2. CONCHAS DE OLVIDO, 1865

I

Sachi jugaba a emparejar conchas con la princesa Kazu. Arrodillada enfrente de ella, con las manos entrelazadas sobre el regazo y con la vista fija en el suelo en actitud de modestia, oyó el susurro de la seda cuando la princesa se recogió con languidez la larga manga de la túnica y metió la mano en la caja lacada con incrustaciones de oro que contenía las conchas. La princesa pasó los dedos por las pequeñas y secas conchas, y se oyó un débil repiqueteo. Cogió una y la puso boca arriba sobre el tatami. Sachi se inclinó hacia delante. En el interior de la concha, pintado sobre un fondo de pan de oro, había todo un mundo de nobles y damas en miniatura.

Había otras conchas, boca abajo y ordenadas en hileras, entre las dos mujeres. La princesa cogió una y miró en su interior.

—¿Por qué tengo siempre tan mala suerte? —preguntó arrojando la concha con fastidio—. Si al menos fueran conchas de olvido… Entonces quizá podría olvidar. —Y recitó en voz baja un poema:

Wasuregai / No reuniré

hiroi shi mo seji / conchas de olvido,

shiratama o / sino perlas,

kouru o dani tno / recuerdos de

katami to omowan / mi antiguo y precioso enamorado.

Sachi la miró de soslayo. Pensó en las historias que había oído; decían que habían obligado a la princesa a ir a Edo y a casarse contra su voluntad con el shogun, y que antes de eso había estado comprometida con un príncipe imperial. Pero todo eso había pasado mucho tiempo atrás. ¿Por qué Su Alteza seguía aferrándose al pasado? ¿Por qué Su Alteza estaba siempre tan triste?

La princesa la miraba con expectación. Sachi tenía una mano suspendida sobre las conchas que estaban boca abajo. Escogió una, miró en su interior y dio un gritito; entonces agarró la concha que la princesa acababa de extraer de la caja. Ambas conchas eran idénticas. Sachi se puso a reír, y entonces, al recordar dónde estaba, se ruborizó y se tapó la boca con ambas manos.

—Qué infantil —comentó Tsuguko, la primera dama de honor de la princesa, sonriendo con indulgencia.

Tsuguko era la persona más poderosa del entorno de la princesa, y la máxima autoridad en los importantísimos asuntos del protocolo. Era una mujer alta y aristocrática, con cabello entrecano que le llegaba hasta el suelo. La mayoría de las damas más jóvenes le tenían miedo, pero con aquellas que gozaban del favor de la princesa era la amabilidad en persona.

La princesa también compuso una lánguida sonrisa.

—Podría hechizar a cualquiera con esos ojos verdes —murmuró—. ¡Disfruta tanto con todo! Ojalá todos los días fueran tan apacibles como éste. —Miró a Tsuguko y, en voz baja, agregó—: Nos queda muy poco tiempo.

—La vida humana siempre es incierta, Señora. Pero quizá los dioses nos favorezcan esta vez.

—No si la Retirada se sale con la suya. Sé que goza de la confianza de Su Majestad…

Era el decimoquinto día del quinto mes del primer año de Keio, y las lluvias se estaban retrasando. Cada día hacía más calor, y la atmósfera iba volviéndose más y más húmeda y opresiva. Unas nubes oscuras tapaban el cielo. Habían retirado las puertas de papel que dividían las habitaciones y las puertas de madera que formaban las paredes exteriores de los edificios, convirtiendo todo el inmenso palacio en un laberinto de pabellones conectados entre sí. Pero ni la más leve brisa sacudía las persianas de bambú.

Ésa mañana, habían liberado durante unos minutos a Sachi de sus obligaciones. La joven fue corriendo a la galería y contempló los jardines del palacio. El césped, los recortados arbustos y los pinos de puntiagudas hojas se extendían ante ella formando un deslumbrante mosaico de verdes. El elegante lago con sus puentes en forma de media luna estaba tan quieto que parecía un dibujo. Había brotes de bambú asomando en la tierra, y las nudosas ramas se combaban bajo el peso de hojas y capullos nuevos. Sachi aspiró aquel aire húmedo con un tibio aroma a tierra, a hojas y a hierba.

Una cigarra rompió el silencio con su agudo grito, y esa repentina interrupción trasladó a la joven a la ladera de una montaña, entre gruesos árboles. Abajo, en el valle, se apiñaba un puñado de tejados de pizarra reforzados con piedras. Casi podía oler el humo de leña y el aroma de la sopa de miso. La aldea. El recuerdo era tan claro y diáfano que hizo que le brotaran las lágrimas.

Como hacía todos los días, rememoró aquella fatídica mañana de otoño en que la princesa había pasado por su aldea. Sachi estaba en el vestíbulo de la gran posada, arrodillada en el frío y duro suelo de madera. Las mujeres formaron un corro alrededor de ella, gorjeando sin parar. Sus padres tenían la cabeza agachada, y su madre se enjugaba las lágrimas. Entonces su padre dijo: «Tienes que ir con ellas. Considérate afortunada. No lo olvides nunca. Hagas lo que hagas, no llores. Sé segura de ti misma y haz que estemos orgullosos de ti».

Antes de darse cuenta, iba por el camino con una dama de honor sujetándole firmemente una mano. Recordaba que había intentado contener las lágrimas, y que no paraba de volverse, tratando de atisbar la aldea, hasta que ésta se perdió de vista. Muchos días más tarde, llegaron a la gran ciudad de Edo, y por fin Sachi vio las blancas murallas del castillo, que tapaban el cielo. Entraron en el castillo, y las puertas se cerraron detrás de ellos.

¡Qué sola se había sentido al principio! Nunca había sospechado que fuera posible estar tan triste. Ni siquiera entendía lo que decían los demás. Había muchas cosas que aprender: a andar y a hablar como una dama, a leer y escribir. Ya habían pasado cuatro inviernos y tres veranos. Pero Sachi pensaba en sus padres todos los días, y se preguntaba cómo estarían y qué harían.

Ocupó su lugar habitual junto a la princesa y empezó a abanicarla, tratando de refrescar al máximo el aire que la rodeaba. Del quemador de incienso que había en el rincón se alzaban unas finas volutas de fragante humo. Al otro lado de los ornamentados biombos dorados que delimitaban la parte de la habitación reservada a la princesa, había varios grupos de damas de honor recostadas, charlando y riendo; sus túnicas se inflaban alrededor de ellas como las hojas en un estanque de nenúfares. Sólo a unas pocas elegidas se les permitía estar detrás de los biombos. Si Sachi no hubiera sido tan joven, podría haberle parecido extraño que precisamente a ella la dejaran estar allí. Pero por alguna razón la princesa le tenía cariño. Decía que su compañía la tranquilizaba.

Sachi miró a la princesa. Sabía que tenía que dirigir siempre la mirada hacia el suelo en actitud de modestia, y sobre todo en presencia de la princesa. Pero había tantas normas, tantas cosas que recordar. Y además, a veces tenía la impresión de que ella era la única persona que de verdad se preocupaba por la princesa Kazu. Para Sachi, la princesa encarnaba la perfección. Su caligrafía era mucho más elegante que la de sus damas de honor, y sus poemas, los más conmovedores; y cuando tocaba el koto, quienes la escuchaban lloraban de emoción. Cuando celebraba la ceremonia del té, sus movimientos eran pura poesía. Sin embargo, tenía algo de criatura salvaje, atrapada en el tejido de ceremonia y deferencia que la rodeaba. A veces, Sachi creía ver un destello de pánico en sus negros ojos, y la princesa le recordaba a una cierva asustada. Pese a lo joven y lo insignificante que ella era, Sachi sentía el impulso de protegerla.

Oyeron, a lo lejos, unos pasos amortiguados que corrían por el pasillo hacia donde estaban ellas. La puerta de la antecámara se deslizó por sus guías y las tablas del suelo crujieron al arrodillarse el visitante. Luego se oyeron voces y un frufrú de seda, y apareció una dama de honor, que se quedó con la cabeza agachada frente al biombo. Tsuguko se inclinó hacia ella con su acostumbrada altivez, y regresó junto a la princesa y le susurró algo al oído.

Sachi oyó lo que le decía: «Se acerca la hora de la visita matutina».

La princesa se quedó paralizada. Entonces, por algún extraño motivo, miró fijamente a Sachi. Sachi se apresuró a bajar la vista.

La princesa respiró hondo, como si de pronto hubiera recordado qué y quién era. Entonces se volvió hacia Tsuguko y dijo con estudiada calma:

—Di a mis damas de honor que hagan los preparativos.

Sachi recogió las conchas a toda prisa y las guardó en sus cajas, atando con cuidado los cordones con borlas que las sujetaban. Cuando llegó por primera vez al palacio, todo era tan nuevo para ella que apenas se había fijado en dónde estaba ni había reparado en el inmenso lujo que la rodeaba. Ahora, casi cuatro años más tarde, manejaba con reverencia las diminutas conchas pintadas y las cajas octogonales lacadas.

Sólo las damas de más categoría eran admitidas ante la presencia del shogun. La vida del palacio giraba alrededor de él. Cuando el shogun no estaba, era como si la oscuridad lo hubiera invadido todo. Las mujeres que correteaban por el Gran Interior, desde las de los niveles más altos de la jerarquía hasta las de los niveles más bajos —grandes damas, pequeñas damas, ancianas, jóvenes, doncellas, doncellas de doncellas, alabarderas, limpiadoras, encargadas de llevar carbón y agua, hasta las más bajas mandaderas a las que todos llamaban «honorables mocosas»— se quedaban calladas y asustadas. Cuando él regresaba, era como si hubiera salido el sol. Pero la mayoría de las mujeres que dedicaban su vida a servir a ese ser divino no esperaban llegar a verlo nunca.

