10. A bordo de la flotante San Cristóbal

Cuando pisé la cubierta de la batería flotante San Cristóbal, dispuesto a embarcar en ella como un miembro más de su dotación, y cumplir con mi deber en una acción que se esperaba gloriosa e importante para las armas de España, ese buque de líneas tan irregulares me causó una impresión bastante diferente y más positiva a la ofrecida en la anterior visita. Como pude comprobar con el paso del tiempo, suele ser habitual en los arsenales de la Armada que un conjunto abigarrado, sucio y desorganizado de maderas, jarcias, velas y cañones pueda ser reparado, arranchado y acicalado hasta parecer un buque de guerra en disposición inmediata de pasar revista o combatir, con sus bronces bruñidos y el maderamen limpio como la falúa real, en un periodo muy escaso de tiempo. Un milagro que se convertía en cotidiana realidad.

A pesar del aspecto atractivo y presentable de la unidad armada en la que embarcaba, dentro de sus especiales y anómalas características, percibí la negativa sensación de que mi servicio prestado en la Marina hasta entonces parecía reducirse a misiones temporales. No es fácil explicar con palabras aquella impresión que entró en mi cerebro sin esperarla, como si los buques en los que había servido hasta el momento, no presentaran la necesaria continuidad en el tiempo, limitándose a operaciones puntuales, como visita de recibo a casa o palacio. De esta forma, no era posible erradicar ese pensamiento de eventualidad que parecía dominar mi actividad marinera. Por primera vez y aunque les parezca extraño, sopesé la posibilidad de que hubiese caído en el error al solicitar permanecer bajo las órdenes del general Barceló, en lugar de embarcar en navío o fragata, donde el hombre puede sentirse unido al buque como si se tratara de una parte íntima e indisoluble de la persona.

Aparté pensamientos tan desalentadores, en momento poco propicio a tales disquisiciones, mientras un marinero sucio y desgreñado me acompañaba con paso cansino a presencia del comandante, primera norma a cumplir cuando se aborda un buque de nuestra Marina. Por primera vez en mi corta carrera en la Armada, pude visitar la cámara de quien mandaba tan importante unidad, aunque no se pudiese establecer una consideración de generalidad con el casco de aquel viejo mercante. El compartimento, sin embargo, disponía de los suficientes elementos para arranchar con sobria dignidad. El capitán de fragata don Federico Gravina y Nápoli, que despachaba con un teniente de navío en aquellos momentos, me dirigió una agradable mirada al comprobar mi presencia, una vez concedida la venia.

—A sus órdenes, mi comandante. Se presenta el alférez de fragata…

—Bienvenido a bordo, Leñanza —interrumpió Gravina a la vez que me tendía su mano—. Considérese como en su casa, si es que se puede llamar así a tan extraño bajel. Le adelanto que las normas en este buque difieren de las normales en cualquier otra unidad de la Armada. Pero todas esas reglas de régimen interior le serán explicadas con detalle por el teniente de navío Martínez de Herrera, a quien deberá presentarse en pocos segundos. Le presento al teniente de navío don Pascual Bardemos, segundo comandante.

—Ya tenía noticia que nos embarcaría uno de los famosos guardiamarinas de Barceló —recalcó las últimas palabras con tono burlón, mientras me ofrecía una cínica y meliflua sonrisa que no me gustó nada desde el primer momento—. Le advierto que aquí le será difícil conseguir algún otro título nobiliario.

—No es ése mi objetivo, señor, sino cumplir sencillamente con mi deber.

Deduje por la expresión de su rostro que no le había gustado mi respuesta, lo que nada bueno podía presagiar para mi futura relación con él. Era Bardemos persona extremadamente delgada y regular estatura, ojos saltones y una edad aparente superior al propio comandante. Pero destilaba en general un tufillo malencarado y culebrón, poco propenso para establecer un mínimo y afectuoso contacto personal. Gravina, un hombre muy inteligente, cortó aquella conversación con rapidez.

—Como le comunicarán, esta tarde celebraré consejo de guerra con todos los oficiales asignados a la San Cristóbal. Ahora preséntese sin pérdida de tiempo a Martínez de Herrera, que es mucho el trabajo por realizar.

Me despedí de forma correcta, sin dirigir la mirada al segundo comandante, aunque sintiera sus ojos clavados en mi nuca. Salí de la cámara y comencé a deambular por la cubierta baja, en busca de quien debía mostrarme las obligaciones a desempeñar. He de reconocer que anduve perdido varios minutos, en aquel laberinto de compartimentos poco iluminados. Por fortuna, un marinero de edad avanzada, descalzo y con un calzón azul como única prenda de vestuario, debió leer en mi rostro que no sabía por dónde caminaba, ya que se acercó, solícito.

