisiete años lleva tanto dinero en el bolsillo.

—Quince, señor —le rebatió el muchacho.

—¿Quince con esa estatura? ¿Nos crees tontos? —se volvió a Héctor—. ¿No querrás hacernos creer que tú tienes también quince, eh, perillán?

—Son los que tengo, señor.

—¡Aviados vais si efectivamente tenéis quince años!

Y no lo digo únicamente por vuestra brillante carrera de delincuentes, sino porque vuestras correrías se llevan a cabo en moto y no puede conducirse sin haber cumplido los dieciséis años.

—¡Nosotros no vamos en moto por ahí!

—¿No, eh? Pues el pájaro que tenemos enjaulado no podrá negarlo, puesto que le sorprendimos con ella.

El inspector Núñez, que empezaba a hartarse, se dirigió al agente situado tras su máquina de escribir:

—Tome por escrito la declaración, Calvo…

Los que tenían que declarar se miraron. Aquello estaba más que feo. Raúl no había querido dar su nombre y, al darlo ellos, quizá iban a ponerlo en mayor aprieto. Héctor dijo con grave seriedad:

—Queremos ver al detenido. Veámoslo primero.

—Inspector —dijo Carballo, con ojos chispeantes—, no estaría mal un careo…

—Trae al pelirrojo.

Segundos después un Raúl bastante arrugado moralmente hacía acto de presencia bien vigilado por Carballo.

Antes de que abriese los labios, Julio se apresuró a decir:

—Oiga, inspector, a éste no le conocemos de nada…

Raúl parpadeó. Héctor tuvo un movimiento de impaciencia. Su arma no era la mentira.

—Tú, pelirrojo, ¿conoces a éstos?

—No, yo… no —dijo, tras un titubeo.

—¿Conque no, eh? —bramó el inspector—. Pues a este pájaro, al lar… digo, al alto, le hemos encontrado treinta mil pesetas en los bolsillos; con las diez mil que tenías tú, justo las cuarenta mil del atraco.

—Pero yo no tenía diez mil —repuso Raúl.

—Las llevabas en el bolsillo, lo mismo que el lar… digo, el alto, llevaba las treinta mil.

«No debo tener bien la cabeza —pensaba Raúl—, treinta mil en un bolsillo, aunque sea el de un creso, es inaudito».

—¡Basta ya de farsas! ¡A cantar!

—No conocemos a ése; estábamos confundidos.

—Yo no conozco a ésos —repitió Raúl, pensando que no tenía derecho a involucrar a sus amigos en cuanto a él le estaba sucediendo.

—¡Rubio, empieza tú! —exigió el inspector.

—Señor, me temo que cuanto aquí se diga va a ser utilizado contra nosotros.

El inspector dirigió un dedo acusador al fajo de billetes.

En aquel momento llamaron a la puerta. Carballo sacó la cabeza y por fin pasó al otro lado. Poco después entraba de nuevo en el despacho empujando a Sara, Verónica, Oscar y… ¡Petra!

Julio hubiera ahogado a los cuatro. ¡Aquéllos iban a estropearlo todo! Y justo cuando Oscar se disponía a hablar con lo más florido de su vocabulario, Petra, muy atraída por todo lo que había sobre tan importante mesa, saltó sobre ella, arrastrando en su caída un vaso de agua, que anegó un legajo de papeles oficiales y… ¡el tintero con que el inspector cargaba su pluma estilográfica!

No sólo cuanto contenía la mesa, sino la inmaculada camisa de Núñez acusaron el impacto. Se produjeron unos momentos de desconcierto. El inspector, a duras penas, ahogó una palabrota, mientras el triunfante agente Carballo introducía a un nuevo personaje en el despacho. Era… ¡el encargado de la gasolinera! El hombre contempló al grupo, agradablemente sorprendido:

—¿Así que ya han caído en el garlito casi todos? Desde luego, son ellos. Aquí, el largo, recibió un buen golpe de mi compañero. Estábamos seguros de que tenía negro el ojo derecho, aunque, como se cubría la cabeza con una media, no pudimos comprobarlo del todo. En cuanto a las chicas… ¡claro que son ellas! Finitas, esbeltas, pero de mucho cuidado. Y ese guapo muchacho creo que es el jefe de las operaciones.

Y señalaba a Héctor con visible satisfacción.

El de la gasolinera, mirando con cierta sorpresa a Oscar, adelantó:

—Supongo que el crío es un aprendiz de «destructor», aunque anoche no iba con los pájaros estos.

Sara se había lanzado a repescar a Petra, que escapaba por todas partes como gallina que presiente garrote. Y pudo escuchar a Julio cuyo siseo ordenaba a todos «Los Jaguares» cerrar la boca, negar que se conocieran y dar sus nombres.

Núñez se encaró con gesto de Pantagruel con el que consideró más débil: Oscar.

—Renacuajo, di tu nombre, dirección, teléfono y el nombre, dirección y teléfono de todos éstos que ves aquí.

Los demás temblaron. Pero el chico daba a veces unas sorpresas…

—Lo siento mucho, señor. A este señor no lo he visto en mi vida… —y señaló hacia el agente Carballo.

—¡No digo a ése, sino a los otros! —se impacientó Núñez.

Oscar miró con descaro al de la gasolinera.

—No creo haberle visto nunca —dijo.

—¡Cuernos de crío! —masculló el inspector, fuera de sí, mirando ya a Oscar, ya a Petra.

Estar en el despacho de un policía acabó por dejar a Verónica al borde del terror. Y toda la culpa la tenía Oscar, por haberles telefoneado a Sara y a ella con su truculenta historia del «Raúl Destructor».

Y empezó a sollozar de modo encantador. Núñez, que en principio no se había fijado bien en ella, se distrajo un momento de su cólera para pensar: «¡Qué preciosidad de criatura! ¡Qué ojos tan hermosos e inocentes!»

Aplacado en parte por aquella mirada azul, levantó la mano y acarició el sedoso cabello rubio de su dueña.

—Bueno, bueno, ¡ea…!

El inspector encontró la mirada cargada de reproches del agente Carballo, que parecía insinuar: «¿Es que va a ablandarse?»

Una voz devolvió al inspector toda su cólera:

—¿Podemos irnos ya, inspector?

¡Lo había dicho Sara! Quizá Núñez fuera alérgico a las pelirrojas, porque encontró su mirada muy sospechosa, su expresión ídem y su pregunta… ¡peor!

—¡No! —zanjó.

Otro policía asomó la cabeza por la puerta.

—Inspector, aquí hay un hombre que viene a dar cuenta del robo de su moto. Y el número de matrícula… —chasqueó los dedos con tanta intención.

—¡Que pase!

Dos hombres hicieron irrupción en el despacho. Uno era el padre de Raúl. El otro su abuelo, sordo como una tapia.

—¡Qué listo es este chico! —dijo el abuelo al ver al nieto—. Ha debido encontrar la moto.

—¿Conoce a «Los Destructores»? —preguntó el inspector al señor Alonso hijo, padre de Raúl.

—Estos no son «Los Destructores», sino «Los Jaguares».