De hecho, era extraordinario, como Sachi había oído comentar a las ancianas entre ellas, que el shogun se hubiera ausentado. El tercer shogun, el señor Iemitsu, había visitado Kioto en la era Kan’el, más de doscientos años atrás; pero desde entonces, ningún shogun había salido del castillo. El anterior shogun, el pobre señor Iesada, había nacido, vivido y muerto allí, igual que sus predecesores.

Pues ¿por qué razón iba a querer alguien marcharse de allí? El castillo formaba un mundo aparte. Además del palacio interior, con sus oficinas, sus habitaciones para los guardias, sus enormes cocinas, comedores y cuartos de baño, sus pequeños palacios para las grandes damas y sus laberintos de habitaciones donde vivían las mujeres, todo rodeado de exquisitos jardines con lagos, riachuelos, cascadas y escenarios para representar obras de teatro y danzas, había también un palacio intermedio —la residencia del shogun cuando no estaba en el palacio interior— y un palacio exterior, donde tenían lugar los asuntos oficiales y donde el gobierno tenía sus oficinas.

Las mujeres, por supuesto, nunca salían del Gran Interior, y en teoría ni siquiera sabían qué pasaba fuera de allí; aunque en la práctica, las noticias y los cotilleos fluían como el aire hasta el palacio interior, de tal forma que, aunque las mujeres nunca lo abandonaran, sabían perfectamente qué estaba pasando en el mundo exterior. Todo eso —el palacio interior, el intermedio y el exterior— constituía la ciudadela principal. Pero también había una segunda ciudadela, donde el heredero —cuando lo había— y su madre tenían su corte; y la ciudadela occidental, donde se suponía que vivían las viudas —las esposas, las consortes y las concubinas— de los shogunes difuntos después de hacer sus votos sagrados. Cada una de esas ciudadelas era una versión más pequeña de la ciudadela principal, y tenía sus propios palacios exterior, intermedio e interior. Dentro de los límites del enorme foso y las altísimas murallas, también estaba la extensión boscosa de los jardines de recreo Fukiage y la colina Momiji, donde las mujeres podían pasear y disfrutar del cambio de las estaciones, y los palacios de las familias Tayasu y Shimizu, parientes consanguíneos de la familia Tokugawa.

De hecho, allí estaba todo lo que una podía desear. Una vez que las mujeres entraban en el castillo, sabían que, a menos que se sintieran muy desgraciadas o se comportaran mal, permanecerían allí el resto de su vida. Se les permitía visitar a sus familias de vez en cuando, desde luego. Sachi sabía que pronto también a ella le permitirían ir a visitar a su familia unos días, aunque su vida en la aldea parecía tan lejana que apenas recordaba a la niñita que era cuando vivía allí.

En el pasado, cuando la princesa hacía su desplazamiento diario para ir a saludar al shogun, Sachi siempre se quedaba en las dependencias reales. Pero ese día algo había cambiado. Sachi pensó que debía de tener algo que ver con su edad. Ya había cumplido quince años, era mayor de edad y había empezado a menstruar. Llevaba el pelo recogido en un moño al estilo de las mujeres adultas, y el kimono que vestía la identificaba como doncella de rango inferior. Hasta le habían cambiado el nombre.

En lugar de llamarla Sachi, «felicidad», la llamaban Yuri, «azucena». A ella le gustaba su nuevo nombre, pues la hacía sentirse delicada y femenina, y también importante, parte de un mundo más espléndido que el anterior. Su cuerpo también estaba cambiando: brotaba casi tan deprisa como el bambú en la estación de las lluvias. Se le habían estirado y adelgazado los brazos y las piernas, y tenía que aplastarse los pequeños y redondos pechos para que cupieran en el kimono. Hasta su cara parecía diferente casi cada vez que se miraba en el espejo.

Quizá fuera ésa la razón por la que, esa mañana, Tsuguko le había ordenado que se preparara para ir a saludar al shogun. Pero ella no era nadie para hacer preguntas. Como le recordaban una y otra vez las mujeres mayores, ella y sus sentimientos no contaban para nada. Pasara lo que pasase, se sintiera como se sintiese, debía esforzarse para ofrecer una apariencia plácida y serena, como la superficie de un estanque que vuelve a quedar lisa después de que alguien le haya arrojado una piedra. La clave consistía en recordar cuál era su lugar, ser obediente y no hacer nada que la pusiera en evidencia o que hiciera que los demás se avergonzaran de ella.

A media mañana, a medida que se acercaba la hora del caballo, las mujeres se prepararon para partir. La princesa se levantó y, sujetando su abanico ceremonial de madera de ciprés a la altura de la cintura, salió deslizándose de sus aposentos. Se movía con tanta delicadeza que el humo que se alzaba en volutas del incensario apenas tembló. Sus anchos pantalones rojos se mecieron, y el dobladillo acolchado de su chaqueta de brocado se desplegó como un abanico detrás de ella. Sus ropas desprendían un sutil perfume que la envolvía. La seguían sus damas, como una interminable procesión de enormes flores, con sus finos kimonos blancos de verano y sus voluminosas faldas de color bermellón. Normalmente, Tsuguko iba a la cabeza de la comitiva, como correspondía a su rango de primera dama de honor; sin embargo, ese día se quedó en la cola del grupo, guiando a Sachi.

Fuera, el pasillo estaba lleno de mujeres arrodilladas. Sin parar de hacer reverencias, las escoltas saludaban a la princesa. Sachi caminaba deprisa dando pasitos muy cortos, procurando no tropezar con los pliegues de tela que se arremolinaban alrededor de sus pies.

Como era más bajita que las demás, casi tenía que correr para alcanzarlas. Tropezó una vez con la cola de su kimono. «Pasos más pequeños —la previno Tsuguko, y le puso un dedo debajo del codo—. Los dedos de los pies hacia dentro. Las manos sobre los muslos, los dedos estirados, los pulgares escondidos. La cabeza agachada. Mira al suelo».

Precedidas por las escoltas, la princesa y sus damas de honor se deslizaban con una lentitud asombrosa, dando pasos acompasados, por un pasillo tras otro; sus túnicas susurraban suavemente, como las olas que acarician la orilla de un río. El palacio era un laberinto. Sachi correteaba con la mirada fija en las esteras de los tatamis, y se preguntaba cómo encontraría el camino de regreso si la dejaran sola. Levantó la cabeza y vio el largo pasillo, que se perdía en la lejanía, flanqueado por un sinfín de puertas de madera, todas cerradas. Sabía que detrás de esas puertas estaban las abarrotadas habitaciones donde vivían algunos de los cientos de damas de honor y sus doncellas.

Cuando volvió a mirar, estaban bordeando una inmensa sala de audiencias. Gran parte de la estancia estaba a oscuras. En una de las puertas, apenas visibles en la penumbra, había pintadas grullas volando y tortugas nadando; en otra, montañas y cascadas que a Sachi le recordaron a su aldea. Había leopardos y tigres de ojos destellantes ocultos en las sombras, y dragones pintados en los dinteles y en los frisos. El techo, dorado, brillaba. A uno de los lados de la sala había un patio con un pequeño estanque y un diminuto rectángulo de cielo gris. Las rocas estaban salpicadas de flores blancas. Hacía tanto calor que costaba trabajo moverse. La atmósfera estaba cargada de humedad.

—¡Agacha la cabeza! —rugió Tsuguko.

Llegaron a una pasarela que conducía al ala privada del shogun, que se alzaba como un pabellón entre extensiones de césped, sauces, relucientes riachuelos y arriates de lirios morados. Allí esperaba un grupo de mujeres, arrodilladas; al acercarse la princesa, se apartaron sin levantarse. En las primeras filas había siete mujeres de rostro apergaminado, con complicadas pelucas de reluciente pelo negro: eran las veteranas, las concubinas del señor Ienari, el abuelo del actual shogun; ellas decidían todos los detalles de la vida en el palacio de las mujeres. Decían que en otros tiempos habían sido muy bellas, pero a Sachi le parecían feas como dragones escupiendo fuego. Sachi vivía atemorizada por sus afiladas lenguas y sus duros nudillos. ¿Qué dirían y qué harían al ver a una criatura tan humilde como ella que había osado encumbrarse tanto? Cuando Tsuguko la hizo pasar ante las ancianas, Sachi alzó la mirada lo suficiente para ver sus caras, y le sorprendió comprobar que la miraban con gesto amable. Una hasta le sonrió y asintió con la cabeza como infundiéndole ánimo.

Sachi apenas tuvo tiempo de registrar lo extraño de aquella situación, porque la princesa y su séquito habían entrado en un largo y oscuro pasillo. Una de las paredes la formaban unas persianas de juncos decoradas con enormes borlas rojas. Al final del pasillo había una gran puerta de madera.

Se hallaban en el famoso Pasillo de la Campana, el lugar de acceso al palacio de las mujeres desde los palacios intermedio y exterior, que eran el dominio de los hombres. Sólo lo utilizaba el shogun; él era el único hombre que podía entrar en las dependencias de las mujeres. Había unos pocos hombres que trabajaban en las dependencias de las mujeres —sacerdotes enjutos y apergaminados, un par de médicos de rostro liso, los musculosos guardias de las puertas exteriores—, pero ellos no contaban. Para las mujeres, esos hombres no existían.

Junto a la puerta colgaba una gran bola de campanas de cobre que hacían sonar cuando el shogun se disponía a salir; hacerla sonar en cualquier otro momento constituía un grave delito. Había una dama de honor arrodillada a cada lado, junto con un par de sacerdotisas (unas ancianas de manos nudosas, con la cabeza afeitada y reluciente, que vestían túnicas de sacerdote). La primera vez que las vio, Sachi se llevó una sorpresa, pero ya se había acostumbrado a ellas.

