MMartí aguardaba nervioso y cabizbajo en la antesala del gabinete de su amigo y protector Baruj Benvenist. La encomienda, conociendo la idiosincrasia de los moradores del Call, no era fácil. Los sucesos del viernes quedaban ya lejanos. Las gentes habían vuelto a sus quehaceres diarios y en palacio seguían los agasajos y las reuniones. Todos comentaban con elogio la luz que al anochecer iluminaba la ciudad, y el nombre de Martí iba de boca en boca.

Más de un día llevaba Ruth en su casa, y el domingo por la mañana llegó el momento de afrontar el problema. Martí ni lo intentó el sábado, pues tratándose del festivo de su religión, sabía que la tentativa hubiera sido en vano.

La tarde anterior comentó todo lo sucedido con la muchacha. Por la mañana la dejó dormir, pues creyó que necesitaba un buen descanso. Cuando después de comer la vio comparecer en la terraza, serena pero asustada, pensó que el momento era el apropiado.

–Ruth, ¿habéis descansado?

–Gracias por todo, Martí. Sin vuestra intervención no sé lo que habría sido de mí. Sí, he descansado y hubiera dormido tres días seguidos.

–Sentaos. Hemos de hablar de muchas cosas.

La muchacha, ante la indicación de Martí, obedeció haciéndolo en el borde del banco.

–Cometisteis una imprudencia muy grande. Vuestro padre estará pasando una angustia terrible. He intentado acercarme esta mañana pero el Call, como siempre, el sabbat está cerrado a cal y canto. Mañana en cuanto despunte el día acudiré para tranquilizarlo e intentaré explicar lo ocurrido.

–Martí, soy consciente del embrollo que he ocasionado, pero creedme si os digo que no fue mi culpa: ya os conté ayer lo ocurrido. Adoro a mis padres y adivino lo que estarán pasando. Batsheva les habrá contado lo ocurrido hasta donde ella alcanza, pero ignora el desenlace. Es sabbat, nada se puede hacer hasta mañana.

Martí recordaba esta conversación cuando Baruj, luciendo una hopalanda negra y un gorro del mismo color, ambas prendas de riguroso luto, apareció a su lado. El cambista parecía haber envejecido varios años en poco tiempo.

Shalom, Martí, querido amigo, y gracias por todo lo que habéis hecho por esta familia.

–Entonces, ¿conocéis los hechos?

–Tengo maneras de saber todo lo que ocurre en la ciudad puertas afuera aunque sea sabbat y esté encerrado en el Call. Pero pasad; hablaremos en mi gabinete.

El anfitrión se anticipó abriendo la puerta y Martí entró tras él en el despacho, que tan bien conocía, y se quedó de pie a la espera de que Baruj abriera los postigos que daban al jardín.

Luego, sentados frente a frente, comenzaron a aclarar las circunstancias que habían jalonado los sucesos de la noche del viernes.

–Pues ya veis que lo sucedido, hasta el cierre de las puertas tras la entrada de mi hija Batsheva y su acompañante en el recinto del Call, lo supe por ellos; a partir de este momento han sido mis buenas relaciones con los cristianos de allende los muros las que han hecho que supiera que mi hija ha estado a resguardo en vuestra casa, algo que no viviré años suficientes para agradecéroslo -dijo Baruj.

–Entonces ya conocéis los hechos. Ruth está sana y salva, ha descansado y mañana la tendréis a vuestro lado.

–Tristemente para mí no es tan fácil.

–No os comprendo.

El cambista se retrepó en su sitial y acomodándose las mangas de su túnica comenzó a explicarse.

–Veréis, Martí, somos un pueblo muy antiguo que ha resistido los embates y las vicisitudes de los tiempos gracias a conservar férreamente sus costumbres y tradiciones. No tenemos patria y si lo que os digo no nos uniera, ya nos hubiéramos disgregado en un mundo de gentiles y no seríamos nada.

–No entiendo qué tiene que ver lo sucedido con…

–Dejadme terminar. Yo, por el cargo que ocupo y por lo que represento, soy el que menos puede faltar a nuestra tradición sin que en ello medie escándalo. Nuestras leyes son estrictas. Hasta que no es entregada por su padre en matrimonio concertado una muchacha judía no puede pasar una sola noche fuera de su casa, y mucho menos fuera del Call. Mi hija Ruth ha deshonrado a su familia y sería un escándalo que pretendiera no hacer caso. Si la acojo en mi casa, la que quedará manchada será mi honra y asimismo mi estirpe, de manera que sin culpa alguna mi otra hija Batsheva no encontrará a ninguna familia judía que apruebe el enlace de uno de sus hijos con alguien de mi casa.

–¿Qué queréis decir?

–He de reflexionar. Por un lado mi corazón de padre sangrará porque pierdo a mi hija querida, pero por otro mi obligación de dayan, y además preboste de los cambistas, me impide tomar otra decisión que no sea la correcta.

–Nadie tiene por qué enterarse -argumentó Martí.

–Ya se han enterado: ésta es una comunidad pequeña y las comadres lo son en toda circunstancia. Mi mujer, que está sufriendo lo que no está escrito en los anales de nuestras escrituras, me comunicaba ayer al salir de los rezos nocturnos del sabbat que en la galería de mujeres se le acercó más de un alma caritativa para indagar por la salud de Ruth, pues al no estar presente en fiesta tan señalada, suponían que debía de estar enferma.

–Entonces, ¿qué vais a hacer?

–Tengo parientes en otras aljamas, tal vez encuentre allegados que la acojan aun haciendo de criada.

–Baruj, perdonad si os digo que no alcanzo a entender una religión que pueda ser tan estricta al juzgar un suceso casual que a nadie puede achacarse.

–No es momento para entablar una controversia sobre la religión judía, pero os recordaré que la vuestra todavía lapida a las adúlteras. No puedo salirme de la norma ni para salvar a mi hija.

Martí meditó un instante.

–Perdonadme: dije lo que dije sin pensar y llevado por el afecto que me inspira vuestra pequeña.

–Nada hay por lo que me tengáis que pedir perdón. Tras lo de la noche del viernes, siempre estaré en deuda con vos. Os ha hablado el dayan. Mi corazón de padre sangrará siempre y mi problema es qué hacer en tanto intento resolver esta embarazosa situación.

–¿Qué teníais pensado?

–De momento, hablar con nuestro común amigo Eudald Llobet. Confío en su justo criterio y en las influencias que tiene fuera de estas paredes. Dentro del Call no hay solución.

–Si me queréis decir que el problema reside en dónde tiene que alojarse Ruth en tanto hacéis las gestiones oportunas, os diré que en mi casa tendrá siempre cobijo y ayuda.

El cambista quedó un instante pensativo y Martí intuyó que su corazón vacilaba.

–Sois muy amable, pero no creo que sea una buena solución para nadie.

–En verdad, Baruj, que ahora no os entiendo.

Un gran suspiro acompañó la respuesta de Benvenist.

–Martí, sois mi amigo y socio, y la deuda que he contraído con vos es de tal calibre que no la amortizaré en toda mi vida. Eudald encontrará un alojamiento momentáneo para Ruth; si le abrierais las puertas de vuestra casa siendo judía arrostraríais un sinfín de dificultades.

–Baruj, desvariáis. ¿Queréis separar a vuestra esposa de su hija menor? Al menos en mi casa, Rivká podrá seguir visitándola.

–Ése es el precio que deberá pagar… -murmuró Baruj, aunque su corazón temblaba ante la perspectiva.

–Os repito que en mi casa estará bien y a salvo de cualquier peligro. La podréis ver cuantas veces queráis y me gustará saber quién es el imprudente que se atreva a intentar perjudicarla. No quiero pecar de inmodesto, pero a pesar de que aún no gozo de la ciudadanía de Barcelona, no soy un cualquiera y todavía más desde que la condesa Almodis me ha otorgado su beneplácito. Creedme no habrá peligro alguno.

Viendo que Baruj vacilaba, Martí, casi sin saber por qué, insistió.

–Va en ello mi honor, amigo mío. Juro, y apuesto en ello la salvación de mi alma, que la cuidaré como si de una hermana mía se tratara. Confiádmela, no hará falta que busquéis acogida en otro lugar. Podréis verla cada día si es vuestro gusto, empeño mi palabra que no ha de pisar las calles fuera de las horas autorizadas y desde luego podrá seguir practicando en sus aposentos los ritos de vuestra religión.

–Existe otro inconveniente: sois un hombre soltero y las comadres son siempre comadres; mi hija deberá estar, si pretendo conservar la honra que le queda, bajo la férula de una dueña que cuide de ella.

–Tampoco es problema. Caterina, mi ama de llaves, cuidará de ella a todas horas y ni una sola noche se apartará de su lado. Si alguna persona pretende comprobarlo enviadla a mi casa y podrá aseverar que vuestra Ruth tiene una dueña que no la abandona ni a sol ni a sombra. Además -añadió Martí con la voz quebrada-, vos sabéis que el tiempo transcurrido no me ha cambiado: Laia sigue estando en mi mente como el primer día.

En la forja del alma de Baruj brotó una lágrima que asomó por sus cansados ojos deslizándose por los surcos de sus mejillas. El anciano se puso en pie y dando la vuelta a la mesa de su despacho abrazó a Martí.

80

El soborno

AlAl amanecer, el frío agarrotaba los miembros de Oleguer, el centinela que había facilitado la salida de Almodis de palacio y que por sus reiteradas faltas de disciplina había sido condenado a aquel triste lugar, en la falda del Montseny. La niebla mañanera le impedía prácticamente ver a un palmo de sus narices. Le faltaba un buen rato todavía para ser relevado. El sueño cerraba sus párpados y su mente elucubraba la manera de cortar aquella agonía urdiendo mil planes para regresar a Barcelona. Súbitamente las matas se movieron. Oleguer observó que el viento estaba calmo y que no se movía ni una brizna de hierba. Sus ojos intentaron penetrar la espesura y entonces se dio cuenta de que por ella asomaba una larga rama de la que pendía un reducido saquito hasta rozarle prácticamente las calzas. Rápidamente se hizo a un lado, extrajo una flecha de la aljaba, la colocó en el arco, tensó la tripa y echándoselo a la cara, apuntó a la espesura.

Su voz resonó áspera en la madrugada:

–Si no salís de ahí inmediatamente y os veo la cara, daos por muerto.

Una voz de mujer, cascada y vacilante, respondió en tanto que el boscaje se abría un poco.

–Favor inmenso que me haríais. Es infinitamente mejor morir que vivir aquí dentro.

Un bulto pardo, vestido con harapos de tela de saco, se asomó al camino. Bajo el casco y la cota de malla, el rostro de Oleguer adquirió la palidez de la muerte. La persona que había osado acercarse al camino era uno de los enfermos de la colonia.

–¡Idos para las grutas si no queréis encontraros con un dardo metido en las costillas!

–Cuando se ha adquirido esta enfermedad pocas cosas hay que puedan empeorarla -dijo Edelmunda-. Tened la bondad de atenderme que, sin duda, esto redundará en beneficio mutuo.

El hombre dudó unos instantes.

–Sea, no os acerquéis. ¿Qué es lo que pretendéis?

–Abrid la bolsita que cuelga de la punta de la pértiga.

–No os mováis ni un pelo.

Oleguer destensó la cuerda y, apoyando el arco en el tronco de un árbol, desenfundó el puñal que llevaba en el cinto y con él cortó la guita que cerraba el saquito de piel que pendía en el extremo de la rama. Con el primer rayo de sol brilló con cegadora luz media onza de oro.

La voz de Edelmunda resonó de nuevo.

–Hace ya casi dos años que vivo aquí. Tengo buenos dineros que allá donde viven las gentes tienen mucho valor, pero que aquí dentro nada valen.

–¿Y bien?

–Si me hacéis un favor yo os haré rico.

–¿Y cuál es ese favor?

–Veréis, mientras no adquirí la enfermedad me mantuvo la esperanza de que la persona que injustamente me condenó se arrepintiera de la injusticia y me sacara de aquí. Por eso guardaba mis dineros; pero desde que me sé condenada, lo único que me mantiene con vida es el ánimo de venganza. Lo que os pido es muy simple: vos me ayudaréis a que ésta se cumpla y yo, os lo repito, os haré rico.

–¿Cuánto de rico y cuál es mi compromiso?

–No correréis riesgo alguno. De momento, os he dado media onza y sabéis que tres son el sueldo del alcaide de un castillo de frontera. Vuestra misión será proporcionarme pergamino, cálamo, tinta y un lacre para mi sello, para escribir y sellar un mensaje que posteriormente entregaréis a quien os diga.

–¿Es eso todo?

–Eso es todo.

–Puedo tomar vuestros mancusos y largarme con ellos.

–Estoy enferma, pero no soy estúpida. El dinero que os he entregado vale para el pergamino y los útiles que os he demandado. Luego, el día que libréis, llevaréis una misiva donde os diga y la entregaréis a quien os diga. A cambio reclamaréis un conforme sellado por la persona. Cuando me lo entreguéis, yo os daré otra onza y media que, con lo que os he entregado, harán dos. ¿Os parece bien?

Los ojos del hombre brillaban de avaricia. Dos onzas eran una auténtica fortuna y bien administrada le permitiría sobornar a su jefe a fin de que accediera a dejarle ir un día en su compañía a Barcelona, pagar la multa que le librara de aquel servicio, dejar la milicia, comprar un buen carro y dos buenos caballos y una tierra, todo lo cual bien empleado le proporcionarían un buen vivir.

–Sí.

–Dentro de tres días os aguardaré aquí a la misma hora.

Edelmunda suspiró. La hora de la venganza había llegado. La colonia la componían en aquel momento catorce desgraciados, pero cuando ella llegó eran diecinueve. Muy de tarde en tarde llegaba un nuevo elemento, ya fuere como castigo por algún delito cometido o porque en el exterior hubiere contraído la maldita enfermedad. Mucho más frecuente era que alguno de los componentes de la colonia emprendiera el camino del que jamás se regresa; aquel día los demás lo envidiaban y de alguna manera lo celebraban. Después de hacer un hoyo, lo cubrían de tierra y colocaban en el montículo una cruz de basta madera; luego se repartían sus pertenencias y si algún familiar de buen corazón había dejado alguna provisión en los límites del campamento o alguien había cazado algún animalejo, lo atravesaban con un espetón y sobre una hoguera lo asaban y organizaban la despedida del duelo.

Al principio, Edelmunda quiso hacer vida aparte, pero enseguida se percató de que era imposible. A su llegada intentó resguardarse del frío en la boca de la cueva pero poco a poco, en el crudo invierno, se fue arrimando al fuego, y la necesidad de hablar con alguien la empujó a integrarse en aquella doliente y famélica comunidad.

Llevaba un año en aquel tremendo destierro cuando una noche descubrió que su cuerpo comenzaba a llenarse de pústulas purulentas; en vez de rebelarse, se sintió casi liberada. Aquel día comenzó a germinar en su alma un sentimiento que le ordenaba que su única obligación, antes de irse con la parca, era tomarse cumplida venganza de la persona causante de su mal. Uno de aquellos desgraciados, que había sido en su otra vida un salteador de caminos, que había ingresado en aquella comunidad sano de cuerpo y allí se había contagiado de la terrible enfermedad, fue el portavoz de su odio y le dio el consejo que en aquel momento era el norte de su vida: «En tanto el odio te caliente las entrañas, tendrás un motivo para subsistir; después ya todo te dará igual». Noche a noche fue explicando a Cugat las vicisitudes de su condena y a través de su consejo fue perfeccionando el plan.

Una noche, entrada ya la primavera, estaban junto a las brasas tomando una taza de hierbas que recogía el individuo y que inducían al sueño. Los demás ya se habían recogido y una pareja de aquellos miserables copulaba bajo una manta.

–Dichosos ellos que aún pueden -comentó Cugat-. A mí ya se me ha podrido la verga y el trozo que me queda ya no se hincha.

–A mí lo único que me hace vibrar es el odio. He de encontrar la manera de echarlo fuera: quisiera salir un solo día para matar a ese canalla. Luego, ya nada me importará -repuso Edelmunda con voz ronca.

–No es preciso estar en el sitio. Directamente no puedes vengarte; por tanto has de poner los medios para que alguien lo haga por ti.

–No te entiendo, Cugat.

–Es muy fácil: sólo hace falta encontrar a un sicario que haga el trabajo; teniendo dineros, como me has dicho que tienes, no habrá dificultad.

–¿Qué puedo hacer desde aquí? – preguntó Edelmunda, moviendo la cabeza en señal de impotencia.

–Dar argumentos a ese hombre al que tu enemigo ha robado su amada y que sin duda lo odia más que tú misma.

–¿Y cómo consigo llegar hasta él?

–Seguro que alguno de los guardianes admite sobornos. El día que está de guardia un tal Oleguer, deja que mi compadre se acerque hasta el margen del arroyo e incluso me ha permitido hablar con él.

–Pero mi enemigo es poderoso y está en Barcelona rodeado de guardias.

–Ese otro es igualmente poderoso; proporciónale los motivos pertinentes.

–¿Cómo voy a hacerlo desde este agujero?

–Envíale una misiva explicando los hechos. Él decidirá lo que hay que hacer.

–¿Y quién puede ser el mensajero?

–Me enteraré de las guardias de Oleguer para que puedas acceder a él; estoy seguro de que, si le pagas bien, puede ser tu correo.

–Y ¿cómo sabré que no se queda mi dinero y se deshace de la misiva?

–Oblígale a traer un recibo con la firma del destinatario.

–Lo malo es que no conozco la rúbrica de la persona que ha de recibir el recado.

–Pero él no lo sabe -contestó Cugat, y el amargado corazón de Edelmunda se llenó de esperanza.

81

La amarga nueva

LLos últimos meses del año 1057 fueron para Ruth una de las épocas más felices de su vida. Los días pasaban maravillosamente iguales y a ella le bastaba estar cerca de su amado. El único inconveniente era que veía en contadas ocasiones a su madre y a su hermana Batsheva. Su padre, enojado con ella, la castigaba con su ausencia, pero la vida cerca de Martí la compensaba de cualquier sentimiento de nostalgia. Por las mañanas, Martí le permitía acompañarlo, siempre con la debida indumentaria y teniendo en cuenta el lugar y las gentes que tuviera que ver. Las dos cosas que más placían a la muchacha eran las salidas hacia la puerta de Regomir camino de las atarazanas, a cuya altura echaban el hierro los bajeles de la naviera que lucían orgullosamente en su estandarte la M y la B entrelazadas, y al caer la tarde, las conversaciones que mantenía con aquel hombre que le había robado el corazón desde que era una niña.

–¿Os dais cuenta de que el destino es voluble y caprichoso?

–¿Por qué decís esto, Ruth?

–A vuestro regreso siempre me faltaban horas para escuchar los relatos sobre vuestros viajes y ahora soy la única interlocutora de los mismos. ¡Me gusta tanto poder vivir en vuestro mundo en vez de estar constreñida por las costumbres de mi pueblo, dentro del Call!

–Es una circunstancia pasajera, vuestro padre hallará los medios para que con el tiempo las aguas vuelvan a su cauce.

–¡Qué poco conocéis al pueblo judío! La tradición es una losa pesada que gravita sobre nuestras vidas, en especial sobre la de las mujeres.

–En vuestra religión hay tradiciones ventajosas; lo que ocurre es que nunca llueve a gusto de todos.

