13
Werner no llegó a las tres; no recibió el mensaje de Dicky hasta después del almuerzo. El avión en que debía despegar de Berlín-Tegel tenía una avería mecánica, y como los antiguos convenios especifican que los aviones de líneas comerciales alemanas no pueden usar las rutas aéreas entre Berlín y Alemania Federal, hubo una demora mientras se ponía en servicio otro avión de la British Airways. Cuando a su debido tiempo el avión aterrizó en Londres, Werner no estaba a bordo.
Tampoco llegó al día siguiente. Telefoneé a su apartamento de Berlín-Dahlem, pero nadie contestó.
Al tercer día Dicky empezó a proferir amenazas y a formular siniestras sospechas.
—La oficina de Berlín envió un coche —argumentó con acento quejumbroso—, reservó el billete de avión y dio al conductor cien libras esterlinas. ¿Dónde diablos se ha metido este condenado hombre?
—Seguramente hay una buena explicación —aduje.
—Será mejor que sea una auténtica bomba —replicó Dicky—. Ahora incluso el D. G. adjunto ha empezado a hacer preguntas sobre Stinnes. ¿Qué tengo que contestarle? Dímelo, ¿quieres? —No era una pregunta retórica; me miró con fijeza, esperando mi contestación. Al ver que no le daba ninguna, sacó el pañuelo y se lo pasó por los ojos. Estuvo un momento respirando hondo, como preparándose para estornudar, y al final se sonó—: Todavía llevo ese resfriado a cuestas —añadió.
—Un par de días en casa serían la solución —sugerí.
Me lanzó una mirada suspicaz y acabó confesando:
—Quizá sí. Empiezo a temer que sea contagioso.
—Da tiempo a Werner hasta el fin de semana —aconsejé—. Quizá entonces será el momento de dar la alerta o establecer una cadena de contactos para averiguar dónde está.
—¿Has telefoneado a Frank Harrington?
—Sí, pero acaba de regresar a Berlín. Y Werner no es agente suyo. No tiene ningún número de contacto para Werner.
—¿Sólo para Zena? —inquirió Dicky con sarcasmo. Tales observaciones cáusticas sobre el personal superior, mucho más, sus inmoralidades, eran tan insólitas que llegué a temer que Dicky tuviera fiebre.
Werner me telefoneó aquella tarde, justo cuando me disponía a abandonar la oficina. La planta estaba casi vacía; Dicky se había marchado a su casa, así como Gloria Kent y mi secretaria. Las telefonistas ya habían conectado las líneas exteriores con la oficina de guardia, pero por fortuna la llamada de Werner pasó por mi línea privada.
—¿Dónde demonios has estado? —pregunté con voz colérica— Dicky me ha acosado a preguntas acerca de ti.
—Lo siento —dijo Werner, que sabía parecer compungido sin sonar apabullado—, pero será mejor que vengas aquí inmediatamente.
—¿Dónde estás? ¿En Berlín?
—No, estoy en Inglaterra, en aquella antigua casa segura que solías emplear... la que está cerca del mar, en Bosham.
—¿Chichester? ¿Qué haces ahí, Werner? Dicky se pondrá furioso.
—No puedo hablar; uso el teléfono público de una taberna. Hay alguien esperando. Nos veremos en la casa.
—Son más de cien kilómetros de mala carretera, Werner. Odio ese camino. Tardaré una hora o más.
—Nos veremos entonces. ¿Recuerdas cómo encontrarla?
—Hasta luego —dije sin entusiasmo.
Bosham, que los ingleses —como parte de su crónica conspiración para desorientar a los extranjeros— pronuncian "Bozzam", es una colección de casitas, viejas y nuevas, apiñadas en una península entre dos calas que sufren la doble acometida de las aguas interiores y de la pleamar del canal. Hay veleros de todas formas y tamaños, escuelas de vela, clubs de vela y pubs llenos a rebosar de instrumentos náuticos, aparejos y relojes que hacen repicar campanas de barco a la hora del cierre. Y también hombres bulliciosos abrigados con jerseys de marinero que llevan sus embarcaciones a remolque del coche.
