19

Charles de Gaulle es la clase de aeropuerto futurista que se podría encontrar en el interior de una caja sorpresa navideña hecho en Taiwan hace mucho tiempo. El plástico transparente del techo estaba descolorido y tenía manchas marrones, las escaleras automáticas ya no funcionaban, el alfombrado estaba raído por el uso y el mármol de imitación se había agrietado aquí y allí y mostraba agujeros negros llenos de desperdicios. Se formaban largas colas para el café y otras aún más largas para las bebidas, y los viajeros que preferían comer sentados se habían instalado en el suelo, entre tazas de plástico vacías y envoltorios de bocadillos calentados en un horno de microondas.

Yo tuve suerte; me ahorré las largas colas. Un CRS de uniforme me salió al encuentro en cuanto bajé del avión, cogió mi bolsa y me condujo a través de aduanas e inmigración con sólo una ligera seña a un oficial de la CRS que estaba de guardia allí. Después abrió una puerta cerrada con llave que me introdujo en otro mundo, porque detrás del caótico barrio bajo que el viajero conoce como aeropuerto existe otro mundo espacioso y tranquilo para el personal donde se puede descansar, pensar, comer y beber sin ser molestado, exceptuando el sonido de los teléfonos que no se contestan.

—¿Por qué le retienen? —pregunté al CRS cuando abrió la puerta y me cedió el paso.

—Tendrá que hablar primero con el inspector jefe Nicol —me respondió.

Nos hallábamos en una pequeña sección superior del edificio principal, utilizada por la policía. La mayoría de oficinas del pasillo estaban ocupadas por la Compagnie Républicaine de Sécurité, que dirigía los mostradores de inmigración, pero la oficina a la cual me llevaron no era la de un hombre que examinaba pasaportes. El inspector jefe Gérard Nicol era una conocida personalidad de la Sûreté Nationale. Le llamaban "el cardenal" y tenía la categoría suficiente para poseer su propia oficina bien amueblada en el edificio del Ministerio en la rué des Saussaies. Yo ya le había visto varias veces.

—Inspector jefe Nicol, soy Samson —dije al entrar en la oficina. Saludé muy formalmente porque los policías franceses exigen cortesía tanto a prisioneros como a colegas.

Me miró de arriba abajo, como asegurándose de que era realmente yo.

—Ha pasado mucho tiempo, Bernard —dijo por fin.

Vestía ese uniforme que llevan los oficiales de la Sûreté cuando no van de uniforme: pantalones oscuros, chaqueta de cuero negro, camisa blanca y corbata de color liso.

—Dos o tres años —contesté.

—Dos. Fue en la conferencia de seguridad en Frankfurt. Se habló de un ascenso importante para usted.

—Ascendieron a otro.

—Ya dijo usted que no lo conseguiría —me recordó.

—Pero sin creerlo en el fondo.

Hizo sobresalir el labio inferior y se encogió de hombros como sólo saben hacerlo los franceses.

—Y ahora le envían a seducirnos para que le traspasemos la custodia de nuestro prisionero, ¿no es así?

—¿De qué se le acusa? —interrogué.

En vez de contestar, Nicol levantó por una esquina una bolsa transparente y dejó caer el contenido sobre la mesa. Un pasaporte estadounidense repleto de sellos de inmigración estampillados desde Tokio a Portugal, un manojo de llaves, un reloj de pulsera, un billetero de piel de cocodrilo, un lápiz de oro, un fajo de billetes franceses y alemanes y calderilla, una funda de plástico que contenía cuatro tarjetas de crédito, un paquete de pañuelos de papel, un sobre cubierto de garabatos, un encendedor de oro y una cajetilla de cigarrillos alemanes Atika que yo había visto fumar a Biedermann. Nicol cogió las tarjetas de crédito.

—Biedermann, Paul —leyó.

