14. EL REGRESO

I

Shinzaemon miraba a Sachi con expresión firme y serena. Sus ojos —unos ojos rasgados, de felino, en un rostro hermoso— la traspasaban. No era atractivo como un actor de kabuki, como Daisuké; su cara era demasiado feroz, demasiado musculosa, demasiado poderosa. Sachi reconoció su arrogancia, su pausada elegancia, ese aire de estar dispuesto a conquistar el mundo. Aunque hubiera peleado en el bando de los perdedores, estaba orgulloso de sí mismo.

Sachi se dio cuenta de que Shinzaemon había estado viviendo a la intemperie. Tenía la piel muy bronceada, y la ropa gastada y arrugada. Un bigote incipiente asomaba sobre su labio superior.

El espíritu de Sachi corrió hacia él, pero ella no se movió. Se quedó quieta y recatada, como correspondía a una mujer. Se moría de ganas de lanzarse a sus brazos, pero no lo hizo, por supuesto. Bajó la mirada e inclinó la cabeza.

Taki también tenía la cabeza agachada, y se tapaba los ojos con la manga del kimono.

—Shin —dijo—. Debes de estar cansado. Bienvenido a casa. Ha pasado mucho tiempo.

Shinzaemon hizo una solemne reverencia.

—No tengo excusa —dijo— para presentarme así, sin avisar.

Habló con voz grave y sonora. Sachi percibió su olor —ese olor salado a sudor, mezclado con olor a humo de tabaco—. Recordó todas las veces que había notado ese olor: caminando por el Nakasendo con él, en la cima de la montaña, abrazada a él en el puente.

Sachi agachó la cabeza y pronunció las frases oportunas, pero apenas sabía lo que hacía. Estaba esperando el momento en que se quedarían a solas.

Los saludos se prolongaron eternamente. Entonces Taki agarró a Haru por la manga. Despacio, deliberadamente —o eso le pareció a Sachi—, se quitaron primero una sandalia y luego la otra y subieron al sombrío vestíbulo. Volvieron a saludar con una inclinación y entraron en la casa. Sachi vio cómo sus espaldas desaparecían.

Se estaba poniendo el sol, y el suelo estaba teñido de rojo, plata y oro.

Sachi llevaba mucho tiempo esperando ese momento, pero ahora que había llegado, se sentía tímida como una niña. Mantenía la mirada fija en el suelo. Shinzaemon llevaba los tabi sucios, y las sandalias gastadas y rotas. Había varios nudos en las tiras de las sandalias. El ruedo de la falda de su kimono estaba manchado.

La miraba con fijeza.

—Has venido —susurró ella.

—Nantonaku —repuso él—. De alguna forma.

El día de su último encuentro, ambos pensaron que nunca volverían a verse. Sachi lo miró con timidez y recordó aquel momento. Él también la miraba; escudriñaba su cara como si recordara cada curva, cada línea. Algo en él había cambiado. Sonreía con ironía. Su esquilada cabeza le daba un aire de niño travieso. Sachi nunca había tenido ocasión de verle tan bien la cara, ni siquiera cuando él llevaba el cabello recogido en una cola de caballo.

—¿Qué te parece? —dijo Shinzaemon, risueño, llevándose una mano a la cabeza.

Tenía una arruga en el entrecejo que no estaba allí la última vez que se vieron. Sachi captó un atisbo de la mirada ausente que había visto en los ojos de Tatsuemon, como si Shinzaemon hubiera visto cosas que nunca podría explicarle. Pero ya había transcurrido medio mes desde la batalla. Shinzaemon había sobrevivido. Y había regresado. Quizá fuera el futuro lo que estaba contemplando, y no el pasado.

—Te veo cambiado —dijo ella componiendo una sonrisa—. Llevas un buen disfraz. Nadie te habría reconocido.

—Pero tú sí.

—Sí —afirmó ella con un susurro.

Quería tocarlo, notar la dureza de su cuerpo, la fuerza de sus manos. Pero se contuvo. Cuanto más esperaba, más fuerte era el ansia que sentía.