La casa segura no estaba muy lejos de la pequeña iglesia de Boham. Era un pequeño edificio de dos pisos, con fachada revestida de tablas de chilla recién pintadas y tejas de color naranja en el tejado. Incluso en los años de crisis en el sector de la propiedad inmobiliaria, aquellas casitas de fin de semana, con su vista de los barcos y a veces incluso del agua que los rodeaba, habían mantenido su precio.
El verano había tocado a su fin, pero el día había sido bueno para los felices mortales que podían pasarlo navegando. No obstante, ahora soplaba un viento terral, y cuando llegué y me apeé del coche, el aire frío me hizo añorar el chaquetón que había tirado sobre el asiento trasero. Las luces amarillas de las casas se reflejaban en el agua y aún se veía gente a bordo de los barcos, doblando las velas e intentando prolongar una jornada perfecta. Werner me esperaba sentado ante el volante de un Rover 2000 que había aparcado junto a la casa. Abrió la puerta del coche y me senté a su lado.
—¿Qué ocurre, Werner?
—Una mujer negra... antillana. Casada en un tiempo con un aviador americano destinado en Alemania. Ahora está divorciada y vive en Múnich; llevaba una vida política muy activa y era una comunista muy elocuente. De pronto, hace dos años, dejó de ser locuaz y se volvió muy respetable. ¿Me comprendes?
—¿Fue reclutada por la KGB?
—Así parece. La semana pasada fue a Berlín para recibir instrucciones. Una noche seguí a Stinnes después de verle consultar el reloj durante toda la cena. Después la seguí a ella. Vino aquí.
Werner sonrió. Era un explorador. Adoraba todo lo referente al espionaje como otros hombres están obsesionados por el golf, las mujeres o las colecciones de sellos.
—Creo que la conozco —dije.
—Vino aquí —repitió Werner.
—A Inglaterra. Sí, ya lo sé.
—Vino aquí —subrayó Werner. Tenía las llaves del coche en la mano y ahora golpeó el volante con ellas como para prestar más énfasis a sus palabras—. A esta casa.
—¿Cómo es posible? Es una casa segura del departamento.
—Lo sé —contestó Werner—. La seguí hasta aquí y reconocí la casa. Me mandaste aquí hace mucho tiempo; traje un paquete de documentos para alguien que teníais retenido.
—¿Está ella dentro ahora?
—No, se ha marchado.
—¿Has intentado entrar?
—He entrado y salido otra vez. Hay un cadáver en el piso de arriba.
—¿La chica?
—Parecía un hombre. No he podido encontrar el interruptor de luz y no se puede ver mucho con una linterna.
—¿Qué clase de cadáver es?
—Como las persianas están cerradas, no había luz y no quería ir a tientas por toda la casa, dejando huellas en todas partes.
—Será mejor que echemos una ojeada —decidí—. ¿Cómo lo has hecho para entrar?
—Por la ventana de la cocina. Es muy desagradable, Bernard, muy repugnante. Hay sangre en el suelo y temo haber dejado pisadas. Sangre en el suelo, sangre en las paredes, sangre en el techo.
—¿Qué ocurrió? ¿Tienes una idea?
—El cuerpo debe estar aquí desde hace dos días. Herida de bala en la cabeza. Disparo de gran velocidad. Ya conoces los efectos.
—Será mejor que demos un vistazo —repetí.
Me apeé del coche. Oí sonar muy cerca las alegres voces de los clientes del pub, que salían entonando una canción.
Como ya había descubierto Werner, no era difícil abrir la ventana de la cocina, pero mi entrada no fue la demostración de pericia que cabía esperar de mí. Werner no hizo comentarios sobre las huellas de barro que dejé en el fregadero ni sobre la rotura de una taza de té que empujé con el codo y yo no pude por menos de agradecerle su discreción.
Fui a abrirle la puerta principal y busqué en el armario de debajo de las escaleras la caja de fusibles para encender las luces. La casa no había cambiado mucho desde mi última visita. Habíamos retenido en ella a un científico de Alemania oriental para un largo interrogatorio y yo me había encargado de uno de los turnos. Para mitigar el tedio de su internamiento, le permitimos varias salidas en velero. La casa me trajo recuerdos felices, pero desde entonces habíamos encerrado en ella a dos oficiales de aviación soviéticos, uno de los cuales había regresado a la URSS. Pese a traerlos a todos en un vehículo cerrado, surgieron temores sobre la seguridad del lugar.
