14

El mercado de esclavos

Barcelona, mayo de 1052

D

Después de cumplir con todos los requisitos exigidos a fin de guardar su recién adquirida fortuna, Martí se dirigió al mercado de esclavos decidido a aprovechar el trayecto en compañía de su amigo judío para ir adquiriendo conocimientos sobre cómo y cuándo invertir sus dineros.

Salieron de la ciudad abandonando el Call por el portal de Castellnou, y después de dejar atrás la muralla dirigieron sus pasos al llano de la Boquería, atravesando un puente de madera tendido sobre la ancha riera que se anegaba cuando el agua bajaba de las montañas hasta embalsarse en el Cagalell, cuyos olores en la canícula eran insoportables. Allí era donde se desarrollaba la compra y venta de esclavos, traídos tanto desde las fronteras de la Marca cerca del gran río Ebro como de los aledaños de la playa en la falda de Montjuïc, donde, desde tiempo inmemorial, las naves que poblaban el Mare Nostrum descargaban sus mercaderías, que en muchas ocasiones se componían de carne humana recogida en todos los puertos del Mediterráneo, desde Constantinopla hasta las Columnas de Hércules.

La curiosidad de Martí era inagotable, y el judío, satisfecho del interés del joven, daba cabal respuesta a cuanto le cuestionaba.

–Veréis, no hay buenos ni malos negocios, son las personas que los regentan las que los hacen buenos o malos. Si tenéis paciencia y los ojos bien abiertos, os daréis cuenta de que existen dos maneras de mercadear: aquellas que requieren la presencia continua del amo y aquellas otras coyunturas que se presentan esporádicamente y que vuestra visión u osadía os llevarán a aprovechar.

–Decidme, Baruj, ¿por qué no hacéis los judíos los negocios que con tanto tino aconsejáis a los demás?

–La respuesta es muy fácil: porque no nos lo permite la ley. Los de mi raza únicamente pueden llevar a cabo aquellas transacciones y oficios que están estipulados. Si ya de esta manera la envidia, que es hija de la ineptitud y de la malquerencia de los mediocres, hace que cada tanto las aguas se desborden y tengamos que recluirnos en nuestros calls, imaginaos qué sucedería si entráramos en competencia con los cristianos. No, querido amigo, la vida es un bien demasiado hermoso para evaluarla en más o menos riquezas. Los de mi raza nos limitamos a los negocios que nos están autorizados, y esa venia nos cuesta buenos dineros.

En estos trajines andaban cuando a lo lejos apareció el arco que limitaba la puerta del mercado de esclavos. A medida que se acercaban, el asombro afloraba a los ojos del recién llegado. Jamás, ni en la más importante de las ferias de Gerona a las que había concurrido Martí, llevando la cosecha de sus tierras, había podido ver la cantidad de carros, carretas y caballerías que pululaban por los alrededores de aquel inmenso mercado. Los gritos de los carreteros abriéndose paso, las imprecaciones de los guardias, algún denuesto de los postillones o el restallar del látigo de los cómitres que iban al cargo de los carros galera, llenaban el aire. Martí se fijó en estos últimos particularmente. Tirados por troncos de cuatro acémilas avanzaban lentamente, mecidos por los desgarrados lamentos de los desdichados esclavos, que estaban sobre las inmensas plataformas, con grandes jaulas de madera de gruesos barrotes donde se hacinaban. En cada una de ellas lucían pintados los colores distintivos de los propietarios que regentaban aquellos negocios y que se correspondían con los que también ornaban los ergástulos del fondo, donde se descargaba ordenadamente la atormentada mercadería.

Más o menos en el centro del espacio se alzaba, a modo de patíbulo, una gran tarima elevada sobre unos caballetes de roble, con un faldón de verde y ajado terciopelo que circundaba su estructura y cubría sus patas. En el centro de la misma se veía un poste de hierro del que pendían multitud de argollas, y, arrancando de la parte posterior del tablazón, un pasadizo enjaretado cubierto, también de barrotes, que unía el tablado con las mazmorras. Al ver la mirada inquisidora que Martí dirigía al mástil, Baruj aclaró:

–Es para sujetar a los esclavos con cadenas. Los hay muy levantiscos. Pensad que en su tierra eran hombres libres y hasta que aceptan su nueva condición acostumbran a provocar conflictos.

Alrededor de la tarima y tras unas livianas vallas de madera se iban concentrando los postores de la subasta; en el perímetro exterior del espacio se veía alguna que otra carreta de macizas ruedas y cerrada estructura tirada por caballerías de más empaque, con las cortinillas de cuero o gruesa tela echadas porque su propietario prefería no someterse a la mirada del populacho, y alguna que otra silla de manos. Una en particular llamó la atención de Martí: era de un lujo extremado, los porteadores eran negros de grácil musculatura y grandes proporciones, y su dorada cabina tachonada de florones verdinegros tenía echadas las cortinillas.

