15
Hubo un tiempo en que la casa de Lisl Hennig me parecía gigantesca. Cuando era niño, cada escalón de mármol de aquella magnífica escalinata se me antojaba una montaña y escalar montañas requería entonces un esfuerzo casi insuperable para mí, que necesitaba un momento de descanso después de alcanzar cada cumbre. Y ahora le ocurría lo mismo a frau Lisl Hennig, que sólo subía la escalinata cuando se sentía con ánimos para hacerlo. La contemplé entrar despacio en el salón y arrellanarse en un enorme trono dorado, apoyada en cojines de terciopelo para no cargar con exceso sus rodillas artríticas. Era vieja, pero los cabellos teñidos de color castaño, los grandes ojos y los rasgos delicados de su rostro surcado de arrugas hacían difícil adivinar su edad.
—Bernd —me interpeló, usando el nombre por el que se me conocía en mi escuela berlinesa—. Bernd, coloca las muletas contra el respaldo de la silla para que las tenga a mano cuando las necesite. No sabes lo que es estar impedida de este modo. Sin las muletas, soy una prisionera en esta maldita silla.
—Ya están en su sitio —contesté.
—Dame un beso. Dame un beso —insistió—, ¿Ya has olvidado a tante Lisl y cómo te mecía en mis brazos?
La besé. Hacía tres días que estaba en Berlín, esperando que Werner volviera de su "pequeño reconocimiento'' en el sector oriental, pero Lisl me saludaba todos los días como si me viera después de una larga ausencia.
—Quiero tomar el té. Busca a esa inútil de Klara y dile que nos lo traiga, si es que a ti también te apetece.
Siempre había tenido modales de autócrata. Ahora miró a su alrededor para cerciorarse de que todo estaba en su lugar. Su madre había elegido estos muebles de madera de roble tallada a mano y la araña que Lisl ocultara en la carbonera en 1945. Durante la infancia de Lisl, esta habitación estaba embellecida con encajes y bordados, como convenía al lugar donde las damas se retiraban después de la cena; ahora contenía el mostrador de recepción. En este salón, la madre de Lisl ofrecía el té a las damas elegantes de Berlín y en los días soleados del verano se abrían los ventanales para ver desfilar detrás de su banda a los granaderos de la guardia del káiser Alejandro en su marcha hacia los cuarteles.
Fue Lisl la que le dio el nombre de "salón" y recibió en él a los más prometedores arquitectos, pintores, poetas y escritores de Berlín y a ciertos políticos nazis, para no hablar de los siete musculosos ciclistas del palacio de Deportes que llegaron una tarde con bailarinas eróticas de uno de los Tanzbars más notorios de la ciudad y las persiguieron ruidosamente por toda la casa en busca de dormitorios vacíos. Muchas de aquellas celebridades de lo que Berlín llamaba "los dorados años veinte" aún estaban aquí, apiñados en las paredes del salón, sonriendo y mirando con fijeza desde las fotos de color sepia dedicadas con la ferviente pasión que caracterizó a la tumultuosa década inmediatamente anterior al Tercer Reich.
Lisl llevaba un vestido de seda verde, una cascada que caía sobre su gran mole informe hasta rozar los diminutos y puntiagudos zapatos con tiras en el empeine.
—¿Qué haces esta noche? —me preguntó.
Klara —la "inútil", que tenía unos sesenta años y había trabajado para Lisl durante veinte— se asomó a la puerta, me miró y sonrió nerviosamente para indicar que había oído a Lisl pedir el té.
—Tengo que ver a Werner.
—Esperaba que jugarías a cartas —dijo, frotándose la rodilla dolorida y sonriéndome.
—Me habría gustado mucho, Lisl, pero tengo que verle —dije.
—Detestas jugar a cartas con tu vieja tante Lisl, ya lo sé, ya lo sé. —Alzó la mirada y, al darle de pleno la luz, pude ver las pestañas postizas y las capas de pintura y polvos que se ponía en la cara los días de salida—. Te enseñé a jugar a bridge cuando sólo contabas nueve o diez años. Entonces te encantaba.
—Y me sigue encantando —protesté, infiel a la verdad.
—Quiero que conozcas a un simpático joven inglés y también vendrá el viejo herr Koch.
—Si no tuviera que ver a Werner, me habría gustado mucho pasar la velada contigo.
Me sonrió con un mohín; sabía que detestaba jugar a cartas y la perspectiva de conocer a un "simpático joven inglés" me atraía tan poco como la idea de pasar unas horas escuchando las consabidas reminiscencias del anciano señor Koch.