La princesa y su séquito vestían el traje de la corte imperial de Kioto; túnicas blancas, pantalones encarnados y chaquetas de brocado de color bermellón. Pero las aristócratas que llenaban el pasillo lucían las túnicas más fastuosas que Sachi había visto jamás. Algunas tenían bordados dibujos de glicinas y lirios; otras, abanicos de madera de ciprés y carros tirados por bueyes. En algunas, unos paisajes en miniatura pintados con tonos rojos se desenrollaban sobre las curvadas espaldas de las damas. La princesa y sus damas de honor llevaban el largo y liso cabello suelto, hasta el suelo. Pero las cabezas de esas mujeres —que estaban arrodilladas con la frente pegada al suelo— estaban adornadas con gruesos rizos de cabello untado con aceite, y llenas de peinecillos, horquillas y cintas.

La viuda Jitsusein, la madre biológica del shogun, estaba arrodillada en el lugar de honor, junto a la puerta. Tenía un rostro cetrino y transido de amargura. Como todas las viudas, llevaba el pelo corto, una sencilla túnica y una cogulla de monja. Sachi la llamaba el Cuervo Viejo. La viuda entraba todos los días en los aposentos de la princesa, con su túnica negra, y encontraba defectos en todas partes. Por mucho que todas intentaran complacerla, ella siempre encontraba algo de qué quejarse.

La princesa ocupó su lugar en el almohadón que había enfrente del de la viuda. Pero cuando todavía estaba metiendo sus faldas bajo las rodillas, una manada de mujeres ataviadas con túnicas ricamente bordadas avanzó lenta y majestuosamente por el pasillo. A la cabeza iba una mujer alta de aspecto imperioso. Iba vestida, como el Cuervo Viejo, con un hábito de monja, pero su túnica era de una seda finísima, de color gris con tintes morados, y su manto estaba astutamente recogido para revelar un atisbo de la suave piel de su cuello, blanca como la nieve. Su porte revelaba que, pese al traje que llevaba, era una princesa.

Sachi alzó la mirada desde el final de la cola y se estremeció. Era la Retirada, la temida viuda Tenshoin. Todas le tenían pavor. Decían que tenía muy mal genio y que era fuerte como un varón. Contaban que en una ocasión, durante un terremoto, había cogido en brazos al anterior shogun, su esposo, y lo había sacado del palacio. Además, las mujeres afirmaban que era una excelente amazona que sabía manejar la alabarda con la misma habilidad que cualquier soldado, y también una experta intérprete de las danzas y los cantos del teatro Noh. Todavía no había cumplido treinta años, y su belleza estaba en pleno esplendor. Se adivinaba una sonrisa de suficiencia en sus labios, brillantes como joyas, y en sus ojos ardía una abrasadora energía.

Pero todas las miradas iban dirigidas hacia la joven que revoloteaba detrás de ella. No era mayor que Sachi, y tenía la nariz respingona y el cutis aceitunado de las muchachas de Edo, muy diferente de la palidez aristocrática de las mujeres de Kioto. Llevaba el rostro, regordete e infantil, primorosamente maquillado al estilo de Edo, y le brillaban los carnosos labios, pintados de un rojo verdoso conocido como «rojo de bambú fresco». Iba tambaleándose con recato, dando cortos pasitos, con los dedos de los pies hacia dentro; ponía un pie delante del otro con mucho cuidado y mantenía la mirada fija en el suelo. Pero sabía que todas la estaban mirando: la delataba la postura de sus hombros.

Al verla, Sachi dio un grito ahogado. Bajo el maquillaje estaba Fuyu, la estrella indiscutible entre las damas más jóvenes. Sachi ansiaba alcanzar la desenvoltura y el aplomo de aquella muchacha. Cuando estaba Fuyu presente, Sachi se sentía cohibida, consciente de sus humildes orígenes y de su escasa educación. En cuanto a Fuyu, no se molestaba en hablar con Sachi, salvo en las raras ocasiones, durante los ejercicios de alabarda, en que Sachi conseguía asestarle un golpe con su bastón. Entonces Fuyu levantaba la barbilla, la miraba con desdén y, tras dar un resoplido, decía: «Supongo que no está mal… ¡para tratarse de una campesina!». Era la hija de uno de los capitanes de la guardia y, como Sachi, sierva joven. Pese a los aires de importancia que se daba, a ella tampoco le estaba permitido entrar en los aposentos del shogun.

Pero lo que levantó un murmullo de admiración entre todas las presentes fue su espectacular haori, una chaqueta con un bordado espectacular de la ciudad de Edo. Describiendo curvas por el dobladillo acolchado estaba el río Sumida, bordeado de edificios y atravesado por el puente Nihonbashi. La bahía de Edo era una sinuosa curva de color azul a la altura de las caderas. Por la espalda y por las mangas se extendían casas, templos, una pagoda, calles salpicadas de diminutas figuras, nubes de follaje y hasta un resquicio de las torrecillas del castillo de Edo destacadas con hilo de oro. Era una obra de arte, increíblemente costosa, diseñada para atraer todas las miradas.

Mientras sus damas ocupaban sus lugares a lo largo de uno de los lados del pasillo, la Retirada se acercó al Cuervo Viejo y a la princesa e hizo una gran reverencia.

—Saludos, Alteza Imperial —dijo dirigiéndose a la princesa.

Hablaba en voz baja, pero su voz, grave y sonora, llegó hasta el final del pasillo. —Bienvenida. Es un gran honor teneros entre nosotras.

Espero de todo corazón que vuestra salud no se resienta de este tiempo tan caluroso.

El pasillo estaba en silencio; sólo se oía el susurro de los abanicos Hacía un calor insoportable. Sachi se removió, incómoda; notaba las pesadas prendas enganchándose a su húmeda piel. Agachó la cabeza y, asustada, escuchó la respuesta de la princesa.

Como todos los que «vivían por encima de las nubes» —al fin y al cabo, era hija del anterior Hijo del Cielo, y hermana del que reinaba en ese momento— la princesa Kazu esperaba que la trataran con la deferencia que correspondía a su elevado estatus. Nunca olvidaba, ni por un momento, que había abandonado la elegante vida de que había disfrutado en la corte imperial de Kioto para descender al nivel de esos plebeyos de baja estofa. Sin embargo, lejos de comportarse con el debido respeto y de mostrar su reconocimiento por el sacrificio que había hecho la princesa, la Retirada aprovechaba cualquier ocasión para reafirmar su preeminencia. Como viuda del anterior shogun y madre adoptiva del actual, la Retirada había ostentado poder en el palacio hasta la llegada de la princesa, y estaba decidida a conservar su autoridad.

En la intimidad de los aposentos de la princesa, las aristócratas que habían acompañado a la princesa Kazu desde la capital no sentían otra cosa que desprecio por la Retirada y sus damas de honor. Decían que eran poco refinadas, por no decir absolutamente vulgares. ¿Cómo se atrevían a tratar a la princesa con tan poco respeto? Y respecto a su forma de vestir, de hablar y de comportarse, propia de samuráis, la habrían calificado de lamentable si no la hubieran encontrado tan ridícula. Cuando las damas de la princesa se cruzaban con las de la Retirada en los pasillos, pasaban de largo sin apenas molestarse en hacer una desdeñosa cabezada. Pero entre sus doncellas eran frecuentes las peleas. Se gritaban unas a otras, y a veces hasta se arañaban, se pellizcaban, se mordían y se tiraban del pelo y de la ropa.

Las dos grandes damas hacían todo lo posible por mantenerse alejadas una de otra. Sin embargo, a veces las cosas llegaban a un punto crítico. La princesa era demasiado orgullosa y había recibido una educación demasiado refinada para imponerse y hacer valer sus derechos, pero Sachi sabía el dolor que le causaban esos encuentros.

Cuando llegó al castillo, la princesa había insistido en hablar el dialecto arcaico de la corte imperial. Ése fue el primer idioma que le enseñaron a Sachi. La princesa esperaba que todas las mujeres del palacio adoptaran la lengua y las costumbres de Kioto; ésa había sido una de las condiciones de su boda. Pero en eso, como en muchas otras cosas, se había llevado un desengaño.

Ahora, en lugar de decir «Os agradezco vuestra amabilidad» con acento de Kioto, como habría hecho en el pasado, susurró: «Estoy en deuda con vos, Honorable Retirada». Tenía una vocecilla aguda y entrecortada, como el trino de un pájaro.

Durante varios minutos, las dos mujeres intercambiaron cumplidos, superándose una a otra en lo florido de su lenguaje y en la extravagancia de sus lisonjas. Entonces la Retirada se irguió y dijo:

—Una vez más, os doy mis más sinceras gracias, Alteza Imperial, por cuidar tan bien de Su Majestad, mi hijo adoptivo. —Miraba con fijeza a la princesa y estiraba los labios para componer la más dulce y venenosa de las sonrisas—. Pero me disgusta comprobar que las escoltas han cometido el error de siempre. Como suelen hacer, os han hecho sentar, erróneamente, en mi lugar. Comprenderéis que, como suegra vuestra y como primera dama de esta casa, yo debo ser la primera en dar la bienvenida a mi hijo a su hogar. Estoy segura de que me ayudaréis de buen grado a rectificar el error.

Hubo un silencio. Todas contenían la respiración. La princesa Kazu mantenía la vista fija en el suelo, mordiéndose el labio inferior.

—Al contrario, soy yo quien debe expresaros agradecimiento, Tensho-in —murmuró con fría cordialidad—. Me alegro mucho de veros. Pero sabéis muy bien que, como representante del Hijo del Cielo y humilde consorte de Su Majestad, estoy obligada, aunque no lo merezca, a tener precedencia. Confío en que seréis tan amable de permitirme permanecer en el lugar que me corresponde, al menos por esta vez.