Oficialmente, la casa no había sido utilizada para el alojamiento de desertores desde hacía varios años, pero la maquinaria del departamento era tan tenaz que se habían continuado todos los pasos requeridos para su mantenimiento, y no sólo seguía conectada la electricidad, sino que todo estaba limpio y ordenado. Se veían señales de uso: platos y tazas en el escurridero y hortalizas frescas sobre la repisa.
Ante todo fui al dormitorio que daba a la fachada. Abrí la puerta y encendí la luz. Era tan desagradable como me había descrito Werner. El empapelado floral de color verde pálido estaba manchado de sangre, había salpicaduras en el techo y un pegajoso charco en el suelo. El contacto con el aire había descolorido la sangre, que ya no era de color rojo brillante, sino marrón y, en algunos lugares, casi negra.
Era una habitación pequeña, con una cama estrecha cubierta por una colcha y unos almohadones para que semejara un sofá. En un rincón había un tocador con un gran espejo en el que se reflejaba el cuerpo de un hombre tendido sobre la barata alfombra india. Se había caído desde la baja silla de cocina donde estaba sentado. En el respaldo de la silla, volcada, faltaba una gruesa astilla arrancada por la bala.
—¿Le reconoces?
—Sí —respondí—, es uno de ¡os nuestros, un novato, muy listo, por cierto; Julian MacKenzie.
La luz brillaba sobre un disco de plástico, que recogí del suelo. Era la tapa de un reloj, medio partida por una rascadura. La reconocí; era de mi viejo Omega. Cuando dejó de funcionar, metí el reloj y la tapa en un sobre y olvidé llevarlo a reparar. Me pregunté quién lo habría encontrado y dónde.
—¿Sabías que venía aquí? —interrogó Werner.
Apagué la luz y cerré la puerta, dejando dentro al muchacho asesinado. Miré en la habitación contigua. Era otro dormitorio con otra cama pequeña.
—Una cama de una plaza —murmuré, tratando de no pensar en el cadáver de MacKenzie—. Nadie creería que es una casa de fin de semana, donde siempre hay camas de todos los tamaños.
El tocador del rincón rebosaba de envoltorios rotos, polvos faciales y manchas de líquidos derramados. Sobre la cama había una gran caja de plástico; la abrí con cuidado y encontré una colección de rizadores eléctricos. Volví a taparla y pasé el pañuelo por los sitios que había tocado. En la papelera se amontonaban botellas de plástico de todas clases: champú, crema hidratante, loción capilar, tintura para el cabello y un puñado de toallitas de papel y trozos de algodón. En el cuarto de baño había más pruebas de una ocupación reciente: cabellos largos en la bañera, donde alguien —probablemente una mujer— se había lavado la cabeza y toallas extendidas en el toallero para que se secaran con más facilidad.
—Tienes razón —dijo Werner—, no parece una casa de fin de semana; es una casa segura.
Me siguió a la planta baja, donde busqué en la cocina.
—¿Ya has descubierto dónde está guardado el alcohol?
—No hay alcohol.
—No seas idiota, Werner. Siempre hay alcohol en una casa segura.
—He visto una botella de algo en el frigorífico.
Werner cogió una silla y se sentó a horcajadas, con los codos apoyados en el respaldo y la mano sosteniendo su ancha mandíbula. Me miró fijamente, con los ojos negros lanzando chispas bajo las pobladas cejas negras y con el ceño fruncido por la desaprobación. A veces me olvidaba de que parecía un oso gigantesco, pero ahora, con los hombros encogidos y los pies separados, casi le habría tomado por un luchador de sumo.
Me miró con fijeza mientras yo encontraba vasos en una alacena y sacaba del frigorífico una botella cuadrada, grande y verde de Bokma oude jenever. No cabía duda sobre su procedencia: una travesía a vela hasta la costa holandesa. Sin sentarme, me serví un trago y ofrecí otro a Werner. Al principio lo rechazó, pero cuando yo hube bebido un poco del mío, lo cogió y olfateó con suspicacia antes de tomar un sorbo y hacer una mueca.