—¿Identificado por una tarjeta de crédito? —Repasé con rapidez los objetos personales de Biedermann.

—Hoy en día es más difícil conseguir una tarjeta de crédito que una carte de séjour —observó Nicol con acento triste—. Pero hay un permiso de conducir californiano con fotografía, si lo prefiere. Aún no le hemos acusado de nada; pensé que sería mejor esperar a que usted llegase.

—Muy considerado por su parte —agradecí.

Me metí la cajetilla de Atika en un bolsillo. Si Nicol me vino hizo ningún comentario.

—Siempre tratamos de complacer —dijo.

No existe el Habeas Corpus en la ley francesa. No hay ningún método para poner en libertad a un hombre detenido ¡legalmente. El prefecto de Policía no necesita una acusación formal ni pruebas de que se haya cometido un crimen; no necesita ninguna autoridad judicial para registrar casas, firmar órdenes de detención y confiscar cartas enviadas por correo. Puede ordenar el arresto de cualquier persona sin tener pruebas de la comisión de ningún delito. Puede interrogarla y someterla a juicio, ponerla en libertad o enviarla a un manicomio. No es extraño que los policías franceses tengan un aspecto tan relajado.

—¿Puedo ver el contenido de su equipaje? —pregunté.

—Llevaba una pequeña bolsa con útiles de afeitar, algo de ropa interior, un periódico, aspirinas y cosas por el estilo. Están allí. No he encontrado nada de interés. Pero también llevaba esto.

Nicol señaló un maletín duro de piel marrón colocado sobre una mesita auxiliar. Era una maleta cara, sin etiquetas de ningún fabricante, con cabida para un traje y espacios separados para zapatos, camisas y calcetines. Supongo que se fabricaba del tamaño máximo permitido como equipaje de mano, pero era lo bastante grande para provocar toda clase de discusiones con empleados de aeropuerto concienzudos.

En la tapa había un compartimiento para documentos que tenia incluso lugares especiales para plumas, lápices y un cuaderno de notas. Dentro de la parte cerrada con cremallera había cuatro fajos de páginas mecanografiadas, todos metidos en carpetas de plástico de diferentes colores. Las hojeé con rapidez; estaba todo en inglés, pero tanto la presentación como el contenido eran inconfundiblemente americanos. El modo de preparación de los informes —con gráficas en colores y fotos con epígrafe— les daba el aire profesional que una agencia publicitaria adoptaría con un posible cliente.

La introducción decía: "Los astilleros alemanes Howaldts werke Deutsche Werft de Kiel han dominado el mercado de submarinos diesel pequeños y medianos durante más de quince años. Se están equipando dos submarinos del Tipo 209 (1400 t) y Brasil ha encargado dos del mismo desplazamiento. Se han comenzado dos modelos de mayor tamaño (1500 t) para entregar a la India, que no serán versiones ampliadas del tipo 209, sino diseñados especialmente para una nueva especificación."

Sin embargo, las descripciones detalladas no tardaban en volverse más técnicas: "El tipo 209 lleva sonar activo y pasivo Krupp Atlas en la vela, pero los TR 1700 tienen además un sonar pasivo de diseño francés. El sistema de conducción del tiro fabricado por Hollandse Signaal-Apparaten es estándar, pero ya se están incorporando modificaciones a raíz del repetido fracaso del submarino argentino San Luis en sus ataques contra las fuerzas especiales de la Royal Navy."

—No parece que haya capturado a un superespía —observé.

—Está marcado como secreto —arguyó Nicol, a la defensiva.

—También lo están muchas cosas de los archivos de los museos.

—Olvídese de los archivos; esto tiene fecha del mes pasado. No sé nada sobre submarinos, pero sí que los rusos consideran de alta prioridad poner al día sus conocimientos sobre los submarinos del mundo y sé que éstos de motor diesel son los cazadores mortíferos que se usarían para encontrar sus submarinos nucleares.