—¿A quién busca, señor?

—En realidad debo encontrar al teniente de navío Martínez de Herrera.

—Yo le llevaré junto a él. Sígame.

Sin decir una palabra más, me mantuve tras los pasos de aquel simpático marinero al que apodaban abuelo, procedente de una lejana quinta llevada a cabo en un pueblo de Almería, según supe más tarde. No me sorprendió comprobar que también en la San Cristóbal los marineros y soldados de marina, tanto de infantería como los pertenecientes a las brigadas de artillería, vestían en ingente proporción sin adaptarse a norma alguna y más cerca al estamento de pordioseros de puerto, que al de hombres de armas. Por desgracia, las normas escritas sobre el tema no calaban lo suficiente, ni las soldadas llegaban a tiempo para cumplirlas.

Subimos por una escala hasta alcanzar la cubierta principal, que en las flotantes quedaba grandemente desnivelada por encontrarse la artillería instalada en ella sólo a la banda de estribor, lo que le confería el inconfundible y anómalo aspecto exterior. Circulamos por babor hacia proa, hasta llegar al castillo, donde un teniente de navío de baja estatura y rojos mofletes, conversaba con un teniente de artillería y tres jóvenes guardiamarinas. Fue entonces cuando escuché la voz del abuelo, a la vez que me señalaba al oficial.

—Ése es el teniente de navío Martínez de Herrera, señor.

—Muchas gracias.

Me presenté de forma correcta y con cierta prevención al nuevo oficial, por si encontraba otro personaje de parecido carácter al de Barrientos, cuya avinagrada figura aún se mantenía en mi memoria. Pero para mi fortuna, era don Mauricio, que así se llamaba por la pila bautismal Martínez de Herrera, persona de natural bondad, así como amigable y comprensivo. Para colmar su carácter afable y de buenas maneras, salvo cuando una vena roja se hinchaba en su garganta como chorizo de Tolosa, disfrutaba de la estadía propia al recién casado con una joven gaditana, lo que parecía aumentar su disposición al ejercicio de la humanidad. Mal momento, pensé yo, para contraer nupcias con la jornada que se avecinaba.

—Bienvenido, Leñanza. Sabía de su embarque por medio del teniente de fragata Jaime Escach, que ya se encuentra a bordo. Sé que viene recomendado por don Antonio Barceló, que es la mejor presentación que nadie le puede otorgar. Estuve a sus órdenes en la escuadra de jabeques, y es personaje difícil de olvidar. Agréguese a nuestro grupo, que comenzaba la explicación general.

Fue entonces, al saludar a los otros tres hombres, cuando reconocí a Sebastián de Moncada, un guardiamarina de mi brigada en la Escuela Naval de Cartagena, que también había servido en las cañoneras de Barceló. Le ofrecí un fuerte abrazo, al que no parecía dispuesto en un principio por mor de la diferente antigüedad y hallarnos en público. Pero ya don Mauricio cabalgaba con su explicación.

—Le he explicado a nuestros compañeros, Leñanza, que llevaremos una dotación excesiva, muy por encima de la normal para un buque de este porte. Pero es mucho el personal que se ha presentado voluntario, así como el necesario en las baterías, pensando en una acción artillera larga en el tiempo, con los necesarios relevos. Si no embarca nadie más, cosa que ruego a San Telmo con todo mi fervor —juntó las manos en respetuosa súplica mientras sonreía—, en la actualidad nuestra dotación está compuesta por el comandante que ya conocen, el segundo comandante don Pascual Barrientos, 33 oficiales de guerra, 15 oficiales mayores, 96 soldados de tropa de infantería, 19 oficiales de mar, 215 artilleros, 105 marineros, 112 grumetes, 18 pajes y 15 criados que forman un total de 630 hombres. Si tenemos en cuenta que tan sólo montamos 17 cañones de a 24, aunque sean del mejor bronce y la más esmerada fabricación, es a ojos vista una cantidad desproporcionada. Además, tanto personal redunda en un aumento de calado que no es, precisamente, lo que necesitamos, porque ya los ingenios del inventor francés nos hacen aumentar la obra viva[16] en exceso. Pero como la mayoría son voluntarios, no sufrimos la plaga de las levas llevadas a cabo entre vagos, maleantes y mal entretenidos, que tanto abundan en nuestras unidades. Personal de calidad no ha de faltar.