—¿A Werner? —exclamó Lisl, recordando de improviso—. Hay un mensaje para ti: Werner ha sufrido una demora y no puede verte esta noche. Te llamará mañana temprano. —Sonrió otra vez—. No importa, liebchen. Tante Lisl no te retendrá; sé que tienes cosas más interesantes que hacer que jugar a bridge con una vieja fea y lisiada como yo.
Lisl había ganado el juego, el set y el partido.
—Completaré la segunda pareja —concedí con el tono más amable de que fui capaz. ¿Desde dónde llamaba Werner?
—Wundervoll[9] —exclamó Lisl con una gran sonrisa—. ¿Que desde dónde telefoneaba, querido? ¿Cómo puedo saber una cosa así?
Creo que adivinó que Werner estaba en el sector oriental, pero no quería admitírselo ni a sí misma. Como muchos otros berlineses nativos, intentaba olvidar que su ciudad era ahora un islote en medio de un mar comunista y sólo se refería al mundo comunista con chistes, medias verdades y eufemismos, del mismo modo que trescientos años antes los vieneses se habían encogido de hombros ante el asedio de los otomanos.
—Lo que no entiendes bien es la subasta; por eso no serás nunca un buen jugador de bridge.
—Me contento con lo que sé —dije.
Fue una tontería ofenderme por su observación, ya que no ambicionaba llegar a ser un buen jugador de bridge. Me molestaba que esta anciana pudiera hacerme caer en la trampa de una velada de bridge empleando la misma táctica transparente que usaba cuando era un niño de pecho.
—Anímate, Bernd. Aquí está el té y me parece mucho que hay tarta. No necesitamos limón, Klara; lo tomamos al estilo inglés. —La frágil Klara puso la bandeja sobre la mesa y ejecutó el ritual de repartir los platillos, tazas, platos, tenedores y el bol de plata con el colador de té—. Y aquí llega mi nuevo amigo inglés —añadió Lisl— de quien te hablaba hace un momento. Otra taza, Klara.
Me volví para ver al hombre que entraba en el salón. Era el condiscípulo de Dicky que yo había conocido en Ciudad de México: imposible confundir a este inglés alto y delgado, de cabellos castaños, muy pegados al cráneo, que casi tiraban al color del jengibre. Su cara en forma de corazón aún mostraba los efectos del implacable sol mexicano. Las pecas de su tez rubicunda, junto con su torpeza, le daban un aspecto juvenil que desmentía sus treinta y ocho años. Llevaba pantalón de franela gris y un blazer azul con decorativos botones de latón y la insignia de un club de criquet sobre el bolsillo.
—Bernard Samson —dijo, alargando la mano—, Henry Tiptree, ¿me recuerda? —Su apretón de manos era firme pero furtivo, la clase de apretón que usan los diplomáticos y políticos para saludar a una larga hilera de invitados—. Qué suerte encontrarle aquí. La otra noche hablé con un sujeto llamado Harrington, quien me dijo que sabía usted más sobre esta extraordinaria ciudad que la mayoría de la gente. —Su voz era educada, profunda y bastante penetrante, la clase de voz que la BBC asigna a la lectura de las noticias la noche en que ha muerto alguien muy conocido—. Extra... ordinaaaria ciudad —repitió, como si ensayara, prolongando más la nota.
—Creía que trabajaba en Ciudad de México.
—Und guten Tag, gnadige Frau[10] —saludó a Lisl, que había fruncido el ceño para concentrarse ante la repentina irrupción del idioma inglés. Henry Tiptree se inclinó para besar la mano enjoyada que se le ofrecía y luego volvió a inclinarse y sonreír con aquella especie de seducción siniestra que exhiben los barítonos de musicales de Hollywood con ambiente vienés. Entonces añadió, dirigiéndose a mí—: Usted creía que yo trabajaba en Ciudad de México. Y yo también. Ja, ja. Pero cuando se ha trabajado en el servicio diplomático unos cuantos años, se aprende que el sujeto de quien se ha oído decir que seguía un curso de lengua coreana en Seúl ha sido visto como agregado de información en la embajada de París. —Se rascó un lado de la nariz con expresión pensativa.— No, un gurú del departamento de Personal consideró que mi alemán de estudiante era justo lo que exigían aquí de un funcionario y me destinaron a trabajar con ustedes durante un período de tiempo indefinido. Sin explicaciones ni disculpas ni tiempo para prepararme. Dicho y hecho. Ja, ja.
—Una auténtica sorpresa —respondí—. Creo que esta noche jugaremos juntos a cartas.
—Me complace mucho que se una a nosotros —manifestó Henry, con aspecto de estar realmente complacido—. Esto es lo que yo llamo el verdadero Berlín, ¿no? la compañía de la hermosa y culta frau Hennig y de este magnífico sujeto Koch, sobre quien ya me lo ha contado todo. Éstas son las personas que a uno le interesa conocer y no a los gorristas que suelen llamar a la puerta de todas las embajadas.
