EPÍLOGO

Mientras me documentaba para escribir La última concubina, encontré una referencia al oro perdido de los Tokugawa en una nota a pie de página de una historia de la compañía Mitsui. Por lo visto, Oguri había sacado el tesoro de monedas de oro de Edo cuando el shogun Yoshinobu todavía estaba en el poder, y lo enterró en las estribaciones del monte Akagi. Poco después le cortaron la cabeza, y se perdió todo rastro del oro. El autor añadía que tres generaciones de buscadores de tesoros habían estado cavando, dejando las laderas bajas del monte Akagi llenas de túneles y trincheras.

Me pareció una historia fascinante, y sin embargo, ésa fue la única referencia al oro que encontré en los muchos libros que consulté, así que al final llegué a la conclusión de que sólo era un rumor. Con todo, la idea del oro y de su desesperada búsqueda había despertado mi curiosidad y mi imaginación.

Cuando estaba terminando este libro, decidí ir al monte Akagi. No abrigaba muchas esperanzas de averiguar algo sobre el oro; sólo quería hacerme una idea del lugar y del paisaje. El monte Akagi está muy apartado —no aparece en ninguna guía turística—, pero al final encontré la dirección de la posada de unas fuentes termales. Cogí el tren bala hasta Takasaki, y luego continué en coche por una larga y sinuosa carretera de montaña.

Una vez allí, decidí preguntarle al propietario de la posada sobre el oro de los Tokugawa, por absurdo que pudiera parecer. El posadero no se mostró ni remotamente sorprendido. «No está aquí —me dijo con toda naturalidad—. Está al otro lado de la montaña». Me lo enseñó en un mapa. Al día siguiente, me dirigí hacia allí bajo la lluvia. Me perdí, encontré una solitaria tienda y me indicaron el camino, a través de bosques y huertos, hasta una casa ruinosa. Al lado había una ondulada extensión de bosque con mucha maleza, con una excavadora en el medio. Acabé tomando el té con un hombre cuya familia llevaba tres generaciones buscando el oro. Mi ficticia versión no coincide exactamente con su relato de cómo llegó el oro al monte Akagi, pero aun así me emocionó descubrir que el oro de los Tokugawa podía existir —aunque nadie lo haya encontrado todavía—, así que lo incluí en mi novela.

El personaje de Sachi y su historia son ficticios, pero el mundo en que ella vivió no lo es. He hecho todo lo posible por trazar un marco histórico lo más exacto posible (aunque me he tomado algunas licencias). Las batallas, los acontecimientos políticos y hasta el clima (muy frío y lluvioso en el verano de 1868) fueron tal como los describo. Los diferentes shogunes (que en los libros japoneses de historia aparecen sencillamente como «el shogun») existieron, y los detalles de sus historias son en gran medida ciertos. La princesa Kazu se casó con el shogun Iemochi cuando sólo tenía quince años; viajó por la ruta Nakasendo y pasó por el valle de Kiso hasta llegar a Edo, y vivió en el castillo.

Sabemos muy poco sobre la vida dentro del palacio de las mujeres. Se guardaba en estricto secreto, y las mujeres que vivieron allí tenían prohibido hablar de ello. Cuando lo desmantelaron, unas pocas doncellas registraron sus recuerdos. He utilizado esos relatos para imaginarme cómo debía de ser la vida en el palacio. Las historias de intrigas y asesinatos son todas ciertas, igual que los nombres de las concubinas: la anciana Honjuin y las demás. La princesa Kazu se empeñó en vestir al estilo imperial, estaba enemistada con su suegra, Tensho-in (la Retirada), y cuando desalojaron a las mujeres del palacio, se trasladó a la mansión Shimizu. Antes de que el shogun emprendiera su último viaje a Kioto, la princesa le regaló una concubina. Después de la muerte del shogun, esa concubina se hizo monja y murió de beriberi en 1877, a los treinta y un años.

Okoto, la madre de Sachi, también existió, y la historia de su relación con el apuesto carpintero es en gran medida cierta. Era miembro de la familia Mizuno, y la última concubina —y favorita— del duodécimo shogun, Ieyoshi. No sabemos cómo se llamaba su amante (de hecho no era carpintero, sino agente de un carpintero, una especie de contratista); pero sí sabemos que se parecía mucho al atractivo actor de kabuki Sojiro Sawamura. Las maquinaciones del hermano de la princesa para introducirla en el palacio del shogun y el triste final de la princesa también son ciertos. Introduje un par de cambios: esos sucesos ocurrieron en 1855, después de la muerte del shogun Ieyoshi, y no en 1850; y no hay constancia de que la princesa tuviera una hija.