—Gran cantidad de oficiales, desde luego —me atreví a comentar.

—Excesivo número de oficiales debería decir. Según parece, son muchos los que desean ascender en la gloriosa jornada que se avecina, si no acabamos con los pelos chamuscados, gracias a las balas rojas del inglés —prorrumpió en sonora carcajada, aunque no parecía desdeñar el comentario—. Se corre el rumor, personalmente no lo creo, que si se consigue la anhelada reconquista de la plaza gibraltareña, Su Majestad otorgará ascensos y mercedes como toque de generala.

Recorrimos el buque cuaderna a cuaderna, sin dejar pañol ni resquicio por descubrir, siguiendo las explicaciones detalladas de nuestro preceptor, que había asistido a la construcción del buque o, mejor debería decir, acondicionamiento como batería flotante. Don Mauricio intercalaba chistosos comentarios a menudo, lo que redundaba en beneficiosa atmósfera, tan importante para el buen servicio en las unidades a flote de la Armada. Aunque intentaba camuflar sus verdaderos sentimientos, se deducía de sus frases rápidas que no confiaba tanto como otros en la robustez e incombustibilidad que se le exigiría en el oportuno momento, por mucho que las disfrazara con sonrisas y comentarios jocosos. De esta forma conocimos la exacta disposición de cada elemento, la dificultosa maniobra que lo haría navegar como vaca panzuda, muy difícil de marinar, y su extraordinaria aunque escasa artillería.

Especial atención dedicó a las cámaras de las bombas, esas que debían enviar el agua con suficiente presión a las venas milagrosas, que serían servidas por brigadas preparadas y adiestradas al efecto. Por mi parte, se me asignó a la brigada cuarta, bajo las órdenes del teniente de navío Comesaña, al que todavía no conocía. Bajo nuestro control quedaba el tiro del tercer grupo de piezas de artillería, pertenecientes a la andana baja, las situadas más a popa, así como la supervisión de la cámara de bombas número dos.

—Aunque ustedes embarcan hoy, no crean que todo esto es racimo de un día. Bastante personal lleva a bordo el tiempo suficiente, desde que encaramos aquellos viejos mercantes medio carcomidos. En especial embarcó con las primeras remesas la gente de mar, que ha de marinar la flotante e intenta poner en orden una maniobra ya de por sí complicada. En cuanto a los artilleros, llevan a cabo su particular adiestramiento en uno de los caños cercanos, con cañones idénticos a los que montamos, porque en esta ocasión la Real Hacienda no escatima gastos, salvo nuestras pagas que se retrasan ya más de seis meses. También se ejercitan los que han de servir en las cámaras de las bombas, dado su especial tamaño y particularidad, al ser ejemplares de doble émbolo y mayor capacidad de bombeo, un trabajo agotador para el que se ha previsto suficiente personal de relevo.

—¿Dónde arrancharemos, señor? —preguntó el guardiamarina más joven.

—Tiene razón, no paro de hablar y había olvidado uno de los aspectos más importantes —golpeó el hombro del guardiamarina con afecto—. Para dormir se ha habilitado uno de los barracones de artillería, anejos al almacén general, con las comodidades que exige el empleo de cada oficial, dentro de las limitaciones que la situación nos impone. Las colaciones, sin embargo, se harán a bordo, para que ejerciten cocineros y rancheros, con lo que nos será posible comprobar que se puede ofrecer saludable manduca para tanta gente en espacio tan peculiar, durante el tiempo que nos encontremos en acción. De todas formas, cada uno es libre de acudir a la cámara de oficiales del arsenal cuando así le plazca. Tengan en cuenta que se mantendrán a bordo la mayor parte del día y, en mi opinión, es poco el tiempo que nos queda en esta situación, si las noticias que me han llegado son ciertas.

—¿Se sabe que día zarparemos para la bahía de Algeciras? —pregunté con decisión.

—Ahí está la pregunta cuya respuesta todos desearían conocer —parecía de excelente humor, lo que achaqué a sus recientes nupcias—. Estamos a la espera de la escuadra de don Luis de Córdoba pero, según he oído en corral de sabiduría, no llegarán a diez los días que nos quedan por estos parajes. No se preocupen que recibirán información precisa y puntual, porque esta tarde a las cuatro está previsto un consejo de oficiales a bordo. El comandante desea dirigirnos la palabra a todos, hasta el más joven guardiamarina —le dirigió una sonrisa al indicado—, y nos explicará con detalle las previsiones futuras y maniobras a llevar a cabo. Deben tener en cuenta que el capitán de fragata Gravina es un oficial extraordinario, que siempre desea que sus subordinados se encuentren enterados de todos los detalles de las operaciones a desarrollar.