–Decidme alguna. Mirad a mis hermanas, pendientes de que padre apruebe su matrimonio con hombres que ni siquiera saben si aman o no…

–Me consta que vuestro padre lo hará con más criterio por su experiencia y conocimientos. La llamarada de la pasión, que todo lo consume y que es lo que guía a la juventud, es un resplandor pasajero. Entre mi gente, también ocurre, tal vez sin el rango de ley que entre los vuestros tiene, pero sometido al peso de la costumbre. Y la costumbre con el paso del tiempo se convierte en ley.

–Entonces, ¿insinuáis que vuestra bella historia de amor, de haberse consumado, hubiera sido un fracaso?

El fino sentido de la polémica de Ruth, heredado sin duda de su progenitor, conseguía turbar a Martí, que sin embargo aguardaba con deleite todo el día a que llegara la noche para entablar aquellas enriquecedoras charlas con su protegida.

En aquel brete estaba cuando apareció en el quicio de la puerta de la terraza la entrañable figura de Omar.

–¿Puedo, señor?

–Tú siempre puedes, Omar.

El moro se adelantó y, como de costumbre, se detuvo a unos pasos de donde estaba su amo.

–Dime, ¿qué te trae por aquí a estas horas en vez de estar con los tuyos descansando? Vas a conseguir que Naima, Mohamed y la pequeña Amina me odien.

–Bien sabéis, amo, que mi familia ruega a Alá en la última oración de la noche que os conserve la vida muchos años.

–Durante mucho tiempo nada me importó perderla, pero el bueno de Eudald, como casi siempre, tuvo razón: los más bellos sueños quedan atrás y nacen otros. La vida puede mucho. – Si Martí hubiera observado los ojos de Ruth, habría percibido un brillo especial en sus pupilas-. Y bien, Omar, te escucho.

–Veréis, amo. El caso es que esta mañana estaba en el comercio cuando Mohamed me avisó que un hombre deseaba hablar conmigo de algo importante. Alguien que querrá pedir trabajo o algún parroquiano que deseará elevar una queja por el trato recibido, pensé. Le hice pasar. Al punto, subiendo la escalerilla que da al altillo se presentó un individuo que por su actitud se veía su calidad de soldado, pero vestido como un comerciante.

»"¿Sois Omar, el apoderado de Martí Barbany?", me espetó.

»"El mismo", respondí. "¿Quién sois vos?"

»"Eso no importa. Traigo una encomienda de suma importancia para Martí Barbany y se me ha ordenado que se la entregue a un tal Omar. Se me da una higa su contenido y no me interesa que sepa nadie que he sido el mensajero, tal vez porque debía estar ahora mismo en otra parte. Si no la aceptáis, allá vos, siempre que me signéis una rúbrica que asevere que yo he estado aquí y que os la he querido entregar. A partir de ahí nada me incumbe."

»Al escuchar sus palabras intuí que de algo importante se trataba y que la persona que la enviaba os conocía. El caso es que rubriqué un papiro y acepté la entrega.

–¿De qué se trataba?

Omar rebuscó en el fondo de su faltriquera de cuero y de ella extrajo un rollo de pergamino sellado, que entregó a Martí.

Éste se alzó de su silla y tomando de las manos de su criado el pergamino, se acercó a un candil, observando el sello de lacre con detenimiento sin reconocerlo. Rompió el contraste y desplegó el pergamino.

A medida que sus ojos recorrían las apretadas líneas de letras su rostro se iba ensombreciendo.

15 de diciembre de 1057

Señor:

No me conocéis, pero yo os conozco bien. Lo que os voy a relatar es la pura verdad y en estas líneas encontraréis las garantías de que lo que os refiero es cierto como cierto es que el sol sale todos los días. Cabría que imaginarais que la que esto suscribe anida en su corazón afanes de venganza, lo que es totalmente injusto, ya que, estando próxima mi última hora, lo único que pretendo es poner mi alma en paz con Dios.

Vuestra amada Laia, como bien sabéis, murió lanzándose al vacío desde el muro de la residencia del consejero del conde, Bernat Montcusí. Vos cenabais allí aquella malhadada noche. Los motivos que la impulsaron a tan desesperado acto os son desconocidos, pero no para mí, que viví su locura día a día. Sé con certeza cuáles fueron esas razones: el violador fue quien más y mejor debía haber cuidado de ella. Bernat Montcusí fue esa persona y el estupro no ocurrió una sola vez, sino que se prolongó durante largo tiempo. El ascendiente que sobre ella tenía como marido de su pobre madre fue una cosa más, pero no la definitoria. Su alegría y su compañera era Aixa, la esclava que vos le regalasteis, ¿vais coligiendo cómo puede una desconocida estar al tanto de todas esta cosas, si no fuera porque son verdad y porque estuve muy próxima? Pues bien, la esclava fue encarcelada y sometida a tormento y a un sinfín de vejaciones, que incluyeron un perenne ayuno para obligar a Laia a acceder a la torpe pasión de su padrastro. Perdió la flor de su virginidad en el altar de la concupiscencia de un sátiro que la quería para él y solamente para él. Pero las cosas se tuercen y no siempre ocurren como se planean. Laia concibió un hijo deforme que perdió al nacer, pero durante el tiempo de la gestación a Montcusí, que ya había obtenido el logro de su deseo, le interesó que vos la desposarais y adoptarais a la criatura. La razón la desconozco.

Todo mi aserto os puede sonar a patrañas de vieja, pero lo que os diré a continuación os hará entender que es cierto, ya que lo uno sin lo otro no tendría sentido.

Se os dijo, y todo el mundo lo creyó, que vuestra esclava Aixa había muerto de peste. Pues bien, no es así: Aixa estaba encerrada, no sé si lo está todavía, en la casa fortificada de Terrassa, propiedad de Bernat Montcusí. Si allá os dirigís y no la encontráis viva os podrán dar razón de lo ocurrido. Demandad a su alcaide, Fabià de Claramunt, para que os diga dónde está la esclava que se hallaba en las mazmorras de la fortificación. Si lo que os cuento de Aixa no es verdad, podéis pensar que lo anterior tampoco lo es, que es una farsa y que yo puedo ocultar una aviesa intención hacia el consejero condal, pero si mi aserto resulta verdadero, entended que el resto de la historia también lo es.

Haced con esta información lo que os plazca. Yo ya puedo morir en paz.

Edelmunda, antigua sirvienta

de don Bernat Montcusí

El color huyó del rostro de Martí, al punto que Ruth se alzó de su asiento y se acercó presta, mientras Omar, que reclamaba a gritos que alguien trajera un vaso de vino, le sujetaba por los brazos y le obligaba a sentarse.

82

La charla de la seo

AAl día siguiente, un palidísimo Martí, vestido completamente de negro, aguardaba en la sala capitular de la seo a que Eudald Llobet, a la luz de una candela, terminara de leer la carta que le había entregado. Aquella noche había sido una de las más largas de su vida. En cuanto leyó la carta, y a pesar de la inquietud de Ruth, se había retirado a sus aposentos. La imagen de su querida Laia, violentada por su malvado padrastro mientras él disfrutaba de su aventura por el mundo, llenó su corazón de remordimiento. Como una fiera enjaulada, había dado rienda suelta a su ira golpeando con furia puertas y muebles, hasta que el agotamiento y el llanto le hicieron postrarse. Ahora, pasado un tiempo, esa ira se había convertido en un rencor sordo, y en sus enrojecidos ojos anidaba la llama obsesiva de la venganza y el dolor.

El canónigo apartó los ojos del pergamino y alzó la mirada hacia su amigo.

–¿Qué me decís, Eudald?

El sacerdote dudó.

–Sería muy largo de explicar y es muy complejo.

–¿Entiendo entonces que vos sabíais algo de todo esto?

–Bien, lo que un sacerdote escucha en confesión queda en el más absoluto secreto.

–¡Pero vos sois mi amigo! – replicó Martí, alzando la voz.

–Ello no me exime de mis obligaciones para con mis votos. Cristo es mi mejor amigo y al único que no puedo desairar.

–Me habéis decepcionado, Eudald.

–Tuve una difícil elección: erais vos o mis obligaciones como eclesiástico. Creedme, Martí, he sufrido mucho y cumplir con mi deber me ha costado muchas horas de sueño.

–Pero entonces… ¿Debo creer que admitís una monstruosidad semejante sin tomar partido?

–El hábito que visto es mi partido. Yo no debo admitir nada ni rechazar nada; mi misión es odiar el pecado y compadecerme del pecador, y de ser posible procurar la paz a su conciencia. No puedo defraudar la confianza que, como religioso, ha depositado en mí Pedro, a través de la Iglesia, otorgándome el poder de perdonar los pecados a aquellos que acudan a mí arrepentidos, y mucho menos relatar a alguien lo oído en confesión.

–Entonces, ¿admitís haber oído tamaña felonía?

–Martí, no me obliguéis a faltar a mis votos. Os repito que no está en mi mano juzgar a nadie: mi misión es perdonar. Lo único que me cabe hacer es, a partir de este documento, darme por enterado.

A Martí le temblaban las manos y parecía dispuesto a cometer cualquier acto.

–Cuidad las decisiones que, a partir de ahora, pretendáis tomar. El consejero es uno de los prohomes de Barcelona, el conde lo tiene en gran estima y sus tentáculos llegan a todas partes.

–Si no obro en conciencia, como vos, no podré volver a mirarme a un espejo sin que la náusea venga a mi encuentro.

–¿Qué pretendéis hacer?

–Me gustaría matarlo con mis propias manos -dijo Martí, con el rostro contraído por la ira.

El padre Llobet lo miró con severidad.

–Lo sé, lo sé -murmuró el joven-, ¿qué vais a decirme vos, sino que obre con prudencia?

–Puedo deciros, además, que el consejero no se halla en la ciudad. Ha partido con la comitiva del conde a Murcia -aclaró el religioso, dando gracias a Dios por ello-. Y por lo que sé, la campaña será larga…

Martí bajó la cabeza, intentando disipar el rencor que le corroía las entrañas.

–Muy bien, esperaré. Pero os prometo algo: de momento, ni un solo mancuso de todo lo que negocie o haga revertirá en sus arcas. El mero pensamiento me repugna.

–A mí me repugna tanto o más que a vos, pero tened en cuenta que las consecuencias pueden ser graves, no únicamente para vos sino para todo lo que os atañe, tanto bienes como personas.

Martí se puso en pie.

–Ha llegado la hora de definirse, padre. ¿Puedo contar con vos o no?

–En todo aquello que no afecte a mis votos. Como hombre y como padrino vuestro que me siento, desde luego.

Pese a que sus ojos se llenaron de lágrimas, el tono de Martí se mantuvo firme.

–Entonces os propongo que confirmemos si es o no verdad que Aixa vive o murió de peste. ¿Tenéis alguna idea al respecto?

–Se me ocurre que hace mucho que tengo colgadas mi espada y mi adarga y tal vez haya llegado el momento de desempolvarlas.

Las sombras embozadas iban llegando por separado a la puerta de uno de los almacenes de la playa de Montjuïc mirando a uno y a otro lado, como conspiradores. Tras un toque en la misma dado con la empuñadura de algún puñal o daga, Omar la abría y, sin decir palabra, indicaba con el gesto que pasaran al fondo. Uno tras otro iban entrando los conjurados, aproximándose hacia una mesa que, iluminada por dos candiles, soportaba encima de ella un plano labrado sobre una inmensa vitela. Al ir descubriendo los rostros, Martí, que ejercía de anfitrión, fue reconociendo a Eudald Llobet, que vestía ropas de paisano, a Manipoulos, el capitán griego que había aportado el Stella Maris a su sociedad, y a Felet y Jofre, sus ahora socios y amigos de la infancia. Omar, que había cerrado las puertas del almacén donde se guardaban las herramientas propias de los carpinteros de ribera, calafateadores, herreros y caldereros, también se acercó. – Amo, todo está en calma. Cuando queráis podéis comenzar, yo me quedaré fuera vigilando. Si oís mi silbido es que alguien se acerca.

–Bien. Amigos, acercaos todos -musitó un pálido Martí.

Los recién llegados dejaron sus pertenencias sobre los escabeles que quedaban junto al tabique y se aproximaron.

–Si os parece, Eudald, explicad el asunto para el que han sido llamados mis capitanes. No quisiera que, al hacerlo yo, se vieran presionados.

El corpulento canónigo tomó la palabra.

–En primer lugar, me gustaría agradeceros la premura con la que habéis acudido al aviso de Martí. Más aun tratándose de una aventura que nada tiene que ver con la mar ni con los compromisos adquiridos. Él quiere que os sea muy bien explicada, ya que sus consecuencias pueden ser desagradables.

Jofre tomó la palabra en nombre de los tres.

–Creo poder afirmar que lo único que nos obliga es la amistad y devoción a nuestro amigo. Por lo demás, somos hombres. No creemos que en tierra nos aguarde un peligro mayor que los que hemos sufrido, y sin duda sufriremos, en la mar.

–Hay muchas clases de peligros: los unos son evidentes y los otros soterrados. Un escorpión bajo una roca puede ser infinitamente más peligroso que un lobo que viene de frente.

–Dejaos de circunloquios e id al meollo de la cuestión, aquí lo único que no sobra es tiempo -intervino Manipoulos.

–Bien, señores, se trata de deshacer un entuerto y reparar una injusticia. Pero sin duda en el lance torceremos la voluntad de alguien muy poderoso.

Un grupo compuesto por diecisiete personas -cuatro de ellas montadas en buenos caballos y el resto en dos carretas- avanzaba por caminos secundarios camino de Terrassa. Había evitado cruzar por poblado, ya que su aspecto era cualquier cosa menos tranquilizador. Cada uno de los tres capitanes había escogido para aquella empresa a los cuatro mejores hombres y lo más granado de sus patibularias tripulaciones. Eran gentes de la mar y si bien no hubieran diferido en demasía de los siniestros sujetos que poblaban cualquiera de los puertos del Mediterráneo, si hubieran viajado de día por el interior de Cataluña habrían llamado poderosamente la atención. Si no otra cosa, los habrían tomado por una partida de bandoleros a cuyo frente galopaba un gigantesco capitán. Eudald Llobet, que había excusado su ausencia alegando la comisión de un servicio de la condesa Almodis, comandaba la expedición montado en un poderoso garañón rememorando sus tiempos de soldado. Martí Jofre y Felet cabalgaban a su lado, en tanto que Omar y Manipoulos, que había preferido no cabalgar ya que sobre un caballo se sentía mucho más inestable que en la cubierta de su barco en una tempestad, conducían las carretas en cuyo interior se hacinaba la peculiar tropa, cargada con una serie de aparejos que iban a ser necesarios para la arriesgada misión.

Entrada la noche llegaron a su destino. Éste no era otro que una masía fortificada en las afueras de Terrassa. En un bosquecillo de abedules desde el que se veía su objetivo los cinco descabalgaron y cambiaron impresiones. Eudald, que llevaba la voz cantante ya que era el entendido en materia de asaltos a fortalezas, emitió su opinión.

–Si obramos en silencio y con cautela, no hemos de tener problema alguno.

–Explicaos -dijo Martí en un susurro.

–Éste no es un recinto inexpugnable: es más bien una masía fortificada donde reside sin duda el alcaide encargado de cobrar los impuestos del territorio. Fijaos que la misma torre que se destaca en el ángulo norte ni siquiera es almenada.

–¿Entonces?

–Mi consejo es el siguiente. En el extremo de dos de los lienzos de la muralla podéis observar que hay unos puestos que tendrán un par de adormilados centinelas. Hay que subir hasta ahí y, de una manera discreta, anularlos. Luego, los hombres que hayan ascendido deberán descender hasta el puesto de guardia en donde hallarán, dormidos o jugando a los dados, al resto de la vigilancia. En tanto dos o tres los controlan, el cuarto abrirá las puertas para que los demás puedan entrar. El resto será ya coser y cantar.

En aquel instante intervino Jofre.

–Martí, si me lo permites, esto es asunto mío.

Martí se volvió hacia su amigo.

–¿Qué piensas?

–Es fácil: lo he hecho con el mar revuelto en más de una ocasión. En las carretas he traído ganchos de abordaje. Déjame escoger a los hombres apropiados; los hay que suben por las jarcias como monos. En un santiamén estaremos arriba. Lo otro será como reducir a una tripulación sorprendida: espera junto a la puerta y todos estaréis dentro antes de que cante el gallo.

–Para lanzar los ganchos sin que el ruido del metal contra la piedra avise a las gentes de dentro, aprovechad las campanadas de maitines que sin duda sonarán -dijo Eudald-: son el último toque obligado. Luego, ya no volverán a repicar hasta el alba.

–Vamos pues, escoge a tus hombres -apostilló Martí, dirigiéndose a su amigo Jofre.

–Únicamente debes buscar a tres, yo también voy.

–Está bien, Felet. Nosotros aguardaremos aquí, entre la arboleda, hasta que se abra a la puerta. Entonces en una corta carrera estaremos dentro. Y una cosa más: recordad ambos que nadie debe nombrar a nadie. Quiero ser el único responsable de esta acción.

Todos asintieron.

Jofre se acercó al grupo que estaba aparte aguardando órdenes. Habló brevemente con ellos y enseguida salieron de él tres voluntarios: Beppo, un pisano, Jonat, al que llamaban el Mono por su facilidad para encaramarse por las jarcias, y Sisquet, un menorquín que andaba con él desde los tiempos dedicados a la piratería. El resto se apostó tras la primera fila de árboles.

Coincidiendo con el tañido de maitines, tres ganchos de abordaje mordieron los merlones de la muralla y por las cuerdas que de ellos pendían treparon como simios los asaltantes. Martí aguardó: el tiempo parecía haberse detenido. No se oyeron gritos ni ruidos. Finalmente la reforzada puerta de la entrada comenzó a abrirse y el resto de los conjurados, a cuyo frente desmintiendo su edad corría Eudald, accedió al interior del pequeño patio de armas en absoluto silencio. Jofre, con un dedo sobre los labios, reclamó la atención de Martí.

–Ha sido pan comido. En uno de los puestos no había nadie y en el otro había un adormilado centinela que está amordazado; Sisquet le está haciendo compañía.

Por la ventana del cuerpo de guardia se veía la pálida luz de un hachón. La puerta estaba ajustada. Cinco hombres descansaban en los jergones y otro intentaba calentarse un trozo de carne en las brasas de una pequeña chimenea.

Contando con el factor sorpresa, Eudald dio una patada a la puerta y se plantó en el centro de la estancia. Apenas se habían despertado aquellos infelices cuando al que intentaba calentar la carne se le cayó el plato de estaño al suelo y del tabuco del fondo apareció el oficial de guardia en camisa y ajustándose los calzones inquiriendo a voces qué era lo que estaba allí ocurriendo.

–No ha ocurrido ni va a ocurrir nada, siempre que seáis prudente y obedezcáis mis instrucciones.

Para quien no conociera su oficio de eclesiástico, el aspecto del padre Llobet era verdaderamente atemorizador por su gran corpachón; portaba en la diestra una enorme maza de combate rematada en su extremo con una bola de puntas de hierro.

–¿Quiénes sois y qué pretendéis?

–Soy yo el que da órdenes y hace preguntas.

El oficial miró a su alrededor y ante el aspecto del grupo dio por perdida la partida.

–¿Cuánta tropa tenéis a vuestras órdenes y dónde están?

–Veinticinco soldados, que duermen en el sótano del caserón.

