Capítulo 8

«LOS JAGUARES» INICIAN LA INVESTIGACIÓN

En contra de las apariencias, el inspector Núñez era un buen policía. Quizá para sus adentros no viera claro en aquel caso de «Los Destructores», aunque tenía pruebas para proceder contra los culpables y, tal vez por ello, estuvo amable, dentro de su carácter adusto, y prometió no dar por concluida la investigación.

Lo que no dijo fue si la mantendría abierta para hallar más pruebas en contra de los sospechosos conocidos o de otros desconocidos.

Ya en la acera, después de abandonar el edificio policial, Julio solicitó el permiso paterno para ir hasta la casa del comandante Bellido.

—Quiero ver por mí mismo el lugar donde se han encontrado pruebas contra nosotros, papá.

—Eso le corresponde a la Policía y no a vosotros —replicó el diplomático.

—De acuerdo. Pero no me negarás que a nosotros nos interesa mucho más que a la Policía deshacer este enredo.

De haberse dejado llevar de su disgusto, el señor Medina se hubiera negado, pero Sarabel y Lucy intercedieron por los chicos y hasta le rogaron que fuera de la partida. De modo que el caballero se encargó de conducir a las señoras en su coche y los chicos fueron por su lado, con Petra, hasta casa del comandante Bellido, un poco contra la voluntad del padre de Raúl y animados por los Santana, que expusieron su idea de que bien necesitaban una distracción después de la noche pasada en un camastro.

—¡Ay, qué estupendos son tus padres! —admiró Verónica—. Todos os parecéis tanto…

Y Raúl se mordió los labios. Era demasiado noble para sentir celos, pero experimentaba pena por él y por su padre, que no podían competir con los otros. Y, además, en el lío presente, que podía terminar en drama, era él solito culpable.

—Me siento maravillosamente feliz —dijo Sara a su lado—. Feliz de estar bajo la luz del sol y feliz de tener unos amigos como vosotros, y muy especialmente tú.

¿Habría oído bien? Siempre había pensado que la pelirroja de la pandilla prefería también a Héctor, lo mismo que Verónica. Con Julio solía estar siempre de pique, aunque a veces tenían unas coincidencias asombrosas. Raúl no quiso profundizar y, además, tampoco entendía muy bien a las chicas. De todas formas, Sara le pareció en aquellos momentos un ángel bajado del cielo para devolverle la confianza en sí mismo.

—Yo… no querría fallaros ni… complicaros las cosas —repuso con su timidez habitual.

Oscar, metiendo su cabeza entre los codos de ambos, declaró:

—Es el destino, Raúl, el destino.

Julio le largó un papirotazo.

—O cambias de lenguaje o me doy de baja de la familia. Y otra cosa, mico, ¿por qué eres tan endiabladamente liante? Te encargo unas averiguaciones y luego tú vas y te metes por tu cuenta en unos líos de claves, que los jeroglíficos chinos resultan un sedante junto a ellas.

—¡Jo, Jul, qué desagradecido eres! Me he jugado el tipo metiéndome a investigar y ahora me sales con ésas. Está bien, ahora me callaré todo lo que sé.

Y anduvo sombrío todo el camino, aunque Petra le saltó al hombro en un intento de animarle.

Cuando llegaron al garaje, empezaron a buscar huellas, es decir, algo que pudiera delatar a las personas que estuvieron allí para dejar las falsas pruebas.

—¡Cuidado que sois tontos! —exclamó el pequeño—. Los «polis» han debido andar por aquí como elefantes y todo lo que encontraréis serán sus huellas.

De pronto las chicas recordaron que Oscar sabía algo y había intentado traspasarles sus conocimientos.

—Podías ahora decirnos el resultado de tus averiguaciones en lenguaje normal —le sugirió Sara.

—Sí, Oscar, precioso —instó Verónica.

El chico no soportaba que le hablasen en aquel lenguaje, como si fuera un indecente crío. Así que tomó asiento en un bidón, haciéndose el interesante.

—Oscar, me muero de curiosidad. Anda, sé bueno…

—Nosotros siempre hemos confiado en ti —le dijo Verónica por el otro lado.

—Quizá te aburrimos y prefieres irte con los chicos de tu curso —le dijo Verónica.

Oscar saltó:

—¿Yo con mocolindos? ¡Ni loco!

Julio sacó un papel del bolsillo, el mismo en el que había estado garrapateando durante el interrogatorio a los testigos y comentó:

—La buena de la estanquera va a ser nuestra providencia. Nos proporcionó unos datos preciosos.

—¿Datos preciosos? ¡Ja! —desdeñó Sara—. ¡Pero si no habló más que de pies!