—¿Será a bordo esa reunión? —preguntó Sebastián con rostro de sorpresa—. Son muchos los oficiales asignados a la dotación.

—Ya sopesamos esa cuestión y las posibles soluciones. Pero hemos calculado que el sollado de popa, o lo que fue tal sollado en su día, dispone de suficiente cabida para los 68 oficiales que nos encontramos a bordo. Y, como les decía, espero que no aparezca un voluntario más, porque deberíamos echar alguno de los presentes.

Martínez de Herrera continuó su extensísima perorata, hasta alcanzar la hora del almuerzo, al que le acompañamos. Para los oficiales se armaban las mesas en las cámaras corridas de popa, previstas como futuro alojamiento, aunque se notaba el elevado número de raciones a repartir, por la escasa cantidad y calidad en los alimentos. No me preocupaba, sin embargo, aquella cuestión, sino los planes que se abrían en mi futuro cercano.

A las cuatro de la tarde, el sollado de popa de la flotante parecía un hervidero de personal, lo que trajo a mi memoria las reuniones en la sala general, a las que éramos convocados en la Escuela Naval todos los guardiamarinas para recibir las periódicas arengas del Capitán de la Compañía. Un rumor de voces se corría de banda a banda con graves variaciones en su volumen, como el paso oscilante de un tonel por la cubierta. Nunca había presenciado tal cantidad de oficiales reunidos, si tenemos en cuenta que todos pertenecían a la misma unidad. Especial atención me produjo el elevado número de tenientes de navío presentes, alguno de ellos con un galón en las vueltas[17], porque esperaba que la mayor parte de los oficiales embarcados lo fueran de baja graduación. Como decía don Mauricio, eran muchos lo que buscaban la gloria en la jornada venidera.

Fiel a su norma sobre la más estricta puntualidad, cuando se picaba a bordo la campana[18] que correspondía a la hora prevista, las cuatro de la tarde, hizo su aparición el comandante en el sollado de popa, reacondicionado en improvisada sala de juntas. Como todos, vestía el uniforme pequeño, declarado en la orden como uniformidad obligatoria para el acto castrense del Consejo. Gravina lucía, de acuerdo a su empleo de capitán de fragata, dos galones en las vueltas. En esta ocasión me pareció menos esbelto que en aquella primera entrevista, lo que achaqué a las preocupaciones del mando en momento tan decisivo. Como pueden suponer, a inicios del mes de septiembre y en compartimento con escasa ventilación, los sudores se extendían bajo las camisolas como agua de abril. Pero no tuvimos mucho tiempo para pensar en otras posibilidades, pues ya nuestro comandante se dirigía a nosotros.

—Bien, señores, creo que ya les he saludado a todos conforme han ido embarcando muchos de ustedes en el día de hoy. Pero ahora que los veo en conjunto, he de reconocer que me impresiona el número de oficiales que tendré a mis órdenes, suficientes para formar un pequeño ejército.

Nos ofreció una inicial sonrisa que pareció distender el tenso ambiente que se respiraba. Deduje con rapidez que Gravina debía pertenecer a la escuela de Barceló, en cuanto al trato que dispensaba a sus hombres, aunque su porte y modo en el hablar fuesen mucho más distinguidos y refinados. Sabía ganarse la voluntad de los que trabajaban a su lado, por los detalles que a todos dispensaba. Una de aquellas premisas era la de charlar con sus oficiales y comentar con detalle las operaciones en curso antes de entrar en combate.

—Creo necesario explicarles el plan previsto para el próximo ataque simultáneo a la plaza de Gibraltar, decidido en el Consejo de Guerra o Junta General habida entre los príncipes extranjeros y jefes del Ejército y Armada, a la que tuve el honor de asistir. En líneas generales y con toda la confianza que les dispenso, debo comunicarles que cargaremos con el peso principal de la operación, ya que mientras batimos las murallas gibraltareñas hasta derribarlas y propiciar el ataque de las tropas, punto básico y principal a conseguir, nos encontraremos en disposición de recibir generosos regalos, bien calentitos, de las fuerzas inglesas.

Gravina volvió a ofrecer una sonrisa que, en este caso, duró muy poco tiempo, mientras dirigía su mirada en círculo sobre todos nosotros.