–¿A quién pertenece ese palanquín? – indagó Martí.

–Los colores son los de los Montcusí. El patriarca Bernat es uno de los hombres más influyentes de la ciudad y, ¿por qué no decirlo?, de los más malcarados. No es un noble feudal, pertenece a la clase de los ciudadanos, pero ved si es importante que, sin ser de noble cuna, es desde hace ya tiempo uno de los consejeros preferidos del conde y el encargado de las tareas menos gratas: cuando hay que decir un no a uno de los nobles es Montcusí quien se encarga de ello. ¿Recordáis que os expliqué cuán difícil era alcanzar el título de ciudadano?

Martí iba a lo suyo.

–¿Por qué lleva las cortinillas echadas?

–Sin duda la persona desea pasar inadvertida y seguramente es una dama. Cuando una señora precisa de una esclava para su servicio particular, viene a escogerla personalmente, pero puja por medio de uno de los postores. La dama en cuestión jamás se significa ni asoma la cabeza.

–¿Todos los desgraciados que acaban de llegar van a ser subastados?

–No ahora. Los lotes que van a salir han llegado hace ya días. Los esclavos deben ser preparados y acicalados, las pieles negras untadas con betún de Judea mezclado con ungüento de palma para que brillen; los que han sufrido los rigores de la travesía y han llegado macilentos y desmedrados, deben ser recuperados y engordados en lo posible. Hay que acicalar a las muchachas: ungir sus cabellos de aceites aromáticos, abrillantarles las dentaduras con polvo de azumbre y suavizar los callos de sus pies y manos con piedra pómez. A mucho comprador bisoño le dan gato por liebre, y el aspecto es primordial, sobre todo el de las mujeres. Los mercaderes son tan avispados que son capaces de colocar a cualquier viejo lujurioso una vieja cascada como si fuera una joven virgen.

Martí no salía de su asombro.

De repente sonó un cuerno y en el fondo comenzaron a moverse los cortinajes. Los cómitres estaban con los rebenques prestos a los lados del enjaretado pasadizo. Los esclavos iban apareciendo engrilletados uno a otro con cadenas, asustados e intentando cubrirse los ojos con la mano libre para acostumbrarse al súbito resplandor del día. Primero aparecieron cinco hombres cubiertos por un escueto taparrabos anudado a la cintura; uno de los sayones fue sujetando sus cadenas al poste central en cuanto ascendió al tablado, en tanto que otro, con el mango de madera de un chuzo, les obligaba a colocarse de manera que sus cuerpos quedaran expuestos a la mirada escrutadora de la gente. Un individuo gordo vestido con una túnica que le llegaba a las corvas, provisto de unos escarpines de punta caracolada y cubierta su cabeza por un turbante en cuya parte frontal lucía un topacio amarillo de grandes proporciones, subió resoplando al estrado acompañado de un negrito ágil como un mono que portaba un azafate en el que se veía un puntero rematado en su extremo con una pluma de avestruz teñida de rojo y una bocina de latón que en uno de sus remates llevaba una embocadura para que se ajustara a los labios mientras el otro se ampliaba como una trompa.

–La subasta parece importante. De no ser así no se encargaría de ella Yuçef, que es uno de los mejores subastadores del mercado -susurró Baruj al oído del joven.

El gordo personaje tomó la bocina en su diestra y el adornado puntero en su otra mano, y acercando la boquilla a sus gruesos labios, comenzó la perorata.

–¡Nobles señores, autoridades de Barcelona, componentes del clero catedralicio, damas, si las hay, y ciudadanos en general! – Aquí la muchedumbre se calló ante los siseos de los del fondo, que no podían oír lo que anunciaba el subastador-. Hoy es día de fiesta y jolgorio. Va a comenzar la feria del mercado de esclavos que se produce una vez al mes y por cierto que en esta ocasión la mercancía es excelente; en ella encontrarán sin duda vuestras mercedes lo que necesiten. Porteadores de palanquines fuertes y resistentes como robles, tanto blancos como negros originarios de las heladas regiones del norte o de las ardientes tierras de Numidia; jardineros que sabrán cuidar vuestros huertos y jardines y que, como buenos magrebíes, son maestros en el arte de aprovechar las aguas; cocineras, muchachas aptas para cualquier servicio, niños que aprenderán fácilmente el oficio de paje, cuatro bayaderas cordobesas que podrán deleitar vuestros ratos de esparcimiento y muchas otras sorpresas. ¡Aligerad vuestras bolsas, señorías, de mancusos, dineros o sueldos sobrantes, que hay género de todos los precios asequible a cualquier escarcela!