En la década de 1860, Japón era un país extraordinario. Nadie sabía que su mundo estaba a punto de cambiar, y no gradualmente, como hizo el nuestro en la época victoriana, sino de la noche a la mañana. Todo el mundo daba por hecho que la vida tal como la conocían seguiría siempre igual. Era un mundo en el que el olor tenía un papel muy relevante, y en el que los vehículos de ruedas sólo se utilizaban para transportar mercancías; la gente viajaba a pie o en palanquín. Se utilizaba poco la pólvora, los samuráis combatían con espadas, y las mujeres samuráis se entrenaban en el uso de la alabarda. Me documenté cuanto pude sobre indumentaria, peinado, incienso, cómo vivía la gente y, en la medida de lo posible, sobre cómo pensaban y sentían. También he mantenido el calendario japonés y he utilizado las medidas horarias y de longitud japonesas.

Las mujeres llevaban una vida muy diferente de la nuestra. Las mujeres de clase alta casi nunca salían de sus casas, y debían mantener siempre una actitud decorosa e imperturbable, por espantosas que fueran las calamidades que les sucedieran. Se trataba de una sociedad en la que el concepto del amor y la palabra que lo denominaba todavía no había sido introducido desde Occidente. Cuando la gente se enamoraba, esa experiencia la cogía desprevenida. Verse invadido por una pasión tan salvaje que uno no podía cumplir con su deber se consideraba un desastre. Las obras de teatro kabuki y las novelas japonesas sobre ese tema nunca terminan en boda, sino en suicidio por amor. Tampoco existía la palabra «beso». El beso era una de las técnicas sexuales esotéricas de las geishas, y las mujeres decentes como Sachi no sabían siquiera que existía. Para mí suponía un desafío escribir una historia de amor ambientada en una sociedad en la que no existía el concepto del amor romántico. ¡Y sin utilizar siquiera la palabra «amor»!

Poco después de convertirse en el Palacio Imperial de Tokio, el castillo de Edo fue demolido. Donde antes estaba el palacio de las mujeres están ahora los Jardines Orientales del Palacio Imperial; la extensión de los jardines da una idea de lo inmenso que debía de ser el palacio. La Puerta de las Damas del Shogun, con su inmenso cuartel —conocida oficialmente como Puerta Hirakawa—, sigue allí, igual que el portal de la mansión Shimizu. En el castillo Himeji, al oeste de Osaka, todavía se conservan las dependencias de las mujeres, aunque son mucho más pequeñas que las del castillo de Edo. El Museo Nacional de Tokio en el monte Ueno está construido en los terrenos del antiguo templo Kanei-ji. En Tokio fui a visitar el templo Zojoji, donde están enterrados el shogun Iemochi y la princesa Kazu. Hay también una estatua de tamaño natural de ella. También volví al Camino de la Montaña Interior (el Nakasendo) y a los pueblos de Tsumago y Magote, en los que me inspiré para describir la aldea de Sachi. En cuanto a Kano, ése era el antiguo nombre de Gifu, donde viví mis dos primeros años en Japón; aunque la traición del daimio de Kano es pura ficción.

La historia siempre la escriben los vencedores, y más aún en el caso de la guerra civil que culminó en 1868 con la llamada Restauración Meiji. Ése episodio de la historia de Japón suele describirse como una revolución «incruenta»; pero como saben los lectores de este libro, no tuvo nada de incruenta. Intenté imaginar cómo debían de sentirse los centenares de japoneses que estaban en el bando perdedor, y sobre todo, qué les pasó a las mujeres del castillo de Edo después de ser desalojadas del palacio de las mujeres.

La historia de ese período —las conspiraciones, las contraconspiraciones y las alianzas secretas— es laberíntica. Las personas que lo vivieron debían de saber muy poco de lo que estaba pasando fuera de su pequeño mundo. Lo he simplificado y he intentado mostrarlo como debió de parecerle a Sachi. He agrupado a los Satsuma, Choshu, Tosa y a los numerosos clanes de aliados y los he llamado «los sureños»; tiene sentido geográficamente y, de manera curiosa, es así como los denominaban el Japan Times Overland Mail y otros observadores occidentales contemporáneos.

En el período en que está ambientado este libro, Japón acababa de empezar a abrirse a Occidente. Los Victorianos que visitaban el país eran muy conscientes de que estaban viendo un mundo extraordinario, un mundo que estaba a punto de desaparecer. Muchos escribieron diarios y libros que leí con gran interés y hasta con envidia. Cito algunos más adelante. Para mí, escribir La última concubina ha sido el último capítulo de una larga historia de amor con Japón. A todo el que visita ese país le gustaría haber conocido el antiguo Japón, ese mágico y frágil mundo que ha desaparecido para siempre. Escribir este libro me ha brindado la oportunidad de imaginarme allí y de llevarme conmigo a mis lectores.