—Ya hemos mantenido esta discusión muchas veces, nuera —replicó la Retirada sin alterarse, aunque sus negros ojos despedían fuego—. Habláis de tradición y de formas establecidas de hacer las cosas, pero olvidáis que estamos en el castillo de Edo. Aquí, en Edo, tenemos nuestras propias tradiciones y nuestras propias formas de hacer las cosas, que son las que estableció el primer shogun, Su Venerada Majestad el príncipe Ieyasu, y que llevan siglos en vigor. Sabéis muy bien que soy la viuda de Su Majestad tredécimo shogun, el príncipe Iesada. Como suegra vuestra, me horroriza que se os pueda ocurrir siquiera contradecir mi voluntad. Os empeñáis en conservar vuestro pintoresco título, vuestro peinado y vuestra forma de vestir provincianos. Eso me parece muy bien. Pero cuando nos veamos obligadas a vernos, debéis mostrarme respeto.

Sachi estaba horrorizada, y sentía la humillación de la princesa como si fuera suya. La princesa Kazu no dijo nada más; se retiró y se arrodilló en el suelo, y la Retirada ocupó su lugar en el almohadón.

II

Sonaron las campanas que había al final del pasillo. Su débil sonido metálico todavía resonaba cuando se oyeron, provenientes de las murallas del castillo, cuatro golpes de tambor, uno tras otro, que señalaban la hora. Las veteranas y las escoltas, las damas de honor y las sacerdotisas se postraron a ambos lados de la puerta.

Sachi también estaba arrodillada, mirando el tatami. Oyó el chirrido de unos cerrojos de hierro al descorrerse y el crujido de la gran puerta al deslizarse y abrirse. Hubo un largo silencio, seguido de un amortiguado tintineo. Entre el murmullo de voces se distinguía el timbre poco familiar de una voz masculina, la primera que Sachi oía desde hacía casi cuatro años. Junto con el murmullo de voces femeninas y el frufrú de seda se oía el ruido sordo de unos pasos que avanzaban por las esteras del tatami —unos pasos desenvueltos, indudablemente de varón—, y se percibía el aroma de un exótico y complejo perfume. El tiempo transcurría con dolorosa lentitud. La voz y el aroma se acercaban cada vez más. Cada vez estaban más próximos los cumplidos, las charlas y las risas. Los pasos masculinos avanzaban poco a poco. Entonces se detuvieron, justo delante de Sachi.

—¿De modo que ésta es? —preguntó la voz.

Las palabras sonaban extrañas y arcaicas. Era la primera vez que Sachi oía la formal terminología que sólo podía utilizar el shogun, y tuvo que hacer un esfuerzo para entender qué había dicho.

—Levanta la cabeza, niña —susurró Tsuguko, la primera dama de honor de la princesa, que estaba arrodillada al lado de Sachi—. ¡Saluda a Su Majestad!

Sachi levantó la cabeza lo suficiente para ver un par de medias de seda blanca. Luego la levantó un poco más, y se encontró contemplando un par de ojos castaños e inquisitivos. Bajó rápidamente la cabeza; estaba tan turbada y confundida que le ardían las puntas de las orejas.

Hubo un largo silencio.

—¿Cómo se llama? —preguntó la voz.

Un murmullo parecido al sonido del viento haciendo susurrar un campo de hierba en verano recorrió el pasillo. Tsuguko soltó una risa tintineante.

—Ésta humilde niña, Señor, es Yuri, de la casa de Sugi, portaestandartes del daimio de Ogaki —contestó, utilizando el nombre oficial de Sachi—. Es mi protegida.

Sachi todavía temblaba mucho después de que los pasos y el aroma se hubieran alejado y de que oyera cómo las puertas de los aposentos privados del shogun se abrían y se cerraban.

Siguió en silencio a las damas de honor hasta la habitación de la princesa. Su mente era un torbellino. Había violado la norma esencial: había levantado la cabeza y había mirado a un ser aún más elevado que las veteranas, que Tsuguko o que la Retirada: a Su Majestad el shogun, que estaba más cerca de los dioses que de los hombres. El rango de la princesa Kazu era superior al del shogun, desde luego, pero su caso era diferente. Sachi pertenecía a la princesa. La princesa la había escogido y la había mantenido a su lado. ¿Lo habría entendido mal? Seguro que Tsuguko no pretendía que ella cometiera semejante falta de protocolo.

También le había extrañado mucho la juventud de Su Majestad. Siempre había dado por hecho que una persona tan poderosa y tan sabia debía de ser aún más vieja, brusca y temible que esos consejeros que a veces iban al palacio con mensajes para alguna gran dama.

Y luego estaba Fuyu. ¿Qué hacía ella allí, y tan elegantemente vestida? Resultaba todo muy desconcertante. Caminando con paso suave por un pasillo tras otro, liviana como un pájaro, los hombros encorvados en gesto de modestia, como le habían enseñado, Sachi se sentía abrumada por tantas normas y tanto protocolo. Le habría gustado quitarse todas las capas de ropa que llevaba y correr, saltar y dar brincos como hacía antes. Necesitaba hablar con Taki, su amiga. Ella lo entendía todo; ella sabría darle las respuestas.

Tsuguko también guardó silencio hasta que llegaron a los aposentos de la princesa. Una vez allí, llevó a Sachi detrás de los biombos y la hizo arrodillarse enfrente de ella.

—Bueno, querida —dijo—. ¡Qué afortunada eres!

Estaba radiante de felicidad. Sachi nunca la había visto expresar otra cosa que no fuera majestuosidad y altiva condescendencia.

—Lo has hecho muy bien. Tus padres estarán orgullosos de ti.

Sachi, olvidando lo que le habían enseñado, la miró a los ojos, atónita.

—Parece ser que Su Majestad ha aceptado el ofrecimiento de Su Alteza. Habrá que hacer los arreglos de la manera adecuada, desde luego. Su Majestad ha manifestado su deseo, como has oído, y Su Alteza se lo ha concedido. La carta será redactada y enviada al emisario de Su Majestad inmediatamente. Ven a verme esta noche, cuando empiece a ponerse el sol, y yo te instruiré y te prepararé.

—¿Prepararme? ¿Para qué?

—Qué inocente eres —dijo Tsuguko riendo—. Te han ascendido a doncella de rango medio. A petición de Su Majestad, Su Alteza quiere que seas su regalo de despedida y que te conviertas en su concubina.

¡Concubina! Sachi agachó la cabeza y se quedó mirando el tatami.

—Yo no merezco semejante honor —balbuceó.

Entonces empezó a comprender el significado de aquellas palabras, y dio un grito de asombro.

—Señora, eso sería… un honor exagerado. Su Alteza siempre ha sido mucho más amable conmigo de lo que yo merezco. Yo no tengo mayor ambición que servir a Su Alteza. —Hablaba atropelladamente—. Elija a otra, por favor. No me elija a mí, Señora. No me obligue, por favor. Estoy segura de que no lo haré bien. No sabré qué hacer. No estoy preparada. No sé nada, Señora, no sé absolutamente nada.

—¡Niña! No te atrevas a cuestionar nuestra decisión —dijo Tsuguko con severidad. Pero suavizó el tono y agregó—: Ya sé que todavía eres joven y que no sabes nada del mundo. Pero hasta tú debes de comprender que éste es el mayor honor y la mayor oportunidad que cualquier joven podría tener, sobre todo una niña con tus orígenes. Ha sucedido todo muy deprisa. No he tenido tiempo para enseñarte todo cuanto necesitas saber. Pero eso es bueno. Tu inocencia es tu mayor encanto. Su Majestad partirá mañana hacia Osaka, de modo que aplazaremos las ceremonias formales de la unión hasta su regreso. Si sólo tú puedes complacer a Su Majestad, tendrás un pie afianzado en el dintel del palanquín enjoyado. Créeme, jamás volverá a presentársete una ocasión como ésta.

«Confiamos en ti —añadió con tono severo—. Ésta noche irás a los aposentos de Su Majestad.

Sachi todavía estaba arrodillada, muy aturdida, cuando hubo una conmoción junto a la puerta. Era la Retirada. Era la primera vez que se acercaba a las dependencias de la princesa. Las damas de honor se arrodillaron al instante, produciendo un frufrú de sedas. Unos segundos más tarde, la Retirada había aparecido por detrás de los biombos. Su hermoso rostro estaba inmóvil, salvo por una vena que latía en su sien. Miró a Tsuguko.

—¡Bueno! —dijo irguiéndose con imperiosidad—. Debes de estar orgullosa de ti misma. Tu señora y tú lo habéis hecho muy bien. ¡Le habéis endilgado a mi hijo esa criatura, esa expósita!

Tsuguko estaba arrodillada. Levantó la cabeza, arqueó las cejas y arrugó la frente componiendo una expresión de fingida humildad.

—¡Qué sorpresa! —dijo—. Nos sentimos muy honradas, Señora, de que honréis nuestros humildes aposentos con su estimada presencia. Muchas gracias por vuestras felicitaciones. No hace falta que os recuerde, por supuesto, que Yuri es la hija adoptiva de la casa de Sugi, portaestandartes del daimio de Ogaki.

—Quizá haya ascendido, pero todos sabemos de dónde ha salido —le espetó la Retirada, cuyas mejillas se habían coloreado—. Es un animal, una campesina analfabeta. La vimos cuando la trajisteis aquí. Ni siquiera sabía hablar como un ser humano.