—Pero por lo menos se fijó en algo. Sabemos que una chica de «Los Destructores» lleva botas claras.

—Figúrate… aquí hay unas…

Sara estiró los pies.

—Pero además de las tuyas, Oscar ha visto otras en movimiento. Las llevaba puestas una vizcaína o…

—¡Buf! ¡Qué pandilla de zoquetes! —se quejó Oscar, sin recomer sílabas—. No dije vizcaína, sino bizca.

—¿Y esa bizca lleva votas claras? Pero vamos a ver, ¿botas no se escribe con b? —protestó Verónica.

—Si os vais a poner tontos con la ortografía, me marcho —amenazó Oscar, levantándose de su bidón—. Desde luego, para hacer de espías e interpretar claves sois un completo fracaso. ¡Está bien claro!

—Bueno, no te enfades, Oscar —Sara, modosita, suplicaba gracia con el ademán—. Lo que más me intrigó de tu mensaje era eso de los «tics» y los «mocos negros».

—¡Oh, Sara, con lo inteligente que te había supuesto! Yo no mencioné ningún tic, sino que Tico, uno de los chicos del gimnasio, usa mocasines, «mocos» por si lo leía la «poli», negros.

—Desde luego que la «poli» no lo hubiera interpretado, ni Salomón con toda su sabiduría, tampoco. De todas formas, Julio, si Oscar, siguiendo tus instrucciones, ha estado buscando a personas calzadas con mocasines negros, puede que la lista se alargue al millón.

—Que lleven mocasines negros y nos conozcan —puntualizó Julio—. Y eso es lo que Oscar ha estado buscando.

—Pues sí. Os lo he detallado en el mensaje —aclaró el chico.

—¿Qué pasa con los dos posibles sospechosos del patio del colegio, mico?

—Dos de esos grandullones de COU llevaban playeras azules mientras jugaban al baloncesto.

—¡Hombre, y doscientos más también! —protestó Verónica.

—¡Ah, Vec, no te ha sentado bien estar «enchironada»! Los dos que yo digo son muy altos, altísimos y delgados, así como Julio y Héctor, de modo que, con medias en la cabeza, podrían pasar por ellos.

—¿Reparáis ahora en la materia gris de la familia Medina? —presumió Julio—. Hagamos una lista con todos los sospechosos y luego iremos borrando los que no encajen.

—El uno se llama Emilio no sé qué —explicó Oscar, nadando en satisfacción mientras se balanceaba sobre el bidón—. Al otro creo que le llaman «Aceituna», porque tiene el color la mar de verde.

—¡Ya sé quiénes son! —dijo alegremente Héctor—. Con Emilio y «Aceituna» hemos jugado alguna vez al baloncesto. Tienen mal perder.

—A mí me caen muy gordos, especificó Oscar.

Luego añadió que en el patio del colegio había visto a bastantes chicos con playeras azules, pero sólo la figura de los mencionados podía coincidir en líneas generales con la de los dos «Jaguares» mayores.

—«Los Destructores» nos conocen perfectamente, saben que nos reunimos con Verónica y Sara y que frecuentamos este lugar —concretó Julio.

—Exacto, y voy más lejos todavía —añadió Héctor—. Nos tienen vigilados muy estrechamente y han aprovechado la circunstancia de la salida nocturna de Raúl para cargarnos el «sambenito»…

—Por eso deduzco —le cortó el mayor de los costarricenses— que deben pertenecer al colegio o al gimnasio. Pero hay otro detalle a investigar: ¿quién o quiénes gastan el dinero a manos llenas? Porque el que destruye y roba lo hace para darse la vida padre…

Sara saltó tan impetuosamente del bidón que compartía con Oscar, que éste fue a caer sobre Verónica.

—¿Es mucho llevar mil pesetas en el bolsillo?

—Según —dijo Héctor—. Yo tomo en casa el dinero que necesito, pero nunca suele ser más de quinientas, excepto cuando voy de viaje o me compro ropa.

—Jul, tu opinión no vale: eres un «gastaperras» —sentenció Sara.

—Pues entonces, pongamos en la lista de sospechosos al rumboso que en la heladería puso un billete de mil sobre la mesa —alegó Verónica, que había captado la onda.

—¡Vaya, me la cargué! —dijo Raúl.

—Frío. Antes que tú quisieron invitarnos aquellos chicos con los que nos encontrasteis —aclaró Sara—. Y con un hermoso billete verde.

Entonces Julio, sin comentarios para aquello, se volvió hacia su hermano:

—Mico, ¿conoces a alguien que se parezca en líneas generales a Raúl?

—¿Generales? ¿Quieres decir, así de elefantón? No.

El interesado no se sintió ofendido.