El gordo tomó resuello y se dirigió a los cinco negros que estaban a su espalda, tal que si hubiera reparado en ellos en aquel momento.

–Ved, señores, lo que tenemos aquí. Recién llegados de Tebas, fuertes como bueyes y ya amansados por el látigo, cinco hermosos ejemplares a los que se podrá exigir cualquier trabajo por duro que sea, ya que no tienen alma; aptos para aprender cualquier oficio, frugales en cuanto a la calidad de su alimentación, aunque no así en la cantidad. – El público prorrumpió en risas ante la evidente chanza del subastador-. Comen como caballos, pero su pitanza será el sobrante de vuestras mesas; podéis comprar el lote o uno a uno, dos o tres. Claro está que su dueño hará un precio especial si se adquieren todos de una vez. El precio de la unidad comienza en dos sueldos por pieza, el lote completo sale a subasta en tres mancusos. ¡Haced vuestras ofertas, señores!

La voz, aumentada por la bocina de latón, llegaba ahora a todos los rincones del zócalo nítida y potente. Las ofertas se sucedían una tras otra y el hábil subastador se las ingeniaba para incitar el amor propio de los lidiadores a fin de aumentar las cantidades que se ofrecían.

Martí observaba curioso aquel espectáculo, tan nuevo para él. Su mirada iba del entarimado a la litera que al principio había llamado su atención, y tardó poco en darse cuenta de que la persona que se ocultaba en su interior de vez en cuando asomaba un pañuelo por debajo de la cortinilla; señal que era percibida por uno de los postores y que inmediatamente encarecía la licitación en función del color del pañuelo. La subasta fue avanzando y el cambio de mancusos, sueldos, o dineros de variado valor y origen, prosiguió. En aquel instante ascendía la escalerilla una mujer joven de facciones nobles y mirada altiva.

–Ahora tenemos a una muchacha que hará las delicias de cualquier dama. Habla latín y griego, recita bellos poemas en varios idiomas y toca diversos instrumentos. De hecho puede ser una magnífica compañía.

La puja comenzó en dos sueldos, pero subió rápidamente al haber varios licitadores interesados por la muchacha que aumentaron sus ofertas.

La persona que se ocultaba en el palanquín asomó un pañuelo verde por la escotadura de la ventanilla. El gordo iba a rematar la oferta última del hombre que obedecía las señas de la litera.

Durante la subasta, Baruj había aconsejado a Martí en varias ocasiones. Por eso le extrañó que en esta oportunidad el joven actuara sin mediar su recomendación.

La voz de Martí sonó fuerte.

–Un mancuso por la mujer.

Martí sintió las miradas de los licitadores fijas en él: el precio ofrecido era evidentemente excesivo.

Cuando Baruj escuchó la voz del joven subiendo la apuesta de la última puja observó extrañado que Martí la elevaba sin mirar al tablado, sólo pendiente de la blanca mano que asomaba por la apertura del palanquín. Tras dos pañuelos más y dos nuevas pujas, la voz de Yuçef otorgó a Martí la propiedad de la muchacha. Esta vez se abrió algo más la cortinilla, y cubriéndose un poco con ella a modo de pañuelo asomó un rostro cuyos grises ojos destilaban una tristeza infinita y que desde aquel instante iba a presidir los sueños de Martí.

–¿Qué os ha hecho pujar de esta manera? – preguntó Baruj-. La mujer no vale lo que habéis ofertado.

–Si incluyo la gloria de ver los ojos que he visto, me he quedado corto.

–¿Os referís a la dama del palanquín?

–A ella me refiero.

–Si no me equivoco, es la hijastra de Montcusí. La madre de la muchacha era viuda cuando se casó con el consejero y aportó al matrimonio una hija que es sin duda la dueña de los ojos que tanto os han impresionado -explicó sonriente el viejo judío-. Muy caro habéis pagado el gusto de observarla.

–Es muy poco dinero si consideráis que voy a casarme con ella.

–Una tarea imposible. Más de uno se ha acercado al viejo Montcusí pidiendo su mano y ha salido escaldado. Es el ojito derecho de su padrastro.

–¿Acaso la conocéis?

–La conozco bien, pese a que sale en contadas ocasiones de su casa y siempre acompañada de amas y custodiada por más de un criado.

–Ello no será obstáculo; vos os las ingeniaréis para que desaparezca este inconveniente.

–Sois tan atrevido como vuestro progenitor. Lo que pretendéis es tarea imposible.