Shinzaemon metió una mano en la manga de su kimono y sacó un peine. De carey, con reborde de oro, y con un emblema grabado. El peine de la madre de Sachi, su emblema. La joven todavía no sabía qué era cuando se lo dio a Shinzaemon. Ahora sí lo sabía, y eso también la había cambiado a ella.

—Me protegió. Mejor que una armadura. Mejor que un fajín de las mil puntadas.

Sachi tenía tantas cosas que contarle; pero de pronto comprendió que ya tendrían ocasión de hablar más tarde, y eso la llenó de gozo. Tenían toda la vida por delante.

—Ven a ver los jardines —dijo Sachi.

Caminaron entre los senderos cubiertos de maleza. La brisa mecía las matas de miscantus, desprendiendo una lluvia de pelusilla que formaba remolinos por el aire, como la nieve. Los insectos zumbaban; eran los últimos insectos de la temporada. Los arces estaban radiantes de color. Sachi lo llevó hasta el parapeto.

Se quedaron de pie, lado a lado, contemplando el Gojiin y las tierras donde antes estaban las residencias de los daimios. Había gente por todas partes, trabajando con afán. A lo lejos, en el barrio de los chonin, se veían innumerables andamiajes de bambú, y la gente pululaba como hormigas, levantando paredes y techos. El martilleo de miles de martillos se extendía, claro y diáfano, por los espacios vacíos.

En medio de tanta actividad se alzaba la colina, silenciosa e inerte. Los pájaros volaban describiendo círculos, puntos negros en el cielo que iba oscureciéndose, y graznaban amenazadoramente.

Estaban tan cerca uno de otro que Sachi notaba el calor del cuerpo de Shinzaemon.

—Venía aquí todos los días —dijo la joven—. Y miraba la colina y me preguntaba si estarías allí. Pensaba que nunca volvería a verte.

—Tatsuemon me contó lo que hiciste…

Sachi recordó lo ocurrido aquel terrible día. Volvió a ver brevemente las espantosas caras, las heridas abiertas y los ojos fijos y abiertos, las moscas, el hedor. Temía encontrar el cadáver de Shinzaemon allí. Y ahora él estaba a su lado, tan cálido, tan vivo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se los tapó con la manga.

Shinzaemon le cogió la mano y se la sujetó con fuerza. Sachi notó las durezas de la palma de su mano con que manejaba la espada.

Contuvo la respiración, y él la atrajo hacia sí. Sachi notó los duros músculos de sus brazos y su torso. Notaba el latido de su corazón, el subir y bajar de su abdomen al respirar. Shinzaemon le acarició el cabello con los labios. No fue una caricia feroz, como lo había sido antes, sino muy suave. Le mordisqueó las orejas, la nuca, la mejilla, los ojos. Entonces su boca encontró la de ella.

Sachi se echó hacia atrás y lo miró frunciendo el entrecejo. Tenía la absoluta certeza de que quería pasar el resto de su vida con él. Nantonaku. De alguna forma. Jamás había deseado tanto algo.

Shinzaemon, sonriente, se frotó la frente con los dedos.

—Tus ojos —dijo—. Nunca olvidé esos ojos. Ésa boca. La curva de tus mejillas. Ésa sonrisa.

Trazó una línea por la mejilla de Sachi, alrededor de su barbilla, por su cuello. A ella se le erizó el vello de la nuca. Era como si hasta ese momento no hubiera sabido lo que significaba estar vivo.

—Tú —susurró Shinzaemon.

Otra vez esa palabra.

Bajaron del parapeto y él la tumbó en la hierba. Las capas del kimono de Sachi se inflaron, formando un blando cojín bajo su cuerpo. Estaban rodeados por una enramada de alta hierba que susurraba y se mecía. La pelusilla le hacía cosquillas en la nariz a Sachi; el olor a tallos secos y flores silvestres la envolvía. Se dejó ir en aquella blandura, se fundió en aquella fragancia. Sabía que allí, en aquel lugar secreto, eran invisibles.

La cara de Shinzaemon estaba oscura contra el cielo. Los últimos rayos de sol le acariciaban el pelo, encendiéndoselo como un halo.