—Tranquilizaos, Señora. Sabéis muy bien que hemos estado buscando desesperadamente una concubina que le proporcione a Su Majestad un hijo varón. También a vos os preocupaba ese asunto. Sería catastrófico para todos nosotros que el regente, el señor Yoshinobu, estuviera en posición de tomar el poder. Hemos puesto en marcha en repetidas ocasiones el proceso de selección, pero Su Majestad ha rechazado a todas las damas de honor que le hemos presentado. Sin embargo —continuó Tsuguko con voz suave—, por algún extraño motivo le ha gustado esta humilde joven. Deberíamos dar gracias a los dioses.

—Esto es una desgracia para la casa de Tokugawa —afirmó la Retirada con desdén.

—Estoy segura de que no recordáis, mi Señora, que Tama, la madre del quinto shogun y amada consorte del tercer shogun, el príncipe Iemitsu, era hija de un tendero, y que era tan humilde que ni siquiera podía presentarse ante Su Majestad. —Tsuguko hablaba con voz melosa—. Como seguro que recordáis, Tama era una sirvienta en quien se había delegado la tarea de ayudar en el baño de Su Majestad. El sexto shogun, el príncipe Ienobu, era hijo de una plebeya tan humilde que ni siquiera podían concederle el estatus de concubina oficial. Si me permitís tomarme la libertad de recordároslo, a Su Majestad tuvo que criarlo en secreto una sirvienta. Y también está el caso de Raku, la madre del cuarto shogun. Dejadme pensar. ¿No era su padre vendedor de ropa de segunda mano?

—¡Ya basta! ¡Ya basta!

—De todas formas, eso no tiene nada que ver con nosotras, Señora. Vos estabais presente cuando Su Majestad escogió a nuestra candidata y descartó a la vuestra.

—Es un crío —dijo la Retirada entre dientes—. No sabe nada. Lo has embrujado.

—Sabéis muy bien que Su Alteza tiene derecho a regalarle una concubina a Su Majestad. Por lo tanto, no tenéis ningún motivo para quejaros. —Puso las manos sobre la fragante estera de paja de arroz, con los dedos juntos y las yemas de los índices tocándose—. Muchas gracias por dignaros visitarnos —dijo de modo tajante, tocándose las manos con la frente.

—¿Y la habéis instruido en las artes de la alcoba? Me extrañaría. Ésa criatura es una palurda. ¡No durará mucho! —Dicho eso, la Retirada salió, indignada, de la habitación.

Cuando la puerta se hubo cerrado y el susurro de pasos se hubo extinguido, Tsuguko se volvió hacia Sachi, y sus aristocráticos rasgos se fruncieron componiendo un gesto de preocupación.

—¡Qué palabras tan crueles y tan desconsideradas! —comentó. Sachi nunca la había oído hablar con tanto sentimiento—. Se espera de todas nosotras que le mostremos respeto a Tensho-in, pero ella se propasa con sus exigencias. Ésta vez ha perdido la batalla. No estés triste, querida mía. Aparta de tu mente su mezquindad y su envidia. Cuando Su Alteza te vio por primera vez, supo de inmediato que tú no encajabas allí, en aquel lugar tan rústico. Supo que tu destino era diferente, y que debías estar con nosotras. Su Majestad es joven y bien educado; no le interesa jugar con las mujeres. Tensho-in y las veteranas le asignaron muchas damas hermosas de noble linaje, muy instruidas en las artes de la coquetería, pero él las rechazó a todas. Su Alteza lo conoce bien. Sabe que tú, con tu adorable rostro y tu puro corazón, serías de su gusto. No tengas miedo. Su Alteza y yo tenemos mucha fe en ti.

»Pero ten cuidado. Hasta esta noche, no salgas de las cámaras reales. ¿Quién sabe qué sería capaz de hacer una mujer movida por los celos?

Sachi seguía arrodillada. Había sido objeto de pullas tan despiadadas como las de la Retirada muchas veces. Había entendido que el palacio de las mujeres era un lugar traicionero donde las mujeres sonreían, pero pronunciaban palabras que cortaban como una daga clavada en el vientre. Aunque oficialmente la hubiera adoptado una familia de samuráis, todos sabían de dónde provenía. Muchas de las damas de la princesa y las damas del palacio de las mujeres estaban presentes cuando Su Alteza la vio y quedó prendada de ella. Para ellas, Sachi era un animalillo salvaje que la princesa, inexplicablemente, había adoptado como mascota. Aunque había aprendido su idioma, sus modales y su forma de andar; aunque trataba con ellas a diario, su mundo siempre le estaría vedado. Eran amables con ella como lo habrían sido con un perro.

Sachi todavía estaba demasiado conmocionada para tomarse en serio aquellas injurias. Las palabras que resonaban en su mente no eran las de la Retirada, sino las de Tsuguko. «Tu adorable rostro y la pureza de tu corazón…». No era así como ella se veía.

¡Si al menos pudiera ver a Su Alteza! ¿Era ésa la razón por la que se la había llevado de la aldea y la había elevado hasta esas alturas? ¿Lo había hecho para que le prestara ese servicio? Sachi estaba convencida de que debía de haber una última cosa que necesitaba saber que lo aclararía todo. Pero la princesa no regresó.

Pese a todo, Sachi sabía cuál era su deber. Pasara lo que pasase, serviría a Su Alteza lo mejor que pudiera. Estaba dispuesta a afrontar cualquier cosa que los dioses le tuvieran preparada.

III

Sachi fue a la habitación donde dormía con las otras doncellas y se quitó el kimono de etiqueta, colgándolo con cuidado en un colgador. Todavía aturdida, se puso la ropa de sirvienta, cogió su labor y se arrodilló en un rincón. Se quedó allí, con la mirada perdida en el vacío y sin tocar la labor que tenía en el regazo. Entonces oyó un deslizar de pasos en el pasillo exterior de madera. La puerta se abrió de golpe y por ella entró una joven muy sonriente. Era Taki.

—¿Lo has visto? —preguntó; su voz parecía el chillido de un ratón.

Taki era de Kioto, hija de un samurái venido a menos que servía a Kin, una de las damas de honor de la princesa. Kin la había empleado cuando la niña tenía doce años y se la había llevado a Edo. Sachi y Taki habían llegado al castillo en la misma época.

Taki no era hermosa; de hecho era bastante fea. Tenía el rostro pálido y delgado, picado de viruelas, y unos dientes muy salidos, de conejo. Cuando llegó Sachi, las criadas más jóvenes —y sobre todo las jóvenes de Edo que más tiempo llevaban viviendo en el castillo— se burlaban de ella sin piedad, imitando su acento y riéndose de ella cuando cometía errores de etiqueta. Taki siempre se ponía de su lado, la defendía con fiereza y la ayudaba a aprender a hablar y a comportarse como era debido. Se habían hecho muy amigas, a pesar de que Taki era de un linaje muy superior.

Taki no paraba de dar brincos y palmadas.

—No se habla de otra cosa —dijo con voz chillona—. Están todas muertas de celos. ¡Vas a ser la nueva concubina! Pero cuéntame, ¿lo has visto? ¿Cómo es? ¿Es joven? ¿Es viejo? ¿Es guapo? Me han dicho que es joven y guapo.

Se arrodilló al lado de Sachi, la abrazó y la miró, sonriente, esperando una respuesta.

—Bueno —murmuró Sachi, turbada—, apenas lo he visto. Me ha parecido bastante joven. Y quizá sea guapo.

—Y vas a pasar a ser doncella de rango medio. ¡Debiste de hacer algo muy bueno en tu anterior vida para haber tenido tan buena fortuna! ¡Has subido al palanquín enjoyado! Yo ya sabía que los dioses no podían haberte dado una cara como la tuya por nada.

—Pero ¿qué tiene que hacer una concubina?

—Verás, lo que yo sé es que las doncellas de rango medio tienen tres turnos. Hay un turno de mañana, un turno de tarde y un turno de noche. Tiene que haber sirvientas dispuestas a servir a Su Alteza Imperial en cualquier momento del día o de la noche.

—No te burles de mí. Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué pasa con Su Majestad?

—Ah… No lo sé exactamente. Serás su segunda esposa, la reina de todo este palacio. Bueno, eso si tienes un hijo varón, claro. Pero seguro que lo tendrás. Tu familia será rica. Ya no tendrán que preocuparse por nada. Es lo mejor que puede pasarle a una joven. Necesitarás doncellas. Déjame ser tu doncella. Por favor, Sachi, por favor. Pídeselo a Kin.

—Pero… tengo que ir con él esta noche.

—No te preocupes por eso. Ya debes de haber visto libros de alcoba y esos extraños dibujos que tienen algunas damas, esos «dibujos cómicos». Cierra los ojos y aguanta. Seguramente no durará mucho. Hasta puede que sea divertido. Hay gente que dice que es divertido. Vamos, no te escondas aquí. Vamos a reunirnos con las mujeres.

Acababan de volver a la sala principal cuando Haru, la maestra de Sachi, apareció en la puerta e hizo una reverencia. Sachi se alegró mucho de verla. Corrió a saludarla y, con las prisas, tropezó con las faldas. Las damas de honor y sus doncellas, que llenaban la habitación como una bandada de llamativos pájaros, evitaron mirarla. Sólo una le lanzó una rápida ojeada al pasar Sachi corriendo, y la joven no supo si era de lástima, de envidia o de otra cosa.

Haru saludó a Sachi con una profunda reverencia, hasta tocar el suelo con la cara.

—Mi más sincera enhorabuena —dijo con solemnidad.

Se sentó sobre los talones y la miró; entonces se tapó la boca con una mano y compuso una amplia sonrisa.

—En todo el palacio no se habla de otra cosa —dijo con una risita de deleite.

Sachi le devolvió una temblorosa sonrisa.