—Ha visto demasiados documentales por televisión.

—Y he aprendido lo suficiente en conferencias de seguridad de la OTAN para saber que un informe como éste que revela secretos sobre submarinos construidos en astilleros alemanes para las marinas noruega y danesa enardecerá los ánimos.

—No cabe duda —asentí—. Creemos que Biedermann es un agente de la KGB en sus ratos libres, que trabaja fuera de Berlín. ¿Adónde se dirigía?

—No puedo decírselo.

—¿No puede decírmelo o no lo sabe?

—Llegó de París en un taxi y aún no había comprado el billete. Véalo usted mismo. —Nicol me indicó los objetos personales de Biedermann, que seguían sobre la mesa.

—¿De modo que ha sido un soplo?

—Una intuición certera —dijo Nicol.

—Eso no, Gérard. Dice que aún no había comprado ningún billete y que no ha llegado por avión, así que no había pasado por la aduana ni por inmigración ni por ningún control de seguridad cuando le encontraron esos papeles. ¿Quién le dio el soplo para que lo registraran?

—¿Soplo?

—La única explicación de que sepa que todos esos papelotes son secretos es porque ha habido un soplo.

—Odio a los policías, ¿y usted, Bernard? Sus mentes son siempre sucias y suspicaces. Jamás me mezclo con ellos cuando no estoy de servicio.

—Pasaporte americano. ¿Lo ha comunicado a la embajada?

—Todavía no. ¿Dónde reside Biedermann?

—En México. Tiene compañías registradas allí, por motivos fiscales, supongo. ¿Ha hablado?

—Nos ha ayudado un poco con las preguntas preliminares —admitió Nicol.

—¿Un passage à tabac? —pregunté.

Era un delicado eufemismo policíaco para la paliza preliminar que se daba durante el interrogatorio a los prisioneros que negaban a cooperar. Me miró con rostro inexpresivo y contestó:

—Eso ya no ocurre desde hace cincuenta años.

—Era una broma —dije, aunque podía haberme abierto la camisa para enseñarle unas cuantas cicatrices que probaban lo contrario. ¿Cuál es la política oficial? ¿Retendrán al prisionero o dejarán que me lo lleve?

—Estoy esperando instrucciones sobre el particular —respondió Nicol—, pero le será permitido hablar con él.

—¿A solas?

Nicol rió entre dientes.

—Siempre que no use la violencia y luego nos acuse de emplear métodos policiales primitivos.

Por lo visto, mi provocación le había molestado.

—Gracias —dije—. Haré lo mismo por usted en otra ocasión.

—Ha sido un soplo. Llamaron a mi oficina, así que debió ser alguien que conocía el funcionamiento de la Sûreté. La voz dijo que habría un hombre ante el mostrador de Alitalia; cicatrices en la cara, cojeo al andar. Un empleado atendió la llamada. No hay posibilidad de identificar la voz o de localizar la llamada, pero puede hablar con el empleado, si lo desea. Era un hombre que hablaba un francés perfecto, probablemente con acento parisino.

—Gracias. Ha reducido el número de sospechosos a sólo ocho millones.

—Avisaré a alguien que le acompañe abajo.

Tenían encerrado a Paul Biedermann en el bloque de celdas construido especialmente debajo de la planta destinada a alojamiento de la policía; las paredes son de ladrillos y el techo está reforzado con metal. En 1973 —año en que los aeropuertos se convirtieron en foco de atención de secuestradores, asesinos, manifestantes, locos y criminales de toda especie— el tamaño del bloque de celdas fue triplicado y su distribución modificada para instalar veinticinco celdas individuales muy pequeñas, ocho con cabida para tres prisioneros cada una (ya que según la penología moderna, cuatro prisioneros juntos se pelean y dos intiman demasiado) y cuatro habitaciones para interrogar a los reclusos en condiciones de absoluta seguridad. También se construyeron tres celdas para mujeres.