Sachi cerró los ojos, y él acercó los labios a su cuello.

II

—Estás muy flaco, Shin —dijo Taki—. Se nota que no has comido. Vamos a tener que cebarte.

Un haz de luz atravesaba las puertas de madera, traspasando el aire de la mañana, lleno de brillantes motas de polvo, e iluminando el vapor que ascendía del arroz y de la sopa de miso.

Shinzaemon se sentó, impasible y sereno, mientras Haru y Taki se afanaban alrededor de él llenándole la taza de té, sirviéndole arroz en un cuenco, llevándole platos y más platos de pescado asado y verduras hervidas. La habitación estaba invadida de aromas deliciosos.

Sachi, sentada en silencio, vigilaba que todo estuviera a su gusto, como una buena anfitriona. De vez en cuando, los dos jóvenes se miraban. La dulzura de la noche anterior seguía viva. Bajo su fachada de recato, Sachi ardía de gozo, como si dentro de ella hubieran encendido un fuego que no pudiera apagarse. Notaba la sangre de su madre corriendo por sus venas. Haría lo que había hecho su madre: se aferraría a la vida. Conseguiría lo que quería, fueran cuales fuesen las consecuencias.

Sin embargo, a la luz del día Sachi era más consciente que nunca de lo difícil que eso iba a ser. Ahora tenía un padre, que además era un poderoso funcionario del bando de los sureños. Si bien Daisuké no podía esperar que Sachi lo obedeciera ciegamente —como había obedecido a Jiroemon, y como obedecería cualquier hija—, un padre era un padre, y Sachi no quería romper con él cuando acababa de encontrarlo.

Ella sabía muy bien que no era libre y que no lo sería nunca. Las mujeres pertenecían a sus familias. Al encontrar a su padre, había encontrado otras cadenas que la ataban. Con la embriaguez del reencuentro con Shinzaemon, había imaginado que las cosas podrían ser diferentes. Pero ahora se daba cuenta de que se había equivocado.

Miró a Shinzaemon, que limpiaba su cuenco con un trozo de rábano, lo llenaba de té y se lo bebía. Era un buen soldado, un ronin. Intentó imaginárselo como un respetable miembro de la sociedad, cumpliendo los deberes del hijo adoptivo de un funcionario del gobierno. Sonrió al pensarlo. Aún más difícil era imaginar a Daisuké aprobando su unión con un rebelde desgreñado que había peleado en el bando de los perdedores; Shinzaemon era un enemigo, un miembro del despreciado ejército norteño.

Pero Daisuké también había sido joven. Él también había estado rabioso, había sido idealista e impetuoso y se había dejado gobernar por la pasión. Quizá cuando viera a Shinzaemon se vería a sí mismo.

Daisuké no tardaría en llegar, igual que Edwards. Sachi se estremeció. Era mejor no pensar en lo que podría pasar entonces.

Taki estaba recogiendo la bandeja del desayuno de Shinzaemon cuando oyeron pasos fuera. Sachi contuvo la respiración. Quizá fuera Daisuké… Entonces oyó el crujir de unas botas de piel de animal acercándose por el patio.

Era Edwards. Sachi notó un espasmo de miedo. Había estado a solas con él y había dejado que le cogiera una mano. Sólo él sabía qué había pasado entre ellos dos. Los extranjeros eran tan francos; era tan fácil saber qué pensaban. Si Edwards insinuaba algo, Shinzaemon…

Las puertas se abrieron y se cerraron, y unos pasos se dirigieron hacia ellos. Sachi oyó la aguda voz de Taki contándole a Edwards que Shinzaemon había regresado.

Los dos jóvenes no se habían visto desde que viajaran juntos por el Nakasendo; Shinzaemon estaba quisquilloso y susceptible, y Sachi notaba sus ojos traspasándola cada vez que hablaba con Edwards. Y éste debía de haber deducido que Shinzaemon no era su guardaespaldas, aunque él también había guardado las distancias.