Lisl sonreía; sabía el inglés suficiente para comprender que era hermosa y culta. Me dio una palmadita en el brazo.
—Y ponte chaqueta y corbata, ¿quieres, liebchen? Sólo para hacer feliz a tu vieja Lisl. Ponte un traje elegante por una vez, el que siempre llevas para visitar a Frank Harrington.
Lisl sabía cómo dejarme en ridículo. Miré a Tiptree; estaba sonriendo.
Jugamos a cartas en el estudio de Lisl, una pequeña habitación llena a rebosar de sus tesoros. Aquí era donde llevaba la contabilidad y recibía el dinero de sus huéspedes. Aquí guardaba su botella de jerez en un armario repleto de objetos de porcelana. Y aquí, con sus ángeles juguetones y dragones alados, estaba el grotesco reloj dorado que a veces podía oírse por toda la casa dando las horas del amanecer. Sobre la chimenea pendía un retrato del káiser Guillermo, en torno al cual una aureola de empapelado algo más subido de tono indicaba que era también el lugar donde había pendido una foto firmada de Adolf Hitler durante una década que terminó con la conversión de la casa solariega en este hotel.
—Creo que las cartas han de barajarse a conciencia —dijo Lisl con voz quejumbrosa, disponiendo delante de ella las pocas fichas que le quedaban, por las que cada uno de nosotros daba cincuenta pfennigs.
Lisl no podía perder nunca una cantidad superior al precio de la botella de jerez que casi consumíamos entre todos, pero no le gustaba perder; en este aspecto y en muchos otros era muy berlinerisch[11].
Los cuatro nos sentamos alrededor de la mesa redonda de caoba, que sólo tenía tres patas y en la que Lisl solía hacerse servir el desayuno. Las cuatro sillas también eran de caoba; con sus respaldos de estilo veneciano en forma de ocho, soberbiamente tallados, eran las únicas que quedaban de las dieciséis sillas de comedor que su madre había tenido en tanta estima. Lisl habló de las familias reales europeas y de las actividades sociales de sus miembros supervivientes. Era una monárquica convencida y creía en el derecho divino de los reyes, pese al agnosticismo de que hacía gala con frecuencia.
Pero ahora Lothar Koch inició uno de sus largos relatos.
—¿Por dónde iba? —preguntó, incapaz de barajar y hablar al mismo tiempo.
—Nos hablaba del interesante informe secreto sobre los disturbios en Holanda —apuntó Henry.
—Ah, sí.
Lothar Koch era un hombre bajo y anticuado, de ojos inquietos, grandes ojeras y una nariz demasiado voluminosa para su cara pequeña y demacrada. Llevaba un gran Rolex de oro y solía lucir pajaritas de lunares por las tardes, pero sus trajes de aspecto caro eran demasiado grandes para él. Lisl decía que le iban a la medida antes de adelgazarse y que ahora se negaba a comprarse más ropa. "Soy demasiado viejo para comprarme trajes nuevos", había dicho a Lisl cuando celebraba su septuagésimo cumpleaños vestido con un traje que ya le sobraba por todas partes. Ahora tenía ochenta y cinco años, continuaba encogiéndose y aún llevaba la misma ropa. Lisl decía que había dejado de comprarse abrigos a los sesenta.
—Ja, ja, ja. Hubo disturbios en Ámsterdam, así fue como empezó todo. Corría el año 1941. Brandt entró en mi oficina poco después de los desórdenes...
—Rudolf Brandt —explicó Lisl—, el secretario de Heinrich Himmler.
—Sí —confirmó Koch, mirándome para asegurarse de que escuchaba. Sabía que yo había oído todos sus relatos y que mi atención tenía tendencia a desviarse.
—Rudolf Brandt —repetí—, el secretario de Heinrich Himmler. Sí, claro.
Una vez cerciorado de que le prestaba atención, Koch prosiguió:
Lo recuerdo como si fuese ayer: Brandt dejó caer el informe sobre mi mesa. Tenía una cubierta amarilla y constaba de cuarenta y tres páginas escritas a máquina. "Mira con qué sale ahora ese chiflado de Bormann", me dijo. Se refería a Hitler, pero era costumbre culpar a Bormann de cosas como aquélla. Es cierto que éste había refrendado cada página con su firma, pero sólo era el jefe de la Cancillería del Partido, carecía de poder político. No cabía duda de que el autor era el Führer. "¿Qué es?", pregunté. Ya tenía bastantes documentos para leer y no me seducía pasarme toda la tarde con otro informe. "La población entera de Holanda debe ser trasladada a Polonia", dijo Brandt.