—Les supongo al corriente de que seremos diez las flotantes en acción. Las de dos puentes cubriremos la primera línea. La insignia del jefe de escuadra don Buenaventura Moreno, al mando de esta especial escuadra, será izada a bordo de la Pastora, donde nos convocó en el día de ayer a los respectivos comandantes, para dictarnos las instrucciones finales, si no aparece razón en contra. El inventor francés monsieur d’Arcon, también presente, embarcará en la capitana para comprobar in situ la bondad de sus teorías. A la reunión faltó el príncipe de Nassau, que actuará como comandante de la Tallapiedra, a quien le dispondrá en privado don Buenaventura lo que ha de menester.

Otra parada y nuevo vistazo general, mientras el silencio en el sollado se mantenía imperturbable. Aunque hombre decidido y pronto a la ejecución, nuestro comandante parecía dudar del camino a seguir en aquel preciso momento. Tengan en cuenta que estas observaciones que inserto eran fruto de mi propia cosecha, aunque ya Barceló me hubiese adelantado jugosos detalles de la personalidad de mi nuevo jefe.

—La posición inicial o cabeza, frente al muelle viejo, la tomará el buque insignia, respecto al que nos distribuiremos las flotantes de dos puentes, de forma que dejemos una distancia entre unidades de un cable[19]. De esta forma, se pretende cubrir con nuestros fuegos el frente enemigo de Gibraltar, desde el ángulo flanqueado o del Norte del baluarte real, hasta la muralla nueva en dirección del sur. Como somos la unidad número cinco de la primera línea, nuestra posición final será en la dirección señalada y cuatro cables de distancia a la Pastora, de forma aproximada, y digo esto último porque es más importante la situación relativa del buque frente a las murallas, que la distancia exacta entre unidades. Las otras cinco flotantes, de un solo puente, se colocarán a retaguardia para formar una segunda línea de combate, en los claros dejadas por aquéllas, con lo que formaremos un orden de despliegue ajedrezado. Pero les repito que el punto principal, en mi opinión, es el de la distancia a las murallas que deberemos batir.

Volvió a aparecer la duda, que pareció desechar con un ligero movimiento de su mano sobre el rostro, a la vez que apartaba el sudor.

—Pero vayamos por partes y en su orden, que es la mejor forma de no olvidar detalle de importancia. Como habrán observado, el buque se encuentra listo para salir a la mar, salvo pequeñas faltas de material que espero embarcar esta tarde y a lo largo del día de mañana. Calculo que en dos o tres días a lo sumo, nos trasladaremos para fondear en la bahía[20]. Allí comprobaremos los sistemas de mar y guerra como corresponde a toda unidad de nueva construcción pero, muy en especial, llevaremos a cabo ejercicios con la artillería. Sería ideal disponer de blancos fijos, a una distancia aproximada a la que se encontrarán las murallas gibraltareñas, con lo que se podría centrar el tiro en altura en una primera aproximación. Veo por el gesto de sus caras que es empresa fácil, colocando cajas de madera a las doscientas cincuenta toesas que es la prevista para el ataque. Y así lo haremos, sin duda. El único problema es que no estoy muy convencido en que podamos alcanzar esa distancia de fondeo frente a las murallas de la plaza.

Algún rostro mostró claros signos de interrogación, por no encontrarse advertidos del problema. Recordé los datos ofrecidos al respecto en la Junta General a la que acompañé a don Antonio Barceló, cuando se debatió ese importante detalle que, sin embargo, algunos prefirieron obviar. Pero ya Gravina se adelantaba para aclarar la cuestión.

—Pero no avancemos demasiado deprisa, que no es bueno para la guerra. Desde la bahía gaditana y cuando se tengan noticias de que la escuadra de don Luis de Córdoba se encuentra cercana a doblar el cabo de San Vicente, iniciaremos nuestra marcha hacia la bahía de Algeciras, escoltados por los elementos de dicha escuadra que se encuentran destacados en Cádiz. Como pueden comprender, será una navegación lenta y dificultosa porque no disponemos de la agilidad de una fragata precisamente —volvió a ofrecer esa sonrisa un tanto desconcertante por su significado—. Es posible que nos sea necesario recibir remolque para aligerar la maniobra, si el tiempo no es el adecuado, porque no conseguiremos navegar con un viento que abra menos de seis cuartas. La idea general es llegar por la tarde a la bahía algecireña, con escasa diferencia a las unidades de Córdoba, y fondear en ella hasta la llegada de la noche. Será horas después, en los momentos que preceden al alba, cuando iniciaremos el traslado hasta situarnos en la posición prevista para el ataque. Por favor, señores, considérense en libertad de preguntar, si estiman que algún punto no les presenta la suficiente claridad.

