7. Importante reunión
Regresamos a nuestra base algecireña al día siguiente, por lo que seguimos el mismo itinerario marcado a la ida, aunque en sentido inverso. En esta ocasión almorzamos en la Venta del Buen Suceso, cercanos a la ventosa villa de Tarifa, donde también Barceló parecía navegar como en aguas propias. Llano y afectuoso en el trato con persona de cualquier condición y procedencia, conseguía ser admirado y querido por todos, lo que se traducía en un agasajo especial y sinceramente amable de los más humildes, que redundaba en beneficio de su diario servicio y, en este caso particular, de nuestros estómagos.
Pero no ataqué las magníficas viandas que abrían a nuestra vista con los apremios de otras veces, porque mi ánimo se encontraba lanzado en diferentes latitudes. Las esperanzas que se habían abierto con la visita a las baterías flotantes, me concedían un sentimiento difícil de explicar, muy parecido a los momentos anteriores al primer embarque en el navío Vencedor, en aquellos lejanos días como guardiamarina en la Escuela Naval de Cartagena.
En Algeciras me aguardaba, sin embargo, una gratísima e inesperada sorpresa. Setum, el fiel servidor que se consideraba una parte inseparable de mi persona, había quedado descorazonado en el cuartelillo, ante la imposibilidad de acompañarme en la comisión a la Isla de León. Al verme aparecer en el edificio de regreso, a la vez que lo celebraba con muestras efusivas de aprecio, me hizo entrega de dos cartas dirigidas a mi nombre. Mientras me ofrecía una radiante y sinuosa sonrisa, no fue capaz de renunciar a su propio comentario.
—Bienvenido de vuelta, señor. Con la estafeta del Cuartel llegó correspondencia personal para usted. Una de las misivas aparece escrita con una bella letra que calificaría como femenina, por lo que no es difícil suponer la persona que la remite.
—Dame eso ahora mismo, truhán africano, o te saco las tripas.
Se las arranqué de las manos con rapidez a la vez que lo empujaba con afecto. Comprendí en aquellos momentos que nunca había visto la letra de Cristina, pero no albergaba dudas al respecto, al observar aquellos giros redondos y femeninos, tan bien trazados. La segunda pertenecía al pequeño Pecas y era menos voluminosa. Como pueden comprender, desaparecí en mi camarote a la mayor rapidez y rasgué el sello con premura, para pasar a leer, emocionado, las noticias de quien tanto amaba.
Les aseguro que en aquel primer mensaje de amor recibido, sentí crecer las alas y rastreras como penachos en mis hombros, a la vez que el alma se henchía como una vela cangreja y la piel se erizaba de placer. No imaginaba a Cristina tan adecuada en el lenguaje escrito, no sé por qué, pero sus frases cariñosas, algunas con una profundidad amorosa incalculable, me transportaron al séptimo cielo a lomos del dragón alado. Es fácil imaginar que leí y releí aquellas líneas varias veces, hasta ser capaz de memorizarla de corrido. Pero quedaba plasmado con claridad el inconmensurable amor que Cristi me dispensaba, una concesión que todavía me costaba creer como cierta por inmerecida, lo que era motivo suficiente para evaporar cualquier sentimiento negativo del cerebro.
Pero el dato de más importancia, la verdadera sorpresa, la mencionaba en las últimas líneas, al advertirme que al día siguiente marchaba hacia Las Garitas del Marqués con su hermano Pecas, para acompañar a su madre, a quien le recomendaban un par de semanas en el campo, por haber padecido unas peligrosas fiebres de las que debía recuperarse. De esta forma se encontrarían a tiro de piedra y cabía la posibilidad de la cercana escapada, aunque el horizonte no se encontraba despejado en cuanto a trabajo y necesaria dedicación. De todas formas, agradecí aquellas benditas fiebres maternas que acortaban, al menos, la distancia a la persona amada.
La carta de Pecas era más directa y práctica en su contenido. Me anunciaba asimismo el viaje a la querida hacienda, así como su pleno restablecimiento, un aspecto este último del que dudé seriamente. Pero la noticia más importante la dejaba para el final. Me confesaba su adoración encendida hacia una damisela llamada María de las Mercedes de Ruidera, incomparable belleza de la que había caído enamorado a muerte. Por desgracia, el objetivo de sus sueños era mayor que él y no parecía corresponder a sus firmes requerimientos con lo que, según sus propias palabras, se encontraba al borde del suicidio.