—¡Dios mío! —exclamó Henry.
Bebió un minúsculo sorbo de jerez y se secó los labios con una servilleta de papel que anunciaba la cerveza König Pilsener; Lisl las obtenía gratis. Tiptree se había cambiado de ropa y, tal vez a causa de las exigencias de Lisl respecto a mi indumentaria, llevaba camisa blanca, una vieja corbata de estudiante y un traje de estambre gris oscuro de la clase facilitada a los empleados realmente sinceros por algún departamento secreto del Foreign Office.
—Continúa —urgió lealmente Lisl, que había oído la historia más veces que yo.
—Ocho millones y medio de personas. Los tres primeros millones incluían a los "irreconciliables", que en jerga nazi designaba a quienquiera que no fuese nazi ni proclive a serlo alguna vez y también a los horticultores, agricultores y demás personas con formación o experiencia agrícola. Serían enviados a la Galicia polaca, donde crearían una economía básica para la manutención del resto de los holandeses, que llegarían más tarde.
—¿Y qué le contestó usted? —inquirió Henry, comprimiendo el nudo de su corbata entre el índice y el pulgar y sacudiéndolo como si intentara librarse de un pequeño animal rayado que le atenazara la garganta.
El señor Koch me miró; comprendía que yo era la parte "irreconciliable" de su auditorio.
—Sí, ¿qué dijo usted, señor Koch? —interrogué.
Desvió la mirada. Mi exhibición de profundo interés no le convenció, pero continuó, de todos modos.
—"¿Cómo podemos someter a los ferrocarriles del Reich a tan imposible presión?", le pregunté. Como comprenderán, con aquella gente era inútil apelar a consideraciones morales.
—Fue muy inteligente por su parte —aprobó Henry.
—Y la Wehrmacht se preparaba para atacar a la URSS —prosiguió el señor Koch—, lo cual suponía un trabajo inmenso... en especial, horarios de trenes, entregas de fábricas, etcétera. Fui a ver a Kersten aquella misma tarde. Lloviznaba y no llevaba abrigo ni paraguas; lo recuerdo muy bien. Había mucho tráfico en Friedrichstrasse y estaba empapado cuando llegué a mi oficina.
—Félix Kersten era el consejero médico personal de Heinrich Himmler —explicó Lisl.
—De nacionalidad finlandesa, nacido en Estonia, no poseía la carrera de medicina pero era un masajista excepcionalmente dotado. Había residido en Holanda antes de la guerra y tratado a la familia real holandesa. Himmler le consideraba un genio de la medicina. Kersten sentía una simpatía especial por los holandeses y yo estaba seguro de que me escucharía.
—¿Por qué no reparte las cartas? —sugerí.
Koch me miró y asintió con la cabeza. Ambos sabíamos que si lo hacía mientras continuaba el relato, se confundiría sin remedio en las cuentas.
—Es una historia fascinante —declaró Henry—. ¿Qué dijo Kersten?
—Me escuchó sin hacer comentarios —respondió Koch, golpeando los bordes de la baraja contra la superficie de la mesa—, pero después reveló en sus memorias que fue su intervención personal lo que salvó a los holandeses. Himmler sufría dolorosos espasmos estomacales y Kersten le advirtió que un plan tan ingente como la evacuación de todos los habitantes de Holanda no sólo rebasaba la capacidad de los ferrocarriles alemanes, sino que la responsabilidad, al recaer exclusivamente sobre él, podía acarrear un grave deterioro de su salud.
—¿Lo abandonaron? —preguntó Henry, un interlocutor maravilloso cuya atención deleitaba al señor Koch.
Éste barajó las cartas con un ruido que sonó como la andanada de un distante MG 42 y contestó, sonriendo:
—Himmler persuadió a Hitler de que lo aplazara hasta después de la guerra. Por aquellas fechas nuestros ejércitos luchaban en Yugoslavia y Grecia; yo sabía que su realización era muy improbable.
—Es realmente extraordinario —se entusiasmó Henry—. Debieron darle alguna clase de medalla.
—Se la dieron —contesté—. Le concedieron una medalla, ¿verdad, señor Koch?
El interpelado volvió a barajar las cartas y asintió con un murmullo.
—El señor Koch obtuvo el Dienstauszeichnung, ¿verdad?
El anciano me dedicó una sonrisa melancólica.
—En efecto, Bernd —y, volviéndose hacia Henry, añadió: Bernd encuentra divertido que me dieran la recompensa nazi a un largo servicio por mis diez años en el partido nazi. Pero, como el también sabe... —levantó un dedo y lo movió en mi dirección— ...mi trabajo y posición en el Ministerio del Interior exigían que me afiliara al partido. Nunca fui un militante activo, todo el mundo lo sabe.