—Pobre MacKenzie —murmuré.
No me senté, sino que empecé a dar vueltas por la habitación con la botella y el vaso en las manos, mirando todos los cuadros, adornos y muebles para recordar las horas que había pasado allí.
—Estaba en período de prueba, ¿verdad? Aún no había aprendido a tener miedo.
—La chica de color iba vestida de enfermera. La llevé en mi coche porque dijo que llegaba tarde al trabajo. Me amenazó con una aguja hipodérmica. El cinturón de seguridad me impedía moverme. Me sentí un maldito idiota, Werner, pero ¿qué podía hacer?
—Debió dormir en el segundo dormitorio. En el armario hay un uniforme de enfermera y un botiquín con un par de jeringas y varios fármacos con etiquetas que no entiendo.
—Dijo que era de Jamaica. Es probable que la eligieran porque tenía pasaporte británico. —Me senté y puse el vaso sobre la mesa, al lado de la botella.
—Sí, la vi pasar por inmigración con pasaporte británico.
—Pero ¿por qué esta casa, Werner? Si era agente de la KGB, ¿por qué esta casa segura del departamento? Tienen sus propios escondites, casas que no conocemos.
Werner hizo una mueca para comunicarme que desconocía la respuesta.
—Envié a MacKenzie a buscarla.
—Pues no cabe duda de que la encontró —dijo Werner.
—La seguiste hasta aquí. ¿Qué pasó después?
—Volví a Londres. Zena estaba en Londres, sólo para dos días, y no quería dejarla sola. Se pone nerviosa.
—¡Maldita sea! Eres un agente maravilloso, Werner.
—No sabía que era importante —se disculpó. El rostro sonrojado y la ira de su voz indicaban su confusión—. ¿Cómo podía adivinar este desenlace?
—Pero volviste. ¿Qué pasó entonces?
—El coche de la chica negra había desaparecido. Vi un Ford Fiesta aparcado cerca de la taberna. Tenía radio teléfono; reconocí los accesorios y la antena.
—MacKenzie, claro. Ninguno de los jefazos lleva instalado el radio teléfono de manera tan conspicua hoy en día.
—Entré en la casa, encontré el cuerpo y te telefoneé. Fin de la historia.
—Te lo agradezco, Werner.
—Un chico listo tu MacKenzie. ¿Cómo encontró la pista de la muchacha? No es fácil de seguir, Bernard. ¿Qué haría ella para atraerle hasta aquí?
—No lo sé, Werner.
—¿Y no te llamó para informarte de sus movimientos?
—¿Qué quieres decir?
—Tu MacKenzie era uno de ellos, ¿verdad? Es la única explicación lógica. Era un empleado de la KGB. No te dijo nada. Los ayudó a hacer lo que tenían que hacer y entonces la chica de color le silenció para siempre.
—Es una teoría tentadora, Werner, pero no me convence. Por lo menos, de momento. Necesitaré algo más para creer que MacKenzie era un empleado de la KGB.
—¿Cómo explicas que diera con su pista? ¿Por pura suerte?
—Has visto el cadáver de arriba, Werner. No es bonito, ¿verdad? Los dos hemos visto muchos en estado similar, pero tú te has puesto verde y yo necesitaba un trago. No creo que lo haya hecho una mujer. Dispara y todo queda salpicado de sangre. Hay gritos, chillidos y un hombre cae herido de muerte. Ella presencia su agonía y dispara otra vez, provocando más sangre. Y una vez más, y otra. —Me restregué la cara—. No, no creo que una mujer lo luciera de este modo.
—Quizá porque no sabes mucho sobre las mujeres —insinuó Werner.
—¿Un crime passionel, quieres decir? Pero éste no es el caso de una mujer que sorprende a su amante en la cama con una rival. Se trata de un asesinato a sangre fría. MacKenzie estaba sentado en una silla en medio de la habitación; no hay prueba alguna de un móvil sexual. La cama no está ni arrugada.
—Si no ha sido la mujer de color, ¿quién, entonces?
—No lo ha hecho una mujer, sino un hombre, o varios hombres. Un grupo de choque de la KGB, probablemente.