Aquellas noticias me alegraron sin medida, aunque también produjeron cierto desasosiego e inquietud en el espíritu. Tras comprobar la fecha, colegí que ya debían haber llegado a Las Garitas, lo que me producía un encontrado sentimiento al saber tan cercana a Cristi, así como inalcanzable la posibilidad de visitarla. Era mucho lo que quedaba por hacer y escaso el tiempo hasta el día fijado para el embarque en las flotantes. Como de costumbre, un futuro incierto por la proa. Decidí que era mejor no pensar en aquellas circunstancias ni sus posibles consecuencias.
Pero como tantas veces les he anunciado, en la Armada todo vuela como una cometa sin rumbo permanente. A las pocas horas de nuestra llegada, Escach caía enfermo del vientre, en opinión de Barceló como justo castigo a la desenfrenada gula demostrada en la venta tarifeña, con lo que debía guardar cama y beber espantoso brebaje. Al mismo tiempo, el general me anunciaba una importante reunión para el día siguiente, a la que asistirían las cabezas principales empeñadas en el bloqueo y acciones programadas para el asalto definitivo. Pueden imaginar mi alegría cuando me encargó la ayudantía para dicha jornada, a un imberbe alférez de fragata, con lo que recibiría información de primera mano sobre el estado actual de las operaciones y plan general para el ataque, en el que tomaría parte a las órdenes de Gravina. Las enfermedades ajenas llegaban en mi auxilio una vez más.
De esta forma, a la mañana siguiente salimos en el carruaje, con Sebastián a las riendas, en dirección a la población de San Roque, aquella villa creada por los verdaderos gibraltareños, expulsados tras la pérdida de su querida Roca, donde se encontraba el cuartel general de las tropas españolas. Barceló me ofreció algunos consejos de estima en el trayecto.
—No se deje cegar por el brillo de los uniformes y el oro de los entorchados, que no siempre significan un mayor desarrollo del cerebro —me dirigió una de sus típicas sonrisas burlonas—. Usted manténgase siempre sin separarse de mi persona una pulgada, a no ser que así se lo indique. Tomará asiento detrás de mí, dispuesto a escribir las notas que le dicte, o aquellas informaciones que escuche y considere convenientes.
—Lo que usted diga, mi general. Supongo que seré el único alférez de fragata en dicha reunión —sonreí con el orgullo marcado en mi rostro.
—Puede estar seguro, muchacho, porque los ayudantes presentes serán viejos coroneles que arrastran los cordones como prenda de emplumado —rió su propia gracia—. Veremos qué dicen estos señores sobre la jornada que ha de venir.
—¿Estará presente el capitán de fragata Gravina? —pregunté sin pensarlo dos veces.
—Supongo que lo harán todos los comandantes de las flotantes, que tanto arriesgan en el empeño. Puedo decirle que no confío mucho en estas reuniones, que más parecen recibos de palacio. Pero me parece que sus pensamientos se encuentran más en la flotante San Cristóbal que en esta empresa —volvió a sonreír, bonachón.
—Era sólo curiosidad, mi general.
En realidad, el denominado como Cuartel General de las fuerzas sitiadoras no era más que un viejo caserón, convenientemente amueblado y embellecido hasta formar un digno palacete. Allí se celebraba a los pocos minutos de nuestra llegada la concurrida y elegante reunión, donde los entorchados brillaban sin freno y esplendoroso relumbrón. Pueden comprender mi azoramiento de los primeros momentos, sentado tras la figura de Barceló, que me recomendaba calma y tranquilidad con la mirada.
Para la ocasión, el duque de Crillon vestía uniforme grande, por haber sido designada la gala como uniformidad del día, con casaca azul, forro encarnado, tres órdenes en las vueltas y divisa roja, el mismo que Barceló aunque el marino, como jefe de escuadra, utilizara una sola orden de bordado en las bocamangas. Pero la tela del uniforme del duque no era la lana embastada del marino, sino una suave seda que parecía aligerar los calores y movimientos.