—Herr Koch era un irreconciliable —expliqué.
—Siempre buscas pelea, Bernard —acusó el señor Koch—. Si no hubiera sido tan amigo de tu padre, me enfadaría mucho por algunas de las cosas que dices.
—Sólo bromeo, Lothar —repliqué.
De hecho, seguía convencido de que el viejo Lothar Koch era un nazi incorregible que leía Mein Kampf todas las noches antes de acostarse, pero siempre reaccionaba con notable amabilidad a mis observaciones y yo le admiraba por ello.
—¿Qué significa toda esta tontería de "Bernd", Samson? —preguntó Henry, arrugando en señal de perplejidad la frente enrojecida y pelada—. No es alemán, ¿verdad?
—A veces tengo la impresión de serlo —respondí.
—Esta mujer sí que mereció una medalla —declaró de pronto Koch, indicando a Lisl Hennig—. Ocultó arriba a una familia de judíos durante tres años. ¿Sabe qué habría ocurrido si la Gestapo los hubiera encontrado? Esto... —El señor Koch se pasó el índice por la garganta—. La habrían llevado a un campo de concentración. Fuiste una insensata, querida.
—De un modo u otro, todos lo fuimos —dijo Lisl—. Fue una época de locuras.
—¿Sabían sus vecinos que los ocultaba en su casa? —pregunto Tiptree.
—Toda la calle lo sabía —terció Koch—. La madre de la familia que ocultaba era su cocinera.
—En una ocasión tuvimos que meterla en el frigorífico —recordó Lisl—. Estaba tan asustada que luchaba a brazo partido. "Moriré asfixiada", gritaba, "moriré asfixiada". Pero la pinche (una mujer enorme, difunta hace muchos años, que Dios la bendiga) me ayudó; pusimos toda la comida sobre la mesa y metimos dentro a la señora Volkmann.
—Los hombres de la Gestapo estaban aquí, registrando la casa —explicó el señor Koch.
—Sólo eran tres —añadió Lisl— y unos despreciables fanfarrones. Los llevé al bar y ya no quisieron seguir registrando.
—¿Y la mujer que estaba en la nevera? —inquirió Henry.
—Cuando la botella de schnapps estuvo medio vacía, decidimos que ya podíamos dejarla salir. No le pasó nada. Le dimos una bolsa de agua caliente y la enviamos a la cama.
—Era la madre de Werner —me dijo Lisl.
—Lo sé, Lisl. Fuiste muy valiente.
Después de estas partidas de bridge, Lisl solía invitar a un "último trago" por cuenta de la casa, pero esta vez nos dejó pagar. Creo que estaba dolida porque yo, con mi inexperto juego, había ganado cinco marcos y ella había acabado perdiendo tres. Se hallaba en uno de sus melindrosos estados de ánimo y se quejaba de todo, desde el dolor de sus rodillas al impuesto sobre el alcohol. Me alegró que decidiera acostarse temprano, aunque tardaría mucho en dormirse; yo sabía que leería periódicos y quizá tocaría sus viejos discos hasta el amanecer. Le deseamos buenas noches y poco después Lothar Koch pidió un taxi por teléfono y se marchó.
Henry Tiptree parecía ansioso por prolongar la velada y, con una botella de coñac sobre la mesa, yo me sentía bien dispuesto a contestar sus preguntas.
—Qué hombre tan extraordinario —observó Henry cuando Koch se hubo despedido y bajado las escaleras a paso tambaleante para dirigirse al taxi que le esperaba.
—Lo presenció todo —observé.
—¿Tuvo que hacerse nazi porque trabajaba en el Ministerio?
—No, obtuvo el puesto en el Ministerio porque era nazi. Hasta 1933 trabajó de recepcionista en el Kaiserhof, un hotel que Hitler usaba muy a menudo. Lothar conocía a la mayoría de jefazos nazis; algunos iban allí con sus amiguitas y pronto corrió el rumor de que Lothar, el que llevaba la insignia del partido en la solapa, era el empleado a quien se debía acudir cuando se necesitaba una habitación para una hora.
—¿Y por eso le dieron un cargo en el Ministerio del Interior?
—Ignoro si hubo otras razones, pero consiguió el puesto. Como es natural, no se trataba del cargo importante que a él le gusta evocar ahora, pero estaba allí, y con los oídos bien aguzados, mientras cerraba los ojos a cosas como el amparo concedido por Lisl a los padres de Werner.
—¿Y sus historias son ciertas?
—Sí, las historias son ciertas, aunque él sea propenso a intercambiar los personajes y dar de vez en cuando el papel principal a algún actor secundario.
Henry me estudió con atención antes de optar por reírse.