–No diría yo tanto, contando con los amigos que he encontrado, con mi tenacidad y mi suerte.

Tras este incidente, Martí observó que los porteadores del palanquín tomaban las varas del palanquín y se ponían en marcha para abandonar el mercado. La subasta prosiguió y la voz de Yuçef resonó de nuevo limpia y vibrante, aplacando los murmullos de la multitud.

–Vamos a ver qué tenemos ahora aquí.

Un grupo de tres personas que, por sus rasgos, parecían andalusíes, subió al tablado. La mujer estaba encinta y el niño no tendría más de diez o doce años. La presentación no se hizo esperar.

–Aquí tenemos una familia al completo, que podrá ser adquirida en su totalidad o por miembros, como de costumbre, según convenga a vuestras mercedes. El hombre es un hábil cultivador de viñas, la mujer conoce el arte de la cocina y es una estimable tejedora, diestra con la rueca, y del niño se podrá hacer un buen paje o en su caso un mozo de recados hasta que crezca y se haga fuerte. Además por el precio de tres os podréis llevar cuatro, pues la mujer lleva uno dentro, o quizá dos. Está encinta de seis lunas, y la comida que consuma durante tres meses dará buenos réditos, amén de que ella se podrá emplear también como nodriza.

Al comienzo se pujó por el lote completo, pero luego se disgregó la oferta y se licitó por los miembros del grupo por separado. Prosperó una oferta por el niño y el hombre, y este último, al presentir o entender que iban a separar a su familia, pasó el brazo que tenía suelto por los hombros de la mujer. El gesto enterneció a Martí y al instante recordó la recomendación de su padre de hacer con la herencia cosas que aliviasen el mal que su progenitor hubiera podido causar a otras personas. Ni cuenta se dio del gesto de Benvenist aprobando su intervención y acto seguido subió la puja de manera que nadie consideró que fuera negocio hacerse con el lote.

Cuando la vara de Yuçef golpeó el tablado para cerrar la puja, los ojos del padre de familia rebosaban gratitud.

15

El plan

Tolosa, mayo de 1052

UUn joven monje que frisaría la treintena, jinete en una mula y con un distintivo blanco anudado en el brazo derecho, estaba detenido junto al estribo de la fortaleza del conde de Tolosa, aguardando que el puente levadizo se abatiera y le dieran alojamiento aquella noche. Todo transcurrió según lo previsto: tras desmontar la mula, entregar el ronzal a un mozo y darse a conocer al sargento de guardia, fue acompañado por un subalterno hasta el cubículo donde debería pernoctar. Al aviso de la campana acudió sin demora al refectorio, donde frailes y soldados exentos de servicio compartían las viandas de la cena. Se acomodó en un rincón del recinto destinado a los transeúntes, y aguardó tranquilamente a la persona que debía acudir a su encuentro.

Había ya dado cuenta de la modesta escudilla que le habían servido cuando su aguda vista distinguió a la entrada del amplio comedor la figura desmedrada y enteca del personaje que sin duda le aguardaba; éste a su vez lo divisó y sorteando mesas y obstáculos que, dado su diminuto tamaño, eran verdaderas montañas, se acercó a su lado y se encaramó más que se sentó en el banco que quedaba a su derecha, apartado de la ruidosa compañía.

–¿Qué tal viaje habéis tenido, señor?

–Bueno hasta los Pirineos. El paso del puerto, vestido de esta guisa y con la montura que me han asignado, ha sido un tanto dificultoso, pero lo importante es que ya estoy aquí.

–Sed bien llegado; creed que la condesa no ha dejado de martirizarme ni un solo día de estos cinco meses: me ha hecho subir hasta lo alto de la fortaleza una y otra vez y hasta que he distinguido la cinta anudada a vuestro brazo y he descendido a comunicarle la noticia, no me ha dejado vivir. Los días se me han hecho eternos y más de una vez he pagado su mal humor. Si alguien se alegra en verdad de vuestra llegada es el que os habla.

–No creas que es fácil coordinar tantos cabos sueltos. Mi señor es un hombre muy ocupado, pero lo importante es que estoy aquí con órdenes precisas para poner en marcha el proyecto.

–El plan ha de ser seguro. Por parte de la condesa no existe posible retorno; vuestra paternidad y los hombres que intervengan, caso de fracasar, deberían arrostrar la ira del conde en cuanto llegaran a Barcelona, pero mi señora caería en el mayor de los desprestigios y a mí me cortarían sin duda la cabeza. Y a fe que con el paso del tiempo le he cogido afecto -dijo el enano, medio en broma, medio en serio.

–Si tú y tu ama cumplís vuestra parte, contad que ya estáis en el palacio de mi señor; si algo falla, vive Dios que no será por nuestra culpa.