–El lugar ¿tiene puerta? Y si así es, ¿se puede cerrar por fuera?

–Tiene puerta de dos hojas que se cierra ajustando un travesaño.

–Enviad a uno de vuestros hombres al que acompañarán dos de los míos. Si su imprudencia le guía a intentar avisar a sus compañeros, él y vos sois hombres muertos.

–Yo me ocupo de esto. – El que así habló fue Manipoulos.

El oficial mandó a uno de aquellos aterrorizados individuos a que cumpliera el cometido.

–Ahora nos vais a acompañar hasta los aposentos del alcaide, sin demora.

–En esta casa no hay alcaide, sólo un administrador. Digamos que el que está al mando militar de la guarnición soy yo. El que se ocupa de administrar los bienes del amo está en el dormitorio de la torre.

–Pues conducidnos hasta él.

El hombre pidió permiso para vestirse, cosa que hizo en presencia de otros dos de los asaltantes. Luego, ya adecentado, partió acompañado de Llobet, Martí y Jofre, en tanto el resto quedaba al cargo de Felet y sus hombres.

El lugar era un pequeño castillo de frontera con espacios reducidos y una sobria torre del homenaje de armazón de madera, alzada sobre un estribo de piedra. Subieron la escalera y se hallaron frente a la puerta del dormitorio del administrador.

Martí susurró las órdenes al oído del hombre.

El oficial golpeó con los nudillos la gruesa puerta y al poco una voz adormilada respondió desde dentro.

–¿Qué ocurre a estas horas?

–Don Fabià, tenemos un pequeño fuego en las cocinas, deberíais salir.

Un trasiego de ropas, las voces de dos personas, una de ellas femenina, y el arrastre de algo por el entarimado se escuchó desde el exterior. La puerta se abrió y con un candil en la mano apareció en el quicio la figura de un hombre apenas vestido, el cabello despeinado, que, sorprendido, intentó volver a entrar en el dormitorio, cosa que impidieron Jofre y Martí.

El hombre se dio por vencido. Sin embargo, y sin perder la compostura, argumentó:

–Señores, aquí adentro está mi esposa. Os ruego que procedáis como seres civilizados; yo haré lo que convenga.

–Nadie tiene intención de nada. Obrad con prudencia tal como decís y todo habrá sido un mal sueño.

Desde dentro se escuchó una voz femenina.

–¿Qué es lo que ocurre, Fabià?

–Nada, mujer, descansad. Un pequeño fuego en las cocinas de la tropa.

Martí con voz queda, ordenó:

–Llevadnos donde podamos hablar sin que nadie nos interrumpa.

El caballero abrió el paso y condujo a los inesperados visitantes hasta el salón principal, donde mandó a uno de sus hombres que avivara el fuego de la chimenea. Luego se volvió hacia sus nocturnos visitantes.

–¿Y bien, señores?

Martí tomó la palabra.

–Mi nombre es Martí Barbany. No es necesario que conozcáis ningún otro. Excusadnos ante tan extraña intromisión. Somos gentes de bien, nada habréis de temer si no intentáis interferir en nuestras intenciones.

El administrador respondió irónicamente.

–¿Gentes de bien que asaltan predios ajenos amparados en la noche? Raro me parece… Tened en cuenta que el brazo del amo de este lugar es largo.

–Conocemos bien a don Bernat Montcusí -apostilló Eudald.

El otro, al percatarse de que, a pesar de conocer el nombre de su señor, habían osado asaltar una propiedad que además era un regalo del conde de Barcelona, intuyó que el asunto tomaba otro cariz y que sus visitantes no eran precisamente unos cualquiera. De todas maneras, replicó:

–Las gentes de bien llegan por el día y llaman a las puertas. De todas maneras díganme lo que desean vuestras mercedes.

Ahora habló Martí.

–Veamos, ¿cuántos presos tenéis en las mazmorras de este castillo?

El hombre frunció el entrecejo. Algo raro intuía.

–En este castillo, que no es tal, hay dos mazmorras: una la empleamos para guardar forraje para el invierno y en la otra hay un preso.

–Mejor diréis: una presa.

–Efectivamente, así es.

–¿Cuánto tiempo lleva encerrada?

–No lo sé bien: unos tres años más o menos.

–Vais a conducirnos hasta ella.

Don Fabià nada respondió. En el fondo, el asunto de la presa le repugnaba y si algo sucedía que interrumpiera aquel desafuero, su corazón iba a alegrarse.

–Seguidme.

El grupo se puso en marcha. Después de descender de la pequeña torre, atravesaron el patio de armas, dejaron atrás el cuerpo de guardia y llegaron frente a una pequeña puerta. Allí el administrador ordenó al oficial que acercara el hachón de cera y que abriera la puerta. Un olor a forraje invadió el pasillo que se abría ante ellos En la primera celda, tal como había anunciado el administrador, se amontonaban debidamente ligadas unas balas de paja y otras de alfalfa. Al final se veía una puerta de la que salía un ligero resplandor. A ella se dirigieron. El del cirio detuvo su paso y alumbró con la luz su interior. Martí y Eudald se asomaron a la reja. En un banco rebullía un bulto que intentaba levantarse. Vestía un saco de esparto pasado por la cabeza y anudado a la cintura mediante un cíngulo de cuerda. La mujer, pues era una mujer, se puso en pie y apartó las guedejas del enmarañado cabello de su rostro. Martí, al divisar el terrible aspecto de su antigua esclava, prácticamente irreconocible, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la húmeda pared.

–¡Abrid la puerta!

La orden que dio Llobet fue tajante.

El oficial tomó de un gancho del muro una gruesa llave e, introduciéndola en la cerradura, giró la falleba. La puerta crujió sobre sus goznes y a un empujón de Eudald se abrió del todo. Martí se precipitó hacia el interior y apenas tuvo tiempo de sujetar a Aixa, cuando ésta se desmayó en sus brazos. La recostaron en el camastro y con un cucharón que acercó uno de los hombres le dieron agua.

–¿Qué te han hecho, amiga mía? – interrogó Martí, suplicante.

La mujer no respondió. Al sentir una presencia, dirigió hacia él las vacías cuencas que habían alojado sus negros ojos. Luego, lentamente, con sus manos palpó su rostro como si fuera una aparición e intentó esbozar algo que quiso ser una sonrisa. Una corriente desconocida atravesó el cuerpo de Martí.

–¡Habladme por Dios!

Los labios de la mujer se entreabrieron y un ronco sonido salió de su boca.

Pese a todas las calamidades que había visto en su larga vida de soldado, Eudald Llobet no pudo reprimir un grito mezcla de horror e indignación. A la muchacha, además de cegarla, le habían cortado la lengua.

QUINTA PARTE

Dinero y honor

83

La campaña de Murcia

CCorría el año 1058. La host catalana estaba acampada en las inmediaciones de Murcia aguardando a que se uniera a ella la caballería de al-Mutamid. Hasta allí habían llegado pasando penurias y contrariedades, entre pactos y amenazas, atravesando varias taifas morunas que, o bien se habían asociado a ellos o no habían osado oponerse a tan aguerrida y numerosa tropa. La condesa no había cedido y acompañaba a su consorte, llevando en su séquito a su pequeña corte, Lionor y Delfín. Doña Brígida y doña Bárbara se habían quedado en Barcelona cuidando de sus hijos, los dos gemelos y las pequeñas Inés y Sancha. Con gran disgusto por su parte, una inoportuna y sospechosa gripe había apartado de su lado en aquella ocasión a su confesor Eudald Llobet.

El talante de Ramón Berenguer estaba alterado y, cosa extraña en él, hacía pagar a los demás su mal humor. El mal tiempo contribuía a ello. Desde que habían plantado el campamento la lluvia no los había abandonado ni un momento. Las tiendas, el forraje de las bestias y las ropas de la host barcelonesa estaban empapados; las armaduras llenas de óxido, y un hedor a moho lo invadía absolutamente todo. Era dificultoso mantener el fuego de las hogueras, de manera que el rancho se daba en frío y una disentería galopante había atacado a la tropa hasta el punto de obligar a los ingenieros a practicar nuevas cloacas. Por si todo ello no fuera suficiente, la inactividad y el hecho de estar encerrados en las tiendas era motivo de discusiones y peleas, ya fuere por un juego de tabas o por otras pequeñeces. Para que nada faltase, el ejército de desheredados que acostumbraba a seguir a la soldadesca padecía del mismo mal. La hambruna había hecho presa en ellos y más de un cadáver aparecía cada amanecida junto a la empalizada. El motivo no era otro que haber intentado robar un embutido, una pata de cordero, u otra cosa aún más baladí.

La charla se desarrollaba en la tienda de Almodis, instalada junto a la del conde pero en esta ocasión aparte, ya que en la principal todos los días se desarrollaban consejos entre el senescal y los capitanes, cosa que hacía imposible el descanso.

La luz que entraba por la abertura de la cónica tienda era pobre, ya que las cortinillas de cuero embreado debían estar echadas para que el agua no inundara el interior. Pese a ello, algún que otro recipiente de barro estaba estratégicamente instalado en el suelo para impedir que una gotera formara un charco y deteriorara la alfombra. Dos candelabros de cinco brazos proporcionaban la claridad suficiente para verse y poder hablar pero no para dedicarse a la labor o a la lectura. Delfín estaba a los pies de las dos damas acomodado en su pequeño escabel, taciturno y malhumorado, pues la humedad representaba un tormento para sus afligidos huesos.

–¿Qué piensas de todo esto, Lionor? – preguntó la condesa.

–Que nos hemos metido en un mal paso, señora. La guerra es ya de por sí una terrible incomodidad; si además la adobamos con un tiempo infernal y una espera indefinida, como comprenderéis la situación es cualquier cosa menos halagüeña.

–Y tú, Delfín, amigo mío, ¿a qué conclusión has llegado?

Delfín, mientras movía las brasas del inmenso brasero con una badila, respondió:

–Señora, antes creceré yo que lleguen los refuerzos del moro.

–¿Qué insinúas?

–No insinúo, afirmo. Y no de ahora, antes de salir de Barcelona yo sabía que esto habría de acabar en desgracia.

–Y ¿por qué no me dijiste nada?

–¿Quién soy yo, pobre de mí, para intentar detener una expedición que tan buenos augurios despertaba? ¿Creéis acaso que alguien hubiera hecho caso de un bufón corcovado? Si llego a levantar la voz para impedir la empresa hubiera sido, como mínimo, apaleado, sí no otra cosa peor.

–Siempre he hecho caso de tus advertencias.

–Sí, si se han referido a vuestra persona, pero detener todo esto porque haya tenido un pálpito el bufón de la condesa escapa a cualquier razonamiento. Se iban a ganar parias y honores, el pueblo estaba entusiasmado y las tropas olían a botín y a buenas pagas. ¿Qué otra cosa quedaba hacer más que seguiros hasta la muerte?

–¿Y qué es lo que vaticinas?

–El moro no se va a presentar y locura fuera intentar esta aventura solos y sin ayuda. Acometer así la empresa sería el descrédito de las armas catalanas: Murcia es ciudad almenada y bien defendida, y eso sin contar con la ayuda que puede provenir de otras taifas.

Apenas dichas estas palabras, un revuelo anunció que, a la llamada del cuerno, al pabellón del conde se iban aproximando gentes de armas.

Lionor se asomó a la puerta de la tienda de su ama, a fin de observar de qué se trataba el toque, y al punto regresó alarmada.

–Señora, el senescal y todos los capitanes se están reuniendo. Ha llegado una embajada mora; en la puerta han dejado sus caballerías enjaezadas a la manera musulmana.

Al anochecer y bajo el incesante repiqueteo de la lluvia en la tensa lona, Almodis y Ramón conversaban, mientras él daba grandes zancadas de un lado a otro de la estancia.

–Dice el embajador que la crecida del Guadiana ha detenido a la caballería con todos los carros que transportaban los enseres para aguantar el sitio y que es imposible pasar al otro lado. ¿Qué os dice vuestro buen juicio, señora?

–Hemos escogido malos socios, esposo mío. Nosotros hemos cumplido la parte de nuestro compromiso y a fe mía que no ha sido fácil llegar desde Barcelona hasta aquí. Nunca se puede confiar en el infiel: son ladinos e imprevisibles, hoy son vuestros aliados y mañana se venden al mejor postor o a quien mejor les convenga.

–Debéis considerar que hemos bajado con más de seis mil hombres y que ruina fuera desandar lo andado sin beneficio. La caballería era arma a considerar en caso de que los defensores de la ciudad salieran a campo abierto. Sin embargo, para preparar un largo asedio, me bastan las fuerzas que he traído conmigo.

–No creo que fuera la decisión más acertada. A vos, nada os va en Murcia; es una taifa alejada y difícilmente defendible en caso que se negaran, tras levantar el sitio, a dejar de pagar las parias. En un año tienen tiempo para recabar ayuda, e inclusive hacerlo concediendo mercedes a los almorávides africanos, y en este caso fuera temeridad indisponerse con ellos.

–Yo no puedo regresar a Barcelona sin sacar beneficio de esta aventura. Sería una ruina para el condado y un descrédito.

–¿Quién os dice que no se puede sacar provecho de este lance?

–De no rendir la ciudad, no veo cómo.

–Tenéis un rehén: usadlo.

–Es el hijo del rey de Sevilla, y su tropa está en camino.

–Los pactos son los pactos y reúnen un montón de condiciones: están en camino pero no han llegado. El plazo era de veinte días y lo han sobrepasado con creces. En cuanto a que es hijo de al-Mutamid, lejos de ser inconveniente es ventaja. El rey sevillano tendrá buen cuidado de pagar el rescate que marquéis para liberar a su hijo.

–También tiene él a Marçal de Sant Jaume.

–Ya cuento con ello. ¿No es Abenamar un apasionado jugador de ajedrez?

–¿Y bien?

–Cambiadle un peón por una torre, saldréis ganando en la permuta.

La suerte estaba echada. Tras una larga deliberación con sus capitanes de guerra, al frente de los cuales iba su senescal, Gualbert Amat, y luego con sus consejeros jurídicos y económicos, Ponç Bonfill i March y Bernat Montcusí, decidió seguir el consejo de su mujer: salvaría el honor de aquella fallida aventura y al menos no perdería dineros.

La entrevista con Abenamar se llevó a cabo a la tarde del siguiente día.

El moro se presentó ante Ramón, impecablemente vestido cual si estuviera gozando de las comodidades del alcázar hispalense. Al lado de los rudos capitanes de la host catalana parecía un personaje sacado de las pinturas de un retablo.

El momento no daba para frases altisonantes. Muy al contrario, Ramón tenía que mostrarse ante el ilustre huésped duro como el pedernal, como un ofendido monarca al que hubieran querido engañar sus socios, y siendo como era el más fuerte no estaba dispuesto a dar cuartel.

–Y bien, amigo mío, entiendo que vuestro rey no puede mandar a las fuerzas de la naturaleza al igual que yo mismo. Sin embargo, yo me he mostrado como un gobernante prudente y digno de confianza mientras que él ha jugado a la improvisación, tal vez fiándose de la buena estrella.

El moro respondió con voz grave y ponderada, consciente, como buen diplomático, de que su condición era precaria.

–Como bien decís, el hombre está sujeto a las leyes inmutables del destino. Desde hace más de veinte años no se recordaba crecida igual de las aguas del Guadiana. Nuestro ejército está allí detenido; si no lo creéis, podéis enviar exploradores que os lo certifiquen.

–No dudo de vuestra palabra, pero no es allí donde debería estar a estas horas. Mi ejército ha bajado desde Barcelona, luchando contra mil adversidades: está roto y mojado, pero con la moral alta y dispuesto para el asalto. Lo podéis ver con sólo asomaros a la puerta de mi tienda. ¿Pretendéis acaso que regrese a casa sin lucro alguno explicando a los condes que allá aguardan y a todos los súbditos de mis condados que bajaba muy fuerte el Guadiana? ¿Cómo cumplo con mis aliados?

–No he dicho tal cosa: tengo orden de mi rey para que se os abonen los diez mil maravedíes pactados para que de esta manera podamos separarnos como amigos y aliados.

–Me tomáis por lerdo, embajador. ¿Quién me pagará las parias de Murcia y los beneficios del botín?

–Mi rey también habrá tenido pérdidas cuantiosas y está dispuesto a hacerles honor. Creo, señor, que la cantidad que os ofrezco es justa. Ha sido un mal negocio para todos, así son las circunstancias.

–No provocadas ni por mi ineptitud ni por mi indolencia.

–Entonces, ¿cuál es vuestra pretensión?

–Treinta mil maravedíes, para nada ganar pero tampoco perder. Justo es que pague quien sea responsable del fracaso.

La faz del embajador palideció levemente.

–No tengo atribuciones para aprobar semejante abuso.

–Me fío de la palabra de vuestro rey. Os aguardaré en Barcelona confiando que me hagáis llegar la suma que con tanta justicia reclamo.

–Ninguna de las partes de un pleito debe constituirse en juez del mismo. La suma reclamada me parece desmedida y fuera de toda consideración.

–Os entiendo: no sois vos ni vuestro rey el que debe abonar las soldadas de seis mil hombres.

–No soy quién para decidir tan espinoso asunto, pero conociendo como conozco a mi monarca dudo que quiera autorizar tan desmesurada suma.

–Entonces nos resignaremos a que Marçal de Sant Jaume pase un tiempo en Sevilla como rehén de al-Mutamid.

Abenamar comprendió la indirecta y su rostro acusó la impresión.

–¿Insinuáis entonces que el príncipe ar-Rashid permanecerá en Barcelona?

–No lo insinúo, embajador. Lo afirmo, y padecerá o gozará de los mismos favores que goce mi yerno.

–Pero ar-Rashid es el príncipe heredero.

–Marçal es como un hermano para mí. Conque ya lo sabéis: en menos de una semana levantaré el campamento y os aguardaré en Barcelona deseando poder ofreceros a vuestra venida los mismos homenajes que os prodigué la última vez que os llegasteis a mí en demanda de favores.

84

Malas nuevas

BBernat Montcusí había regresado de la fracasada expedición a Murcia de un humor de perros. No era hombre de guerra: odiaba las incomodidades, su ausencia le había impedido ocuparse de sus negocios y además nada había sacado en limpio para sus arcas. La única ventaja de todo ello era que había dejado la impronta en toda la negociación, afianzando su posición como mano derecha del conde en asuntos económicos. Los domésticos, sin embargo, no podían haber ido peor durante su ausencia. La noticia se había adelantado al mensajero: estaba al corriente del asalto sufrido en su posesión de Terrassa, pero ignoraba hasta el momento los detalles y las consecuencias, que iba a conocer de primera mano aquella tarde, pues el que fuera alcaide y ahora reducido a administrador, don Fabià de Claramunt, había solicitado audiencia.

Conrad Brufau, su secretario, que era el que le había anticipado las malas nuevas, anunciaba en aquel instante la presencia del recién llegado. Era éste un eficaz colaborador, que tenía la virtud de desconcertarle, ya que ante él no adoptaba la postura servil de tantos otros sino que, sin dejar de mostrar sus respetos, emitía su opinión, que, por cierto, no siempre era favorable.

–Don Fabià de Claramunt aguarda en la antesala.

–Hazlo pasar, Conrad.

Salió el secretario y al punto entró en la estancia el puntilloso individuo.

–Buenas tardes tengáis, Claramunt.

–Lo mismo os deseo, señor.