—Ja, ja —profirió—. Conque éste es el verdadero Berlín. La Oficina quería alojarme en el Kempinski o en ese magnífico hotel nuevo, el Steigenberger, pero su amigo Harrington me aconsejó que me instalara aquí. "Aquello es el verdadero Berlín", me dijo, y por Dios que tenía razón.
—¿Le importa que me sirva un poco más de coñac? —pregunté.
—Por favor, permítame —dijo, sirviéndome una cantidad generosa y vertiendo después unas gotas en su copa—. Y supongo que usted está aquí para hacer un maldito trabajo de espionaje con Dicky, ¿no?
—Se equivoca de medio a medio —repliqué—. Dicky duerme a pierna suelta en su casa de Londres y yo sólo he venido a recoger una cartera de documentos para llevarla conmigo. En realidad, es una misión de correo, pero andamos escasos de personal.
—Maldita sea —exclamó Henry—. Y yo creyendo toda la noche que ese ceño de preocupación se debía a la inquietud por algún pobre diablo que está cortando la alambrada... —Rió y bebió más coñac.
Desde la habitación de Lisl llegaba el sonido ahogado de uno de sus discos favoritos, rayado por el uso.
... Nadie aquí puede amarme y comprenderme.
¡Oh, qué historias más tristes me cuentan!
—Lamento defraudarle —dije.
—¿No podríamos llegar a un compromiso? —inquirió Henry con voz alegre—. ¿No podría decirme por lo menos que hay un James Bond ahí fuera arriesgando el pellejo entre los ruskis?
—Es probable que lo haya, pero nadie me ha hablado de él —contesté.
—Ja, ja —exclamó Henry y bebió más coñac. Al principio bebía con mesura, pero ahora se mostraba cada vez menos cauteloso.
—Cuénteme qué hace aquí —propuse.
—¿Qué hago aquí? Eso querría saber yo. Es una larga historia, amigo mío.
—Cuéntemela, de todos modos.
Miré el reloj; era tarde. Me pregunté desde dónde habría telefoneado Werner. Iba en un coche con matrícula de Alemania oriental, lo cual siempre complicaba las cosas, porque no quería traerlo a Occidente. Su plan era volver a través de la zona soviética y entrar en la Autobahn que parte de Halmstad. A mí nunca me había gustado este método; las Autobahns eran patrulladas con regularidad para impedir que los alemanes orientales se encontraran en la cuneta con sus compatriotas occidentales. Yo lo había dispuesto todo para que alguien estuviera por la mañana en el lugar indicado y a la hora convenida, pero ahora no tenía idea del paradero de Werner y no podía hacer nada para ayudarle. El disco de Lisl empezó otra vez:
Envuelve todas mis penas y pesares.
Me marcho, cantando en voz, baja.
Hasta la vista, mirlo...
—¿Tiene tiempo de escuchar la aburrida historia de mi vida? —preguntó Henry con una risita ahogada.
Los dos sabíamos que Henry Tiptree no era hombre para confiar a nadie la historia de su vida. "Jamás profieras quejas ni explicaciones", es el canon de la escuela pública.
—Yo tengo tiempo y usted tiene el coñac —contesté.
—Pensaba que iba a decir: yo tengo tiempo si usted tiene la inclinación, como dijo el Big Ben a la inclinada torre de Pisa. ¿Qué le parece? Ja, ja.
—Si trabaja en algo secreto... —insinué.
Rechazó con la mano semejante sugerencia y, al hacerlo, tocó su copa y derramó algo de líquido, por lo que se sirvió un poco más.
—Mi inmediato superior está trabajando en uno de esos interminables informes que se llamarán algo así como "Política negociadora occidental y el poder militar soviético". Escribirán su nombre en la cubierta y le ascenderán por ello. Yo sólo soy el tipo que, después de hacer todo el esfuerzo, acabará con el nombre perdido en una larga lista de agradecimientos. —Esta idea le indujo a beber con más seriedad.
—¿Y qué dirá su largo estudio?
—Vaya, qué educado es usted. Ya sabe lo que dirá, Samson. Dirá todas esas cosas que todos sabemos muy bien y que los políticos darían cualquier cosa para hacernos olvidar.
—¿Por ejemplo?
—Que el ochenta por ciento de todo el armamento emplazado en Europa central desde 1965 pertenece a los países del Pacto de Varsovia. Que entre 1968 y 1978 el gasto militar americano fue reducido en un cuarenta por ciento, mientras el soviético se incrementó en un setenta y cinco por ciento. Dirá que el contingente militar occidental descendió en cincuenta mil hombres, mientras el este aumentó el suyo en ciento cincuenta mil durante el mismo período. No dirá nada que usted no sepa ya.
—Entonces, ¿por qué escribirlo?