Sachi recordaba el momento en que se volvió para mirar a Shinzaemon y a Edwards antes de que Taki y ella entraran en los jardines del palacio por la Puerta de las Damas del Shogun. Aún podía verlos en el otro extremo del puente: los dos gigantescos extranjeros y el desgreñado ronin. Pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Edwards los había rescatado a todos en el monte Ueno y se había portado muy bien con Tatsuemon. Shinzaemon estaba en deuda con él.

Miró a Edwards y vio a un ser humano, y no sólo eso: vio a un hombre. Pero a Shinzaemon todavía debía de parecerle un ser de otro planeta. En cuanto a Edwards, quizá ni siquiera reconociera a Shinzaemon con el pelo tan corto.

Cuando entró pisando fuerte en la gran sala, dio la impresión de que ésta se reducía de tamaño. Al pasar por el haz de luz que atravesaba la estancia, su pelo de color paja brilló como el hilo de oro y Sachi percibió un atisbo de su exótico e intenso olor: a carne, a especias extranjeras, a piel de animal y a otras cosas que no supo identificar. Era un olor que le hacían pensar en puertas abriéndose, en espacios abiertos, en ráfagas de viento. Cuando Edwards estaba cerca, Sachi sabía que existían otros mundos, otras formas de hacer las cosas.

La joven sintió una punzada de tristeza al pensar que ese lazo que la unía con ese otro mundo, más amplio, se había cortado. Y aunque no quisiera admitirlo, lamentaba no volver a ver a Edwards. Ahora comprendía que cuando había disfrutado de la compañía del extranjero lo había hecho para consolarse. Sus atenciones la halagaban, y su romanticismo la conmovía. Sachi creía que Shinzaemon estaba muerto, pero ahora había vuelto y ella sabía que su corazón le pertenecía.

Edwards se sorprendió al ver a Shinzaemon, pero recobró rápidamente la compostura y lo saludó educadamente inclinando la cabeza. Sachi los miró a los dos. Eran el sol y la luna, dos caras de la misma moneda. Uno con el cabello rubio, y el otro, negro. El diplomático cortés y el soldado aguerrido. Ambos formaban parte de mundos sobre los que las mujeres no sabían nada, y sin duda debían de estar ansiosos por hablar de cosas de hombres, discutir sobre política y sobre la guerra. Pero también había una secreta sospecha. Los dos jóvenes debían de estar preguntándose qué relación tenía el otro exactamente con esas mujeres. Con Sachi.

—Entonces Tatsuemon… —dijo Edwards.

—Gracias —dijo Shinzaemon con formalidad—. Tatsuemon está bien. Peleamos juntos en Wakamatsu.

Pronunció ese nombre con una chispa en la mirada, como si quisiera dejar claro que sabía muy bien a qué bando apoyaba el inglés.

Sachi escuchaba con mucha atención. Se moría de ganas de saber qué había hecho Shinzaemon, dónde había estado, todo lo que había pasado desde la última vez que lo viera. Imaginaba relatos de heroicas hazañas, de valientes peleando hasta el final, resistiendo cuando todo parecía perdido. Pero los labios de Shinzaemon estaban fuertemente cerrados, y Sachi no se atrevió a preguntar nada.

—¿Habéis regresado juntos? —preguntó Edwards.

—Tatsuemon se ha marchado al norte —respondió Shinzaemon—. Ha ido a enrolarse en la armada de los Tokugawa. No sé si lo sabe. El almirante Enomoto tomó el mando de los mejores buques de guerra de los Tokugawa y zarpó para Ezo. Va a dirigir la resistencia desde allí. Cuando cayó el castillo, muchos hombres se dirigieron hacia allí para enrolarse.

Edwards asintió.

—La guerra ha sido dura para los norteños —dijo.

—La guerra todavía no ha terminado —replicó Shinzaemon.

—Pero usted ha vuelto —dijo Edwards.

Lo dijo con educación, pero había un deje de triunfo en su voz, como si hubiera descubierto una grieta en la armadura de Shinzaemon. Como si no pudiera resistirse a la tentación de criticarlo.

Sachi sabía muy bien que Shinzaemon no era ningún cobarde. Debía de tener alguna buena razón para no haber ido al norte con sus camaradas y regresar a Edo. Sabía que ella no era la única razón. Había pasado algo, algo terrible.