Paul Biedermann no se hallaba en ninguna de las celdas, sino en una de las habitaciones para interrogatorios que, como todas las de su clase, tenía un pequeño cuarto de observación capaz para dos o tres personas cuya puerta no estaba cerrada con llave, así que entré y observé a Paul Biedermann a través del panel de espejo. Había el habitual equipo de grabación, pero sin signos de haber sido usado recientemente.

La habitación para interrogatorios donde estaba Biedermann no tenía cama, sólo una mesa y dos sillas; nada que pudiera romperse, torcerse o usarse como arma. La puerta no era una puerta de celda, pues carecía de mirilla y cerrojos; sólo tenía una fuerte cerradura embutida. Después de observarle un buen rato, abrí la puerta cerrada con llave y entré.

—Bernd, ¡cómo me alegra verte! —Se echó a reír. Las cicatrices de la cara se le fruncieron y la sonrisa era tan amplia, que el semblante desfigurado semejó el de un demente—. Dios mío, espetaba que fueras tú. Me dijeron que venía alguien de Berlín. Puedo explicarlo todo, Bernd; ha sido un error estúpido. —Incluso bajo tensión tenía la misma voz baja y ronca y el mismo pronunciado acento americano.

—Tranquilo, Paul —contesté.

Miré en torno a la habitación de baldosas blancas pero no pude encontrar ningún indicio evidente de micrófonos ocultos. No estando en uso el cuarto de observación, lo más probable era que no nos grabaran. Decidí no preocuparme demasiado por ello.

—Hice todo lo que me dijiste, Bernd, todo. —Vestía caros pantalones de lino y una camisa marrón con un pañuelo atado al cuello. Sobre una de las sillas, tirada de cualquier manera, estaba la chaqueta de cashmere marrón—. ¿Tienes un cigarrillo? Incluso lo cigarrillos me han quitado, ¿qué te parece?

Le ofrecí la cajetilla de Atika que había cogido de la mesa de Nicol. Sacó un cigarrillo y yo dejé el paquete sobre la mesa como prueba del convenio tácito de que serían todos para él si se portaba bien. Se lo encendí y él inspiró con avidez.

—¿Llevabas toda esa basura secreta que he visto arriba?

—No.

—¿No la llevabas? ¿No la habías visto nunca?

—Sí. Es decir, sí y no. Llevaba el maletín, pero no sé nada de submarinos. —Rió brevemente—. ¿Qué sé sobre submarinos?

—Siéntate. Descansa un momento y luego dime con exactitud cómo conseguiste esos papeles.

Exhaló el humo y lo dispersó con la mano como si temiera que entrara un guardia y le quitara el cigarrillo.

—Siempre viajo con muy poco equipaje. Volaba a Roma; tengo una casa de vacaciones en Giglio, que es una isla...

—Sé dónde está Giglio —interrumpí—. Háblame de los papeles.

—Llevo poco equipaje porque siempre me recibe un coche en aeropuerto y la única ropa que necesito ya la tengo allí.

—Vaya vida que te pegas, Paul. ¿Es la que llaman la dolce vie ahí abajo en Giglio?

Me dedicó una sonrisa fugaz que apenas pasó de una mueca.

—Por eso llevo sólo una bolsa en bandolera cuyo tamaño es muy por debajo del permitido como equipaje de mano.

—¿Con ropa y nada más?

—Casi vacía; sólo con las cosas de afeitar y una muda por si hay alguna demora en alguna parte.

—Entonces ¿qué me dices del maletín de piel marrón?

—Pagué el taxi frente a la entrada de las llegadas, entré por la puerta principal y antes de acercarme al mostrador de Alitalia, el taxista vino corriendo hacia mí y me alargó el maletín, diciendo que me lo había olvidado. Dije que no era mío, pero él ya murmuraba que había aparcado mal, me dio el maletín y desapareció, había mucha gente, así que decidí que lo mejor era llevarlo a la policía.