—Según la teoría actual, hemos de buscar los motivos ocultos que se ocultan tras la gigantesca estructura militar soviética. ¿Por qué acumulan los ruskis tan enormes contingentes de hombres y unidades tan inmensas de armamento? Mi jefe opina que la respuesta puede encontrarse contemplando los detallados preparativos tácticos llevados a cabo por unidades del ejército soviético en la línea del frente, unidades situadas frente a las de la OTAN.
—¿Cómo piensa hacerlo? —interrogué. El disco de Lisl sonaba por tercera vez.
—Es un proceso arduo y prolongado. Disponemos de personas que departen regularmente con soldados soviéticos sobre cuestiones de actualidad, interrogamos a los desertores y recibimos informes de nuestros espías. —Descubrió los dientes—. Tome más coñac, Samson. Tengo entendido que es un gran bebedor.
—Gracias.
No estaba seguro de que me gustara tal reputación, pero no iba a renunciar a su coñac para desmentirla. Sirvió a ambos una espléndida dosis y bebió un gran trago de la suya.
—Trato casi siempre con sus hombres —prosiguió—, pero también pasaré cierto tiempo con otros equipos. Dicky lo ha organizado todo; un muchacho estupendo, Dicky. —Un mechón de cabellos color del jengibre le cayó sobre la cara y lo apartó como si le fastidiara una mosca. Cuando volvió a caerle sobre la frente, se lo echó hacia atrás con tanta fuerza que se despeinó todavía más.
—Salud.
—¿Qué hará con ellos? —pregunté.
Esta vez habló más despacio:
—El mismo condenado informe: "El poder militar soviético y la política..." ¿Cómo dije que se titulaba?
—Algo parecido —contesté, llenando de nuevo las dos copas. Ya estábamos terminando la botella.
—Sé lo que hace usted, Samson —dijo con voz estridente, como una madre que hablara a un niño pequeño, y levantó, el puño en un gesto de fingida indignación—. O por lo menos, lo que intenta —Hablaba con voz pastosa y tenía el pelo despeinado.
—¿Qué?
—Emborracharme. Pero no lo conseguirá, amigo. —Sonrió—. Será usted quien vaya a parar debajo de la mesa.
—No intento emborracharle —aseguré—. Cuanto menos beba más quedará para mí.
Henry Tiptree consideró esta réplica con atención, tratando de encontrar un defecto en mi razonamiento. Movió la cabeza, desconcertado, y vació la botella de coñac, repartiendo el poso gota a gota entre los dos con minucioso cuidado.
—Dicky dijo que es muy astuto.
—Pues brindo por Dicky.
—A la salud de Dicky —respondió, sin haber oído mi brindis Le conozco desde hace mucho tiempo. En Oxford siempre sentía lástima por él; su padre tenía inversiones en Sudáfrica y perdió la mayor parte de su fortuna durante la guerra. Sin embargo, el resto de la familia tenía dinero. Dicky había de contentarse con ver a sus primos conduciendo coches deportivos y volando a París los fines de semana mientras él no podía ni comprarse un billete de tren a Londres. Era horrible y muy humillante para él.
—No lo sabía.
—Los muchachos de Oxford decían que tenía ambiciones sociales... y las sigue teniendo... Gracias a ellas obtuvo tan buenos resultados, pues quería demostrarnos a todos lo que era capaz de hacer... y, desde luego, carecer de dinero significaba que disponía de mucho tiempo libre.
—Ahora también dispone de mucho tiempo libre —observé.
Henry Tiptree me miró con solemnidad antes de dedicarme una sonrisa taimada.
—¿Qué le parece otra botella de este brebaje? —ofreció.
—Creo que ya hemos bebido bastante, Henry —respondí.
—Yo invito. Tengo una botella que guardo en mi habitación —insistió.
—Aunque invite usted, ya hemos bebido bastante —decidí, levantándome.
No tenía prisa y no estaba borracho, pero mis reacciones eran lentas y mi coordinación defectuosa. Me pregunté a qué hora llamaría Werner por la mañana. Había sido una estupidez decirle que le pondrían en la nómina; ahora se empeñaría en demostrar a la Central de Londres lo que se habían perdido todos estos años. En el caso de Werner, esto podía equivaler a un desastre seguro. Lo había visto cuando quería impresionar a alguien. En nuestra escuela había una chica muy bonita llamada Renate que vivía en Wedding. Su madre fregaba los suelos de la clínica. Werner tenía tanto interés en impresionar a Renate, que intentó robar un coche americano aparcado frente a la escuela. Estaba forzando la ventanilla con un alambre cuando fue sorprendido por el conductor, un sargento americano. Tuvo suerte de escapar con un puñetazo en la cabeza. Fue ridículo; Werner no había robado nada en su vida y no tenía la menor idea de conducir un coche. Me pregunté si habría tenido problemas en el sector o fuera, en la Zona. Si le ocurría algo, la culpa sería mía y de nadie más.