—Matar a uno de los suyos... —murmuró Werner, aferrado a su teoría.
—Si la KGB hubiera reclutado a MacKenzie en Cambridge y luego éste hubiera conseguido un empleo en el departamento, le habrían protegido de manera especial, en espera de que le asignaran una oficina. No le habrían matado.
—Pero si no era agente de la KGB, ¿qué secreto descubrió tu MacKenzie que hizo necesario matarle?
—MacKenzie no era un gran detective, Werner, sólo un chico listo con un brillante historial académico en Cambridge. Ni siquiera era un ex policía; no tenía experiencia investigadora ni ninguna clase de formación y tampoco era un agente nato como tú, por ejemplo. Jamás habría podido seguir la pista de un agente experimentado de la KGB hasta una casa segura. Le atrajeron aquí con añagazas, Werner. Alguien le suministró pistas que él creyó auténticas.
—¿Por qué?
—Era una casa segura nuestra, Werner; un secreto del departamento celosamente guardado. Los bastardos de la KGB querían demostrarnos lo inteligentes que son.
—¿Y asesinan a tu novato sólo para remachar el clavo? —Werner no parecía convencido. Bebió un poco más de ginebra, mirándola mientras la sorbía como si temiera que estuviese envenenada—. Qué gusto más raro tiene esto... —Leyó la etiqueta— ...oude jenever. No se parece al verdadero schnapps.
—Se supone que la marca Hollands sabe así —expliqué—. Cuando la inventaron, se usó como medicina.
—Tenían que estar muy enfermos para necesitarla —murmuró Werner, apartando la botella—. ¿Un asesinato a sangre fría?
—Estaba sentado en esa silla en el centro de la habitación, Werner. El verdugo se hallaba detrás de él, apuntándole a la parte superior de la columna vertebral. Así ejecutaba la Ojrana a los revolucionarios bolcheviques en nombre del zar. Entre 1910 y 1930, la Cheka persiguió a los rusos blancos emigrados en París y Berlín y muchos fueron asesinados de este modo. Durante la guerra civil española, la NKVD de Stalin fue a Cataluña y ejecutó a docenas de trotskistas por este procedimiento.
—Pero ¿por qué desearía ser tan teatral un grupo de choque de la KGB? ¿Y qué vino a hacer aquí la chica de color?
—Vino a verme o, más exactamente, me vio cuando vino a Londres.
—¿Por qué quería verte?
Vacilé antes de contestar. Me serví más ginebra y bebí unos sorbos. Siempre me había gustado el curioso sabor malteado de la ginebra Hollands y ahora era un alivio sentir el ardor con que se abría paso hasta mi estómago.
—Tendrás que decírmelo —instó Werner—. Estamos ambos demasiado metidos en esto para andar con secretos.
—Fiona envió un mensaje. Dice que me permitirá tener conmigo a los niños durante un año si a cambio yo impido que se enrole a Stinnes.
—¿Impedirlo?
—Desaconsejarlo, al menos.
—¿Por qué? ¿Es realmente suyo el mensaje o se trata de una iniciativa de la KGB?
—No lo sé, Werner. Intento ponerme en su lugar, adivinar qué haría. Quiere a los niños, Werner, pero necesita impresionar a sus nuevos amos. ¿Acaso no les ha dado toda su vida, su carrera, su familia, su matrimonio? Ha dado más de sí misma a Moscú que a sus propios hijos.
—Stinnes está involucrado en esto —dijo Werner—. La chica de color fue instruida por él. Los vi juntos.
—No lleguemos a conclusiones precipitadas. Quizá Stinnes ignora los detalles del plan. Si saben que te ve cuando viene a Occidente, es posible que no se lo digan todo.
Me quité las gafas y me cubrí los ojos con las manos para estar a oscuras unos momentos. Sentía un gran cansancio; incluso la perspectiva de volver a Londres se me antojaba un gran esfuerzo. Fiona debía haberles revelado la existencia de esta casa segura. ¿Qué más les habría dicho y qué más podía decirles todavía? MacKenzie estaba muerto en el piso de arriba, pero aún me costaba creerlo. Tenía un nudo en el estómago, debido a la tensión, y ni siquiera la bebida me había relajado ni eliminado el acre sabor del miedo que tenía en la boca.