—«Los Destructores» forman una pandilla muy numerosa —dijo Héctor.

—De acuerdo; pero si acertamos con alguno de los sospechosos, caeremos sobre todos. ¿Recordáis haber visto juntos alguna vez a Emilio, «Aceituna», Tico y el tal Juancho, que va al gimnasio? —preguntó Julio.

Sus dos compañeros negaron. Entonces hizo la pregunta refiriéndose a si los habían visto con alguna chica.

—Yo sí —dijo rencorosamente Raúl—, con Sara y Vec.

—¡Ajá! —aprobó Héctor, muy serio.

Las chicas, con todo disimulo, se entendieron con un codazo. Usaban los codos de la forma más efectiva para entenderse.

—Yo he visto a Emilio con la de los cacahuetes —contó Oscar.

—Eres genial, mico. ¿Quién es la de los cacahuetes?

—Una que parece un mono. Y precisamente ayer estaba en la puerta del «colé» y se fue con «Aceituna». La pobre, si será fea, que se conforma con «Aceituna».

—Oscar tiene futuro —comentó riendo Héctor.

—Pero no encaja —explicó el chico—. Se parece tanto a Sara y Vec como una estrella a un gusano.

—Querrás decir como un gusano a una estrella —puntualizó Héctor.

—Eso.

—Nadie puede parecerse a Vec —soltó Raúl con calor.

Julio miró de reojo a Sara y también se echó a reír. Ella siempre había creído que las preferencias de Vec por Héctor molestaban a Julio tanto como a Raúl, pero si lo tomaba a risa… A lo mejor disimulaba. Era un tunante de cuidado.

Héctor preguntó por la bizca de las botas claras. ¿Dónde podría encajar? Cierto que no confiaba en que encajara.

—La incluí en el mensaje porque me acordé que un día estuvo en un partido de fútbol con la de los cacahuetes —explicó el chico—. La bizca es de horror, nunca sabes dónde mira, pero tiene un pelo casi tan bonito como el de Vec.

—Si cuando yo digo… —se burló Héctor.

—Bueno, ya tenemos trabajo. Sospecho que seguiremos algunas pistas falsas y que daremos inútiles rodeos, pero hasta los fracasos pueden resultar positivos —declaró Julio.

—Pues hay que hacerlo en seguida. Mi padre está que no vive. Y para colmo de males, ha tenido que doblar la fianza por el tonto de su hijo: por un lado por la acusación de «Destructor» número uno y, por otro, por conducir una moto sin tener cumplidos los dieciséis.

—Anímate, hombre. Esta tarde iremos al gimnasio —decidió Julio.

—Hemos perdido la clase de la mañana —le recordó Héctor.

—Sin contar con la mala idea de que, como el gimnasio es masculino, no podemos ir nosotras —les reconvino Sara.

Decidieron que ellas debían tratar de investigar sobre chicas que llevasen botas claras, sin olvidar vigilar a la bizca y a la de los cacahuetes. No es que hubiera muchas probabilidades de éxito pero…

Oscar quería llevar la dirección de las investigaciones, ya que se consideraba el iniciador.

—Mico, preferiría que no intervinieras. Nuestros enemigos no se andan por las ramas para usar cadenas y pegar garrotazos. No me gustaría que te apalearan.

El chico tuvo un instante de indecisión.

—Ya sabes que tengo habilidad para escabullirme.

Aquella tarde, todos fueron a clase. El señor Medina había cablegrafiado a los diversos puntos en que podía estar su inefable hermana, pero hasta el momento no le había llegado la respuesta. Ansiaba poder presentar a la Policía la confirmación de las declaraciones de su hijo. Aquel asunto le incomodaba más que al propio padre de Raúl, precisamente porque su fama, como hombre público era intachable hasta entonces.

Por otra parte… quería confiar en Julio y hasta se sentía avergonzado de la fe que el cirujano y su mujer ponían en Héctor. Y se debatía en mil dudas, analizando el carácter de Julio, su despreocupación, aquella forma de encontrar que todo estaba bien… Pero Julio se juntaba con Raúl y éste iba a necesitar un milagro para demostrar su inocencia. Tenía demasiadas y graves pruebas en contra. Por lo pronto, era capaz de largarse de noche con la moto de su padre, saliendo de su casa como un ladrón.

Aquella tarde tuvo una desagradable noticia del inspector Núñez: las motos encontradas en casa del comandante eran robadas. Aquel pobre comandante iba a tener un disgusto sonado a su regreso de Gredos, si no tenía que regresar a marchas forzadas. ¿Cómo podían ser cómplices de «Los Destructores» unas chicas que tenían madres tan encantadoras?