Henry Tiptree estaba sentado en posición muy rígida, con la cabeza erguida y el cuerpo inmóvil. Los ojos se movían para mirar a su alrededor; semejaba un lagarto al acecho de una mosca desprevenida. Un hombre menos elegante no habría parecido tan borracho, pero en el impecable Henry Tiptree, los cabellos despeinados, el nudo de la corbata algo ladeado, la chaqueta arrugada y sus intentos de abrocharse un botón en el ojal equivocado le daban un aspecto cómico.
—No se saldrá con la suya —dijo con voz airada.
Estaba pasando por las diversas fases de la embriaguez, desde el júbilo a la depresión a través de la felicidad, la sospecha y la cólera.
—¿Salirme con qué? —inquirí.
—Ya lo sabe, Samson; no se haga el inocente. Ya lo sabe. —Esta vez la ira le permitió articular las palabras con claridad.
—Dígamelo usted.
—No —contestó, mirándome fijamente, con odio en los ojos.
Comprendí entonces que Tiptree jugaba un papel en el tejido de la intrincada telaraña que me retenía prisionero. Por doquier me acechaban las sospechas, el odio y la ira. ¿Sería todo obra de Fiona o algo que yo mismo me había buscado? ¿Y cómo podría defenderme si no sabía dónde encontrar a mis peores enemigos e incluso desconocía su identidad?
—En este caso, buenas noches —dije. Apuré mi copa, me levanté de la silla y le saludé con una inclinación de cabeza.
—Buenas noches, maldito señor Samson —profirió con amargura—. Maldito campeón de borracheras y agente secreto extraordinario.
Sabía que me observaba mientras yo cruzaba la habitación, de ahí que avanzara con mucho cuidado. Cuando llegué a las grandes puertas plegables que dividían el salón del bar, me volví a mirarle. Pugnaba por levantarse, extendiendo el brazo para agarrar el borde de la mesa, y cuando lo logró, con los nudillos blancos, intentó ponerse en pie. Me pareció que iba a conseguirlo y me encaminé hacia las escaleras, pero entonces oí un ruido fuerte y seco: su peso había hecho volcar la mesa.
Volví al bar, donde Henry Tiptree había caído al suelo cuan largo era. Respiraba con fuerza y emitía leves jadeos que podían ser gemidos, pero estaba inconsciente.
—Vamos, Henry. Salgamos de aquí antes de que nos oiga Lisl. Detesta a los borrachos.
Sabía que si le encontraban aquí por la mañana, Lisl me culparía a mí. Dijera lo que dijese yo, todo cuanto sucediera a este "caballero inglés" sería culpa mía. Enderecé la mesa y esperé que Lisl no hubiera oído el estrépito.
Mientras me lo cargaba sobre los hombros como si fuera un saco, empecé a preguntarme la razón de su presencia aquí. No cabía duda de que le habían enviado, pero ¿quién? No era hombre para alojarse en el hotel de tante Lisl y tener que ir al fondo del pasillo todas las mañanas para bañarse y una vez allí descubrir que no había agua caliente. Los Tiptree de este mundo prefieren hoteles céntricos donde todo funciona, incluso los empleados, y donde los miembros de todos los sexos del jet-set ponen en fila botellas de Louis Roederer Cristal Brut y lo primero que leen al abrir el periódico es la lista de precios de las acciones.
Henry Tiptree poseía el brillante refinamiento que a veces confieren los mejores internados ingleses. Tales alumnos se acostumbran rápidamente a chulos, duchas frías, castigos corporales, homosexualidad, los clásicos y un despiadado programa deportivo, pero adquieren una dureza que yo había visto en el rostro de Tiptree. Tenía una agilidad mental y una firmeza de propósito de las que su amigo Dicky Cruyer carecía por completo. Sin embargo, entre los dos yo escogería siempre a Dicky, que era un simple vividor, en tanto que Tiptree, detrás de sus "ja, jas" y sonrisas de colegial, era un robot con educación de lujo.
Mientras cruzaba el salón con todo el peso de Tiptree sobre los hombros, me tambaleé y vi oscilar el espejo, el suelo y el techo, pero recobré el equilibrio e hice una pausa antes de pasar por delante de la puerta que conducía a la habitación de Lisl.
Su disco seguía tocando y la imaginé recostada entre una docena de almohadones de encaje, moviendo la cabeza al compás de la música.
Hazme la cama y enciende la luz
que llegaré tarde esta noche.
Hasta luego, mirlo mío.