La ocasión fue aprovechada con rapidez por un veterano teniente de navío, adornado con bigotes elevados al cielo como enhiestos espolones, quien preguntó sin esperar un segundo más.

—¿Ese traslado final tan importante lo llevaremos a cabo con nuestros propios medios?

—Depende de las condiciones meteorológicas, Valterra. Si es posible, navegaremos esa corta distancia con nuestro aparejo. Pero se encontrarán previstas por parte del general Barceló barcazas para el remolque, fondeo y disposición final idónea, en caso necesario. Como saben, disponemos de algunos remos propios, enclavados de forma original en buque de este porte, para las maniobras finales, aunque no les dispenso mucha confianza y espero eludir su utilización. Les repito que es fundamental dejar el buque bien encuadrado con el costado de barlofuego hacia la plaza, y que ninguno de nuestros cañones quede con campo a batir limitado. La idea general es la de largar los mencionados anclotes muy por largo, de forma que la flotante quede acoderada por través, y si llega el momento en que se considere necesario, podamos alejarnos de las baterías enemigas a la espía y salir de su distancia de tiro, cobrando los cables con los cabrestantes. Como deben suponer, esta maniobra la llevaríamos a cabo en el caso que, antes de haber podido batir las murallas gibraltareñas el tiempo suficiente, se compruebe que el sistema ideado por monsieur d’Arcon no funciona en la forma adecuada.

Un apagado rumor se extendió por el sollado. Sin embargo, bastó una mirada del segundo comandante hacia popa, para que se apagaran los cuchicheos como vela en el agua.

—Les adelanto que siempre he confiado en los nuevos ingenios de guerra que los ingenieros nos ofrecen, hasta que se demuestre lo contrario. Los hombres de ciencia llevan a cabo su trabajo por el bien de las armas y no hay que desconfiar de sus obras de antemano, como muchos de nuestros compañeros que propagan a los cuatro vientos sus defectos, sin que hayan sido probados suficientemente. Nuestra misión no es ésa sino cumplir lo que se nos ordena con la mayor abnegación, porque el fin particular puede ser incomprendido si no se conoce con precisión el plan general.

Se vio obligado a limpiar el sudor de su rostro con un pañuelo antes de continuar.

—De todas formas, considero una obligación exponerles que, en mi opinión, el punto más débil de nuestro trabajo se encuentra en el ineludible requisito de alcanzar la distancia establecida al objetivo, condición necesaria para batir las murallas con el máximo poder destructivo de nuestra artillería. Al exigirnos quedar situados a las 250 toesas mencionadas tantas veces, creo que con el profundo calado de nuestro buque llegaremos a varar en la arena, y que aún en la varada quedaremos a distancia superior. Y digo esto, como lo expresé por conducto reglamentario, por haber fondeado en esas aguas, con motivo de evacuación de enfermos, en 1778. No comprendo cómo no se ha comprobado este punto de forma más fehaciente, pero no es ése nuestro cometido en este momento.

—Y si varamos, mi comandante… —Otro teniente de navío pareció dejar en el aire sus pensamientos.

—Pues si varamos, Fonseca —ahora sí que Gravina nos lanzaba una sonrisa abierta—, se nos agravará el problema. Con la pesada quilla clavada en la arena y tras algunas horas de combate, cuyas oscilaciones nos hundirán más en el fondo, es muy posible que no seamos capaces de ganar un solo metro cobrando de las amarras a los anclotes.

—Y en ese caso… —Era el mismo teniente de navío, que más que preguntar parecía ofrecer nuevas entradas a la charla del comandante.

—En ese caso lo pasaremos mal, si es necesario separarnos de las baterías inglesas. Varados en la arena o el cascajo del fondo, sólo nos sacaría del atolladero el remolque de un navío con viento propicio, o algunos lanchones preparados al efecto. Pero, bueno, ha sido éste un problema analizado y así quedó resuelto, por decirles algo. Esperemos que no sea necesario aumentar la distancia a tierra, porque preveo una maniobra lenta y penosa, salvo que las condiciones del viento sean excepcionales a nuestro favor. Pero no pequemos de pesimismo y pensemos que seremos capaces de destruir las murallas y posibilitar el ataque general.

Gravina concedió un nuevo descanso a la charla, mientras parecía escrutar cada uno de los rostros fijos en él. Se escuchó algún leve cuchicheo de bajo tono por la parte donde me encontraba, al fondo del sollado. Por fin, el comandante retomó su disertación.