Shinzaemon movió ligeramente un hombro, aunque Sachi dudaba que Edwards lo hubiera notado. En otro momento, en otro lugar, habría desenvainado su espada. Pero hizo un gran esfuerzo y permaneció inmóvil como una roca.

Se oyó una voz en el vestíbulo. Daisuké entró tan campante en la gran sala, como si estuviera en su propia casa, sin molestarse a esperar que lo anunciaran. Parecía contento, confiado; era corpulento y atractivo, un hombre que había hecho realidad todos sus sueños. Sólo le faltaba una cosa para ser completamente feliz: encontrar a la madre de Sachi.

Daisuké se paró en seco al ver a Shinzaemon y a Edwards, y los miró arqueando las cejas. La sorpresa se reflejó en su amplio, liso y ligeramente carnoso semblante.

Sachi se adelantó para saludarlo.

—Padre —dijo inclinando la cabeza.

Shinzaemon y Edwards estaban arrodillados. Éste último se presentó.

—De modo que está con la Delegación británica —dijo Daisuké—. Conozco a Satow-dono. Ha sido muy generoso con nosotros. Los ingleses han sido muy generosos apoyando nuestra causa. Estoy en deuda con usted por lo bien que ha tratado a mi familia.

Hizo una profunda reverencia. Se estaba mostrando muy cortés. Edwards era un extranjero y un invitado de su país. Sin embargo, Daisuké lo miró con cierto recelo, como preguntándose qué demonios hacía allí.

—Shinzaemon de la casa de Nakamura, dominio de Kano —dijo Shinzaemon con formalidad.

Tenía las grandes manos de espadachín posadas en el tatami, con las yemas de los dedos tocándose, y la cabeza, con su mata de hirsuto pelo negro, inclinada. Sachi nunca lo había visto saludar tan escrupulosamente. Miró a su padre. Una cosa era un extranjero —había que tratar a los extranjeros con educación y respeto—, pero Shinzaemon era un ronin. Lo llevaba escrito en la frente. Era un forajido, un hombre sin amo ni filiaciones que no estaba en deuda con nadie. Daisuké lo vería enseguida.

—Los Nakamura de Kano… —dijo Daisuké con aire pensativo—. Si no recuerdo mal, el señor de Kano se ha pasado hace poco al bando del emperador. En Kano había discrepancias sobre qué bando tomar, ¿verdad?

—No estoy muy al corriente de la política de Kano —respondió Shinzaemon con precipitación. Era evidente que quería evitar verse atrapado en una incómoda discusión sobre política—. Mi padre es un samurái de rango medio y magistrado de la ciudad. Me enviaron a Edo cuando era joven. He pasado casi toda la vida aquí, en diversas mansiones del Estado de Kano.

Sachi miró a uno y luego al otro. Tanto Daisuké como Shinzaemon habían prescindido de su condición social. Daisuké había empezado su carrera como artesano, pero se había convertido en un personaje importante del nuevo gobierno. Shinzaemon había rechazado los privilegios de la clase de los samuráis y había abandonado su clan para perseguir sus propios ideales. Ambos habían dejado a un lado las antiguas restricciones jerárquicas para vivir la vida a su manera. Daisuké no sabía todavía cuánto se parecían.

—Shinzaemon nos protegió en el Nakasendo, padre —dijo Sachi—. Viajamos juntos. Es un gran espadachín.

—Es como un hermano para nosotras —añadió Taki.

—En ese caso, estoy en deuda contigo —dijo Daisuké con gravedad, mirando fijamente a Shinzaemon—. Tenemos que hablar, joven. Necesito saber cuál es tu posición, si estás con nosotros o contra nosotros.

Shinzaemon asintió.

—Me he perdido gran parte de la vida de mi hija —prosiguió Daisuké—. Me alegro mucho de conocer a dos jóvenes que han sido sus protectores.

Sachi dio un suspiro de alivio. Al menos de momento, no habría confrontación. Taki encendió unas pipas y las repartió. Haru fue a buscar té. Shinzaemon y Edwards se retiraron a un rincón de la estancia y fumaron en silencio.