–Pasad y acomodaos. Enseguida estoy con vos.

En tanto el personaje tomaba asiento, Bernat recogía los útiles de escritura que tenía desparramados sobre su escritorio, cruzaba sus manos sobre la barriga y dirigía la mirada sobre su hombre.

–Malas nuevas han arribado a mis oídos, Fabià. Deseo que me aclaréis las circunstancias y asimismo conocer vuestra opinión al respecto.

–Mientras aguardaba en la antesala he estado departiendo con el señor Brufau, que me ha dicho que os ha puesto al corriente del asunto, así que para no caer en repeticiones que se harían tediosas y os harían perder el tiempo, intentaré ser escueto. Veamos. Sucedió durante la noche del último viernes del pasado mes.

Durante una hora larga, el de Claramunt puso al corriente a su señor de lo acaecido en la noche del rescate de la esclava.

–Debo entender que la vigilancia era escasa y la atención mínima.

–Confieso que así fue, señor, pero tened en cuenta que Terrassa no es ya una masía fortificada, por más que la rodee un muro, y que me siento mucho más recaudador de vuestros impuestos que otra cosa. Estamos en paz con nuestros vecinos y en todos estos años jamás había ocurrido nada digno de mención.

–Eso no excusa vuestra negligencia.

–Querréis decir la negligencia del oficial que pusisteis al frente de la guarnición; la vigilancia escapa a mi negociado. Ya sabéis que dejé de ser alcaide hace años. De cualquier manera, creyendo interpretar vuestros deseos, he castigado al jefe de la guardia por su molicie.

Por el momento Bernat dejó de lado el tema de la grave falta y se adentró en otros parajes que le eran mucho más interesantes.

–¿Nadie os resultó conocido?

–Era noche oscura. Me sorprendieron en el primer sueño, no hubo daño ni se derramó una gota de sangre. Por más que no era necesario indagar, el que parecía llevar el mando del grupo no hizo nada por ocultar su nombre.

–¿Y quién dijo ser?

–Se presentó como Martí Barbany de Montgrí y dijo que os conocía bien.

Fabià de Claramunt observó unos gruesos goterones de sudor que comenzaban a resbalar sobre el enrojecido rostro del consejero. Éste se sobrepaso y ordenó:

–Proseguid.

–Eran unos quince o veinte hombres, a cuyo mando iba un corpulento individuo. El que se dio a conocer asumió la total responsabilidad de la acción.

–¿Entonces?

–Entonces, señor, me obligaron a abrir la celda donde estaba recluida la esclava, y antes de llevársela me demostraron que la mujer era quien decían, pues en el documento notarial de manumisión que presentaron y que databa de varios años figuraba la anomalía que mostraba bajo su axila derecha: un pequeño trébol de cuatro hojas, perfectamente dibujado.

–¿Decís que estaba manumitida?

–Eso he dicho.

–¿Qué ocurrió después?

–Pidieron ropas para ella, que me ocupé personalmente de entregar, y partieron no sin avisar que nadie saliera tras ellos ya que, de hacerlo, los obligaríamos a defenderse.

–¿Y eso fue todo?

–Eso fue todo.

Bernat Montcusí guardó silencio un instante; luego se alzó de su sitial y comenzó a dar grandes zancadas por la estancia.

Súbitamente se dirigió a su visitante.

–Como comprenderéis, no vais a salir indemne de este trance. Aunque, debido a vuestra dimisión incomprensible del cargo, no erais el responsable de la seguridad de Terrassa, vuestra autoridad estaba por encima del oficial designado para ello. La prueba es que, con muy buen criterio, lo habéis castigado.

El hombre respondió serenamente.

–No era mi misión vigilar el predio. Y si consideráis que es insuficiente motivo dimitir cuando no se está conforme con una acción que repugna los sentimientos cristianos más íntimos, entonces evidentemente juzgáis con criterios diferentes a los que me enseñaron.

–Nada hay por encima de la ley, y la nuestra dice que un administrador debe obedecer las órdenes de su señor.

–Perdonad que disienta. Por encima de la ley está la conciencia de cada uno y a la mía repugna el sacar los ojos a un semejante y cortarle la lengua. En cuanto a nuestro pacto, recordad que no era el de un siervo con su señor: soy un hombre libre y acepté un cargo.

–¡Entonces daos por despedido y ateneos a las consecuencias!

–No es necesario. Antes de venir ya había pensado devolveros las llaves de Terrassa.

Y dejando un aro con todas las llaves de las dependencias de la masía, Fabià de Claramunt salió de la estancia.

85

La voz silenciosa

CCon los meses, Aixa se iba reponiendo lentamente de los años pasados en aquel infierno. El físico Halevi acudía todas las mañanas a visitar a la deteriorada criatura y se admiraba de la resistencia de su cuerpo y de la fortaleza de su espíritu. Nadie hubiera sobrevivido en aquellas condiciones infrahumanas de soledad y con el sufrimiento que debería haber representado la terrible ceguera y la amputación de su lengua. Su único contacto humano durante este tiempo había sido la visita de su carcelero, que cada día le traía la sopa con toda la vianda desmenuzada dentro. Era evidente que Bernat Montcusí deseaba que viviera largos años aquel tormento. Cuando Martí le explicó cuál había sido el final de Laia, una lágrima temblorosa afloró de sus cuencas vacías y un gemido lacerante se escapó de su garganta.

Ruth sufría en silencio y su buen corazón la impelía a ocuparse de aquella desvalida, adivinando sus deseos y anticipándose a ellos. Entre la historia que le relató Martí, y un lenguaje codificado que mediante un leve tacto en el dorso de la mano y asentimientos de cabeza por parte de Aixa, con el paso del tiempo, habían establecido las dos mujeres, se fue haciendo cargo de su drama y captó el inmenso sacrificio que, por amor a su amiga, había llevado a cabo Laia. Llegó de esta manera a la conclusión de que su tarea iba a resultar quimérica. Hubiera preferido disputar el amor de Martí a una mujer de carne y hueso antes que luchar con el recuerdo de aquel espectro adornado por el perfume imperecedero de la ausencia y el sacrificio.

Como de costumbre, después de la cena Martí y Ruth departían bajo los soportales de la elevada terraza desde la que se divisaba el arenal donde, en aquella ocasión, estaban varados dos de los bajeles de la flota de Martí, que se componía ya por entonces de doce barcos. En aquellos años se habían perdido dos embarcaciones: una debida a una tempestad en el golfo de León y la otra a causa de un asalto pirata.

–No puedo dejar de considerar hasta dónde llega la maldad de los hombres, Martí. Las bestias salvajes matan para comer, pero no se recrean en el odio llevando a cabo crueldades gratuitas como la sufrida por Aixa.

–Sois una niña, Ruth. El hombre es más brutal que los lobos. El solo hecho de la esclavitud me repugna y si bien no puedo ir contra la costumbre establecida y tengo esclavos, intento mejorar su condición en la medida de lo posible. Bien sabéis cómo son tratados en esta casa.

–Mi padre siempre ha sostenido lo mismo. Además, en los tiempos que corremos el que ahora es libre puede mañana acabar en esta triste condición ya sea por un accidente en el mar, una algara de piratas en la costa o a consecuencia del pillaje de una guerra en la frontera. Por cierto, me han dicho que la expedición a Murcia ha regresado. ¿Habéis tenido noticias del consejero?

–Aún no, pero las espero con ansia -dijo Martí, con los ojos llenos de rabia.

–Tened cuidado, Martí. Ese hombre ha demostrado lo que es con Aixa: acumula mucho poder y puede haceros un daño irreparable.

–Parecéis el padre Llobet. No tengáis miedo: ya no soy el muchacho que llegó hace seis años a Barcelona. He recorrido medio mundo, he atravesado mares y desiertos. Sé cuidarme bien. A él no le interesa que esto se sepa, porque caería en el deshonor.

–Las cosas hay que demostrarlas, no es suficiente que os consten a vos. Tengo miedo.

Martí le acarició la barbilla.

–Hablemos de vuestras cosas. Me ha dicho Andreu que ha venido a veros vuestra madre.

–Apenas habíais salido, después de comer. Andaba, por cierto, algo preocupada y me ha dicho que mi padre quería veros.

–¿Os ha dicho para qué?

–Nada me ha dicho, aparte de que no era urgente. Por cierto, está muy feliz de que pueda seguir los ritos de mi religión bajo vuestro techo. De cualquier manera me ha recomendado que lo haga con mucha discreción.

–Cuando la vea se lo diré yo mismo, pero si no, decidle que no pase cuidado: nadie de mi casa os delatará.

Andreu Codina, el mayordomo, llamó discretamente a la puerta de la terraza.

–Dime, Andreu.

–Señor, en el zaguán os espera un mensajero del officium de abastos.

–¿A estas horas? – preguntó Ruth, extrañada.

–Así es, señor. ¿Queréis que os excuse?

–Muy al contrario. Lo estaba esperando y no os podéis imaginar con qué ansias.

–¿No os lo decía, Martí? ¡Tened mucho cuidado! – exclamó Ruth.

Martí se alzó de la silla y acudió al vestíbulo. Un mandado del negociado de abastos y mercados le aguardaba con un mensaje en la mano.

–¿Don Martí Barbany de Montgrí?

–Estáis hablando con él.

–Traigo para vos un mensaje que os debo de entregar en mano.

–Pues no os demoréis.

–Debéis hacer constar que lo habéis recibido.

Al decir esto, el individuo le entregó un documento que Martí leyó atentamente y que luego, tras ordenar a Andreu que le suministrara un cálamo y un tinterillo, rubricó y devolvió al hombre. El mensajero, cumplido el requisito, entregó la notificación oficial.

Apenas se hubo ido, Martí rasgo el sello de lacre y se dispuso a leer. A diferencia de la correspondencia que había mantenido hasta entonces con Bernat, era ésta una notificación que ordenaba oficialmente su presencia, sin excusa, en el officium el jueves día 6 a primera hora de la mañana.

86

Descubriendo el juego

MMartí se acicaló y compuso para la ocasión. Hacía mucho tiempo que no había visto al consejero y el hacerlo tras conocer todo lo que ahora sabía despertaba en él intensos sentimientos.

Desde la muerte de Laia sus vestimentas eran siempre negras. En aquella ocasión tuvo un cuidado especial para que ni una nota de color luciera en su indumentaria. Inclusive las calzas y los escarpines de piel de gamo que lucía reflejaban el luto que llevaba en el alma.

Cuando estuvo compuesto y tras la enésima recomendación de Ruth partió hacia la esperada encomienda, con el corazón encogido por el odio.

Apenas salió de casa, no pudo impedir que su memoria le devolviera a la primera vez que acudió al negociado de mercados y de abastos. ¡Cuán lejana y diferente era la circunstancia! Gracias a la herencia de su progenitor, empleada con sagacidad y tesón, a su buena estrella y a su coraje, Martí se había convertido en un hombre muy rico y pensó que si no para otra cosa, los dineros y las posesiones le habían servido para darle una seguridad y un aplomo de los que carecía la lejana vez de su primera visita.

El trayecto desde su casa cerca de Sant Miquel hasta la oficina de mercados y abastos le sirvió para ir repasando mentalmente todas las medidas que había adoptado para cubrirse en previsión del paso que iba a dar. El consejero podía convertirse en un terrible enemigo y cualquier precaución era poca. Cuantos menos argumentos pudiera esgrimir en su contra mejor le irían las cosas. Hacía cosa de un mes había traspasado todos sus negocios en el pequeño comercio y las ferias a un hombre llamado Tomàs Cardeny, que era el mayor tenedor de esclavos de Barcelona; en cuanto a las viñas y a los molinos de Magòria, los había vendido y comprado nuevas embarcaciones, además de invertir en la ampliación de sus astilleros, dotándolos de fundiciones y herrerías así como también de dos tinglados que podían alojar dos naves antes de armar los aparejos, de manera que ahora todos sus negocios se hallaban extramuros y por tanto no dependían de las autoridades de la ciudad. Finalmente, en la costa, al lado del cementerio judío situado en la falda de la montaña de Montjuïc del lado del Llobregat, había habilitado unas cuevas donde almacenaba las ánforas del aceite negro fuera de la ciudad, teniendo en cuenta lo peligroso de su trasiego y lo delicado de su almacenamiento; en su entrada había edificado una caseta en la que se alojaban los guardianes que cuidaban de la vigilancia de tan arriesgado producto.

Llegado a su destino, tenso pero decidido, subió la escalera de mármol con balaustres de hierro que conducía a la galería porticada del primer piso.

En el pasillo y junto a las dependencias apreció el trasiego humano de siempre. Las gentes iban y venían a sus negocios, pero en aquellos años la cantidad de demandantes se había multiplicado. Apenas llegado a las puertas de las dependencias del consejero, su secretario Conrad Brufau lo divisó. El hombre, pálido y nervioso, anunció a Martí que el intendente había dado órdenes de que en cuanto llegara fuera introducido a su presencia; por la actitud del individuo, Martí intuyó que la entrevista iba a ser definitiva. El secretario lo condujo hasta el despacho y se retiró, cerrando las puertas al salir.

Nada había cambiado allí. La chimenea, el inmenso reloj de arena, la gran mesa. La sangre le empezó a hervir en las venas cuando observó que sobre el cuero de la gran mesa continuaba el pequeño caballete que soportaba el cuadrito con la imborrable imagen de la muchacha de los ojos grises que parecían querer decirle algo.

La pequeña puerta situada detrás de la mesa se abrió y apareció en su quicio la oronda y odiosa figura de Bernat Montcusí.

Los dos hombres se midieron en la distancia.

Luego el consejero avanzó y se sentó en su elegante sitial indicando a Martí, con el gesto, que hiciera lo propio.

Una pausa tensa como el odio que embargaba el alma de Barbany se hizo patente.

–Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde la última vez que tuve el placer de recibiros -dijo Montcusí.

–Y muchas cosas han sucedido en este tiempo -replicó Martí, intentando controlar el temblor de su voz.

–Y no todas buenas.

–Desde luego.

Otra pausa. El consejero, que continuaba con la inveterada costumbre de sostener entre sus dedos una pluma de ganso antes de acometer una cuestión peliaguda, tomó de la bandeja que había a su derecha un cálamo de verdes tonalidades y se puso a juguetear con él.

–Comencemos por el principio. Ignoraba que os dedicarais a asaltar predios ajenos amparado en la nocturnidad y capitaneando una cuadrilla de malandrines.

–No os debe extrañar que alguien pretenda recuperar algo que le pertenece, y sois consciente de que el único camino para lograr el fin era éste.

–¿No creéis que mejor procede aquel que insta a la persona que recibió la prenda a reclamarla, si es que cree que tiene derechos?

–No, cuando el usufructuario sostiene que tal prenda no existe pues murió de peste.

–Equivocáis el verbo: decid mejor propietario. Si no recuerdo mal, me regalasteis la esclava.

–Tenéis mala memoria: regalé a vuestra hijastra la voz y el arte de Aixa. De vos solamente solicité autorización para ello.

Montcusí lanzó violentamente sobre la mesa la pluma de ganso.

–¡Dejaos de sutilezas y tened presente que nadie puede reírse de mí gratuitamente en todo el condado!

La voz de Martí sonó suave pero preñada de amenazas.

–El tiempo en que os consideraba una persona cabal pasó a la historia. Sé lo que hicisteis con Laia y no quiero decir la opinión que me merecéis por ello. El muchacho que vino a veros murió hace mucho. Sé lo poderoso que sois, pero no me asustáis y si intentáis algo contra mí hallaréis la debida respuesta.

–¿Qué es lo que hice con Laia además de ofrecérosla como esposa y cuidar de ella desde que perdió a su madre?

–No añadáis el cinismo a la perfidia y no me hagáis hablar.

–¡Si pretendéis que sabéis algo, decidlo! – gritó el consejero.

Ahora el que levantó la voz fue Martí.

–¡Me la ofrecisteis en matrimonio porque la habíais preñado! Eso fue en realidad lo que pasó. Antes de embarcarme no era digno de ella, y por ello la obligasteis a escribirme una carta en la que se desdecía de la palabra dada, y a mi regreso, en cambio, casi apadrinabais la boda a fin de ocultar así vuestras depravaciones -espetó Martí.

Mientras, Montcusí intentaba imaginar cómo había dado Martí con el paradero de Aixa. Y la esclava, a pesar de su mudez, ¿había conseguido contarle lo sucedido con ella, con Laia…? ¿O acaso era el padre Llobet el que no había sabido guardar el secreto de confesión? Qué más daba, no tenía pruebas…

–¿De dónde habéis sacado semejante despropósito?

–En Barcelona, vos no sois el único que está bien informado.

–Mentiras y calumnias. Cuando alguien ocupa los cargos que tengo yo, lógico es que se granjee muchos enemigos.

–¿Mentiras? ¿Quién mintió aquí diciendo que Aixa estaba muerta? ¿Por qué ordenasteis que le cortaran la lengua y la cegaran? – gritó Martí.

–¡Dejémonos de chanzas! ¡Jamás podréis probar tantas estupideces ante un tribunal!

–Ni lo pretendo. Lo que sí puedo demostrar, si llega el caso, es que ordenasteis cortar la lengua a una sirviente que era una mujer libre, amén de hacerle sacar los ojos.

–Para mí era una esclava, y por cierto artera e infiel. Además, ¿para qué quería la lengua si ya no iba a poder entonar sus canciones, ya que reconocéis que el obsequio era para mi hija y ésta había muerto? En cuanto a los ojos, os diré que el privar a un traidor de ellos no lo he inventado yo. Ya en las guerras púnicas cortaban la lengua y vaciaban las cuencas de cualquier cartaginés que intentara el espionaje… ¡Y yo fui espiado en mi propia casa!

–¡Sois un cínico!

–¡Tened cuidado con lo que decís! Me limité a impedir que quien tanto daño me había hecho con la palabra, pudiera en adelante volver a hacérmelo. Además, a nada conduce seguir polemizando sobre una esclava que por otra parte habéis recuperado. Os propongo que demos el asunto por zanjado. Tenemos demasiados intereses en común para que no sepamos separar la amistad de los negocios.

–Teníamos, ya nada nos une aparte del asco que siento por vos. Únicamente os anuncio que os podéis despedir de las prebendas que habéis obtenido hasta ahora de mí. Se acabaron las sinecuras y se terminó vuestra gabela sobre el aceite negro. El primero lo he vendido y ya no me pertenece. Como comprenderéis, no le he dicho al nuevo propietario que cargara sobre los productos una gabela fija ya que el intendente de abastos reclamaría su parte, y sobre el segundo tendréis que ir a demandárselo al veguer con el que ya he negociado el servicio para los próximos cinco años.

–Entonces se habrá terminado vuestra posibilidad de comerciar en la ciudad.

–No me hace falta vuestro consentimiento. No olvidéis que la mercancía llega en mis barcos.

–¿Debo entender que me desafiáis?

–Tomadlo como queráis.

–Si pretendéis salir indemne tras asaltar un predio de mi propiedad, robar una esclava, que pese a lo que decís puedo demostrar que servía en mi casa, e intentar perjudicarme, es que estáis loco.

–Loca volvisteis a Laia y a su madre. Conmigo no vais a poder.

–¿Os atrevéis a declararme la guerra?

–Tomáoslo como gustéis. Hasta ahora vuestro quebranto únicamente ha sido económico, pero sabed que no he de cejar hasta que vea arrastrado vuestro nombre por la riera del Cagalell.