—¿Creíste que era un auténtico error? ¿Qué dijo el taxista cuando te lo dio?

—Dijo: soy el conductor del taxi. Tenga el maletín que se ha dejado.

—Piensa un momento, Paul. Me gustaría entenderlo bien.

—Es lo que dijo. Soy el conductor del taxi. Tenga el maletín que se ha dejado. —Biedermann esperó, mirándome a la cara—. ¿Qué hay de extraño en esto?

—Supongo que podría ser normal, pero si yo fuera taxista y alguien acabara de pagarme, no sentiría la necesidad de decir quién era; sería lo bastante egocéntrico para pensar que esa persona me conocería. Y tampoco le daría explicaciones sobre el maletín, pues esperaría que mi pasajero lo reconociera inmediatamente y lo recuperara con expresivas muestras de gratitud. Y me demoraría lo suficiente para darle tiempo de manifestar su gratitud del modo establecido por la costumbre. ¿No tengo razón, Paul?

—Sí... En aquel momento no encontré nada extraño, pero es que estaba aturdido.

—¿Estás completamente seguro de que el hombre que te entregó el maletín era el mismo a quien pagaste en el taxi?

El rostro de Paul Biedermann se inmovilizó. Entonces volvió a dar una chupada al cigarrillo y lo pensó con detenimiento.

—Dios mío, tienes razón, Bernd. El taxista llevaba una chaqueta de cuero del mismo color que la mía y una camisa azul oscuro. Me fijé en la manga mientras conducía.

—¿Y el que te dio el maletín?

—Iba en mangas de camisa y pensé que el taxista se había quitado la chaqueta. Pero la camisa del segundo hombre era blanca. Dios mío, Bernd, eres un genio. Algún bastardo me endosó ese maletín. Me dirigía a la oficina de la policía cuando me arrestaron.

—Estabas cerca del mostrador de Alitalia —dije—. No te atolondres, Paul. ¿Quién podía saber que irías al mostrador de Alitalia?

—Sólo la recepcionista del hotel, que les telefoneó en mi nombre. ¿Han sido tus hombres quienes me han comprometido? ¿Es un modo de obligarme a trabajar para ti?

—No seas estúpido, Paul.

—¿Por qué habrían de hacerlo los rusos? Ellos me hubiesen ordenado coger el maldito maletín y yo habría obedecido. Ya te dije que les he llevado cosas en otras ocasiones. —Apagó el cigarrillo; tenía la costumbre americana de apagarlos a medio consumir.

—Sí —contesté, aunque no me había dicho nada sobre llevar paquetes para ellos.

Hubo un largo silencio, que Biedermann interrumpió:

—¿Por qué han hecho esto? ¿Por qué? Dímelo.

—No lo sé; ojalá lo supiera. —Inquieto, cogió otro cigarrillo y yo se lo encendí—. Iré a hablar de nuevo con el inspector jefe. Londres ha preguntado por ti y está a la espera de saber si París te confía a mi custodia.

—Dios lo haga. Dilucidar esta cuestión ante los tribunales franceses requeriría años.

Abrí la puerta con la llave que me había dado Nicol. Biedermann, como ansioso de prestarme un servicio extra que más adelante yo podía pagar ayudándole, advirtió de pronto:

—Vigila a ese tipo, Moskvin. Es un bastardo de cuidado. El otro resulta casi humano a veces, pero Moskvin es un malsín, un delator nato.

—Haré cuanto pueda por ti, Paul —prometí.

Salí y cerré la puerta con llave. Enfilé el pasillo hasta las escaleras para hablar de nuevo con Nicol. Ya había llegado al último peldaño cuando casi tropecé con una mujer vestida con un mono azul. Era muy joven, de unos veinticinco años y llevaba una diminuta bandeja de plástico con un café recubierto de espuma y un bocadillo reseco.