—Tengo que decirte una cosa importante —le dijo Daisuké a Sachi en voz baja—. Creo que te hará feliz. Nada más llegar a Edo, fui a la mansión Mizuno. Era la residencia familiar de tu madre. Quería ver la casa donde ella había vivido y oler el aire que ella había respirado. Estaba en ruinas. Los Mizuno eran aliados de los Tokugawa, y habían huido. Debieron de ser de los primeros en marcharse.

»Desde que te encontré, siempre he soñado que podríamos vivir allí todos juntos. Ahora parece que quizá será posible. Las residencias y los palacios de los antiguos enemigos del país han pasado a control del Estado.

Sachi se removió, nerviosa. Sabía muy bien que «enemigos del país» significaba servidores leales del shogun. Pero no dijo nada. No estaba en posición de discutir.

—Van a destinar esas mansiones a oficinas del gobierno y al alojamiento de los funcionarios del gobierno —continuó Daisuké—. He solicitado la residencia Mizuno.

Sachi notó que la recorría un escalofrío. Siempre había sabido que su padre tenía grandes ambiciones, pero pensar en ocupar la residencia de una familia como los Mizuno… El que fueran parientes suyos no significaba que ella tuviera derechos sobre sus propiedades. Entendía perfectamente que los señores norteños habían huido, que tenían que darles sus tierras a los funcionarios del nuevo gobierno. Pero aun así… Parecía poco propicio. Estaba segura de que si lo hacían, la mala suerte caería sobre todos ellos.

—La familia Mizuno no era excesivamente poderosa —prosiguió Daisuké—, y la residencia no es excesivamente amplia ni bonita. No está mal para una persona de mi rango.

Las rellenas mejillas de Haru palidecieron al oír mencionar a la familia Mizuno.

—Allí hay demasiados fantasmas —susurró—. Demasiados recuerdos. Pero quizá… podríamos llegar a la raíz de lo que le pasó a mi Señora. Quizá la encontraríamos.

—Ésa residencia es de Mizuno —dijo Sachi—. No podemos ocuparla por las buenas.

Mizuno. Al pronunciar su nombre, lo vio como si estuviera arrodillado enfrente de ella. Estaba escondida en las sombras, detrás de la princesa. Oguri, con su insulsa cara de cortesano, estaba hablando, y Mizuno levantó la cabeza. Sachi vio su curtido cuero cabelludo, sus feroces ojos, ardientes como brasas; la nariz como un pico de halcón, el cutis picado de viruela, los delgados labios. Ésa imagen la hizo estremecerse. Recordó que tenía un tic nervioso. Había dejado su espada en la puerta, pero seguía dando sacudidas con el brazo, como si intentara desenvainarla; como si temiera que lo atacaran incluso en el palacio de las mujeres.

Daisuké frunció el entrecejo y la miró con expresión de curiosidad.

—¿Qué sabes tú de Mizuno? —preguntó—. Está muerto, ¿no es así, Haru? Murió hace mucho tiempo.

—Lo último que oí decir… fue que estaba en su lecho de muerte —susurró Haru con vacilación.

—No está muerto —afirmó Sachi.

Taki y ella habían guardado el secreto hasta ese día. Pero ahora que ya no existían el shogun ni las mujeres del palacio, no tenía sentido que no lo revelaran. Sachi tuvo que controlarse para no gritar.

—Nosotras vimos a Mizuno, ¿verdad, Taki? Fue al palacio con Oguri para decirnos que Su Majestad estaba enfermo.

El golpeteo de una pipa contra la caja de tabaco rompió el silencio. En el rincón de la habitación, los dos jóvenes se rebulleron un poco.

Haru abrió la boca. Levantó una mano y volvió a dejarla caer. Emitió un sonido estrangulado, entre un grito ahogado y un gruñido, y miró a Sachi con perplejidad.

—No… No puede ser él. Es imposible. —Meneó la cabeza—. No puede ser… Mizuno… Tadanaka Mizuno… ¿Estás segura?