Un ruido súbito, procedente del exterior, me sobresaltó. Me levanté y agucé el oído, pero sólo era uno de los trasnochadores que había tropezado con un cubo de basura. Volví a sentarme y a sorber ginebra. Cerré un momento los ojos; lo que necesitaba era dormir. Todo sería diferente cuando me despertara, MacKenzie estaría vivo y Fiona me estaría esperando en casa con los niños.
—No puedes quedarte así toda la noche, vaciando esa botella, Bernard. Tendrás que dar cuenta al departamento.
—Lo malo, Werner, es que no les he hablado de la chica antillana.
—Pero ordenaste a MacKenzie que la buscara.
—Lo hice de modo extraoficial.
—Eres un condenado estúpido, Bernie. —Werner había creído siempre que sabría hacer mi trabajo mejor que yo mismo y de vez en cuando sucedía algo que le reafirmaba en su ilusión—. Un condenado estúpido.
—Ya es demasiado tarde.
—Te creas problemas tontamente. ¿Por qué no se lo dijiste?
—Fui a la oficina con intención de hacerlo, pero entonces Bret empezó a hablar por los codos, Frank Harrington se presentó para interpretar el papel de padre y dejé pasar la ocasión.
—Esto es un asesinato. De un empleado del departamento, en una casa segura, con intervención de la KGB. No puedes silenciarlo, Bernard.
Le miré. Había descrito la situación de forma concisa, tal como debían haberla visto sus planificadores de la KGB. Lo único que sin duda no se les ocurrió fue que yo podía evitar las consecuencias manteniendo la boca bien cerrada.
—Y esto no es todo —dije—. La chica de color me obligó a ir al aeropuerto de Londres y, una vez estuvimos allí, Fiona subió al coche por la puerta trasera. No pude verla, pero era ella; reconocería su voz en cualquier parte. Las frases sobre los niños salieron de sus labios y la chica antillana estaba presente. Oyó todo lo que se dijo, lo cual me hace suponer que los hechos tenían la aprobación de la KGB.
Esperaba que Werner se asombrara, como me había asombrado yo, pero lo tomó con mucha calma.
—Adiviné que sería algo así.
—¿Cómo lo adivinaste?
—Ya has visto arriba los rizadores eléctricos; rizadores para cambiar de peinado. También hay muchos productos de cosmética que una chica de color no usaría nunca y tintura para el cabello. Como no los has mencionado, he deducido que conocías la existencia de otra mujer. Tenía que ser Fiona. Vino aquí a rizarse el cabello y teñírselo para no ser reconocida.
—No sirves sólo de adorno, Werner —dije con auténtica admiración.
—No irás a creer que podrás mantener todo esto en secreto durante la investigación de la muerte de MacKenzie, ¿verdad?
—No lo sé, Werner, pero lo intentaré. —Werner me miró fijamente, tratando de ver si estaba asustado. Sentía terror, pero hacía todo lo posible para que no se me notara.
Habría preferido que Werner cambiase de tema, pero él persistió.
—Y cuando MacKenzie llegó aquí, reconoció a Fiona, lo cual ya es una razón suficiente para que le mataran, puesto que no querían que fuese él quien informara sobre ella, sino tú. O tal vez querían que no lo hicieras a fin de que las eventuales consecuencias fueran peores para ti.
—No seamos demasiado sutiles. La KGB no se distingue por su sutileza.
—Será mejor que cambies de opinión a este respecto —dijo Werner—. Ahora tu mujer trabaja para ellos y van a cambiar algunas cosas.
—¿Has notado ya algún indicio?
—Bernie, Fiona sabe que jamás te convencería para que desertaras, de modo que no pierde el tiempo intentándolo. En su lugar, prueba la mejor alternativa: persuadir al departamento de que ya has cambiado de bando. De este modo hará que te aparten de Operaciones y quizá incluso del departamento.
—¿Porque la KGB me considera su más peligroso enemigo? —pregunté con sarcasmo.
—No, porque Fiona te considera como tal. La conoces mejor que nadie; sabes cómo piensa. Eres el obstáculo, la única persona que puede adivinar sus intenciones.