Y dando media vuelta, Martí Barbany recogió su negra capa y salió del despacho del consejero consciente de que había iniciado una batalla de incierto final. A su espalda sintió clavarse unos ojos grises entreverados de amor y gratitud que le observaban desde un mudo retrato.

87

El intercambio de rehenes

TTodas las campanas de la ciudad, siguiendo a la de Santa Eulàlia en la seo, comenzaron a repicar furiosamente reclamando la presencia de las gentes armadas en la zona de la sinagoga. Las calles se llenaron de paisanos provistos con toda clase de armas: horcas, azadones, arcos, lanzas, cuchillos, mazas… y las cofradías se iban alineando en los lugares que tenían asignados. Los aledaños de las plazas eran un hervidero de hombres que acudían sin saber el porqué de la orden. Lo único evidente era que las campanas habían convocado a sacramental y la obligación de cada cual era obedecer las directrices que se dieran al somatén. Las filas de paisanos iban aumentando.

Martí, que era jefe de los trabajadores de las atarazanas (calafateadores, herreros, torcedores, carpinteros de ribera, cordeleros, remachadores, etc.), se dispuso a partir en cuanto oyó el toque de campanas. Omar, Andreu y Mohamed, ya un mozalbete, seguían a su patrón.

Una azorada Ruth se presentó sin casi llamar a la puerta de sus habitaciones.

–¿Qué es lo que ocurre, Martí?

–Sé tanto como vos. Lo único que me consta es que en el menor tiempo posible debo estar armado en la plaza cerca de la sinagoga el frente de mis trabajadores.

–¿Y luego?

–La puerta que nos corresponde es la de Regomir. Si no mandan otra cosa, allá deberé estar para defenderla.

–¡Pero si a vos no os compete! ¿No están los nobles feudales para este menester? Si no, ¿para qué otra cosa sirven? El trabajo los denigra en tiempo de paz, y cuando hay que combatir piden ayuda a todos los ciudadanos. ¿A qué vienen, entonces, tantos privilegios?

–Sería muy prolijo, Ruth. Pretendéis que os resuma la gloriosa historia de esta ciudad en un rato, precisamente ahora que debo partir y no tengo tiempo.

Sin embargo, la muchacha no cejaba en su interpelación y quiso saber más.

–Los de mi raza tienen muchas desventajas en cuanto a ciudadanos; sin embargo, en situaciones como la actual, deben quedarse en el Call como si nada fuera con ellos.

–Precisamente porque no son considerados ciudadanos de Barcelona. Y es ésta una consideración tan excepcional que no se da igual en ningún otro lugar de la península. Tendríais que visitar Venecia, Génova o Nápoles y ni allí encontraríais parangón semejante en cuanto a privilegios se refiere.

–Es la primera vez que creo que ser judío representa alguna ventaja.

–Alcanzadme la espada que fue de mi padre -ordenó Martí con una seña.

La muchacha tomó entre sus manos la vaina del arma y se la ciñó a Martí en la cintura, aprovechando la coyuntura para mantenerlo por unos instantes rodeado entre sus brazos. Él la intentó separar. Luego súbitamente, la muchacha se puso de puntillas, alzó su rostro hasta la altura del de Martí y depositó en sus labios un beso tímido y leve, como el aleteo de una mariposa.

–¿Qué hacéis, Ruth? – indagó Martí cuando ella separó su boca de la de él, en tanto que un fuego interior desconocido hasta aquel momento le mordía las entrañas.

Ruth lo miró de frente y dijo en voz alta y clara:

–Os vais a la guerra y os despido. Os amo desde que era una niña y tiemblo solamente de imaginar que os pudiera pasar algo.

Martí se dio cuenta de que la niña había crecido y que la que estaba plantada frente a él era una hermosa y turbadora criatura.

Asimismo tomó conciencia de su deber hacia ella y recordó el juramento dado a su padre.

El hombre, hecho un manojo de nervios, argumentó:

–Ruth, yo también os profeso un gran afecto pero esto no debe volver a suceder nunca más. Vuestro padre me ha confiado vuestra protección. Os ruego que no hagáis las cosas más difíciles.

Tras estas palabras, y tomando el bacinete de encima del lecho, partió Martí llevando en la cabeza un autentico revoltijo de ideas.

Junto a sus criados, armados todos hasta los dientes, llegó al punto indicado justo a tiempo. Jofre ya estaba allí, no así sus otros capitanes, que en aquella señalada ocasión estaban de viaje. Martí se colocó frente a su gente, aunque tenía la cabeza en otra cosa.

Finalmente el repiqueteo de campanas cesó y el veguer, desde el palacio, arengó a la inquieta multitud. Olderich de Pellicer, tomando una bocina de latón que le entregó un consejero y llevándosela a los labios, habló:

Sou atents?

La tropa respondió con una sola voz:

Som atents!

–¡Vecinos de Barcelona! Hemos sabido a través de las señales de las hogueras y del sonido de los cuernos, y por los emisarios de otras poblaciones, que una fuerza sarracena considerable se está acercando a las murallas de la ciudad. Ignoramos cuáles son sus intenciones pero debemos estar preparados para cualquier eventualidad. Que cada uno acuda a la puerta de la muralla que tiene asignada y se ponga a las órdenes del jefe militar de ella. Las mujeres que se apresten a transportar agua y a mantener los fuegos encendidos y los niños que cuiden de transportar piedras para alimentar las catapultas. Vecinos, ¡viva Barcelona! ¡Viva santa Eulàlia!

Tras esta proclama la muchedumbre se disgregó ordenadamente. Guiados por sus jefes, todos fueron recibiendo a las huestes que debían defenderlos. Martí llevó a los suyos hasta la puerta de Regomir y allí aguardó a que el jefe militar correspondiente le diera las órdenes pertinentes. Instintivamente llevó el dorso de su diestra hasta sus labios e intentó borrar el beso que la muchacha había depositado en ellos y que aún le quemaba.

En el Palacio Condal la actividad era febril. Después de escuchar a los mensajeros, el conde se había reunido con el senescal, el veguer y los consejeros áulicos entre los que se hallaba el intendente Bernat Montcusí.

Ramón Berenguer ocupaba la presidencia de la larga mesa a punto de dar instrucciones a sus capitanes.

–La situación, señores, es la siguiente. Una fuerza selecta, por más que no excesivamente numerosa, ha atravesado el Llobregat y se acerca a la ciudad por el flanco sur. La cosa en sí carece de importancia si supiéramos que esta hueste no es una avanzadilla de otra mayor. Debemos, por tanto, estar preparados. Gualbert -dijo Berenguer, dirigiéndose al senescal mayor-, tomaréis el mando de la operación de defensa de la ciudad en tanto que yo mismo, al frente de doscientos jinetes, saldré a su encuentro.

Todos callaron, pues conocían desde siempre cuál era su misión en caso de que algún enemigo intentara asaltar Barcelona. No estaba claro quiénes iban a acompañar al conde en la avanzada. Gilbert d'Estruc, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany y Guillem de Muntanyola aguardaban expectantes que recayera sobre ellos el honor de acompañar al conde llevando el estandarte.

Una voz sonó al fondo de la asamblea.

–Padre, creo que ha llegado la ocasión de que me otorguéis el mando de la expedición y que aguardéis protegido dentro de las murallas de la ciudad. A vuestra edad es más aconsejable que permanezcáis a buen resguardo en lugar de salir a campo abierto.

La voz era la de Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer, fruto de su primer matrimonio con la fenecida Elisabet de Barcelona.

Todos los presentes dirigieron las miradas al viejo conde, imaginando una firme y contundente respuesta.

Éste respondió armado de paciencia.

–Tiempo tendréis, hijo mío, de mandar. Vuestro padre aún no ha dimitido de sus obligaciones y no olvidéis que la legitimidad de un linaje se basa en que quien ostente el poder lo haga cuándo y cómo le corresponde. Vuestro tiempo aún no ha llegado, y seré yo quien decida el cuándo y el cómo.

La respuesta del hijo sonó áspera y desabrida.

–El cuándo será cuando faltéis vos pero no el cómo. Mi primogenitura es inalienable: nadie debe saltarse ese orden. Os ruego que no lo olvidéis, y que se lo recordéis a vuestra esposa, ya que pretende raras maniobras a fin de colocar a vuestros gemelos, mejor dicho a uno de ellos, en el trono del condado de Barcelona, soslayando mis derechos.

Tras estas palabras el iracundo joven abandonó la estancia.

La voz de Bernat Montcusí, consejero económico del conde, interrumpió la tensión del momento.

–No hagáis caso, señor. Dejad que el gallito afile los espolones y no le tengáis en cuenta sus palabras.

El astuto Montcusí quería dejar constancia de que había roto una lanza a favor del heredero, ya que sin duda su acción llegaría a sus oídos y un día u otro podría sacar rédito de su defensa.

Después de escoger a los capitanes que le iban a acompañar en la descubierta, el conde Ramón Berenguer se puso al frente de la tropa que iba a salir al encuentro de Abenamar, que se acercaba para intentar rescatar a ar-Rashid, primogénito de al-Mutamid de Sevilla, pagando el menor coste posible.

Las almenas se veían totalmente ocupadas y entre los merlones asomaban temibles los arcos de largo alcance de los defensores. En las plataformas de las torres lucían amenazadoras las catapultas de torsión, cuyo tensor estaba formado por tripas de caballo trenzadas y calentadas en aceite de palma, y los onagros* con las cucharas cargadas de un montón de piedras de regulares proporciones que al ser lanzadas, se esparcirían provocando una gran mortandad entre las tropas de los asaltantes. A menos de una legua se divisaba la fuerza enemiga. Se componía ésta de unos quinientos jinetes o más, montados en soberbios corceles árabes.

* Especie de catapulta más pequeña usada desde la antigüedad.

La puerta del Bisbe se abrió, y acompañando a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, salió una tropa de jinetes que formó bajo la muralla enarbolando el pendón cuatribarrado, rojo y amarillo, en cuyo centro lucía la imagen de santa Eulàlia.

Al divisar a las fuerzas catalanas, la tropa sarracena adelantó una embajada de seis jinetes que avanzó bajo dos estandartes, el verde de la ciudad de Sevilla, en cuya mitad y en letras doradas figuraba la leyenda «Alá es grande», y otro blanco que indicaba que avanzaban en son de paz. La embajada mora se detuvo a media legua y allí aguardó a que los catalanes enviaran a sus representantes.

Ramón Berenguer se volvió hacia sus capitanes.

–Hete aquí que temíamos lo peor y que lo que intuyo que nos llega es el precio que nos debe pagar el moro por el fiasco de la campaña de Murcia. Vamos pues a su encuentro.

El conde eligió a seis de sus acompañantes, entre los cuales, y como hombre entendido en números, se hallaba Bernat Montcusí, cuyo caballo sufría el peso de sus excesivas carnes, y su hijo Pedro Ramón, al que quiso halagar en compensación de la violenta escena habida en los salones de palacio.

Las dos avanzadas se encontraron a medio camino. En esta ocasión el diálogo no fue lo florido y considerado de la vez anterior. Comenzó el discurso Abenamar, que iba al frente de la legación hispalense.

–Señor conde de Barcelona. Vengo en representación de mi rey y amigo al-Mutamid de Sevilla a rescatar a su primogénito, al que retuvisteis contra su voluntad y que nos obliga al pago que exigisteis en nombre de no sé qué derecho.

El conde, avezado diplomático, acostumbrado a pactar en infinidad de ocasiones a fin de mantener el delicado equilibrio existente entre los diferentes condados catalanes, no entró al engaño y habló sereno sin provocar al moro, consciente como era de que lo que convenía al condado era cobrar el rescate y no entrar en guerras dialécticas que a nada conducirían. Cuando iba a responder, sonó detrás de él colérica y acalorada la voz de su hijo.

–No comprendo, padre mío, cómo os dejáis faltar al respeto en vuestras tierras por este moro, contra quien, si de mí dependiera, habría azuzado a los perros y echado a cintarazos -exclamó Pedro Ramón, a quien los años habían dado apostura, pero ni una pizca de diplomacia.

Abenamar, que encajó el exabrupto sin que un solo músculo de su rostro se moviera, aguardó hasta ver la reacción del padre. Ésta no se hizo esperar.

–¡Pedro Ramón! Mucho os falta para entender cómo debe comportarse un buen gobernante. Cuando dos legaciones se hablan bajo la bandera blanca, sagrado símbolo de la paz, nadie es más que nadie y el respeto debe mediar entre unos y otros.

–¿De qué respeto habláis? ¿Del que os ha tenido este infiel que os acusa de haber obrado contra derecho?

–¡Basta ya! Os conmino a que os retiréis ahora mismo. No sois digno de formar parte de esta embajada.

Pedro Ramón, con el rostro descompuesto y escupiendo en el suelo, volvió grupas y partió raudo, fustigando sin clemencia a su caballo.

El conde se dirigió de nuevo a su interlocutor.

–Os pido excusas. Ya sabréis perdonar su intemperancia.

–Todos hemos padecido esta maravillosa enfermedad que es la juventud y que solamente cura el paso del tiempo. Pero vayamos a lo nuestro, ¿cómo va a ser el intercambio de rehenes?

De nuevo una voz sonó entre las gentes del conde. Era Bernat Montcusí.

–Señor, si me permitís…

–Hablad, Bernat.

–Antes de proceder a ello, hemos de contabilizar una suma considerable de maravedíes. Lo cual es prolija tarea que no se concluye en un momento.

–¿Qué es lo que proponéis?

–Mañana al amanecer, antes de que salga el sol, nos volveremos a reunir aquí. Nuestros deudores acudirán con las arcas que contengan los dineros acordados, y nosotros lo haremos con eficientes contadores y con dos carretas para transportar tan delicada mercancía.

–¿Entonces?

–Cuando todo esté conforme y antes de que acudan los respectivos rehenes, las carretas pasarán a nuestra retaguardia, que estará compuesta por cincuenta caballeros; entonces y solamente entonces, cada uno traerá el rehén del otro.

–¿Os parece bien? – interrogó el conde.

–Sí. Únicamente propondría que, si os parece, y aprovechando que hoy hay luna llena, podríamos adelantar la operación a esta noche. Cumplida mi tarea debo partir para Sevilla, y ya sabéis que la distancia es considerable.

Berenguer intercambió una somera mirada con su consejero y con el senescal. Ante el consentimiento de ambos, respondió:

–Si éste es vuestro gusto, sea. Al fin y a la postre, cuanto antes acabemos este enojoso asunto mejor para todos.

Tras estas palabras, ambas legaciones se retiraron hacia sus respectivos cuarteles.

La luna salió puntual, hermosa, redonda y blanca, y al conde le pareció un claro augurio del buen trato pecuniario que estaba a punto de realizar. Los habitantes, por consejo de Montcusí, se habían retirado de las murallas ante la certeza de que la hueste del enemigo era muy inferior. Únicamente soldados profesionales aguardaban tras los merlones de la fortificada ciudad.

En el momento acordado, se abrieron de nuevo las puertas y salieron por ellas los elementos necesarios para llevar a cabo tan delicada maniobra.

Apenas traspasada la muralla, el grupo de caballeros que custodiaba a ar-Rashid se detuvo esperando órdenes.

El grueso de la embajada avanzó cercada de hachones que habrían de iluminar toda la operación. A la vez y del otro lado comenzó a desplazarse una numerosa comitiva de luciérnagas.

Ambos grupos se encontraron a medio camino. El diálogo fue escueto: todos tenían ganas de terminar rápidamente y con bien la transacción.

Unos porteadores, cuyas frentes brillaban de sudor bajo el pálido reflejo de la luna, depositaron en el suelo las parihuelas que transportaban dos inmensos cofres de roble. Luego se hicieron a un lado y a una breve orden, regresaron a su campamento. Entonces Abenamar, con gesto solemne, descendió de su cabalgadura y sacando de entre sus ropajes una llave de oro, la introdujo sucesivamente en las cerraduras de ambos arcones y dando una palmada ordenó a dos siervos que abrieran las combadas cubiertas.

Ante la atónita mirada de aquellos rudos soldados aparecieron, iluminados por la lechosa luz de la luna, una cantidad jamás vista de maravedíes de oro, que cegó a los presentes.

–Ahí tenéis lo convenido -habló el moro.

–Bernat, obrad: confío en vuestra capacidad.

A la orden del conde, Montcusí, que en aquella ocasión había acudido en uno de los carromatos, llamó a cuatro de sus hombres que rápidamente desplegaron sendas mesas. Ayudados por dos servidores que manejaban los ábacos, comenzaron a contar maravedíes y a anotar en pliegos de vitela con cálamos de caña, ristras y más ristras de números.

La operación fue farragosa. Tras un buen rato y cuando la luna estaba en el cénit, procedieron a intercambiar los rehenes. De ambas retaguardias acudieron los grupos. Marçal de Sant Jaume y ar-Rashid cambiaron de bando. Las carretas que transportaban el tesoro habían partido custodiadas por los hombres que habían acompañado al conde. Ya se iban a despedir las embajadas, cuando la voz enconada del hijo de al-Mutamid rasgó la noche dirigiéndose a Ramón Berenguer:

–¡Que la maldición de Alá, el único, el más grande, el justiciero, caiga sobre vuestra cabeza! Que vuestra sangre se derrame en luchas fratricidas, que vuestros hijos sean los asesinos de vuestros hijos y que vuestra estirpe se agote sin dar frutos, como un árbol seco.

Los caballeros catalanes de la escolta ya iban a echar mano a las espadas cuando la voz de Abenamar templó los ánimos.

–Sabed perdonar, conde. ¿No habéis reconocido hace un rato que la juventud es imprudente? Pues ahí tenéis otra muestra.

Y, tras estas palabras, la delegación mora se perdió en la noche.

88

Pláticas de familia

LLa noche del siguiente sábado las luces del primer piso del Palacio Condal estaban encendidas. Tras los lobulados ventanales, se veía trajinar a los sirvientes portando bandejas de manjares selectos y copas llenas de excelentes mostos del priorato. El conde Ramón Berenguer había convocado una Curia Comitis* para resolver consultas y al finalizar celebraba, acompañado de sus más íntimos colaboradores, el triunfo que representaba, para su esquilmada hacienda, aquella riada de maravedíes venidos a las arcas condales. En aquella señalada ocasión los tronos de ambos cónyuges estaban separados y cada uno recibía a sus respectivos deudos en un extremo del salón. Al fondo estaba el conde rodeado de los suyos: el veguer, Olderich de Pellicer; el senescal, Gualbert Amat; el obispo de Barcelona, Odó de Montcada; el notario mayor, Guillem de Valderribes; los jueces, Frederic Fortuny i Carratalà, el honorable Ponç Bonfill i March y el ilustradísimo Eusebi Vidiella i Montclús, que mediaban en las litis honoris, o pleitos que versaban sobre el honor y los derechos de los ciudadanos notables; por supuesto, también estaba su consejero Bernat Montcusí, además de los Cabrera, Perelló, Muntanyola y un largo etcétera de nobles familias del condado.

* Asamblea de grandes vasallos.

Junto al gran balcón, se hallaba Almodis rodeada de su pequeña corte. Su confesor Eudald Llobet, el capitán de su guardia personal.

Gilbert d'Estruc, la primera dama doña Lionor, doña Brígida, doña Bárbara, Delfín, y vestidos como dos hombrecitos los jóvenes príncipes, Ramón y Berenguer. Finalmente, a sus pies y vigiladas por la que fuera su vieja aya doña Hilda, gateaban las pequeñas.