—Tadanaka Mizuno —dijo Taki—. Lo recuerdo perfectamente.

—Era una mala persona —masculló Haru—. Un hombre malo. Habría sido mejor que hubiera muerto.

Hubo otro silencio, más largo. El rostro de Daisuké se había llenado de arrugas y se había ensombrecido. Ya no era tan atractivo como un actor de kabuki, sino que se había convertido en una máscara de demonio.

—Entonces… ¡era todo mentira! —gritó, y golpeó el tatami con un enorme puño.

—¿Qué, padre? —susurró Sachi—. ¿Qué era mentira?

Se había puesto el sol. Las velas y las lámparas relucían en los oscuros rincones, y el frío descendió sobre ellos. Del fondo de la habitación llegaba el olor a tabaco, y unas volutas de humo ascendían y se enroscaban alrededor de las vigas del techo. Edwards y Shinzaemon parecían estatuas, con las pipas en la mano.

—Ella me dijo que no había nadie en el mundo a quien le tuviera miedo, excepto a él. —Se volvió para mirar a Haru—. ¿Es verdad lo que… lo que me contó? ¿Qué todo había sido obra de su hermano? ¿Qué él la obligó a entrar en el palacio?

—Yo creía que Mizuno había muerto. —Haru se mecía hacia delante y hacia atrás—. Recuerdo que los oí discutir. «Eres una mujer», dijo Mizuno. Estaba gritando. «¿Cómo te atreves a desobedecerme? Crees que puedes vivir sin nosotros, pero sin nosotros no eres nada. Tienes que hacerlo. Por tu familia».

—Tú no querías entrar en el palacio —dijo Daisuké en voz baja. Había una presencia con ellos en la habitación. La madre de Sachi. Era como si Daisuké pudiera oír su voz, como si ella le estuviera hablando—. ¿No fue eso lo que me dijiste? Era como entrar en un convento, o en una prisión. Un palacio con tres mil mujeres y un solo hombre, y ancianas observan lo cuanto hacías, esperando que cometieras un error. Coser y arreglarte el pelo todo el día, eso era lo único a lo que podías aspirar. «No estoy hecha para esa vida», decías. «Soy una criatura salvaje. Soy un pájaro. Huiré volando».

—¿Qué mentira era ésa, padre? ¿Qué era mentira? —insistió Sachi.

—Los Mizuno lo tenían todo —dijo Haru con voz forzada, como si le estuvieran arrancando las palabras contra su voluntad—. Un castillo, un estipendio anual enorme… Pero eran chambelanes. El padre de mi Señora era chambelán de la familia Kisshu, y Tadanaka, el joven señor, no lo soportaba. No soportaba ser el número dos. Se paseaba por la casa gritando y azotando a los criados. Entonces mi Señora, su hermana, se hizo mayor, y él vio una forma de conseguir lo que quería.

»Decidió que tenía que entrar en el castillo de Edo, costara lo que costase. Las mujeres de su estatus entraban como damas de honor de rango inferior. Pero había muy pocas vacantes en ese nivel, y la competencia era muy dura. Las veteranas eran las encargadas de la selección, y no tenían en cuenta la belleza. Lo importante eran el rango y el estatus, y la antigüedad de tu familia. Era mucho más fácil ingresar en un nivel inferior, así que el joven señor ordenó a mi humilde familia que adoptara a su hermana. ¡Imaginaos lo que eso significaba para ella! Pero ¿qué podía hacer? Así que se convirtió en mi hermana adoptiva, y nos aceptaron a ambas como doncellas de rango inferior.

»Mizuno sabía que sólo tenía que conseguir que mi Señora entrara en el palacio, donde pudiera verla el shogun. Era tan hermosa, tan cautivadora, tan alegre. Mizuno sabía que el shogun se enamoraría de ella en cuanto la viera, y que la nombraría Señora de la Alcoba Contigua. Y ella se llevaría a toda su familia con ella. Nombrarían daimio a su padre, y luego a él. Daimios luciérnaga. Revolotearían siguiendo la luz de la cola del traje de mi Señora. Pero las cosas no resultaron como él esperaba. La clave estaba en que mi Señora le diera un hijo y heredero al shogun. Pero su primer hijo murió, y el segundo…

—Todo empezó a salir mal —intervino Daisuké—. Me contó que Su Majestad dejó de visitarla. Nos conocimos. Y entonces empezó a hinchársele el vientre.