Quizá Werner tenía razón. Del mismo modo que a mí me asustaba el hecho de que Fiona pudiera esgrimir contra mí todos sus conocimientos sobre mi persona, también ella podía temer lo mismo de mí. Lo malo era que, mientras nuestro matrimonio le había dado a conocer todos mis puntos débiles, a mí sólo me había enseñado que ella no tenía ninguno.
Contesté:
—Por eso no me gusta decir nada de todo este asunto a la Central de Londres. Aducirán que es una prueba de que estoy sometido a presión y no dejarán de interrogarme sobre los motivos de semejante presión, hasta que acabe hablándoles de mi encuentro con Fiona en el aeropuerto y entonces me eximirán del trabajo mientras duren las investigaciones. —Tapé la botella de ginebra, le quité todas las huellas, lavé los vasos y los dejé en su sitio. Necesitaba estar activo; quedarme sentado, hablando con Werner, me ponía nervioso—. Te habrás dado cuenta de que este lugar se limpia con regularidad. Alguien encontrará el cadáver y lo denunciará a través de los canales normales. Será mucho mejor así, Werner.
Pero Werner insistió, implacable:
—Haré lo que me pidas, Bernie, pero creo que deberías ir a la Central a contárselo todo.
—¿Has dejado huellas en alguna parte?
—Sí, varias. Pero sé dónde.
—Mira esto. —Le enseñé la tapa del reloj—. Algún bastardo lo puso arriba, cerca del cuerpo, para que lo encontrara el oficial de investigación.
—Te he visto recogerlo. Es tuyo, ¿verdad?
Asentí y volví a guardarme la tapa de reloj en el bolsillo.
—Limpiémoslo todo y vámonos de aquí, Werner. ¿Y si voláramos a Berlín mañana por la mañana? ¿Te parece bien? Es un buen momento para ausentarme de la oficina.
Werner me miró y asintió. Yo me quejaba con frecuencia de que Dicky abandonara la oficina a la primera señal de malestar. El hecho de que ahora fuese yo quien huía de las complicaciones ofendía el sentido del deber de Werner.
—¿Qué más? —inquirió con suspicacia—. Veo que hay algo más y será mejor que me lo digas ahora. —Se dio masaje a la mejilla, como para mantenerse despierto.
No era fácil ocultar mi pensamiento a Werner.
—La Central de Londres quiere ponerte de nuevo en su nómina. Diez mil libras esterlinas a cuenta y pagos mensuales fijos más los gastos. Con recibos; ya conoces el paño, Werner.
El blando cemento del rostro de Werner se petrificó en la expresión inescrutable que asumía para disimular que era feliz.
—¿Y?
—Quieren que hagas un breve reconocimiento en el Este y averigües lo que puedas sobre Stinnes.
—¿Por ejemplo?
—Su matrimonio; ¿se va realmente a pique? ¿Cuál es su reputación? ¿Le negaron el ascenso a su debido tiempo o se trata de un cuento chino?
—¿Nada más? —preguntó con acento mordaz. Ahora tenía las facciones muy móviles y se humedeció los labios como si se le hubieran secado de repente al pensar en los riesgos—. ¿Ningún consejo de la Central de Londres sobre qué he de hacer para descubrir todos los secretos íntimos de la KGB? No se trata de un día de visitas en una base norteamericana. Allí no tienen agregados de prensa que entregan informes mecanografiados y brillantes fotografías que se pueden reproducir sin pagar nada y mapas de las instalaciones militares por si los visitantes se pierden. —Bebió un buen trago de ginebra. La necesidad había vencido a la repugnancia que le inspiraba el sabor.
No podía discutir con él; sabía mucho más que yo sobre las dificultades de semejante misión y ambos sabíamos infinitamente más que las personas de la Central londinense que iban a firmar el informe y recibir las felicitaciones.
—Haz lo que puedas —le dije—. Acepta el dinero y haz lo que puedas.
—No será mucho —respondió Werner.
—El dinero tampoco será mucho —repliqué—, así que no hagas ninguna tontería.
Werner apuró el vaso y me dedicó otra de sus impenetrables muecas. Sabía que yo estaba asustado.