–Bien, aunque la confianza que tiene en mí es infinita, en ocasión tan excepcional quiere oír de vuestros labios el conjunto de ardides que se han preparado.

–Por supuesto. Dime cuándo y dónde.

–Ahora es el momento. Mi ama se ha retirado a su gabinete y tiene costumbre, cuando así le place, de recibir a gentes de otras tierras que le traen noticias y novedades del mundo exterior.

–Pues entonces no perdamos más tiempo.

El enano saltó ágilmente de su asiento y, tomando la delantera, indicó el camino.

–Seguidme.

Discretamente salieron del concurrido comedor sin despertar curiosidad alguna, dado que los presentes estaban ocupados en yantar, en jugar a las tabas o en juntarse en corros más o menos grandes y comentar las novedades del día o escuchar las nuevas traídas por algún viajero recién llegado.

El hombrecillo, que conocía los recovecos del alcázar como el forro de sus diminutos bolsillos, condujo al monje hasta las habitaciones de la condesa.

Al oír el sonido de los cascabeles del gorrillo del jorobado, la guardia no se inmutó: conocían la libertad con la que se movía Delfín y habían aprendido a evitar cualquier roce con el influyente enano; dejaron, pues, paso franco al menudo personaje en tanto el monje aguardaba en el pasillo junto a la estancia. El enano desapareció tras los espesos cortinajes, que tras la puerta impedían las corrientes de aire y amortiguaban el sonido de las conversaciones, para reaparecer al instante.

–La señora os aguarda, acompañadme.

Con paso firme que denotaba su marcial apostura, Gilbert d'Estruc, el hombre de confianza de Ramón Berenguer, pues no otro era el monje, se adentró en el gabinete privado de Almodis de la Marca, señora de Tolosa.

La condesa, cosa totalmente inusual, aguardaba en pie en medio de la estancia estrujando en sus manos un diminuto pañuelo que denunciaba la desazón con la que había esperado aquel encuentro.

El supuesto monje hincó su rodilla ante la dama.

–Alzaos, señor, he aguardado vuestra llegada con la desazón del náufrago que ve en la lejanía la silueta de la costa. No perdamos el tiempo en vanos protocolos. Seguidme; en mi gabinete estaremos mejor y más seguros.

El monje siguió a la señora admirando su apostura y la osadía con la que había entrado en materia. El hombrecillo estaba a punto de retirarse.

–Delfín, alcanza un escabel y siéntate junto a nosotros. Quiero que estés al tanto de todo lo que yo sepa y espero de tu percepción que captes cualquier matiz que me pase inadvertido.

El enano arrastró con esfuerzo un asiento y se acomodó junto a su señora. Gilbert d'Estruc lo hizo frente a ella.

–He esperado este día desde que vuestro señor partió y estoy dispuesta a todo; decid lo que debo hacer.

–Veréis, señora, voy a relataros punto por punto lo que debéis conocer. Cosas habrá que por vuestra seguridad no os podré explicar y que iréis sabiendo a medida que la trama del plan urdido se vaya cubriendo.

–Si así lo ha determinado vuestro señor, que así sea -cedió Almodis-. Hablad.

–Tenéis el verano para cumplir la parte que os corresponde. En caso de que no podáis prepararos, deberéis decírmelo para que a mi vez pueda retrasar otros asuntos: todo deberá desarrollarse como una cadena en cuya secuencia no puede fallar eslabón alguno. Si no estáis de acuerdo con algún detalle del plan o lo veis como algo imposible, os ruego que no dudéis en comunicármelo.

–Os escucho -dijo Almodis, que apenas conseguía disimular su impaciencia.

–En la fecha que me indiquéis, pasado el verano, deberéis partir, con el séquito más reducido que podáis, a visitar a alguna dama o pariente de un castillo que se halle a más de cincuenta leguas y cuyo camino transcurra por el extenso bosque de Cerignac, que se extiende entre Tolosa y Narbona a la altura de Raveil. Llevaréis poca escolta y os acompañarán las damas que escojáis, que habrán de ser de vuestra absoluta confianza. En el pescante, un cochero; y el postillón irá montado en el caballo guía. En cuanto a la escolta, insisto en este punto, procurad que sea lo menos numerosa posible.

–Y si mi esposo me asigna más soldados de los convenientes, ¿qué debo hacer?

–Todo está previsto, señora. Si tal ocurre, tendréis que lucir vuestras dotes de comediante.

–Si no os explicáis mejor, me cuesta entenderos.