—La gente lo notó —susurró Haru—. Ella tenía enemigos. Muchas mujeres del palacio estaban celosas, y si alguna hubiera dicho algo, habría sido un desastre para toda la familia Mizuno. El joven señor habría tenido que abrirse el vientre y la estirpe familiar se habría extinguido. Él habría querido evitar eso a toda costa.

—Debió de enterarse de nuestra relación —dedujo Daisuké—. Quizá la llamó a su casa para alejarla del palacio antes de que el shogun y sus funcionarios se enteraran.

—¿Era ésa la mentira? —preguntó Sachi—. ¿Que Mizuno estaba en su lecho de muerte?

—Para que volviera a casa. Para ocultar el escándalo.

—Pero ¿qué hizo él entonces? —preguntó Sachi con un hilo de voz—. ¿Qué hizo cuando mi madre llegó a su casa? ¿Dónde está ella?

Daisuké miró a Sachi.

—Si alguien sabe qué fue de tu madre, es él —dijo—. Lo encontraremos, cueste lo que cueste.

La gran sala quedó en un profundo silencio.

Ojalá pudieran encontrar a Mizuno, pensó Sachi. Entonces recordó que lo había vuelto a ver una segunda vez. Le pareció oír el fluir de un río, el murmullo de los refugiados, desesperados por cruzar, los graznidos de los gansos salvajes, el crujido de los pies de los porteadores, el estruendo de un transbordador subiendo a la orilla.

—Taki y yo volvimos a verlo hace sólo unos meses —dijo en voz baja—. En Takasaki. Estábamos esperando para cruzar el río. Oguri y él salían de Edo. Shin también estaba allí.

—Y ¡cómo te miró! —dijo Taki.

Sachi vio la oscura cara de Mizuno muy cerca de la suya. Oyó su bronca respiración, notó su aliento en la cara. Le había gritado: «¡Vete! ¡Déjame en paz!». Parecía un enloquecido. Como si hubiera visto un fantasma. Quizá por eso la había mirado de esa forma: no la había visto a ella, sino a su madre.

Shinzaemon habló desde el fondo de la sala. Tenía el rostro encendido y le brillaban los ojos.

—Llevaban unas cajas fuertes —dijo, muy exaltado—. Me llamaron la atención; parecían muy pesadas. Y los porteadores no parecían porteadores; no llevaban tatuajes. Eran… samuráis. Samuráis a los que les había crecido el pelo. Recuerdo que me pregunté qué andarían tramando.

—Los sureños los estarán buscando; son personajes poderosos —dijo Edwards. También a él le brillaban los azules ojos—. Nunca he oído hablar de Mizuno, pero Oguri era ministro del gobierno del shogun. Las posibilidades de que sobrevivan son escasas; tenemos que encontrarlos cuanto antes. Iré con ustedes. Necesitarán toda la ayuda que puedan conseguir. Puedo proporcionarles caballos y porteadores. De todas formas, tengo que realizar una inspección ahora que el país está abierto a los extranjeros. Hasta ahora no podíamos viajar libremente. Para mí será una aventura, y además podría serles útil.

Shinzaemon asintió.

—Sólo puedo ofrecer mi brazo —dijo con voz queda—, pero es un brazo fuerte. Cuando volvía de Wakamatsu pasé por Takasaki. Tomé el camino más largo para esquivar al ejército sureño. Conozco bien el camino. Y creo que sé adónde se dirigían.

—Debemos partir de inmediato —dijo Daisuké tras cavilar unos instantes—. Pronto llegará el invierno, y ya debe de estar nevando en los puertos de montaña más altos. Pero si esperamos hasta la primavera, quizá sea demasiado tarde. Os lo debo a tu madre y a ti, querida hija. No descansaré hasta que sepa dónde está.