Haru tenía un rostro mofletudo que en otros tiempos debía de haber sido atractivo, aunque con los años se había abultado en exceso. Tenía las mejillas llenas y sonrosadas, y sus ojos de felino casi desaparecían cuando sonreía, lo cual sucedía a menudo. Sachi la llamaba «Hermana Mayor», pese a que Haru estaba a punto de cumplir treinta años. Leía mucho y contaba historias divertidas, pero cuando nadie la observaba, su cara se arrugaba y la tristeza se reflejaba en sus facciones. Había pasado la mayor parte de su vida en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, el palacio más opulento de la región; estaba acostumbrada a un lujo inimaginable para los que nunca habían entrado en su recinto, y sin embargo llevaba el sencillo kimono de una doncella de rango inferior y el cabello recogido en un sencillo moño. Nunca había ascendido de categoría, como habían hecho otras mujeres; ella siempre había sido maestra. Quizá por sus numerosos logros, o quizá porque provenía de una parte del país no muy lejana a la región de Sachi y porque entendía el dialecto bárbaro que hablaba la joven cuando llegó al castillo, habían encomendado a Haru la misión de convertir a Sachi en una dama.

Se retiraron al rincón de la gran sala donde solían sentarse. Durante un rato, se esforzaron para concentrarse en sus lecciones, pero Sachi estaba muy distraída pensando en otras cosas. Tenía tanto que aprender todavía; y la única persona a la que se atrevía a preguntar era Haru. Al final hizo acopio de valor.

—¿Has conocido alguna vez a un hombre? —murmuró con un débil susurro.

Haru se inclinó hacia delante. Al oír a Sachi, se tapó la boca con ambas manos, se echó hacia atrás, sentándose sobre los talones, y soltó una carcajada. Las damas que había en la habitación miraron alrededor, sobresaltadas.

—Todas te envidian —dijo Haru sonriendo con tristeza—. Ésa es una experiencia que la mayoría de nosotras nunca vivirá. Yo, desde luego, no.

Hasta Sachi sabía que muy pocas de las tres mil mujeres del palacio serían elegidas concubinas, y sin embargo todas tenían que permanecer puras durante toda su vida.

—Ésa felicidad nos está vedada —añadió Haru—. Aunque una vez conocí a una mujer que gozó brevemente de ella.

—¿Qué le pasó?

—Desapareció. A las mujeres no les está permitido tomar esas decisiones por su cuenta, sobre todo cuando pertenecen al shogun. Era muy hermosa. Se parecía mucho a ti.

Sachi sólo podía pensar en una cosa.

—¿Qué va a pasar? ¿Qué tengo que hacer?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —respondió Haru con otra carcajada—. Asegúrate de gritar de dolor para que sepan que nunca has estado con ningún hombre. Su Majestad se marcha mañana, pero volverá pronto, y entonces podrás iniciar en serio tu carrera de concubina. Yo puedo enseñarte la teoría de cómo proporcionarle placer a un hombre. He estudiado muchos libros de alcoba. Eres muy joven y tienes muchas probabilidades de dar a luz un hijo varón sano. Lo más importante es que no hagas preguntas, y que hagas exactamente lo que te ordenen. No olvides nunca que ahora eres una mujer noble. Mantén la dignidad a toda costa. Pase lo que pase, nunca reveles tus sentimientos, ni por un instante.

—Pero ¿me dolerá?

—¡No dejes que nadie te oiga decir eso! ¡Éste es el mayor honor al que cualquier mujer puede aspirar! Tienes quince años, Hermana Menor. La mayoría de las jóvenes de tu edad están casadas. Ha llegado el momento de que descubras qué significa dormir con un hombre.

»No me corresponde decir estas cosas —añadió Haru bajando la voz—, pero eres afortunada. Su Majestad es amable y tiene buen corazón. No todos sus predecesores eran así. Y además es joven.

Sachi, nerviosa, acarició las púas de su peine, que llevaba oculto en la cinturilla.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Haru.

—Nada…

Pero no parecía correcto esconderle algo a Haru, así que Sachi sacó el peine y se lo mostró. La expresión del semblante de Haru cambió de repente.

—¿De dónde lo has sacado? —le espetó.

Desde que llegara al palacio, Sachi había tenido el peine escondido entre los pliegues de su ropa. Ahora lo miró con detenimiento. Era bonito, de carey, con relieves dorados, y con lo que parecía el emblema de una familia noble incrustado en oro. La luz se reflejó en él e iluminó el oscuro rincón de la habitación donde las dos mujeres estaban sentadas.

—Me lo traje de la aldea —contestó Sachi, desconcertada—. Es mi peine de la suerte. Lo tengo desde que era pequeña.

—Déjame verlo —dijo Haru.

Lo cogió y empezó a darle vueltas en las manos. Sachi la miraba, intrigada. Haru la miró con fijeza, como si intentara descubrir algo en el rostro de su pupila. La alegre sonrisa se había borrado por completo de sus labios. Entonces parpadeó y dio un respingo, como si volviera bruscamente a la realidad. Sachi cogió el peine y se lo guardó en la cinturilla.

—Es un peine fabuloso —dijo Haru sacudiendo la cabeza, como si tratara de recuperar algún remoto recuerdo—. Una excelente obra de artesanía. No sabía que hacían esas cosas en el campo.

IV

Mucho antes del anochecer, Sachi volvía a estar detrás de los biombos de la parte de la habitación reservada a la princesa, esperando a que Tsuguko le diera instrucciones. Pero la princesa todavía no había regresado. Sachi nunca la había visto ausentarse tanto rato. Sabía que pertenecía a la princesa Kazu y que Su Alteza había decidido regalársela a Su Majestad. Le habría gustado estar segura de que lo que iba a hacer a continuación contribuiría a aliviar la tristeza de la princesa.

—Se acerca la hora.

Sachi siguió a Tsuguko hasta el vestidor principal. Había lámparas de aceite y altas velas iluminando los rincones más oscuros, y proyectaban parpadeantes charcos de luz sobre los pájaros, los árboles y las flores exquisitamente pintados en los biombos de oro. Hasta los artículos más modestos —los espejos redondos en sus soportes; los toalleros; los arcones de maquillaje llenos de cepillos, peines, pinzas y tubos de cosméticos; los lavamanos y los aguamaniles con largos pitorros— estaban lacados con oro y llevaban grabado el emblema imperial. En los colgadores había kimonos con flores de verano bordadas.

Sachi se arrodilló. La doncella encargada del vestidor abrió el pequeño recipiente de hierro que contenía la mezcla de savia de hoja de zumaque, sake y hierro empleada para ennegrecer los dientes de la princesa. Un olor acre impregnaba la habitación. Con mucho esmero, la criada empezó a pintarle los dientes a Sachi. Sachi se miró en el espejo y vio cómo iban desapareciendo los blancos dientes que tenía desde que era una niña, relucientes como los de una salvaje o un animal. Cuando sonrió, vio la desdentada boca de una mujer adulta, una mujer que ha conocido varón.

La doncella le depiló las cejas, arrancándole hasta el último pelo con unas pinzas. Le puso cera en la cara, le aplicó una capa de maquillaje blanco y se la espolvoreó con polvos. Luego metió los pulgares en un cuenco de polvos de carbón y, con mucho cuidado, le pintó las cejas un dedo más arriba de donde las tenía antes de depilárselas. A continuación, la doncella le perfiló los ojos con un lápiz negro, le puso colorete en las mejillas y, con pasta de alazor rojo, le pintó un diminuto pétalo en cada uno de los labios, convirtiendo su boca en un pequeño y prieto capullo de rosa.

Sachi vio una impecable máscara blanca reflejada en el espejo. Se había convertido en una muñeca, como esas que ponían en las gradas el Día de las Niñas.

Otras doncellas que estaban arrodilladas alrededor de Sachi le dividieron la melena en finos mechones y los alisaron hasta extenderlos en el suelo como un abanico. Le pusieron aceite y le peinaron los mechones uno a uno; entonces le recogieron toda la melena hacia arriba y hacia atrás, apartándosela de la cara, y le hicieron una cola de caballo, negra y brillante como la laca, que sujetaron con cintas. Sachi permanecía inmóvil mientras las criadas le ponían el kimono ceremonial de seda blanca, que parecía un traje de boda o a una mortaja.

Fuera, en el pasillo, todo eran sombras y rincones oscuros. Era la primera vez que Sachi salía de las dependencias de la princesa después del anochecer. Las mujeres que bordeaban el pasillo la miraban con curiosidad y susurraban al verla pasar. Las velas largas y delgadas que llevaban las sirvientas proyectaban una luz parpadeante, y los faroles que ardían por los pasillos chisporroteaban. El humo le producía un cosquilleo en la nariz. Las sombras danzaban por las paredes de madera. Las pulidas tablas del suelo crujían bajo los leves pasos de innumerables pies con suelas acolchadas.

Cuando llegaron al Pasillo de la Campana, Tsuguko se arrodilló ante la puerta de los aposentos del shogun. Tocó el suelo con la frente y anunció:

—Traigo a la humilde Señora de la Alcoba Contigua. Os ruego que la recibáis.

»Hazlo lo mejor que puedas, niña —le susurró a Sachi.

Sachi notó cómo, debajo de su túnica, una gota de sudor resbalaba por su axila y le recorría el costado. Rezó en silencio para que la tela de seda no estuviera manchada ni arrugada. Se sentía tremendamente sola. Costaba creer que todo aquello no fuera un castigo por algún espantoso delito que ella hubiera cometido.

Se encontró en una antecámara iluminada con faroles y enormes y humeantes velas en altos candelabros de oro. La jefa de las siete veteranas, Nakaoka, menuda y elegante con su lustrosa peluca negra, estaba allí arrodillada. La rodeaban sus sirvientas, quietas y respetuosas.

—Ven aquí, niña —dijo la anciana con dulzura.