–Veréis, señora. En un punto exacto en medio de la floresta os aguardarán los caballeros de mi señor, emboscados y vestidos como vulgares bandoleros. Dos lazos anularán al cochero y al postillón, y en tanto dos caballeros sujetan las riendas del tronco de caballos, tres más se acercarán a la portezuela de vuestro carruaje y otros varios cortarán la retirada.

Almodis negó con la cabeza.

–Mi escolta peleará hasta la muerte.

–Ahí es donde luciréis vuestras dotes de comediante. Se os sacará violentamente del coche y se os pondrá un cuchillo en el pecho. Si vuestra escolta es inteligente no se moverá creyendo que su señora está en peligro de muerte. Después se desenganchará el tiro de caballos y se les ahuyentará con un par de antorchas. Entonces el grupo partirá con vos, Delfín y las damas que designéis, cuyo número deberéis decirme antes de mi partida. A vuestra escolta se le hará creer que se trata de una partida de bandoleros de los muchos que frecuentan aquellos parajes en busca de un buen rescate. Y en cuanto vuestro esposo reciba la nueva no moverá pieza alguna, aguardando que se le haga llegar el precio de dicho rescate. Intentar enviar hombres tras nuestras huellas será tarea imposible: el suelo es rocoso y la zona está llena de cuevas y escondrijos. Todo ello nos dará el tiempo suficiente para llevar a cabo la segunda parte del plan.

–¿Cuál es esa segunda parte, mi señor?

–No estoy autorizado para revelárosla, pero tened confianza, pues lo más dificultoso ya estará hecho.

–¿Y si la escolta lucha?

–Los caballeros que envía mi señor son lo más granado del condado. Vuestros soldados, entregados desde hace tiempo a la inactividad, entre la guardia de vuestro castillo y las cacerías, no serán enemigo de consideración para el aguerrido grupo que envía mi señor, acostumbrado a pelear en las fronteras del condado, ya contra el moro de Lérida ya contra el de Tortosa. Tened confianza, señora: todo está previsto.

16

Laia Betancourt

Barcelona, mayo de 1052

EEl palanquín, balanceándose al compás del movimiento de los que portaban sus varas, atravesó el torrente del Cagalell y se introdujo en el recinto amurallado de la ciudad a través de la puerta del Castellnou; desde allí se dirigió, dejando a un lado el Call y pasando junto a la catedral, que estaba siempre en obras, a la mansión que poseía Bernat Montcusí junto a la muralla. Dentro de la lujosa litera, una frente a otra, iban dos mujeres: la primera, sentada en el sentido de la marcha, era una muchacha bellamente ataviada, vestida como una mujer mayor, con un sobrepelliz de tonos marfileños que conjugaba perfectamente con su blanca piel; la cabeza tocada con una cofia adornada con pequeñas perlas grises que realzaban sus ojos y que también remataban los escarpines que calzaban sus pies cubiertos por blancas medias. La dama de compañía situada frente a ella tendría unos cuarenta años: era de recia complexión, vestía tonos oscuros y cubría su cabeza un tocado blanco que enmarcaba el óvalo de su arrugado rostro; su mirada era severa y su ademán adusto.

–Laia, me parece que hacéis un drama de cualquier contrariedad. Bien sé que os gustaba aquella esclava que pretendíais comprar para acompañar vuestros ocios, pero vuestro padre ha dado una orden y nos hemos atenido a ella.

–Ama, jamás pido nada ni nada deseo. Bernat no es mi padre, fue el marido de mi madre y ésta ya ha muerto. Si de mí dependiera preferiría vivir en Puigcerdà en casa de mis tíos. Aquí me siento prisionera, no puedo salir, no tengo amigas y mis días transcurren entre estudios y obligaciones que en nada me atañen y que tal vez correspondieran a mi madre, a la que yo no supliré jamás: me paso el tiempo atendiendo a mi padrastro y a gentes mayores que yo… Por eso quería a una esclava joven que me hiciera compañía.

–No os quejéis -reconvino el ama-, don Bernat Montcusí os adora y tiene miedo de perderos. Por eso vela por vos.

Los labios de Laia dibujaron un mohín de contrariedad.

–¡Ya! Cuando le conviene me trata como una mujer, y cuando no, lo hace como si aún fuera una niña. Tengo casi catorce años, no voy a ningún lugar donde acudan jóvenes de mi edad. ¿Cómo queréis que encuentre marido que quiera desposarme?

–No tengáis prisa, niña. Vuestro padre escogerá por vos llegado el momento y lo hará con mucho tiento. Vais a ser la heredera de uno de los patrimonios más importantes del condado y es normal que siendo hija única revoloteen a vuestro alrededor una nube de cazadores de fortuna y aves de variados plumajes. ¿Quién mejor que vuestro padre para cribarlos y tamizarlos a fin de asegurar vuestro porvenir?