Entre los miembros del Ejército destacaban, por su ascendencia, la presencia de los tenientes generales Gazola y conde de Revillagigedo, el mariscal de campo Frontis e, incluso, el general inspector de ingenieros Abarca, a caballo entre la corte y el campo sitiador, además de otros generales y coroneles con mando directo en el campo. Por parte de la Armada, y a pesar de haber sido convocado, no asistía a la reunión el teniente general don Luis de Córdoba, al mando de la escuadra combinada que tomaría parte en la acción, por mantenerse en travesía hacia Cádiz, una ausencia que, como después se comprobó, no produjo beneficios.
Sí que se encontraban presentes por parte de nuestra Marina, quien actuaba como interino en la Director General de la Armada y Comandancia General del Departamento, en ausencia de Córdoba, teniente general marqués de Casa-Tilly, el de su mismo empleo don Juan de Lángara, el jefe de escuadra don Buenaventura Moreno, que debería mandar la escuadra de las flotantes, el brigadier don Antonio Albornoz y el Ingeniero Comandante don Francisco Autrán. Como me bahía adelantado Barceló, también se habían convocado los comandantes de las unidades que llevarían el peso de la jornada. Y no es de olvidar la presencia de algunos príncipes extranjeros, como el conde de Artois, hermano del Rey de Francia Luis XVI, el duque de Borbón y el príncipe de Nassau que, precisamente, mandaría una de las flotantes más poderosas, la Tallapiedra, con un porte de 21 cañones. Como es fácil imaginar, los ayudantes de campo, a los que algunos generales denominaban como edecán, pululaban por doquier, atentos al menor gesto o indicación de sus jefes.
Crillon, que me había reconocido y saludado con extrema cortesía a la llegada, sin mostrar extrañeza por la presencia en la sala de oficial con tan bajo empleo, abrió la reunión con decisión y rapidez. Según me pareció a las primeras de cambio, intentaba que fuese corta en su contenido y rápida en el desarrollo. Como persona inteligente que era, cumplió todos sus objetivos.
—Altezas Reales, generales y señores particulares, el momento esperado que puede ser definitivo en esta empresa de gloriosa reconquista se encuentra cercano. No he de esconder en estos momentos mi posición inicial, contraria a la utilización de las baterías flotantes como punto fundamental del ataque combinado, pues es del dominio de todos ustedes, así como de nuestro Señor don Carlos, a quien se lo expuse en persona cuando me entregó el mando del campo sitiador. Esta oposición no se debe, como algunas voces malignas han propagado, y les hablo con absoluta sinceridad, a que en caso de producirse el éxito que todos esperamos y deseamos, se incline la gloria de la empresa a los elementos de la Armada, ya que ningún general pondría sus celos personales por delante del bien general de la empresa.
Ofreció un ligero descanso, a la vez que mostraba un gesto de complicidad que no comprendí. Continuó en el mismo tono.
—Por desgracia, sigo siendo de la opinión que las flotantes no podrán aproximarse lo suficiente a la Plaza para destruir sus fortificaciones y posibilitar el ataque de las fuerzas de desembarco, ya que el aumento producido en su calado les imposibilitará situarse a las doscientas cincuenta toesas[14] de las murallas. Pero abiertos a esta acción por orden de Su Majestad, me uniré a ella con todas mis fuerzas y afanes, no lo duden, como creo haber demostrado hasta el momento.
—Algunos oficiales expertos en la Hidrografía opinan en contra, señor —intervino don Juan de Lángara.
—Pero no de forma contundente —Crillon ofreció una sonrisa cortesana—. Pero no es ésa la única razón que motivaba mi oposición. Aún en el supuesto de que las baterías flotantes consigan destruir la muralla en los puntos elegidos para el ataque, no es posible dar un asalto a una brecha situada a la lumbre del agua, por pelotones desembarcados sin orden ni concierto. No debemos olvidar que las mismas ruinas de las fortificaciones destruidas servirán a los ingleses de nueva muralla, donde parapetarse y ofrecer resistencia a tropa asaltante por punto concreto.