—Con los saludos del inspector jefe Nicol —dijo con la voz estridente de la clase trabajadora—. Es para el hombre arrestado. El inspector me ha dicho que usted tiene la llave.

—En efecto. ¿La quiere?

—¿Puede llevarle usted mismo el café? —preguntó, nerviosa—. El inspector Nicol no aprobaría que me diese la llave... Seguridad deficiente.

—Está bien —accedí.

—No tarde mucho. El inspector tiene una reunión.

—Iré a verle en seguida —prometí.

Sólo empleé un minuto en dar el café y el bocadillo a Paul Biedermann.

—Me han servido el almuerzo —dijo, mirando el poco apetitoso bocadillo—, pero me vendrá bien el café. —Despedía aquel olor amargo del café bien tostado que tanto gusta a los franceses.

Volví a cerrar la puerta con llave y subí a ver a Nicol, a quien todavía encontré sentado ante su escritorio. Hablaba por teléfono pero me hizo señas de que entrara y terminó bruscamente la conversación.

—¿Le ha sacado algo, Bernard?

Ahora había un jarrón de flores sobre su mesa. Era el indefinible toque galo, aquel pequeño je ne sais quoi que, según ellos mismos, hace humanos a los franceses.

—Dice que le endosaron el maletín —expliqué, dejando las llaves sobre el escritorio de Nicol, en el que ya reinaba el orden, porque habían vuelto a guardar el contenido de los bolsillos de Biedermann en la bolsa de plástico.

—¿Un taxista? ¿De una hilera de taxis que esperaba frente al hotel Rivoli? ¿Cómo lograron que eligiera ese taxi en particular ? No es muy convincente, ¿verdad?

—Creo que el maletín se lo dio otra persona y que todo ha sido una trampa.

—¿Por qué tendérsela? Usted mismo ha dicho que es un agente a ratos perdidos.

—Desconozco la razón —confesé.

—París aún no ha contestado, pero lo hará de un momento a otro. Ya que hemos de esperar aquí, ¿puedo mandar a buscarle algo de beber?

—Un grand crème como el que acaba de mandar a su prisionero sería muy bien venido. ¿Hace lo mismo con todos sus prisioneros o sólo ha sido para impresionarme?

—¿Y un coñac? Es lo que iba a pedir yo.

—Me ha convencido. Gracias.

Alargó la mano para descolgar el interfono, pero antes de cogerlo preguntó:

—¿Ha dicho que le he mandado un café?

—Un café y un bocadillo, ¿no?

—¿Un café? Pero ¿qué se ha creído que es esto, el Ritz? No hago servir café a los prisioneros, ni aquí ni en ninguna parte.

—¿De verdad no se lo ha hecho bajar?

—¿Está loco? Un prisionero puede romper la taza y abrirse las venas. ¿No les enseñan nada en Inglaterra?

Me levanté.

—Me lo dio una joven que llevaba un mono azul. Parecía una secretaria, pero hablaba como un camionero y tenía un fuerte acento parisino. Dijo que el café y el bocadillo eran de parte suya y me pidió que se los diera al detenido, tras lo cual añadió que usted debía ir a una reunión...

—Quería deshacerse de usted —dedujo Nicol, que cogió la llave y llamó a gritos al hombre uniformado que estaba ante una mesa en la habitación contigua.

Subió las escaleras de un salto y yo corrí tras él.

Era demasiado tarde, claro. Paul Biedermann estaba arrodillado en un rincón, con la frente contra el suelo como un musulmán en plena oración, pero su posición contorsionada se debía a las contracciones musculares que habían retorcido su cuerpo, dibujado una mueca en su rostro y detenido su corazón.

Nicol agarró la muñeca de Biedermann como si esperara sentir el latido del pulso, pero era evidente que no existía ningún signo de vida.

—Llame al médico —ordenó al hombre uniformado. Un oficial de policía puede presuponer una muerte, pero no dictaminarla.