–Yo no quiero que nadie me busque marido -contradijo Laia-. Quiero hallarlo por mí misma. No deseo que me quieran por mi fortuna, el dinero no me interesa. El hombre que se case conmigo ha de amarme a mí.

–Además de una niña sois una ingenua: la mujer se debe desde que nace a su padre, y cuando es mayor a su esposo. Éste es nuestro sino desde que nacemos. Consideraos afortunada: vuestro padre proveerá por vos y eso es lo mejor que os puede ocurrir.

Pero Laia no daba su brazo a torcer.

–No tiene derechos sobre mí: es mi padrastro, os lo he repetido mil veces, y jamás se ganó mi afecto cuando era niña.

–No digáis vaciedades: el carácter del señor de Montcusí es adusto con todo el mundo porque es su natural, pero ha hecho por vos todo lo que ha podido y desde siempre.

Era una discusión que ya habían mantenido otras veces, así que Laia decidió cambiar de tema.

–Bien, ama, dejémoslo. La esclava que quería comprar me complacía; ha dicho el subastador que tocaba varios instrumentos y recitaba en varios idiomas. ¿Conocéis el nombre del que ha licitado contra mí?

–Barcelona no es muy grande, Laia, pero ¿acaso pretendéis que sepa el nombre de las casi tres mil almas que habitan en ella?

–Pues haced por enteraros.

–¿Qué pretendéis?

–Quiero comprarle esa esclava.

17

Roma dixit

Barcelona, mayo de 1052

EEl obispo Guillem de Balsareny llegó a Barcelona con el ánimo alterado. La doble misión que el Santo Padre le había encomendado era en verdad espinosa. Buen conocedor de las flaquezas humanas era consciente de que si el intentar contradecir a un hombre cuando se encelaba era ardua tarea, se convertía en algo imposible si éste además era un príncipe todopoderoso acostumbrado a hacer su real gana, habituado al halago fácil de los cortesanos y a disponer de honras y haciendas. Su séquito se detuvo a las puertas del Palacio Condal y después de encomendarse a María Santísima se dispuso a afrontar su complicada misión.

Al distinguir la enseña de su carruaje y el inconfundible tiro de las cuatro mulas blancas, el oficial formó la guardia, ante la evidente incomodidad del abad. Al punto apareció en la puerta el camarlengo de cámara que aquel día estaba de servicio. El obispo Guillem descendió al punto del carruaje ayudado por el postillón, que se había precipitado a colocar a sus pies una peana para facilitarle el descenso. Ascendió lentamente la escalinata del palacio viejo apoyado en la cruz abacial y, conducido por un paje, fue introducido en la sala de espera del salón del trono en tanto el camarlengo anunciaba su visita. Salió el hombre al punto excusando la espera.

–Señor obispo, de haber sabido que veníais os hubiéramos recibido de inmediato.

–No importa. Si mi hábito no me inspirara la virtud de la paciencia no sería digno de llevarlo.

–El conde ha ordenado que entréis en cuanto haya despachado con el Comes Consili. La sesión está a punto de terminar.

El prelado se acomodó en el tapizado banco de los visitantes distinguidos. Al poco el ujier le vino a buscar. Las puertas se abrieron; una voz anunció su entrada y, con paso lento y solemne, siempre apoyado en su báculo, el obispo Guillem de Balsareny atravesó la estancia y se encontró ante Ramón Berenguer I, conde de Barcelona. Llegado a su altura se inclinó respetuosamente sin asomo de servilismo y aguardó, como dictaba el protocolo, a que el conde le dirigiera la palabra.

Ramón Berenguer se dirigió a él en tono eufórico.

–Bienvenido, Guillem. Tomad asiento y decidme, ¿qué oportuna circunstancia ha motivado que abandonéis vuestro retiro de Vic y os adentréis en esta atareada Barcelona que tan incómoda os resulta? Además, parecéis haber adivinado mis deseos, pues era mi intención convocaros en breve.

El obispo, recogiendo el vuelo de su hábito, tomó asiento en el sitial que un paje había acercado y, aprovechando el pie que le daba el conde, respondió:

–No sabéis cuánto me alegro, conde. Espero que esta coincidencia sea augurio de buen entendimiento.

Un imperceptible alzamiento de cejas avisó al prelado de que Berenguer intuía algo y se colocaba a la defensiva.

–Explicaos, Guillem.

El obispo intentó sondear las intenciones del conde con prudencia.

–Algo me dice que no es casualidad la necesidad de mi presencia y vuestra intención de convocarme.