El ruido de las conversaciones iba in crescendo cuando una campanilla manejada por el conde hizo enmudecer al personal. El silencio avanzó como una ola y la voz de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, llegó hasta los últimos rincones del gran salón.

–¡Albricias, amigos míos! Demos gracias a Dios. Lo que amenazó con ser un profundo fiasco ha devenido en gran victoria y, como suele decirse, «bien está lo que bien acaba». Aun suponiendo que el botín de Murcia hubiera sido excelente, jamás hubiera llegado a alcanzar la suma que ha representado el rescate del rehén que ha sido nuestro real huésped durante este año. Os doy las gracias a todos por vuestra fe y vuestra paciencia. Ahora, una vez contabilizado el montante, llegará el momento de saldar deudas y de dar a cada uno lo suyo. La Iglesia, que nos apoyó con sus oraciones en los momentos de zozobra y tribulación, recibirá un generoso óbolo. – Al oírlo, el obispo inclinó levemente la cabeza-. La ciudad, y en su nombre su veguer, gozará también de nuestra generosidad. – Ahora el que alzó su copa fue Olderich de Pellicer-. Y, cómo no, también los condes amigos que pusieron a sus huestes bajo mis pendones serán debidamente recompensados.

La voz de Ermengol d'Urgell resonó al fondo.

–¡Larga vida al conde de Barcelona!

–¡Larga vida! – respondieron todos a una.

–Únicamente os ruego un poco de paciencia. Hacer el arqueo de esta aventura no es tema baladí, y hasta que mis contables no den la cifra exacta del beneficio no podré comenzar a pagar mis deudas. Pero tened por seguro que ello repercutirá en favor de todos.

Y entonces, alzando su copa, anunció:

–Por futuras y rentables conquistas, y por grandes pactos que redunden en provecho del condado, y esta dedicatoria va por vos, mi dilecto consejero Bernat Montcusí, que con tanta sagacidad como clarividencia habéis velado por el compromiso.

El consejero, hinchado como un sapo, aceptó los parabienes de los presentes que secundaron el brindis de su señor, si no por convencimiento sí al menos por pleitesía. Únicamente dos personas no alzaron sus copas. La primera fue Eudald Llobet, confesor de la condesa, que, con el rostro sereno, mantuvo el gesto digno. La segunda fue Marçal de Sant Jaume, que había sufrido los sinsabores de la condición de rehén y que en aquella ocasión se sentía mal pagado, postergado y humillado.

Las gentes, finalizada la velada y con exceso de licor en sus estómagos, fueron abandonando el palacio.

Ya en la intimidad del tálamo, la pareja condal conversaba tranquilamente. La condesa, sentada ante un espejo, cepillando su roja cabellera con un peine de coral y púas de marfil, se dirigió a su esposo, que ya acostado la aguardaba en el lecho a fin de celebrar el final de un día perfecto.

–Ramón, esposo mío, aplaudo vuestro gesto y celebro que todo aquel cúmulo de desventuras que padecimos haya acabado de modo tan brillante y provechoso para el condado.

–Os lo agradezco. Daos cuenta de que nos corresponde un tercio del total: diez mil maravedíes. Con ellos pagaré lo que nos queda de la adquisición de Carcasona y Razè y con el resto ajustaré las cuentas con la tropa y los aliados, que verán que el conde de Barcelona siempre paga sus deudas. – El conde se incorporó en el lecho y contempló el reflejo de su amada esposa en el espejo-. Almodis, me consta que siempre puedo contar con vuestra ayuda. Os portasteis como un soldado; sois mucho más que el reposo de un guerrero.

–Si así me consideráis y teniendo en cuenta que queréis saldar vuestra deuda con todo el mundo, ¿cómo es que no habéis pensado en entregarme una recompensa?

–¿Qué puedo ofreceros? Todo lo mío os pertenece.

–Eso me consta -dijo Almodis con una sonrisa-, pero yo también tengo compromisos.

–Y ¿cuáles son esos grandes compromisos?

–Débitos contraídos con mi gente, a los que debo atender: la sopa de los pobres que cada día se reparte en la seo representa un costoso dispendio para mi pequeña economía, las monjitas de los conventos de los que soy protectora, y finalmente, aunque nada os diga, también me agradan las veleidades que tiene toda mujer.

–¿En cuánto valoráis mi deuda?

–Me daré por satisfecha con la vigésima parte de vuestro beneficio.

–Eso es mucho dinero, esposa mía.

Almodis se puso en pie, y despojándose de su verde bata de brocado, con la roja cabellera suelta como única vestimenta, se acercó al gran lecho.

–En él incluyo el placer con el que os voy a obsequiar esta noche.

–Como siempre, me habéis convencido, querida, amén de que esta noche en particular, no me hubiera agradado tener que dormir en la antecámara de nuestra alcoba.

89

Las monedas de Judas

BBernat Montcusí rumiaba inquieto. Le constaba que dos barcos habían arribado con la preciada mercancía que iluminaba la ciudad por las noches y Martí Barbany, de acuerdo sin duda con el veguer, había osado obviar su influencia. Lo que tomó en su momento por baladronada de joven ambicioso se había convertido en realidad. Por otra parte, el nuevo propietario del comercio continuaba con la actividad sin pagarle el canon acordado con Martí. Si aquel insolente creía que se iba a reír de él, se equivocaba de medio a medio. Nadie en todo el condado hubiera osado, anteriormente, burlarse de Bernat Montcusí y mucho menos en su actual situación, en la que los hados le habían sido propicios y las constelaciones se habían concertado de tal modo que habían hecho que gozara, si cabe, de una influencia mucho mayor, después de que el conde en persona hubiera brindado por él delante de las más influyentes familias del condado. Las amenazas que había proferido en su presencia aquel insolente carecían de fundamento y ningún juez, caso de que osara denunciarlo, se atrevería a emitir una sentencia acusatoria. Además, nadie que no tuviera la categoría de consejero condal o escudo de nobleza podría litigar con él. Sin duda iba a tener que mostrarle su poder a aquel insensato a fin de obligarle a retornar al buen camino. No estaba dispuesto en forma alguna a renunciar a los beneficios del aceite negro, que si ya eran importantes, su instinto le decía que en el futuro lo serían mucho más.

Bernat conocía el flanco débil de su conde y aquella tarde iba a aprovechar la cita que con él tenía para halagar su ego y apuntarse una baza que iba a ser muy importante en el arriesgado juego que estaba a punto de emprender.

Llegó a palacio lujosamente ataviado y apenas recibido e introducido en la antecámara del salón de recepciones, aprovechó la espera para pasear bajo el artesonado techo, consciente de los comentarios que sobre su persona hacían los diversos grupos que aguardaban audiencia. Puso buen cuidado en colocarse en el punto más alejado de la estancia, de manera que, al ser convocado por el chambelán de cámara, la concurrencia tuviera tiempo de comentar que el conde había ordenado en su honor que se saltara el turno de espera e inclusive el orden de protocolo.

Se abrieron las puertas y, con paso que intentó fuera gallardo, atravesó la gran estancia hasta detenerse respetuoso, haciendo gala de una gran modestia, a la justa distancia que marcaba la pleitesía ante la más alta personalidad del condado. Inclinó su oronda anatomía, aguardando a que Ramón Berenguer le conminara a alzarse.

–Alzaos, mi buen consejero, vuestro señor se enorgullece de súbditos tan preclaros que cuiden de los intereses del condado con la misma dedicación y celo con que miran los propios.

Bernat, alzando su figura, respondió:

–Más aún, señor. He descuidado mis negocios para asistiros en todo y creo que todavía puedo rendiros mejor favor si ponéis en práctica la idea que se me ha ocurrido esta mañana pensando en serviros mejor.

La astuta mirada del conde examinó cumplidamente a su consejero.

–Sentaos, amigo mío, y creed que sabré premiar vuestros desvelos.

Al decir esto señaló una banqueta que se hallaba a su derecha.

Montcusí fue consciente del honor recibido y de lo rápido que correría la noticia, ya que era raro que Ramón Berenguer invitara a sentarse en su presencia a alguien que no fuera de noble estirpe.

–Explicaos, mi buen Bernat.

–Ved, señor, que habéis recibido una importante cantidad de dinero, que debéis guardar a buen recaudo en tanto no lo destinéis a aquellos pagos que, tal como dijisteis, debéis cumplir.

–Lo que decís no es nada nuevo. Aquí, en palacio, no dudéis que estarán bien guardados.

–Es obvio, señor, pero en tanto cubrís vuestros compromisos estos dineros no os darán beneficio alguno.

–¿Qué proponéis? – preguntó, interesado, el conde.

–Veréis, señor, si procuráis demorar vuestros pagos al máximo y los maravedíes los depositáis en manos de los cambistas judíos. Ellos pueden dar intereses, cosa que cualquier buen cristiano tiene vetada.

Berenguer lo observó con curiosidad.

–¿Qué me decís de la seguridad?

–El sótano de su preboste, Baruj Benvenist, es conocido de sobra. Vuestra familia siempre lo ha usado. Os puedo asegurar que los dineros estarán más seguros allí que en palacio.

–¿Qué queréis decir?

–Que si ocurriera una desgracia como un incendio, por ejemplo, o cualquier otra adversidad, él y los suyos se hacen responsables de los capitales allí depositados.

–Me gusta vuestra idea.

–Pues aún hay más.

–Proseguid.

–En tanto, si conseguís demorar vuestros pagos durante un año, vuestro capital se irá incrementando de manera que cuando venza el plazo, se habrá acumulado una cifra descomunal que os dejará un buen remanente.

En los ojos del conde había aparecido un brillo de avaricia.

–Eso está muy bien, mi buen consejero.

–Todavía no he terminado.

–¿Qué otra cosa se os ocurre?

–Veréis, señor. El conocimiento que de vos tengan las ciudades del Mediterráneo redundará en beneficio de vuestra estirpe, pues cuantas más gentes conozcan la importancia de los Berenguer mayor será el prestigio de la casa de Barcelona.

La atención del conde, para la satisfacción del consejero, era absoluta.

–Y esto ¿cómo se consigue?

–¿No fue vuestro padre el que otorgó a los judíos el derecho de acuñar moneda?

–Ciertamente.

–Ordenad entonces que fundan los maravedíes del moro y obligadles a acuñar una moneda con vuestro perfil en un lado y el escudo de la ciudad en el otro. Vos no viajaréis por el mundo en persona, pero sí vuestra imagen, creando, allí donde os lleven las rutas del comercio, prosperidad y negocio. Por ello seréis bendecido y recordado como merecéis y vuestro prestigio alcanzará cimas insospechadas.

–Bernat, siempre os tuve por persona clarividente y sutil, versada en las cosas de los números, pero si esta idea cristaliza tal como apuntáis, considerad que habréis alcanzado un título de nobleza. Hora es ya que se acceda a ella por los caminos de la inteligencia y no de la guerra.

–Me abrumáis, señor.

–Poneos a ello con diligencia y sin pérdida de tiempo. Mientras tanto me ocuparé de demorar cuantos pagos pueda con la excusa de que estoy acuñando una moneda que celebre el acontecimiento.

–Así será. Y no dudéis que sacaré del judío un saneado rédito. Esos maravedíes os proporcionarán un suculento beneficio.

90

Los problemas de Baruj

LLa reunión se celebraba en casa de Benvenist, que aquel año había sido nombrado preboste de los cambistas, cargo que iba a conciliar con el de dayan del Call; había convocado a Martí y a Eudald para comunicarles algo de suma importancia.

En tanto aguardaban en el gabinete la llegada de su anfitrión, ambos conversaban sobre los temas que andaban en boca de las gentes y que de alguna manera les concernían.

–Y, como os decía, durante el camino la condesa Almodis me preguntó por vos y me ha encargado que os comunique que os quiere ver en palacio el viernes a mediodía -dijo Eudald, en un tono que no conseguía ocultar el orgullo que le inspiraba su protegido.

–Me asombra tal honor. No creo merecerlo. Además, nada tengo ahora entre manos que le concierna.

–En el tono que me lo dijo intuyo que es algo que os favorece. De cualquier manera, que la condesa llame a alguien en esa tesitura siempre es positivo. ¡Cuántos quisieran…!

–¿Me acompañaréis?

–Sin duda, allí estaré con vos.

Después de una pausa en la que Martí meditó unos instantes las ventajas de tener tan poderosa aliada, cambió de asunto.

–La ciudadanía está revuelta, Eudald. Las familias intuyen que está a punto de ocurrir algo que va a crear prosperidad en Barcelona. Mucha gente estuvo en las murallas y a nadie escapó que el moro se acercó bajo bandera blanca y asimismo que se retiró al día siguiente. Es vox pópuli que vino a rescatar a nuestro ilustre huésped y que el intercambio, que se produjo por la noche, no debió salirle de balde.

–Estáis en lo cierto. Ignoro la cantidad, pero es innegable que el sábado nuestro conde celebró el festivo acontecimiento anunciando que la expedición a Murcia había rendido pingües beneficios.

–De lo cual se deduce que…

–Para vos algo negativo: el consejero de finanzas ha aumentado sus cotas de poder. La otra noche el conde alzó su copa en su honor. El único que no acompañó el brindis es éste que os habla.

–¿Conocéis el motivo? – preguntó Martí.

–Parece ser, o por lo menos esto se murmura, que fue Montcusí quien llevó el peso de las negociaciones con Abenamar y que por lo tanto se ha cobrado la pieza.

Martí volvió a meditar unos instantes y su mente transitó por complicados vericuetos hasta llegar a la conclusión de que todo aquel que le ayudara se granjearía la inquina del consejero, y temió por su amigo.

–Me dijisteis que nadie acusó los días de vuestra ausencia cuando me acompañasteis a rescatar a Aixa.

–En las casas de los canónigos, que al fin y al cabo es lo que es la Pia Almoina, la alta política también se cultiva y se respeta la veteranía.

–Aclaradme los términos, por favor.

–Bien, todos conocen la dignidad que ocupo cerca de la condesa. Sus llamadas pueden ser a deshora. El obispo me exime hasta de los rezos nocturnos y no me pregunta si he de asistir a una recepción o si Almodis ha requerido confesión a altas horas de la noche, cosa que por otra parte ha ocurrido en alguna ocasión. A nuestro regreso, tras cambiar en vuestra casa mi hábito de guerrero por el de religioso, retorné a mi alojamiento y aún llegué a tiempo para el rezo de laudes de la tercera noche.

–Me alegro de que así fuera. No quisiera que asociaran el hecho del rescate de Aixa con vuestra persona. Bastantes sospechas despierta la amistad con la que me honráis.

–Sin embargo, ahora más que nunca temo por vos: el conde ha ensalzado a Montcusí públicamente, y si antes gozaba de una posición de preeminencia en la corte, ahora todavía ha ascendido más alto en la consideración del viejo. No os descuidéis, Martí: su ambición no tiene límites y ha demostrado ser un malvado, goza de gran predicamento y os puede dañar. Amén de que su prestigio de componendas de las finanzas se ha acrecentado entre la plebe que sospecha que la lluvia de maravedíes que va a caer sobre la ciudad, se debe en parte a él. Todos adecentan sus establecimientos intuyendo que algo de toda esta riqueza irá a parar a sus arcas. No olvidéis que en la reunión del sábado iban y venían los criados de palacio atendiendo a los invitados, y muchos de ellos tienen parienta y la que apoya la cabeza en la almohada de un hombre goza de gran influencia. Contad con que la noticia correrá de boca en boca entre las comadres e irá ganado en ponderaciones, y lo que ayer era cien hoy es mil y mañana diez mil. Tened cuidado, os repito.

–Mejor que se preocupe él. Yo no necesito más dinero, y en estos momentos ni siquiera me preocupa la amistad del conde, máxime teniendo la de la condesa.

–La juventud es osada, pero no debéis ignorar que un enfrentamiento con los poderosos siempre es muy aventurado y que un decreto o una nueva ley puede limitar vuestra actividad y reducirla a la nada. Procurad no saltaros el menor de los reglamentos; si os puede atrapar en algo, lo hará y si me permitís un consejo, no olvidéis que quien planea una venganza deberá preparar dos tumbas.

–Descuidad, Eudald, no temáis por mí. Ya no soy tan joven y sabré defenderme.

–Sois hijo de vuestro padre -dijo el padre Llobet con un suspiro-. Entrando en combate decía las mismas cosas.

En aquel instante se abrió la puerta del gabinete y Baruj Benvenist, tras cerrarla con sumo cuidado, se adelantó hacia sus amigos. Eudald y Martí se alzaron de sus respectivos asientos y tras los saludos de rigor se dispusieron cómodamente para lo que iba a ser una larga tarde.

El anciano cambista parecía haber envejecido diez años desde la marcha de Ruth.

–¿Cómo está mi hija, Martí?

–Ya os lo he dicho en mil ocasiones: nada debéis temer.

–No es por mí, Martí, a mí me sostienen mis creencias judías… Pero mi esposa Rivká, aunque es una auténtica Eshet Jáil*, sufre en silencio, todos los días, la ausencia de su pequeña.

–Comprendo la angustia de ambos al no gozar de su compañía, pero tened la certeza de que es feliz y de que a mi lado estará siempre segura. Veréis cómo llegará el día en que todas estas tradiciones se atenúen. Esta mañana la ha recogido su hermana y se han ido a la micvá de Sant Adrià, ya que a la del Call no puede asistir y en la Barcelona de los gentiles no se encuentran tales instalaciones.

–Son nuestras costumbres. La mujer debe purificarse después de estos días. Pero mejor hablemos de lo que nos concierne, ya que debo consultaros a ambos algo que ha ocurrido y que me preocupa.

–Somos todo oídos -apuntó Eudald.

El cambista se retiró la kippá y extrayendo del bolsillo de su túnica un pañuelo se lo pasó por la húmeda calva.

–Veréis, hermanos míos, debo ser prudente, ya que las decisiones que tome como preboste de los cambistas, cargo que ostento durante este año, pueden tener fuertes repercusiones en toda la comunidad.

Ambos interlocutores se dispusieron a escuchar atentamente las alegaciones de Baruj.

–Ayer tarde se presentó en mi casa el intendente de abastos acompañado de dos secretarios. Acudió en nombre del conde. Expresó algo que era más una orden que una petición.

Las miradas de ambos hombres indicaban la atención que ponían en el relato.

–El caso es que hemos de dejar mi sótano expedito al servicio de la casa de los Berenguer. En esta semana pondrán a nuestra disposición una cantidad inmensa de maravedíes, que son sin duda el beneficio del trato con el moro.

–¿No os decía que las noticias corren muy deprisa? – comentó el canónigo.

–¿Y en qué nos afecta el pacto al padre Llobet y a mí?

–Al padre Llobet en nada. Sí a vos, que habréis de retirar el cofre de vuestros depósitos, ya que el conde exige la total exclusividad del espacio.

–Y los otros que tienen allí sus caudales, ¿también deberán retirarlos?

–Por supuesto, pero además he convocado esta noche una reunión del muccademín para determinar cuál ha de ser el interés que deberemos ofrecer al conde por disponer durante un año sus dineros.

–No os preocupéis por mí. Mañana mismo acudiré con hombres de mi casa y me llevaré mis caudales.