Nicol cogió la taza de café, la olió y volvió a dejarla sobre la mesa. El bocadillo estaba intacto; era un bocadillo reseco y nada apetitoso; no cabía duda de que su consumición no formaba parte del plan.

—Pasaremos la noche levantados —dijo Nicol, blanco de ira—. Mi gente se pondrá furiosa cuando se entere. Siempre que muere un detenido es por brutalidad policial. Todo el mundo lo sabe. Usted mismo lo dijo, ¿no? ¿Se imagina lo que dirán de esto los comunistas? Nos lo harán pagar caro.

—¿Los soviéticos?

—Al diablo los soviéticos —respondió Nicol—. Tengo a todos los comunistas que necesito aquí, en la Asamblea Nacional. Más de los que necesito, para ser sincero.

—Ha sido culpa mía —reconocí cuando estuvimos de vuelta en su oficina.

—Desde luego que sí, maldita sea —profirió Nicol, cuya ira no se aplacó al oír mi confesión—. Y así constará sobre el papel. No espere que oculte la verdad para protegerle. —Sacó de un cajón unas hojas de papel rayado y las empujó hacia mí—. Tendrá que hacerme una declaración por escrito. Sé que me dirá que no puede, pero algo ha de escribir.

Contemplé largo rato el papel rayado; la policía no confía en que alguien sepa escribir en línea recta. Nicol quitó la caperuza de un bolígrafo y lo descargó sobre el papel para meterme prisa.

—¿No va a pedirme que me quede aquí?

—¿Quedarse aquí? ¿Yo? ¿Retenerle aquí y explicar a mi ministro que permití a un extranjero bajar y asesinar a un detenido? Escriba una declaración, salga de aquí y no se le ocurra volver. Cuanto antes le pierda de vista, mejor para mí. Vaya a explicarlo todo a su gente de Londres, aunque no soy capaz de imaginar qué diablos les dirá.

El curioso enigma del taxista empezó a cobrar sentido. La KGB estaba resuelta a acorralarme. Daría la impresión de que yo había puesto a Biedermann una etiqueta de "sagrado", cuando no había ninguna investigación en curso, con objeto de ayudarle en su trabajo como correo de la KGB. Y entonces deducirían que fue asesinado para que no hablara.

Ahora, por fin, veía la solución del gran acertijo, ahora sabía qué hacía Stinnes en México. Le habían enviado a preparar a Biedermann para este asesinato del que se me haría responsable. A Stinnes no le contarían todo el plan, por supuesto; la KGB no operaba así. El comunismo no ha escapado nunca de ese clima de conspiración en el que nació, e incluso los oficiales de alta graduación ignoran lo que está fuera del ámbito de sus misiones individuales. ¡Pero cuánto cuidado y atención dedican a estas misiones! Pese a hallarme aturdido por la ansiedad y la indecisión, no pude por menos de admirar el plan que me había conducido a la trampa, La KGB no era notoria por sus ideas brillantes, pero su concienzuda planificación, determinación y atención al detalle podían llegar a sacar partido de una idea mediocre.

Bueno, el ratón se acercaba al final del laberinto. Ahora ya sabía qué clase de trampa me esperaba. Sin embargo, no temía que nadie de la Central de Londres creyese que yo era un agente de la KGB ni, desde luego, que podía haber asesinado a Biedermann o MacKenzie a sangre fría. Pero entonces recordé la forma en que Frank se había estrujado la conciencia para ofrecerme la ocasión de huir a Moscú. No podía haber nada más sincero que aquello; por mí, Frank había puesto en peligro su cargo, sus posibilidades de ser nombrado caballero y su pensión. Incluso él creía que podía ser culpable y me conocía desde la cuna. No conseguiría ni el beneficio de la duda de aquellos impasibles hombres de Oxbridge que regían la Central de Londres.