En la penumbra, su amarillenta piel y sus descarnadas mejillas le daban el aire sobrenatural de una máscara de demonio.

Como en un sueño, Sachi se quedó inmóvil mientras las sirvientas la desvestían.

—Separa las piernas —le ordenó Nakaoka señalando el futón que había en el suelo, delante de ella.

Sachi se tumbó; se sentía pequeña y vulnerable. La anciana se inclinó hacia delante y empezó a toquetearla. A Sachi el examen se le hizo eterno. Al final, la anciana le introdujo un nudoso dedo. Sachi miró al techo, estudiando el intrincado entramado de bambú.

Las palabras de Haru resonaban en sus oídos. Debía conservar su dignidad como fuera. No debía expresar lo que sentía, por muy grandes que fueran el dolor y la humillación. Sachi se concentró en un recuerdo más feliz, un recuerdo de su vida en la aldea. Pensó en la gran casa de madera con tejado de tejas, en los estridentes chirridos de las cigarras y en las frías aguas del río Kiso. Intentó recordar a la niñita que vivía en la aldea, rodeada de montañas, pero sólo conservaba un impreciso recuerdo. Entonces la vida estaba libre de preocupaciones. Pero habían cambiado a Sachi por completo. Nunca podría volver al Kiso.

Nakaoka asintió.

—Bien —dijo.

Sachi se arrodilló, y las mujeres le soltaron el pelo. Nakaoka se lo examinó minuciosamente, como si buscara algo escondido en él.

—Bien —repitió.

Llevaron a Sachi, desnuda, a un vestidor. Las doncellas se afanaban alrededor de la joven, recogiéndole el pelo en un moño suelto, sujetándolo con un peinecillo y ayudándola a ponerse una holgada túnica de fino damasco blanco. Nakaoka le ordenó que se arrodillara enfrente de ella.

—Es tu primera vez, niña, así que te explicaré cuáles son tus obligaciones. Presta mucha atención. Chiyo y una de las sacerdotisas estarán cerca, vigilando. Tsuguko y yo estaremos en una habitación adyacente. Permaneceremos despiertas y alerta toda la noche. Nos corresponde escuchar cada palabra que os digáis Su Majestad y tú. Por la mañana, me referirás tu conversación. Recuérdala con cuidado. Chiyo y la sacerdotisa también me la referirán. Los tres relatos deben coincidir. Abstente de pedirle favores a Su Majestad. Y recuerda: asegúrate de que duermes de cara a Su Majestad.

V

Cuatro golpes de tambor señalaron la hora, y sonaron las campanas del Pasillo de la Campana. Se oyeron unos pasos en el pasillo, acompañados de una carcajada de risa juvenil. La puerta se deslizó sobre sus guías y un aroma almizclado inundó la habitación. Las damas se postraron.

Parecía que el tiempo hubiera quedado en suspenso. Sachi mantenía la cara pegada al suelo. La rozaron unos perfumados ropajes. Oyó un tintineo que indicaba que estaban sirviendo sake, el sordo entrechocar de unas tazas de madera, voces y risas. El olor dulzón a humo de tabaco se mezclaba con el del perfume y con el ruido de las pipas al encenderlas.

—Venid, Señora.

Las doncellas la condujeron al dormitorio del shogun. Sachi vio espléndidos muebles, varias capas de lujosa ropa de cama, destellos rojos y dorados y el brillo de un edredón de seda blanco. A un metro de distancia, a la derecha de la tarima donde estaba la cama del shogun, había otro futón, más pequeño y más delgado, y, al lado, una almohada laqueada, cajas de cosméticos y un kimono de día. Allí era donde dormiría ella tras cumplir con sus deberes. A escasa distancia había dos futones más; el futón que estaba junto al del shogun era para Chiyo, y el otro, para la sacerdotisa.

Sachi se arrodilló y agachó la cabeza. Las criadas se afanaban alrededor del shogun. La joven oyó unos amortiguados ruiditos metálicos cuando, con mucho cuidado, dejaron sus espadas en el soporte, junto a la cabecera de la cama, y el susurro de la seda cuando le quitaron la ropa y le ayudaron a ponerse una túnica de noche.

Por último, el shogun se tumbó en el futón. Había una almohada de madera, acolchada, forrada con seda y adornada con borlas rojas, para apoyar la cabeza. Sin atreverse todavía a mirarlo, Sachi se ciñó la túnica y se sentó al lado del shogun. El futón era tan blando y tan sedoso que tuvo la impresión de que flotaba. Las doncellas apagaron los faroles, dejando sólo uno encendido. Sachi oyó cómo Chiyo y la sacerdotisa ocupaban sus puestos, una a cada lado de la pareja.

Sachi se tumbó en la penumbra, con los ojos cerrados, sin atreverse apenas a respirar. Notaba el calor que desprendía el cuerpo del shogun, como si éste fuera una brasa encendida. El olor de su sudor, mezclado con el de su perfume, era tan intenso que la joven pensó que se asfixiaría. Entonces una mano le abrió la túnica.

—Hermosa —murmuró una voz juvenil.

Hubo un largo silencio. Sachi notaba cómo el shogun la recorría con la mirada. Entonces una mano, suave como una mano de mujer, le acarició el vientre. La joven se estremeció. Ligera como una pluma, la mano le acarició el pecho y describió un círculo alrededor de uno de sus senos, para luego ahuecarse y sostenerlo brevemente.

—Hermosa —volvió a susurrar la voz.

Muy suavemente, el shogun le acarició un pezón con la yema de los dedos; luego pasó la mano entre sus pechos hasta su ombligo, muy despacio, como si la explorara. Entonces le separó las piernas. Sachi notó el calor de su mano, que le acariciaba la parte interna de un muslo, y luego la del otro. Notaba extrañas sensaciones recorriendo su cuerpo. Pero estaba demasiado asustada para prestar mucha atención; temía lo que pudiera pasar a continuación. Hiciera lo que hiciese el shogun, sabía que tendría que soportarlo.

Notó un delicado pero firme empujón. Obediente, Sachi dejó que el shogun le diera la vuelta y la tumbara boca abajo. El miedo la invadió, borrando todo pensamiento de su mente. La mano le separó mucho las piernas. Había llegado el momento: tenía sobre la espalda todo el peso del cuerpo del shogun. Aplastada, empapada del sudor de él, notó como si la estuvieran desgarrando.

Gritó de dolor y de asombro. Los empujones y los jadeos parecían no terminar nunca. Con la cara pegada a la almohada, Sachi se preguntó cuánto tiempo más podría soportarlo. Pero de pronto sucedió algo extraño. Una sensación desconocida empezó a extenderse por su cuerpo. Primero notó un cosquilleo en el vientre, que ascendió por su espalda. Tuvo la impresión de que sus brazos y sus piernas se habían vuelto líquidos. La sensación se extendió hasta su cuello. No era nada desagradable; de hecho, era deliciosa.

Y de pronto todo desapareció. Sachi olvidó su miedo y su dolor. Sumergiéndose en la sensación, perdida en su aroma, un gemido escapó de sus labios. El shogun también gimió, y dejó caer todo su peso sobre la joven.

Permanecieron un rato en silencio. Sachi recobró los sentidos y notó un inmenso alivio. Todo había terminado; había sobrevivido. Pero no había hecho nada, no había sabido qué hacer. ¿Y si el shogun estaba descontento con ella? ¿Y si ya no quería que fuera su concubina?

El shogun estiró un brazo. Sonó una campana.

—¡Eh! —gritó el shogun.

Al instante apareció una doncella, de rodillas, y encendió una pipa de boquilla larga; se la dio y volvió a apartarse.

Sachi se volvió y lo miró. Bajo la parpadeante luz del farol, su liso torso parecía resplandecer con la palidez de quien nunca ha trabajado en los campos ni caminado siquiera bajo el sol; de quien ha pasado toda su vida protegido de los elementos.

Sachi dirigió la mirada hacia arriba y vio una barbilla nada autoritaria y unos delicados labios con forma de arco, con las comisuras curvadas. A continuación vio la nariz, ligeramente respingona, destacada en una cara ovalada, y por último, un par de estrechos ojos castaños bajo unas delgadas cejas. La blancura de su piel continuaba hasta la parte superior de la cabeza, afeitada al estilo samurái. El pulcro moño que tenía en la coronilla se había deshecho un poco, y unos mechones de cabello untado con aceite colgaban, sueltos, alrededor de su cara.

El shogun no se parecía a ningún hombre que Sachi hubiera visto hasta entonces. De hecho, no era un hombre, sino casi un dios. Aquél era el shogun, el gobernante de toda la gran nación del Sol Naciente. También era el primer hombre al que Sachi veía desde que entrara en el palacio de las mujeres. A la joven le pareció que encarnaba todas las nobles cualidades que ella pudiera imaginar. Y allí estaba, tumbado a su lado, con la túnica de seda abierta.

El shogun miraba a Sachi con seriedad, estudiando cada curva de su cara. Le acarició una mejilla, la barbilla y la nuca.

—O-yuri-no-kata… —dijo, como si ensayara las sílabas. Tenía una voz clara, ligeramente aguda—. Yuri? —Dio una calada a la pipa; luego la vació, añadió un rollo de tabaco, cogió las pinzas, un trozo de carbón y volvió a aspirar por la pipa.

»¿Quieres ser mi amiga? —preguntó, casi lastimeramente.

Sachi dio un grito ahogado; estaba asustada, y le asombraba que ese grandioso personaje hablara con ella directamente, y con un lenguaje tan corriente. Era consciente de los oídos que, a su lado, se esforzaban por captar cada palabra. ¿Debía contestarle? Respiró hondo.

—Señor… —susurró.