—Creo que les he expuesto los temas principales. Pero hay otros de menor categoría, que no son de despreciar. Espero que sean conscientes de que nuestra dotación está dimensionada en exceso, lo que es malo porque puede estorbar el trabajo de algunos puestos comprometidos. Sin embargo, presenta la ventaja de que se llevarán a cabo un mayor número de relevos, especialmente entre los sirvientes de los cañones y los que pican las bombas, dos ejercicios que se mantendrán de forma continua durante un tiempo muy elevado, en comparación con un combate naval ordinario. No me pregunten la duración estimada de la acción artillera porque no sería capaz de responderles. Almacenamos enorme cantidad de pólvora y balerío para nuestros diecisiete cañones, lo que también es peligroso y me decidió a ocupar con personal de experiencia los grupos de protección de las santabárbaras, cuyos sistemas de inundación han de mantenerse en funcionamiento.

—Mi comandante —intervino el teniente de navío Fonseca de nuevo—, si quiere podemos hacer un cálculo del número de disparos necesarios para derribar las murallas, ya que disponemos de información suficiente sobre ellas.

—No es ése el problema, Fonseca. Si supiésemos con exactitud la distancia a las murallas en la que nos posicionaremos al final de la maniobra, podríamos llevar a cabo el cálculo que ofrece, aunque sea grosso modo. En el caso ideal que alcanzáramos esas doscientas cincuenta toesas, según el cálculo estimado por el Estado Mayor del general Moreno, en tres o cuatro horas quedarían barridas las defensas. No olviden que las cañoneras y obuseras del general Barceló se incorporarán a nuestro cometido, y esas cucarachas se acercarán hasta besar a los ingleses, no lo duden, ya que las baterías de la plaza se encontrarán empeñadas contra nosotros. Pero también pesará otro factor de importancia, como será el uso de los buques de la escuadra.

—¿Los buques de la escuadra no deberán atacar al mismo tiempo otros blancos? —Era el primer alférez de navío que osaba tomar la palabra, un extremeño llamado Comillas.

—Ésa es la previsión, desde luego, de acuerdo al plan general. Pero fue tomada en la Junta General, a la que no asistió el teniente general don Luis de Córdoba por encontrarse con el grueso de su escuadra en la mar, navegando por el canal Inglés —pareció titubear durante unos pocos segundos—. La idea del capitán general duque de Crillon es comenzar el bombardeo en cuanto la escuadra alcance las aguas de Algeciras. No se trata de prisa alocada sino de evitar el refuerzo inglés que, según se comenta, se halla en curso y no pasará un mes sin que arribe a estas aguas, con el correspondiente refuerzo de hombres y armamento. Sería hermoso esperarlos con nuestra bandera sobre el castillo de Gibraltar. Pero el problema podría presentarse si…, si el general Córdoba no se encontrara al tanto de lo decidido en la Junta.

Comprendí que ésta era, desde luego, la duda grave que sufría Gravina y que, por disciplina y lealtad al mando, no consideraba conveniente exponer a los oficiales con toda su crudeza. Recordé las palabras de Barceló, cuando aludió a la posible postura del general Córdoba respecto al plan de batalla. En realidad, nuestro comandante también dudaba de que el general al mando de tan poderosa escuadra, pusiese sus unidades en el combate de acuerdo con los planes de Crillon, si era de opinión contraria. Deben tener en cuenta que estos pensamientos bullían en mi cabeza porque me encontraba sobre aviso, con una información mucho mayor que la del resto de los oficiales. Gravina salió del trance como pudo.

—A los buques de la escuadra se les han asignado en principio otros frentes a batir en la plaza, pero supongo se cambiarán si se ve la empresa comprometida y no somos lo suficientemente poderosos para derribar las murallas en el tiempo necesario. Espero que el duque de Crillon pueda establecer con el general Córdoba la coordinación necesaria. Pero es éste un problema que nos sobrepasa y no merece más comentarios por nuestra parte. En fin, señores —pareció zanjar este último punto—, creo que no me dejo ningún asunto importante en el tintero, pero estoy a su disposición para aclarar cualquier duda. De la discusión se abre la luz en muchas ocasiones, como nos decía un gran profesor en la Escuela Naval. No duden en tomar la palabra, sea cual sea su empleo y antigüedad.