–Aún hay más -prosiguió Baruj-. Sabéis que los judíos son los únicos autorizados para acuñar moneda. Pues bien, el conde quiere conmemorar la efeméride y nos ordena fundir los maravedíes y fabricar mancusos que lleven estampado en un lado el perfil de su rostro y en el otro, el escudo condal.

–Hay que reconocer que es buena medida para prestigiar su casa y el nombre de Barcelona -apostilló Eudald.

–Bien, es como decís, pero eso nos va a dar un trabajo extremadamente complejo: aparte de fundir las monedas y convertirlas en lingotes, habrá que hacer troqueles nuevos según el tamaño de la moneda. Habrá que hacer también matrices nuevas, y eso lleva tiempo.

–Que es lo que desea el conde para excusar sus pagos. Nadie se negará a algo que prestigie la ciudad, y como nosotros deberemos avalar sus pagarés ante los condes acreedores, todo redundará en su beneficio.

–Sin embargo, algo no me encaja. Sabéis el encono que siente el consejero por los de mi raza. La idea sin duda ha sido suya y nada puede venir de este hombre que sea bueno para mi pueblo.

–Si por ganar los favores de la casa de los Berenguer debe favoreceros, mal que le pese, así lo hará. Como comprenderéis, él no puede acuñar moneda: os necesita.

La tarde fue transcurriendo lentamente y el judío invitó a su mesa a sus amigos. Rivká se reunió con ellos. Baruj presidía la mesa y después de rezar el Ha Motz ordenó que se distribuyeran las viandas; Martí y Eudald degustaron aquella cena kosher con verdadera fruición y sin reparo alguno.

91

Las dos hermanas

EEn la pequeña y vecina población de Sant Adrià, a la orilla derecha del Besós, existían desde los tiempos de Roma unos pequeños baños escasamente frecuentados que estaban alimentados por aguas corrientes, condición indispensable para que cumplieran las normas prescritas en los libros sagrados de los hebreos relativas a la purificación de las mujeres. Así pues, los judíos los habían transformado, pagando al conde el canon preestablecido, a fin de adecuar su uso a tal fin, ya que los gentiles de las clases menos favorecidas eran poco dados a la higiene corporal. Ruth y Batsheva, que acompañaba a su hermana en aquella ocasión, allá se dirigían, pues la primera había terminado su ciclo púrpura y al no poder entrar en el Call de Barcelona, debía llevar a cabo la purificación descrita en la Torá Iban en un carruaje de la casa de Martí, tirado por dos mulas castañas y conducido por Mohamed, el hijo de Omar, que ya había cumplido los trece años. Las hermanas charlaban en el interior de la carreta desinhibidas y sin temor de que sus palabras llegaran a oídos del muchacho, cosa harto improbable ya que amén del traqueteo, el carromato tenía la banqueta del pescante instalada en el exterior, y el muchacho andaba muy entretenido en la conducción de las mulas.

–Batsheva, jamás entenderé ciertas leyes de nuestro pueblo.

–¿A qué leyes te refieres, Ruth?

–Por ejemplo, a la que me obliga a acudir a los baños a purificarme cuando terminan los días de la mancha roja.

Batsheva hizo un gesto de exasperación. Conocía la afición de su hermana a cuestionarlo todo.

–Y ¿qué es lo que no comprendes?

–¿No hizo Yahvé a la mujer?

–Ésa es nuestra fe.

–¿Crees entonces que Yahvé pudo hacer algo imperfecto?

–No.

–Entonces, ¿de qué mancha debo hoy lavarme si nada tenemos que ver las mujeres con lo que nos ocurre todos los meses?

Batsheva se sorprendió.

–Piensas demasiado, hermana. Deja eso para los ancianos que son los que interpretan el Pentateuco. Dedica tus afanes a las tareas que nos son más propias.

–No me conformo, hermana. No quiero ser como una acémila que no se cuestiona las órdenes que recibe.

–Deja las disquisiciones para los sabios. Ellos las discuten todos los días hasta la extenuación.

–Éste es el mal de nuestro pueblo: las mujeres no pensamos y los hombres se pasan la vida en vanos razonamientos que a nada conducen, para acabar sometidos al pueblo que nos acoge.

–En verdad, eres incorregible… Desbarras, Ruth. ¿No cambiarás nunca?

–Te quiero mucho, Batsheva, pero no me he de conformar con ser una sumisa esposa judía. Antes lo sospechaba y ahora lo sé con certeza. Fuera del Call existe otra vida infinitamente más apasionante, y ahora que la he conocido me niego a enclaustrarme de nuevo.

–Sé que siempre tuviste un gramo de locura, pero a esa locura deberé mi bien. Por tanto, bendita sea.

–¿Qué quieres decir? – se sorprendió Ruth.

–Tengo algo que contarte: esta semana acudirá a nuestra casa el casamentero de los Melamed a fin de concertar el matrimonio con nuestro padre.

Los ojos de Ruth se abrieron como platos.

–¡Cuánto me alegro por ti, Batsheva! De manera que el soso de Ishaí Melamed se ha decidido.

–Lo han nombrado chazan.* Eso le proporcionará un nuevo ingreso y ya podrá independizarse.

* Encargado de conducir los cantos en la sinagoga.

–Nada me debéis, muy al contrario, yo estoy en deuda con vosotros.

–Ahora la que nada entiende soy yo.

–Si la noche de Abenamar, entre aquella inmensa barahúnda no llegáis a soltar mi mano y no llego a perderos, jamás hubiera conocido la felicidad.

–¿De qué estás hablando?

–Hermana, amo a Martí Barbany con todas las fuerzas de mi corazón, y de momento me conformo con poder respirar el mismo aire que él el resto de mis días.

–Pero Ruth, siempre creí que esa fijación tuya era cosa de niña; él es cristiano y nuestra ley jamás te permitirá ni siquiera soñar con él.

–Si fuera necesario y tuviera la dicha de que reparara en mí, no me importaría hacerme de su religión y renegar de nuestra ley.

–Nuestro padre se moriría.

–No te preocupes: te he hecho una confidencia que no ha de ocurrir, tristemente para mí. Pero no lo dudes, seré de él o de nadie.

–La compasión de Yahvé caiga sobre ti y te ilumine.

El silbido de Mohamed deteniendo a las acémilas les indicó que habían llegado a su destino. Ambas muchachas descendieron de la galera y tras indicar al joven que las aguardara fuera, se introdujeron en la instalación. Era ésta una construcción de piedra compuesta de cuatro cuerpos, tres de ellos en tierra firme mientras que el cuarto tenía su mitad prácticamente introducida en las aguas del río Besós. Una mujer de mediana edad estaba al cargo del recinto. Las dos hermanas se acercaron al mostrador.

–Alabado sea Yahvé, Señor del universo.

–Alabado sea el Único y el Perfecto. ¿Qué se os ofrece?

–Venimos a la purificación.

–¿Ambas?

–No, solamente yo -dijo Ruth.

–¿Traéis lo necesario?

–Lo traigo.

Al decir esto último mostró Ruth una bolsa de lona en la que portaba los pomos con los aceites requeridos para el rito que marcaba el culto.

–Si gustáis, podéis aguardar en la sala adjunta -dijo la mujer dirigiéndose a Batsheva-. Y vos, seguidme.

–No te haré esperar mucho, hermana, enseguida termino.

Ruth siguió a la mujer y llegó a una estancia en una de cuyas esquinas había una jofaina alzada sobre patas de hierro; arrumbados a la pared había sendos bancos de piedra y sobre ellos una hilera de cuernos de venado invertidos podían utilizarse como perchas.

–Cuando hayáis terminado, tocad la campanilla y acudiré a buscaros, no vaya a ser que os encontréis a la salida con otra que venga a lo mismo y que se avergüence de verse en tal circunstancia. Ya sabéis que la ley exige practicar la ceremonia en solitario.

Tras este parlamento, la encargada se retiró silenciosamente cerrando tras de sí la gruesa puerta.

Ruth se quedó sola y pensativa. Se sentó en uno de los bancos y se desprendió de las sankas;* luego, ya descalza, se puso en pie y fue despojándose de la túnica, la almejía** y finalmente de la camisa y las calzas. Después de colgar todas las prendas en las perchas, tomó los aceites indispensables para la ceremonia y los dejó en el borde de la inmensa bañera de piedra excavada en la roca. Finalmente se introdujo en el agua corriente que entraba por un agujero y salía por otro. Pese a que ya era junio un escalofrío recorrió su cuerpo esbelto como un junco e hizo que los picos de sus senos se irguieran orgullosos cual rojas cerezas, y sin saber por qué su mente evocó las manos de Martí y el roce del agua le pareció una caricia.

* Chapines con suelas de madera para evitar la humedad

** Ropaje abierto por los laterales que se colocaba encima de la camisa y bajo la túnica y que las mujeres ricas sustituían por el pellote.

92

Marçal de Sant Jaume y Pedro Ramón

EEn el solemne salón de trofeos y armaduras del Palacio Condal tenía lugar una oscura reunión. En ocasiones singulares el lobo puede pactar con el zorro, si de matar ovejas se trata. Los conspiradores eran dos personajes de noble sangre aunque pocas gotas de auténtica nobleza corriera por sus venas. Ambos habían acudido al encuentro aguijoneados por un motivo común.

El primero era Pedro Ramón, hijo mayor del conde de Barcelona, el segundo Marçal de Sant Jaume, poderoso aristócrata y rehén durante meses del rey moro de Sevilla al-Mutamid. Ambos, instalados en un lejano rincón de la estancia junto a una de las ventanas por la que entraban los últimos rayos del sol de junio, comentaban y se consolaban mutuamente de sus desdichas.

–Harto estoy de aguantar impertinencias y creedme si os digo que un día me habrán de hallar con mal cuerpo y ese día puede ocurrir cualquier cosa.

El que así hablaba era Pedro Ramón.

–Y eso lo decís vos, que habéis podido dedicar este último año a lo que os ha convenido. Imaginaos que sin comerlo ni beberlo os halláis rehén de un infiel que os coarta vuestra libertad. Me han utilizado como moneda de cambio y a mi regreso, y ante toda la corte, ni siquiera he sido nombrado en el capítulo de gratitudes.

–Tened paciencia. En esta corte manda una ramera que tiene sorbido el seso a mi padre.

–¿Paciencia, decís? Mi oscuro sacrificio en nada me ha favorecido, pero en cambio ha rentado un montón de maravedíes a las arcas condales. Pues bien, la otra noche ni siquiera fui mencionado.

–No os quejéis: a mí ni se me invitó. Imagino que caí en desgracia la noche del intercambio. Mi padre está viejo y permitió que el moro le faltara al respeto ante toda la legación, y porque le aconsejé delante de todos que tratara al infiel como debía, fui reprendido en público y vejado. Esto es lo único que he sacado de todo el negocio.

–¿Ya sabéis lo que se murmura? – dijo Marçal de Sant Jaume, después de una pausa.

–Tantas cosas… ¿A cuál os referís?

–Al reparto de beneficios.

–Imagino que servirán para pagar las soldadas de la hueste y saldar las deudas adquiridas con los condes que acompañaron a mi padre a la aventura.

–Y a regalías para la condesa, que ha sacado para sus caprichos una suma desorbitada.

La mirada de Pedro Ramón se ensombreció.

–¿Quién os ha dicho eso?

–Es vox pópuli. Ese enano entrometido que le sirve a la vez de bufón y de nigromante va propalando la buena nueva por palacio, y presumiendo de las calzas nuevas y de la túnica que ha sacado él de la aventura.

–Y yo, el primogénito, hambreando acá y acullá unas monedas para cumplir con los compromisos a los que me obliga el mantenimiento de mis derechos.

–¿A qué compromisos os referís?

–A los de ganar devotos para mi causa. ¿Acaso creéis que los futuros cortesanos son gratuitos? Sin ir más lejos, el otro día, el consejero de abastos, Bernat Montcusí, rompió una lanza en mi favor. Esos gestos cuestan sinecuras y mercedes, y todo se resume en buenos dineros. Mi manera de recaudar no consiste precisamente en abrirme de piernas, que es lo que hace la condesa para obtener prebendas para su gemelo preferido, al que sin duda pretende exaltar a costa de mis derechos.

–Tenéis mucho tiempo: todavía es pequeño.

–Hay que ocuparse ahora de él. Luego crecerá y puede volverse peligroso.

–Pues cuando llegue el momento, contad con un incondicional más, eso sin pedir nada a cambio. Creo que los conocimientos adquiridos durante este largo tiempo sobre las maneras de hacer de los infieles os pueden rendir grandes servicios.

–No dudéis que sabré compensaros por vuestra fidelidad, pero antes debo reclamar mis derechos. ¿Sabéis el montante que ha sacado la ramera a mi padre?

–Se habla de quinientos maravedíes.

Por la tarde, un malhumorado Pedro Ramón accedía a las estancias privadas de la condesa sin dar tiempo a ser anunciado.

Almodis estaba acompañada por tres de sus damas; la primera de ellas, Lionor, jugaba con las pequeñas Inés y Sancha, y en su pequeño escabel, hueco como un pavo real, ataviado con su túnica nueva, estaba Delfín, que en aquel momento leía en voz alta para deleite de todos una novela bizantina. Al abrirse la puerta violentamente, las llamas de los candiles y candelabros que iluminaban la estancia parpadearon haciendo que la luz vacilase.

El exaltado joven avanzó hasta situarse a menos de tres pasos del pequeño trono y bruscamente espetó:

–¿Cuál ha sido el precio que le habéis sacado a mi padre en esta ocasión?

–Buenas noches, Pedro. ¿A qué debo el gusto de vuestra visita? – replicó la condesa, que pretendía dar al primogénito de su marido una lección de modales ante todos sus fieles.

–Dejaos de vacuas ceremonias. Vos y yo lo tenemos todo hablado.

Almodis se negó a dejarse provocar y ordenó a sus damas que se retiraran llevándose a las pequeñas. Cuando iban a hacerlo Lionor y Delfín, la condesa dijo en voz alta:

–Vosotros quedaos, necesito que alguien sea testigo de lo que aquí ocurra. No vaya a ser que este desconsiderado acuda después a su padre aduciendo palabras que aquí no se hayan pronunciado. No sería la primera vez.

–Me ponéis a la altura de vuestros sirvientes, pero no importa: ya estoy acostumbrado a vuestras desconsideraciones y desplantes. Mis quejas son tan numerosas como las estrellas de los cielos y vuestros ultrajes tan abundantes como las mismas. Lo que tengo que deciros está en boca de todo el personal de palacio, por tanto no importa que vuestros criados estén presentes. Imagino que la correveidile que os trajisteis de Francia y el aborto que entretiene vuestras veladas estarán al cabo de la calle de todo lo que se rumorea en las cocinas.

Lionor y Delfín habían ocupado sus respectivos lugares y, sin dejar de mirar a su ama, escuchaban, boquiabiertos, las venenosas invectivas que aquella boca iba lanzando contra ellos.

–Todo el mundo conoce vuestro talante y a nadie escarnecen vuestros sarcasmos -respondió Almodis-. Ya sabéis que no ofende quien quiere sino quien puede. Acabemos de una vez. ¿Qué es lo que os ha movido, en esta ocasión, a entrar en mis aposentos sin llamar y sin haber sido convocado?

Cuando los nervios le acuciaban, Pedro Ramón bizqueaba notoriamente.

–El verme una vez más postergado y humillado ante toda la corte.

–No entiendo adonde queréis ir a parar. Nada ha dependido de mí y en todo caso deberéis reclamar a vuestro padre, que es sin duda el ofendido por vuestro comportamiento en la jornada del rescate, según me han informado.

–Os han informado mal. Nada hice en mi provecho. Confundís la dignidad de la defensa de los intereses del condado, que me impulsó a impedir la humillación de nuestro estandarte, con mezquinos intereses personales.

–Suponiendo que las razones que alegáis sean como decís, las perdisteis en la forma que empleasteis.

–Señora, es muy fácil juzgar unos hechos desde la tranquilidad de vuestros aposentos. La situación no era ésta. La tensión embargaba a todos los componentes de la legación y fue entonces, en aquel momento, cuando había que preservar la reputación del condado. Además, no sé por qué intento explicaros situaciones de guerra: sois una mujer con las limitaciones que esta condición comporta, y no he venido a eso.

Almodis se iba hartando de la situación y no estaba dispuesta a tolerar más impertinencias.

–Esta mujer, a la que tratáis con tanto descomedimiento, ha aportado ya a Barcelona más ventajas de las que aportaréis vos en toda vuestra vida.

–Sobre todo si se me margina totalmente y se intenta cercenar mis derechos.

–Todavía no ha llegado el momento de ejercerlos, suponiendo que vuestra conducta no lo impida.

–Eso es lo que procuráis lograr desde que habéis entrado en la vida de esta familia.

–Bien, acabemos con esta bufonada. ¿Qué pretendéis en esta ocasión?

–Tengo entendido que mi padre, el conde, ha tenido a bien pagaros no sé qué servicios aunque lo sospecho. Bien, creo que puede hacer lo que quiera con sus dineros, pero no con los míos. Por tanto os requiero que me devolváis la parte que me corresponde.

La condesa meditó profundamente su respuesta.

–Lo que vuestro padre pueda hacer con sus dineros, como decís, no es de mi incumbencia y si ha tenido a bien considerar mis desvelos por todo lo que he hecho y hago por el condado, a él deberéis reclamar. En cuanto a mí, todo lo que puedo hacer por vos es dar orden de incluiros en la lista de mis menesterosos que reciben, cada mediodía, la sopa de los pobres en las puertas de la seo, puesto que lo que sois es un pobre de espíritu. Ahora, si no tenéis nada más que decirme, os ruego que me dejéis con las gentes que me proporcionan invariablemente mejores ratos que los que gozo cada vez que venís a decirme algo.

Delfín tuvo la desgracia de encontrarse en medio del paso cuando Pedro Ramón, rojo de ira, abandonó la estancia. El pequeño bufón acompañado por su diminuto escabel cayó al suelo a causa de la brutal patada que le propinó el irritado príncipe.

93

Viernes a mediodía

EEl viernes, cuando el volteo de las campanas anunciaba el Ángelus, un nervioso Martí Barbany acompañado del confesor de la condesa traspasaba las puertas del Palacio Condal invitado por Almodis. Eudald Llobet, que conocía el motivo de la cita, sonreía para sus adentros, ponderando la inmensa alegría que la nueva iba a proporcionar a su protegido. En tanto ascendían la escalinata de palacio, el buen clérigo meditaba sobre la gran diferencia que mediaba entre el jovencito que fue a su encuentro seis años atrás, y el hombre pleno y maduro que le acompañaba en aquella señalada ocasión. La diligencia, el incansable esfuerzo, la tenacidad, y por qué no decirlo, su buena estrella, habían catapultado a Martí hasta las cimas alcanzadas hasta aquel momento en los negocios. Sin embargo, en lo relativo a lo personal, la vida había sido dura en verdad con él. Martí mantenía el negro en sus ropajes desde la muerte de Laia y el cruel recuerdo de la terrible escena presenciaba sus insomnios.

–¿Tenéis idea del porqué de esta cita? – indagó Martí mientras avanzaban por los pasillos precedidos por un mayordomo de cámara.

–Lo desconozco, pero mi intuición basada en mis experiencias en palacio me avisa de que es para algo positivo.

–Dios lo quiera. Pero temo a esta gente. Son como el sol: hay que respetar siempre las distancias. Lejos de ellos te hielas y demasiado cerca te abrasas. En la corte es mejor pasar inadvertido.