—Llámame Kiku —dijo él—. Así es como me llaman mis mujeres. Kikuchiyo era mi nombre cuando era pequeño.

Sachi sabía que tenía que obedecer, aunque lo que él le estaba ordenando iba contra todas las normas del protocolo.

—Señor… Es decir, Kiku-sama —susurró con nerviosismo, atrancándose con esas sílabas tan íntimas. Se oyó un débil susurro en las sombras—. Debéis saber… que las señoras…

Señaló, desesperada, hacia los bultos de ropa de cama que tenían a ambos lados.

—No te preocupes por ellas —dijo él, sonriendo—. Hay gente observando y escuchando por todas partes. No diré nada que pueda causarte problemas.

»La primera vez que te vi, estabas en los jardines —añadió, risueño—. No lo sabías, ¿verdad? Corrías de un lado para otro, riendo, dando puntapiés a las flores de cerezo caídas, con el pelo suelto. Me pareciste una niñita muy dulce.

Sachi notó que se ruborizaba. No se atrevía a decir nada. El shogun la miró y rio, pero no fue una risa educada y artificial, como la de las damas de la corte cuando sentían vergüenza, sino una risa sincera y alegre.

—Nunca había visto a nadie como tú —prosiguió el shogun poniéndose serio—. Parecías libre y grácil como una cierva. Tienes un rostro perfecto, y una piel tan blanca, tan suave, tan fresca. Como un loto. Tus labios… —Los acarició con un dedo—. Y tus ojos son verdes, verde oscuro. Como un bosque de pinos en la montaña. Todas mis mujeres son elegidas por su belleza, pero ninguna se parece a ti. Excepto tu señora la princesa Kazu, por supuesto. Sois como dos conchas idénticas. Ella me habló de ti. Y después de verte, seguí viéndote una y otra vez. Estoy convencido de que nuestros destinos están entrelazados.

Sachi permaneció tumbada en silencio. Intentaba no mirar al shogun, pero de vez en cuando no podía evitar que su mirada se desviara tímidamente hacia su rostro.

El shogun hizo una pausa para rellenar la pipa y siguió hablando, como si pensara en voz alta.

—En este mundo todo está en manos de los dioses y de nuestro karma. Nadie puede escoger su destino. Yo soy un prisionero, igual que tú. Me ha tocado ser shogun. Mis predecesores (el señor Ieyoshi y el señor Iesada) pasaron su vida aquí, en el palacio, rodeados de pajes y concubinas. Tocaban música y escribían poesía, organizaban cacerías de ciervos e iban a cazar con halcones. Yo creía que mi vida también iba a ser así.

»Pero todo ha resultado muy diferente. He salido del castillo. He viajado por la ruta Tokaido y he visto los cincuenta y tres famosos paisajes. He estado en la capital y he negociado con el Hijo del Cielo más de una vez. También he visto a mi pueblo, a miles de personas. Nunca había visto a gente así. No son como los samuráis, no ocultan sus sentimientos. Puedes ver su vida reflejada en sus caras. Tú también eres así. Tú traes luz a este tenebroso lugar.

—¡Señor! —dijo Sachi, horrorizada.

Los hombres no debían hablar con tanta sinceridad, ni siquiera a una niña despreciable como ella; y aquél no era un hombre como otro cualquiera, sino el shogun. Las mujeres que estaban escuchando en la oscuridad podían interpretar como una debilidad que el shogun se hubiera interesado, aunque fuera remotamente, por los seres inferiores que transitaban por los caminos; y comparar a Sachi con ellos podía interpretarse como una crítica de sus esfuerzos para convertirla en una dama refinada. El shogun continuó sin inmutarse.

—Ahora mis responsabilidades son aún mayores. Se supone que tengo que ser un verdadero Generalísimo Subyugador de los Bárbaros; no basta con que ostente ese título. Mañana partiré hacia Osaka y dirigiré mis tropas hasta aplastar a los rebeldes Choshu.

Pronunció esas últimas palabras con un gruñido, torciendo la boca como haría un samurái, como si ensayara un papel. Luego rio con esa risa que desarmaba.

—Disfrutemos de mi última noche aquí —dijo—. Quiero hablar de tantas cosas contigo. Cuando regrese, nos conoceremos mejor. Ahora… Déjame mirarte.

Le levantó el cabello, acariciando los lisos y pesados mechones con los dedos. Entonces le quitó la túnica. Ella cerró los ojos al notar su mano sobre el vientre. Sachi notaba el calor de la piel del shogun y olía su perfume. Él la acarició suavemente, y empezó a deslizar la mano hacia abajo.

—Suave y delicada… como una flor —murmuró.

VI

Ésa noche descargó la lluvia, golpeando los tejados de tejas como un ejército de caballos al galope. Por la mañana, todas las hojas, los pétalos y las briznas de hierba de los jardines aparecieron brillantes de humedad. Dentro del palacio, el shogun y su concubina notaron cómo la humedad había desaparecido de la atmósfera y cómo el cielo se había despejado.

Las criadas que fueron a despertarlos encontraron intacto el pequeño futón que había junto al del shogun. El shogun se había marchado sin hacer ruido antes de romper el alba. Sólo permanecía su aroma.

Las cuatro mujeres que habían pasado la noche vigilando a Sachi —la venerable Nakaoka, Tsuguko, Chiyo y la sacerdotisa de cabeza rapada— esperaban a la joven en la antecámara. Sachi se arrodilló ante ellas. El aire matutino entraba a raudales. La joven, cohibida bajo la atenta mirada de las cuatro mujeres —que parecían halcones observando a un ratón de campo—, intentó arreglarse el despeinado cabello y el maquillaje. Sabía que tendría que repetir al pie de la letra las conversaciones que había mantenido con el shogun, pero las palabras de Su Majestad eran tan valiosas que quería conservarlas para sí, y no recitarlas como si fueran una lección. Miró con timidez a Nakaoka y le sorprendió ver que ella le sonreía.

—Muy bien, querida —dijo Nakaoka reprimiendo un bostezo—. Lo has hecho muy bien. Hemos oído todo cuanto necesitábamos oír.

Un grupo de doncellas le arreglaron el pelo y el maquillaje a Sachi, la ayudaron a ponerse el kimono de diario y la acompañaron por los pasillos hasta las dependencias de la princesa. Sachi iba como aturdida, sin ver apenas adonde la llevaban. Todo había cambiado. Había despertado a un nuevo mundo, pero todavía no entendía qué significaba eso ni en qué se había convertido.

Tsuguko la llevó ante la princesa. La princesa Kazu estaba sentada ante su escritorio. Al verlas entrar, dejó el pincel que tenía en la mano.

—Debes de estar cansada —dijo utilizando las fórmulas con que una señora agradecía algo a una sirvienta—. Me has prestado un buen servicio.

Era la primera vez que hablaba directamente con Sachi. Ésta la miró con vacilación, y sus miradas se encontraron brevemente. La princesa Kazu compuso una sonrisa un tanto triste.

—Me has prestado un gran servicio —continuó—. Debemos rezar a los dioses para que consigas darme un hijo varón. Tsuguko se encargará de que te recompensen adecuadamente.

La princesa siguió escribiendo, y Sachi agachó la cabeza y se retiró sin decir nada. Se percató, demasiado tarde, de que al obedecer las órdenes de la princesa había puesto en peligro el afecto que ésta sentía por ella; pero no había tenido elección.

Sachi todavía seguía reflexionando sobre las palabras de la princesa cuando llegó el emisario del shogun, acompañado por un séquito de sirvientas cargadas de regalos. El shogun había enviado un baúl para guardar kimonos para la princesa, exquisitamente lacado en negro y oro, con un dibujo de lirios y remolinos de agua. Había una caja de cosméticos para Tsuguko y peinecillos y abanicos para las otras damas de honor. Para Sachi había una bolsa de seda que contenía un amuleto.

La princesa aceptó los regalos con gentileza y los dejó a un lado. Entonces cogió un pincel y, con su elegante caligrafía, escribió una nota en un rollo de pergamino.

Cuando el emisario se hubo marchado, Tsuguko se inclinó hacia delante.

—Se acerca la hora, Señora…

—Hoy no me encuentro muy bien. Le he enviado un mensaje a Su Majestad diciéndole que no podré ir a despedirlo. No es necesario molestar a mis damas de honor.

Su cara era una máscara inexpresiva.

A Sachi nunca le había resultado tan difícil adoptar una fachada de decorosa serenidad. Era una injusticia. El shogun acababa de despertar sus sentimientos, y ahora se marchaba. Por otra parte estaba la princesa, su adorada princesa. ¿Por qué desdeñaba a su esposo, negándose a despedirse de él cuando quizá se ausentara durante varios meses? Sachi había abrigado esperanzas de que, ahora que se había convertido en una de las damas de la princesa, podría verlo por última vez.

Abrió lentamente la bolsa del amuleto. Era muy bonita, de seda blanca y con un cordón también de seda. Confiaba en que el shogun hubiera compuesto un poema para ella para conmemorar la noche que habían pasado juntos. Pero lo que encontró era aún más valioso: un amuleto para asegurar el nacimiento de un hijo varón. Se lo guardó en la cinturilla, junto a su daga.

No quería pasar la vergüenza de llorar en público. Sin importarle lo que pudieran pensar las demás, salió precipitadamente a los jardines y se puso a correr a ciegas, pisando los charcos con sus sandalias de madera. Corrió y corrió hasta que los edificios del palacio parecían casas de muñecas a lo lejos. Entonces miró al cielo y dejó que sus lágrimas se mezclaran con la lluvia.

Taki la alcanzó, jadeando. Abrió una sombrilla y tapó a Sachi con ella.

—No te preocupes —dijo. Su chillona voz de ratoncito sirvió a Sachi de consuelo—. Pronto volverá.