Dejó pasar unos segundos, mientras se acercaba al plano gigantesco que colgaba de un caballete establecido para la reunión, donde se mostraba el escenario bélico de Gibraltar y sus proximidades. Continuó el duque con el mismo tono de voz, pausado y obsequioso.
—De todas formas, no es momento para nuevas polémicas de un plan que hemos de abordar sin premura, y discutido a conciencia. La escuadra inglesa de socorro se prevé que zarpe de puerto inglés en corto espacio de tiempo, lo que hemos de impedir y aprovechar que en la Plaza se sufre escasez de recursos y munición. Según me comentan, las baterías flotantes se encontrarán listas para salir a la mar en pocos días. Tan sólo nos faltará la presencia de la escuadra combinada, que por desgracia no llegará a esta bahía hasta la segunda semana del próximo mes, si los vientos no le son contrarios. Era mi intención inicial comenzar las operaciones en el día de la Virgen, ocho de septiembre, fecha tan apreciada por el Rey Católico y sus fervorosos súbditos. Pero, según parece, no será posible.
—Córdoba llegará con su escuadra entre los días 9 y 13 de dicho mes —apostilló el marqués de Casa-Tilly, que no parecía encontrarse muy a gusto en la reunión.
—En ese caso, propongo que cuando las naves de dicha escuadra doblen el cabo de San Vicente, comience el traslado de las flotantes a esta bahía, de forma que a lo largo de la noche sean situadas en las posiciones previstas y señaladas en este mapa, para dar comienzo el bombardeo en las primeras horas de la mañana siguiente. En principio, se han decidido como los dos objetivos principales a batir, el muelle viejo, punto más débil de la plaza y cuyo ataque puede ser sostenido por las baterías de nuestro campo, así como el muelle nuevo, con menos defensa aunque a mayor distancia de nuestras líneas. En esos dos puntos centraremos nuestros esfuerzos. Ahora dejo la voz a don Buenaventura Moreno, como comandante en jefe de las baterías flotantes, para que les exponga la maniobra general de las operaciones navales, en ausencia de don Luis de Córdoba.
Crillon paseó la vista entre los presentes, a la vez que depositaba el puntero señalador sobre una mesa. Sus ágiles y elegantes movimientos me recordaban la figura de Pecas, cuando paseaba por el salón de su casa o danzaba en el de baile, lo que me hizo sonreír. Parecía satisfecho el comandante en jefe, a pesar de su conocida oposición inicial al plan previsto. Moreno abandonó su asiento para situarse junto al anfitrión.
—Como ha dicho el capitán general, está por decidir la fecha exacta, pero las flotantes saldrán de Cádiz con la antelación necesaria para encontrarse en la bahía la noche anterior al asalto, conjugándose dichos movimientos con la información de la llegada de la escuadra combinada. Dichas flotantes se fondearán en los puntos expuestos en el mapa —señaló con el puntero—, de acuerdo a los flancos a batir, de forma que se mantengan acoderadas con fuertes amarras para que, en caso necesario, puedan ser sacadas del tiro enemigo a la espía[15]. En el momento del comienzo de las operaciones, pasarán de ocho a diez navíos del orden de línea, para distraer las fuerzas enemigas sobre la punta de Europa. Batirán con sus disparos las baterías de aquel punto, mientras otros tantos navíos, situados a levante de dicha punta, puedan alcanzar con sus disparos por elevación el campo atrincherado del enemigo, sobre la meseta que se encuentra hacia aquel paraje en el monte, y hostilizar con sus rebotes, al mismo tiempo, el cuartel nuevo y el hospital general.
Pareció tomarse un ligero respiro, a la vez que observaba los rostros de los asistentes, por si era necesaria alguna aclaración, antes de continuar.