–Vuestro aforismo no es del todo cierto. Yo mismo frecuento los aposentos de la condesa y vedme, tranquilo y relajado.

–Sin duda sois la excepción que confirma la regla.

En ésas andaban cuando se encontraron frente a las puertas que daban paso a los aposentos privados de Almodis.

El ujier de servicio, al ver al sacerdote que tenía paso franco a todas horas en palacio, abrió la puerta sin previo anuncio denotando con el gesto la alta consideración que merecía el eclesiástico entre todos aquellos que rendían servicio a la condesa.

Eudald Llobet se adelantó seguido de Martí. El hecho era el común de todos los días. Las visitas íntimas de Almodis se hacían sin tener en cuenta el rígido protocolo de palacio. Su primera dama, doña Lionor, doña Brígida y doña Bárbara, Delfín y un perro de aguas reciente regalo de su esposo iban a ser testigos de la escena.

Eudald se dirigió a la condesa desde el quicio de la entrada.

–Con vuestra venia, señora.

Almodis, dejando a un lado la labor que estaba haciendo, sonrió amablemente.

–Adelante, mi buen amigo. Vuestra presencia siempre es augurio de unos momentos amables. Veo que venís acompañado de una de las pocas personas de esta ciudad con las que me hallo en deuda.

Ambos hombres inclinaron la rodilla al llegar al escalón que antecedía al trono.

Nervioso, aunque sin embargo espontáneo, Martí no pudo impedir el responder al halago de la señora.

–Señora, el deudor siempre seré yo.

A Almodis le sorprendió el desparpajo de aquel vasallo.

–En este caso no es así. Una cualidad indispensable para un gobernante es recordar las promesas que hace a sus súbditos, y desde luego cumplirlas.

Martí se mantuvo expectante.

–¿Recordáis la promesa que os hice cuando la llegada del embajador del rey de Sevilla?

–Ciertamente, señora. Pero no fue un compromiso: más bien me lo tomé como una expresión de alegría ante la esperanza de que la ciudad mostrara un aspecto solemne y novedoso.

–Pues fue una promesa que tras los informes recibidos he decidido ampliar, y lamento que haya transcurrido tanto tiempo. Las responsabilidades del conde, mi esposo, y la campaña de Murcia han retrasado en demasía este momento tan trascendente.

Aquí, como avezada estadista, hizo una pausa para dilatar el efecto, y después de captar la atención de ambos visitantes, prosiguió:

–He recabado referencias exhaustivas sobre vos y debo decir, si trato de ser justa, que jamás recibí tanto elogio sobre una persona. Dicho lo cual procedo a declararos a pleno derecho ciudadano de Barcelona, con todo lo que este título conlleva.

–Señora, yo…

–¿No os ha indicado vuestro mentor, que está avezado en las costumbres palaciegas, que no es correcto interrumpir a la condesa? Bien, dada vuestra bisoñez en estos avatares, no os lo voy a tomar en cuenta. Prosigo: habiendo requerido de la generosidad del conde un gesto que subrayara este acontecimiento, os hago entrega en este instante de la condecoración que avala vuestro nuevo estatus, y además, aunque me consta que precisamente a vos no os hace falta, os entrego un saquito de monedas para que las repartáis en mi nombre entre los servidores de vuestra casa, para que celebren también vuestra buena estrella. El padre Llobet os informará de las ventajas que habéis obtenido desde este momento.

La condesa dio una breve palmada y compareció al punto un paje portando sobre un almohadón carmesí una medalla de oro y esmalte pendiente de una cinta de seda con las cuatro barras amarillas y rojas, y a su lado un saquito de terciopelo carmesí en el que figuraba bordado el escudo condal.

–Venid, acercaos.

Un asombrado Martí, empujado por el codo del canónigo, se acercó al estrado inclinando la cabeza.

Almodis, con gesto solemne, pasó la cinta alrededor de su cabeza y le hizo entrega del saquito.

Un orgulloso Martí retrocedió hasta la altura del sacerdote y apenas osó decir:

–Señora, todo esto es inmerecido.

–Pues haced por merecerlo, porque espero de vos grandes cosas.

Un orondo Llobet y un asombrado Barbany se retiraron despacio sin dar la espalda a la condesa. Ya en el pasillo, Martí preguntó a su amigo:

–¿Vos sabíais algo de todo esto?

El canónigo, socarrón, aclaró:

–La Iglesia siempre debe estar informada. Pero retiraos la condecoración y ved su reverso.

Martí hizo lo que le indicaba su amigo y dando la vuelta a la medalla leyó:

A Martí Barbany, que ha dado a la ciudad una nueva luz para alegría de sus habitantes y admiración de los extraños.

Almodis de la Marca, que espera todavía de él más grandes prodigios.

Al leerlo, Martí no pudo evitar pensar en lo mucho que habría deseado vivir este momento años antes y un escalofrío le enturbió la mirada.

94

Baruj y Montcusí

EEn la antesala del consejero de abastos, tres personajes destacaban entre la abigarrada clientela que aguardaba pacientemente ser recibida. Todos los presentes conocían la prevención con que Bernat Montcusí trataba a los componentes del Call y lo poco que le agradaba recibir judíos en el tiempo que destinaba a los ciudadanos de Barcelona. Las ceñidas túnicas, los picudos gorros y los ornados borceguíes llamaban poderosamente la atención. En uno de los bancos del fondo, Baruj Benvenist, dayan del Call, Eleazar Bensahadon, que hasta el año anterior había ejercido como preboste de los cambistas, y Asher, tesorero de los mismos, cuchicheaban quedamente en tanto aguardaban nerviosos y expectantes a ser recibidos por el poderoso personaje.

Eleazar Bensahadon interrogaba al tesorero.

–Y ¿cuándo os han dado cuenta de la calamidad?

–Ayer por la noche me enviaron desde la fundición recado del desastre y sin pérdida de tiempo fui en busca de Baruj. Era ya tiempo de queda y las puertas del Call estaban a punto de cerrarse, el mensajero tuvo que dormir en mi casa.

La voz del ujier sonó poderosa, convocando a la embajada judía.

Los tres hombres se levantaron y, seguidos por el murmullo de los presentes, se adentraron en el artesonado pasillo que conducía a las dependencias del consejero de abastos.

Conrad Brufau, que como buen secretario conocía la animadversión que las gentes de aquella raza provocaban en su jefe, los trató adustamente, como si el asunto fuera de su incumbencia.

–Sus mercedes han acudido con urgencias intempestivas y sin ser citados. Esperemos que el argumento tenga el fuste que decís. De no ser así temo traiga malas consecuencias. Descubríos, y aguardad, voy a consultar si podéis pasar ahora.

Los tres judíos dejaron sus picudos sombreros en un banco y aguardaron nerviosos y cariacontecidos a que el consejero diera su venia.

Al poco regresó el secretario comunicándoles que su señor, Bernat Montcusí, les aguardaba.

Baruj, Eleazar y Asher, por este orden, fueron introducidos en el soberbio despacho del poderoso personaje, y permanecieron junto a la puerta, respetuosos y expectantes. Montcusí les esperaba sentado detrás de su escritorio, fingiendo leer un inacabable pergamino. Súbitamente alzó el rostro, como si en aquel momento se diera cuenta de que alguien aguardaba, y comentó con un falso engolamiento:

–Pero pasen sus señorías… No os quedéis ahí como criados.

Los tres hombres avanzaron, y a una indicación del consejero dejaron sus capas sobre el brazo de sus respectivos asientos y se sentaron.

–Y bien, señorías, ¿qué urgente negocio me ha obligado a recibiros fuera de tiempo y de lugar?

Baruj Benvenist, sereno y comedido, tomó la palabra.

–Excelencia, un incidente muy enojoso para nosotros nos ha obligado a importunaros en momentos, como decís, inconvenientes. De no ser algo tan delicado, sabed que conocemos nuestro lugar y lo escaso de vuestro tiempo.

–Entonces no me obliguéis a perderlo en futilidades, e id al grano.

–Está bien, excelencia. El caso es que cumpliendo con vuestro encargo nos dispusimos a fundir los maravedíes del reino de Sevilla para convertirlos en mancusos catalanes con la efigie de nuestro conde en una de las caras y en la otra las armas del escudo de Barcelona.

–¿Y?

Prosiguió Bensahadon:

–Para ello tomamos del sótano de don Baruj todas las sacas y en una galera vigilada por nuestros mejores hombres, las condujimos a una fundición.

El rostro del consejero iba adquiriendo un tinte blanquecino.

–Proseguid.

Otra vez habló Baruj.

–Como no ignoráis, para poder estampar moneda nueva, lo primero es fabricar la materia prima necesaria para el trabajo. Para ello necesitamos fundir los maravedíes en un horno, separar el oro puro y mezclarlo con la necesaria plata para conseguir granalla, ya que si no las monedas resultantes serían en extremo maleables y no servirían para el uso a que está destinado el circulante.

–Y bien, ¿qué problema halláis en ello?

–Veréis, excelencia: al volcar las sacas en el horno vimos que era tan escaso el oro que recubría los maravedíes y tan abundantes los metales que constituían su esencia que es imposible destinarlo al uso que nos habéis encomendado.

–Escoria de plomo y cobre -añadió Asher.

Un silencio ominoso se abatió sobre la estancia.

–¿Me estáis diciendo que los maravedíes no valen?

–Son falsos, excelencia.

Bernat Montcusí abandonó el refugio de su macizo escritorio y comenzó a medir la estancia a grandes zancadas. Súbitamente se detuvo junto al inmenso reloj de arena y se encaró con Baruj.

–Creí que vuestro sótano era el lugar más seguro del condado.

–Y lo es, excelencia.

–¿Y me decís que los hombres que condujeron los maravedíes hasta el horno son de toda confianza?

–Lo son, excelencia. El tesorero acompañó la expedición y no hubo novedad remarcable.

–Y los hombres que manejan el horno, ¿también son de fiar?

–Pondría por ellos la mano en el fuego.

–Entonces, ¿dónde sospecháis que se produjo el cambio?

Los judíos se removieron inquietos en sus asientos.

–¿De qué cambio habláis, excelencia?

–Es evidente que en algún instante se produjo la permuta.

–Excelencia, ¿no insinuaréis que el hecho es responsabilidad nuestra?

–¿Tal vez vos insinuáis que la moneda que os entregué y que vos admitisteis no era de ley?

–Excelencia, nos dijisteis que el cobro del rescate se hizo de noche cuando ya la luna estaba muy alzada. ¿No es extraño que el infiel os quisiera pagar aquella misma noche y no, como se suele, al día siguiente? ¿No intuís que quizá quisiera aprovechar la oscuridad para sorprenderos en vuestra buena fe y de esta forma estafaros tan cuantiosa suma?

–¿No es menos cierto que los doctos prebostes de los cambistas admitisteis la moneda como buena y firmasteis los recibos pertinentes? ¿O es que intentáis sugerir que fui engañado por el moro perjudicando con mi incuria a mi señor?

–Nosotros, excelencia, nada sugerimos ni nada pretendemos ocultar, pero lo que es inapelable es que los maravedíes son falsos.

–Alguien habrá de responder de este desafuero.

La voz del consejero sonó, a oídos de los tres judíos, como el silbido de un áspid.

95

El chivo expiatorio

LLos maravedíes fundidos denunciaban que el astuto moro había engañado al conde. De no mediar un milagro las pérdidas iban a ser ruinosas, pues Ramón Berenguer debería atender a sus aliados con su propio peculio; su prestigio y su buen nombre era más importante que la riqueza y la pobreza.

Montcusí se presentó en el Palacio Condal sin dilación, dispuesto a lidiar con aquella incomodísima situación. Su crédito peligraba y debería jugar diestramente sus cartas si quería conseguir que, de nuevo, aquellas cañas se tornaran lanzas.

Precedido por uno de los ujieres de cámara fue atravesando los pasillos que tan bien conocía.

Cuando hubo llegado a la gran puerta, el capitán de la guardia, tras rogarle que aguardara un momento, se introdujo en la cámara para demandar al senescal la venia para el consejero de abastos. Apenas unos instantes después salió el hombre anunciándole que tenía el paso franco.

Bernat Montcusí, con un mohín compungido y descubierta la testa, avanzó por la larga alfombra hasta llegar al pie del estrado que sostenía el adoselado trono.

Ramón Berenguer, que en aquellos momentos estaba despachando con dos de sus prohomes de confianza y con el senescal Gualbert Amat, le saludó afablemente rememorando sin duda los beneficios que la astucia de su consejero económico le había granjeado.

–¿Qué buena nueva os trae por aquí a esta hora y sin previo aviso?

–Me temo, señor, que en esta ocasión soy portador de malas noticias.

El rostro del conde cambió de expresión.

–Hablad, mi buen amigo. Lo único irremediable es la muerte y a esta mala embajadora todavía pretendemos hacerla esperar.

–Señor, a veces las circunstancias nos procuran enojosas situaciones que nos perjudican seriamente. No son la muerte, pero nos entorpecen la vida.

–Decid, Bernat, que todo tiene remedio.

–Obedeceré, señor, pero el asunto requiere de la máxima discreción, no por mí sino por el bien del condado.

–¿Insinuáis que debo despedir a hombres de mi absoluta confianza?

–Creo que cuantos menos oídos escuchen lo que tengo que deciros, el secreto quedará a mejor recaudo.

Ahora la expresión del conde había cambiado absolutamente.

–Os haré responsable del desaire si no quedo satisfecho de vuestra explicación.

Y añadió a continuación:

–Senescal, señores, si tenéis la amabilidad de aguardar en la antecámara, en cuanto haya terminado con tan grave asunto os requeriré de nuevo.

Los dos componentes de la Curia Comitis abandonaron la estancia precedidos por el senescal y cuando las puertas se cerraron, el tono de voz que empleó Ramón Berenguer se había tornado serio y distante.

–Está bien. Tomad asiento y decidme ahora qué cuestión me ha obligado a desairar a mis hombres de confianza.

Montcusí se sentó en una banqueta a la diestra del conde y comenzó a desgranar su relato. El soberano le escuchaba atentamente. La explicación se alargó un buen rato.

–De manera, señor, que amparado en la prisa y en la oscuridad, el astuto moro nos endilgó una moneda perfectamente acuñada de una paupérrima aleación de oro de tan baja ley que es imposible fundirla para acuñar nueva moneda.

–¿Y cómo nadie se dio cuenta?

–Os repito, señor, era tan grande la prisa por acabar con el asunto y era tan perfecta la falsificación que nadie pudo sospechar. Tened en cuenta que sus forjas son famosas y los mancusos jafaríes y sargentianos son muy apreciados y de uso común.

El conde se acarició la barbilla despacio.

–Si no damos con la fórmula para aliviar el daño, el quebranto de nuestras arcas puede ser espeluznante.

Bernat esperaba la reacción de su señor para intentar hacer méritos que restablecieran en parte su perdido crédito y le devolvieran su papel de salvador.

–Se me ocurre que tal vez haya un medio, y es por ello por lo que os he indicado que sería mejor quedarnos solos.

–Os escucho, Bernat.

–Hagamos por un momento la composición de lugar. Si propongo algo que no os parezca bien, hacédmelo saber, señor.

El conde asintió y el astuto Montcusí esbozó su plan.

–Está claro que, amén de recobrar los dineros, debemos poner a salvo la honorabilidad del condado y el prestigio de la casa de Barcelona.

–No os detengáis, os lo ruego.

Bernat percibió que volvía a dominar la situación.

–El moro nos hizo morder el anzuelo y nos dio gato por liebre. Bien, pero eso está por demostrar. Los judíos son los auténticos entendidos en la acuñación de moneda, ya que vuestro abuelo les concedió tal privilegio.

–¿Adónde queréis ir a parar?

–Los cambistas judíos aceptaron los maravedíes como buenos y os dieron un recibo, pactando además un interés.

–¿Y bien?

–Ellos son los únicos que han podido manejar los dineros, ellos los han fundido y ellos son los que dicen ahora, cuando hace ya más de una quincena que están en su poder, que la moneda es falsa.

A Ramón comenzaron a brillarle las pupilas.

–¿Me seguís? – murmuró el astuto consejero.

–Creo que voy captando vuestra idea.

–Es fácil -dijo Bernat, adoptando un tono más firme-: no vais a aceptar sus excusas. Los maravedíes que entregasteis eran de buena ley, lo atestigua vuestro recibo, y si alguien ha dado el cambio, es su problema, no el vuestro.

–Bernat, siempre supe que erais una eminencia para los números y ahora lo ratifico.

–Hay más, señor.

–¿Todavía?

–Haremos correr el bulo entre las gentes de que los hebreos han intentado defraudar al condado perjudicando los negocios de sus moradores. Cuanto más ocupados estén vuestros súbditos con los judíos, cosa que por otra parte siempre ha constituido su mejor entretenimiento, menos tiempo tendrán para protestar de otras cosas.

–¿Y entonces?

–Reclamaréis el pago del dinero y de los intereses. Ellos se verán obligados a responder del desafuero y de la pretendida estafa y pagarán durante años la codicia de sus dirigentes. Como comprenderéis, entre la disyuntiva de elegir entre su conde y los odiados judíos, el pueblo optará por vos y todo castigo les parecerá poco.

–Si salimos de ésta con bien, Barcelona estará en deuda con vos, amigo mío; sin embargo, me asalta una duda. No quisiera que las gentes del Call se indispusieran con su conde: son unos súbditos harto rentables.

–No lo harán, les gusta demasiado el comercio y que los dejen vivir en paz, y en Barcelona lo han conseguido. Se embarcarán en interminables disquisiciones, como suelen hacer, y finalmente culparán a aquel o aquellos a los que atribuyan su ruina. Tened en cuenta, además, que jamás se ha sublevado ni una sola comunidad de ninguna de las juderías de Castilla: son dóciles como corderos y están acostumbrados a huir desde tiempos de Tito.

–¿Y a quién creéis que endosarán la culpa?

–Al mismo que vamos a acusar: a Baruj Benvenist, dayan del Call. Es el judío de más prestigio. Si cercenáis la cabeza de la serpiente, se acabará el problema.

–¿Qué alegaréis para articular toda la operación?

–Señor, en el Liber judiciorum y ahora en vuestros Usatges está perfectamente legislado que «el cambista que no pudiera cumplir con sus compromisos será colgado frente a su mesa de cambio». Pues bien, ¿qué horca no merecerá aquel que con malas artes ha querido engañar a su conde?

Ramón Berenguer no se lo pensó dos veces.

–Poned en marcha el plan.

–Señor, os aconsejo que actuemos con tiento. No conviene pecar de premura ni que parezca que no se han guardado todas las garantías de la ley. Dadles tiempo, bueno es que se confíen y crean que habéis asumido la pérdida.

–Sed discreto, Bernat -rogó el conde.

–Señor, recordad que he sido yo el que os ha propuesto que mantuviéramos esta conversación sin testigos incómodos.

–Id a vuestros negocios y sabed que vuestro conde, si sale con bien de este mal paso, se hallará en deuda con vos.

Montcusí intentó inclinar sus adiposidades con algo parecido a una reverencia y se retiró de la estancia con más libras de peso de las que tenía a la entrada, seguro de haber restaurado su buen nombre.

La suerte estaba echada. Baruj Benvenist iba a ser el chivo expiatorio de aquel mal paso, y los judíos iban a ser, como siempre, los grandes culpables de aquel fiasco.