De pronto se estableció el silencio más absoluto, lo que hizo que algunos oficiales se moviesen inquietos y comenzasen a salir a superficie muchos pañuelos con los que enjugar los sudores. Fue un joven alférez de navío, casi un niño, quien tomó la palabra.

—Mi comandante. ¿Se ha comprobado que el sistema del inventor francés funciona? Quiero decir si se ha hecho fuego sobre maderamen con doble casco y material empapado, para comprobar su carácter incombustible.

Gravina sonrió porque, sin duda, se trataba de una pregunta juiciosa y ajustada a la reunión.

—Se discutió esa posibilidad en la Junta General. Hubo quien apoyaba una idea parecida a la que ha apuntado usted, que creo acertada y recomendable. Pero también se alegó por otras autoridades que el resultado llegaría a oídos del inglés, y que si la comprobación resultaba poco alentadora, redundaría de forma negativa en la moral de las dotaciones.

El comandante debía sentirse molesto al deber contestar excusa tan absurda, pero había sido la ofrecida por algunos altos jefes de la Armada en la Junta General y no tenía más remedio que defenderla. Volvió a retomar la palabra con decisión.

—Señores, en algunas ocasiones se encontrarán ustedes en la tesitura de no comprender las órdenes recibidas y, sin embargo, no les quedará más remedio que obedecerlas. Es posible que, en efecto, a veces se trate de puros dislates, porque también las altas magistraturas yerran como humanos. Pero asimismo es incuestionable que los que se encuentran en un escalón inferior de la jerarquía, no alcanzan a ver el problema en su forma general y conjunta. Espero que comprendan mis palabras. Nos encontramos ante una acción que ha recibido la denominación de conjunta o combinada. Sin embargo, el fuego y manejo de las flotantes, así como los blancos a batir, han quedado en manos del jefe de escuadra don Buenaventura Moreno, que los decidirá de acuerdo a su buen saber y entender. En mi opinión, deberían ser los blancos seleccionados por aquellos que han de asaltar, penetrar y tomar la plaza, pero es posible que algo se escape a mis entendederas.

Otra vez el pesado silencio que, en esta ocasión, nadie parecía interesado en romper. Gravina se levantó con su habitual dignidad, para ofrecernos una despedida.

—Bien, señores. Creo que hemos tocado los puntos principales de la acción que llevaremos a cabo. Aunque no sea necesario, debo recordarles que nos encontramos en el cuarto año de esta guerra contra Inglaterra, y que todo ese tiempo estamos empeñados en recobrar esa plaza española en la que, por desgracia, ondea el pabellón británico todavía. Es posible que esta jornada que vamos a acometer sea la última oportunidad que dispongamos, porque se llegará a una paz en pocos meses, que ya los rumores apuntan en ese sentido. Por esa razón, echaremos el alma en esta empresa. Pero no debemos engañarnos. Será una acción de mucho riesgo, un peligro muy superior al de un combate naval tradicional, porque estaremos atados por collar en una perrera cuyas posibilidades reales desconocemos. Pero lo que no ha de faltar es el valor y el arrojo que de nosotros se espera. Trabajen y hagan trabajar a sus hombres. Que se ejerciten a fondo estos días, que la guerra se gana en la preparación y adiestramiento que tantas veces obviamos. Esto es todo y, una vez más, doy mi más calurosa bienvenida a los nuevos miembros de la dotación, que tan valerosamente se han presentado como voluntarios.

Y así terminó aquella larga charla con un hombre magnífico, un oficial de la Armada a carta cabal, con el que la vida y la Historia me unió años después. Pero abandoné el sollado con el corazón turbado y el ánimo alicaído, y no crean que los amores planeaban por mi cerebro en aquellos momentos, porque la guerra aparta con presteza otros pensamientos más personales. Era una determinada idea la que me desazonaba sin cesar. Si Gravina era, según se comentaba en los corrillos, uno de los mejores tácticos navales del momento, con un arrojo y valor ejemplares, y no veía con suficiente claridad la acción en la que tomaríamos parte, su significado no podía ser muy alentador.

Me encontraba con estos negros pensamientos cuando me golpearon en la espalda. Era mi viejo compañero de brigada, el guardiamarina Sebastián de Moncada. Como ya le había concedido la necesaria confianza, me propuso salir a la cámara en tierra para beber una frasca de vino, a lo que accedí gustoso. Pensé que en aquel momento necesitábamos la presencia de Pecas y escuchar sus comentarios, tan oportunos para el espíritu. Después de todo y como él decía siempre, ningún remedio mejor que el vino para refrescar la cabeza y devolver el optimismo perdido.