—Por su parte, las flotantes batirán los blancos asignados y descritos por el capitán general, hasta derribar las defensas que faciliten el desembarco y ataque general. Éstas unidades serán la Pastora, bajo mi mando directo e insignia de dicha escuadra; la Tallapiedra, bajo el mando de S. A. R. el príncipe de Nassau —hizo una ligera reverencia en su dirección—; la Paula Primera, bajo el mando del capitán de navío don Cayetano Lángara; El Rosario, bajo el mando del jefe de escuadra don Francisco Muñoz, y la San Cristóbal, bajo el mando del capitán de fragata don Federico Gravina. Estas cinco primeras, de dos puentes y porte de 17 a 21 cañones, con unas dotaciones comprendidas entre 630 y 760 hombres, se situarán en primera línea, en estas cinco aspas marcadas —volvió a indicar con el puntero sobre el plano, ahora con detalle—, a doscientas cincuenta toesas de los puntos a batir. A continuación y retranqueadas al ajedrez en los claros que dejan las nombradas, se encontrarán las de un puente y porte de 7 a 9 cañones, con unas dotaciones entre 300 y 400 hombres, Príncipe Carlos, San Juan, Paula Segunda, Santa Ana y Los Dolores, bajo el mando de los capitanes de fragata don Antonio Basurto, don José Angeler, don Pablo de Cosar, don José Goicoechea y don Pedro Sánchez.
Se hizo el silencio, mientras el general parecía haber completado su exposición. Sin embargo, tras unos escasos segundos, se dirigió hacia el mapa, con lo que parecía que intentaba aportar algún dato más. Crillon, que no deseaba una reunión demasiado extensa ni una acalorada discusión, volvió a tomar la palabra en el momento oportuno, con lo que Moreno quedó a medio camino.
—Y por último, cedo la palabra al jefe de escuadra don Antonio Barceló, para que exponga la misión de las unidades bajo su mando —elevó el tono de su voz al dirigirse a mi jefe, sabedor de su pronunciada sordera.
Don Antonio se levantó con parsimonia, a la vez que daba un último y mecánico retoque a su desmayada peluca, uno de los aditamentos cortesanos que más odiaba, ya que le producían una extraña e irritante picazón por toda la cabeza. Se dirigió al auditorio con decisión.
—En el momento en el que se produzca el cañonazo o señal de comienzo del bombardeo general, cuarenta de mis cañoneras, basadas en el apostadero de Algeciras, formarán diez divisiones de a cuatro, para integrarse entre las baterías flotantes, preferiblemente las más adelantadas, con lo que les será posible auxiliarlas en caso de necesidad, a la vez que se aumenta en cuarenta piezas de artillería de a 24 nuestra línea de combate. Al mismo tiempo, veinte bombarderas bajo mi mando se situarán lo más cerca posible de los muelles, para batir los blancos mencionados, a la vez que protegen el acoderamiento de nuestras flotantes.
Como Barceló depositó el puntero en la mesa situada al efecto, todos creyeron que había concluido su intervención. Sin embargo, volvió a retomar la palabra.
—Creo un deber señalar que, en mi modesta opinión, los blancos elegidos para los navíos de la escuadra combinada, desconocidos por mí hasta este momento, no son los más acertados. Ya que han de cañonear objetivos en tierra, con el riesgo que tal acción conlleva para unidades a flote, no deberíamos dispersar los esfuerzos sino centrarse, como las demás unidades, en batir las murallas de la Plaza en los puntos señalados y posibilitar el asalto definitivo —repasó sus manos con cierto nerviosismo antes de continuar—. Estoy de acuerdo con el señor duque de Crillon en que el aspecto más peligroso del plan establecido es, sin duda, la posibilidad de que las flotantes no puedan alcanzar el puesto asignado por falta de fondo, ya que se ha aumentado su calado de forma notable. Mucho se ha discutido sobre este punto. Recomiendo una vez más que mis cañoneras, en sus salidas nocturnas de castigo a la Plaza, embarquen gente cualificada para llevar a cabo la sonda de esas aguas con exactitud, aunque se expongan un poco más de lo acostumbrado.
—Muchas gracias por su intervención, general —intervino Crillon con rapidez y alto tono. Se percibía con claridad que no deseaba abrir de nuevo la discusión de las sondas en la bahía—. Por último, a la vez que se producen los ataques mencionados por parte de las unidades de la Armada, las ochenta y seis piezas de todas clases y calibres con que contamos en las explanadas y baterías de tierra, abrirán fuego sobre la Plaza, concentrando en lo posible su fuego lo más cerca de los puntos designados como brecha a penetrar. Espero que la sinfonía de la acción artillera sea recordada durante mucho tiempo.
Para mi sorpresa, poco más duró la reunión. Se escuchó algún comentario poco trascendente, pero Crillon derivó la conversación hacia los regios invitados que, como tantos otros, deseaban presenciar el ataque del día memorable. Sin embargo, me quedó en la mente la negativa impresión, que no parecía la operación embastada en su conjunto de forma armoniosa, porque eran más de uno los elementos dispares. En el viaje de regreso hacia nuestro cuartelillo, así me lo confirmó Barceló, al explotar con voz desabrida, mientras arrojaba la peluca contra uno de los asientos. Entraba en marejada gruesa intelectual una vez más.
—¡Pijadas de monja y cotilleos de rabizonas cotorras! Parece mentira lo que se encuentra en juego y que, sin embargo, cada uno intente cargar su propia mochila, sin aligerar una onza por el bien general.
Su enfado era de los de a 36, por lo que dudé algunos segundos antes de intervenir con mesura.
—Parece, mi general, que el acuerdo para la operación no es unánime.
—¿Unánime? ¿Desea unanimidad entre nuestros mandos, Leñanza? ¡Por las tripas de la barragana de Argel que parió tres camellos y una burra! Fíjese bien en lo que le digo. Dos generales españoles en una reunión importante, es lo mismo que decir dos opiniones encontradas. Pero si la decisión ha de ser tomada entre seis u ocho pares de gloriosos entorchados, en ese momento se produce el gallinero del infierno, con el terrible inconveniente de que nadie es capaz de poner un solo huevo. No comprendo cómo pudimos conquistar medio mundo, a no ser que recordemos a Cortés, que quemó sus naves para evitar la correspondiente reunión de capitanes —rió con desgana y tristeza—. ¿No hay un general nominado para el mando con mayúsculas? Pues que mande de una vez y se deje de protestas por escrito y zarandajas de concubina sin desflorar. Crillon tiene buena cabeza y grandes ideas. Tan sólo le falta eso, lo principal, ¡mandar! Si me hubiese concedido Su Majestad la potestad de mandar sobre todos, como ha hecho con el francés, se enterarían esos generales de lo que hay que llevar bajo los pantalones.
No sabía qué decir, así se encontraba Barceló de enfurecido, pero tampoco me fue posible porque ya volvía a la carga con cajas destempladas.
—Y no se olvide que a la reunión de hoy le faltaba la guinda dorada. Nuestro querido general don Luis de Córdoba, al mando de extraordinaria escuadra que actúa bien poco, navega hacia la bahía algecireña en estos momentos, sin apresuramientos de ningún tipo. Pero cuando llegue y le informen del plan establecido, sin haber contado con su alta magistratura, aunque se encontrara presente quien cumple sus funciones en el Departamento, alegará un profundo desacuerdo con las líneas maestras, puede estar seguro, y ya veremos qué decide hacer. Debíamos imitar el orden y disciplina de los prostíbulos de puerto, con los hombres bien formados en fila, en espera de aligerar sus necesidades.
Mi jefe pareció sumirse en periodo de rumia silenciosa, como denominaba Jaime Escach aquellos momentos en los que parecía barruntar para sus adentros argumentos inconfesables, por lo que decidí mantenerme al socaire y no intervenir en la refriega si no era conminado a ello. De esta forma llegamos a nuestro cuartel, por cuya puerta penetró Barceló, bufando como ballena herida de muerte, sin dar tiempo a la guardia para rendirle los honores de ordenanza.
Con las semanas transcurridas a su lado, era consciente de que, en momentos como aquéllos, el general buscaba la soledad y tan sólo admitía la presencia de una frasca de vino a corta distancia, como si necesitara reponer la sangre que corría por sus venas. Por esa razón, encargué a un marinero de servicio que le sirviera una del mejor caldo en su despacho, sin dilación posible. Necesitaría una descarga emocional de veinte minutos aproximadamente, en los que el mobiliario y enseres de su escritorio sufrirían una más de sus conocidas hecatombes. Por mi parte, decidí que era el momento apropiado para despojarme del caluroso uniforme y descansar unos minutos, intentar una vez más poner orden en aquella jaula de grillos que parecía alborotar mi cerebro.