–Ignoro vuestra finalidad; hablad y os diré después si coinciden los intereses de ambos, o más bien difieren, aunque del mismo asunto se trate.

El obispo Guillem se dispuso a iniciar el diálogo sobre el espinoso asunto que le había traído hasta la corte.

–Como gustéis, conde. Ha llegado a oídos de la Santa Madre Iglesia que estáis a punto de cometer uno de los más grandes dislates que pueda cometer príncipe alguno, cristiano y siervo del Papa.

–¿Cuál es este desafuero al que aludís? – preguntó, displicente, Ramón Berenguer.

–Desde el momento en que no os alarmáis algo me dice que sabéis a qué me refiero.

–Obispo, no nos andemos con subterfugios. Ambos sabemos la historia y mejor será que afrontemos los hechos como hombres de mundo.

–Está bien -dijo el abad, dejando escapar un suspiro-. Era mi intención obrar con prudencia y diplomacia, mas si preferís que vaya directo al grano así lo haré. Se me ha ordenado directamente desde Roma que, como representante del Santo Padre, acuda ante vos y os ruegue que apartéis de vuestra mente la descabellada idea de repudiar a doña Blanca para amancebaros con la esposa actual del conde Ponce de Tolosa.

Pese a que ya esperaba algo semejante, la claridad del prelado sorprendió al conde, que se revolvió colérico.

–¿Qué es lo que induce a Roma a inmiscuirse en asuntos que únicamente a mí me atañen, y más aún hacerlo cuando todavía nada ha sucedido?

La voz del obispo sonó paciente.

–Vos sabéis que sí ha sucedido y que se ha urdido un plan que incluye varias perversiones. Para empezar, el inmerecido repudio de una esposa a la que desposasteis apenas hace un año. Luego, intentar arrebatar la mujer a un conde que tuvo la gentileza de recibiros como huésped en su castillo para terminar amancebándoos con ella, ya que ésta y no otra es la última intención que preside este malhadado asunto.

La voz de Ramón, aunque contenida, tenía un matiz amenazador.

–En primer lugar, debo deciros que creo me corresponde por derecho gobernar por vez primera mi vida en cuanto a mis afectos se refiere. Roma sabe que he sido un súbdito fiel que ha sacrificado gran parte de su juventud en beneficio de la conveniencia política del condado y que ha tenido muy en cuenta los intereses de la Iglesia. He tomado esposa en dos ocasiones a gusto y complacencia de mi abuela, que tan buenos tratos mantiene con Roma. En segundo lugar, Roma no puede conocer mis intenciones por bien informada que esté. Como cualquier príncipe de la cristiandad pretendo que mi matrimonio actual sea anulado, al igual que el de la condesa Almodis, algo que, por cierto, Roma ya ha hecho en su caso en dos ocasiones y que es plato común entre las casas nobles de toda la cristiandad. No creo merecer por parte del Papa un trato menos favorable y discriminatorio.

–Conde, entiendo vuestras razones, pero creo que estáis colocando el carro delante de los bueyes. Respeto que, pese a lo anómalo de la situación, deseéis divorciaros tras tan corto tiempo; nadie sabe lo que acontece tras las paredes de la alcoba nupcial, pero debéis observar las reglas canónicas y aportar al tribunal correspondiente las pruebas o al menos los argumentos para ello. Una vez conseguida la anulación, entendemos que dada vuestra juventud queráis tomar de nuevo esposa; pero entended que el hecho no debe ocasionar menoscabo a la cristiandad dando un ejemplo deleznable e intentando robarle la mujer a otro conde, que por otra parte es fiel súbdito de Roma.

–Mi buen obispo, como buen hombre de Iglesia poco entendéis de pasiones humanas. Podréis tener la teoría de las cosas pero qué poco sabéis del infierno que representa estar enamorado de una mujer y tener que compartir el tálamo con otra.

–Comprendo vuestro problema, pero hace un año no erais precisamente un niño y ante toda la cristiandad aceptasteis un compromiso que implicaba a varias partes. Como hombre y como príncipe no podéis ahora desdeciros del mismo por un capricho que tal vez sea pasajero. Los príncipes gozan de muchos privilegios, pero asimismo adquieren, por serlo, otras responsabilidades de las que carece un hombre del pueblo.

Ramón se engalló.

–¡Roma no se ocupó de mí cuando autorizó mi primer matrimonio siendo yo aún menor de edad! Y, además, ¿qué sabréis vos, Guillem, de caprichos y de pasiones? Me casaron con Elisabet de Barcelona siendo casi púber, hasta el extremo que hasta años después no pude consumar el matrimonio; enviudé, y mi abuela Ermesenda, a la que como sabéis es difícil llevar la contraria, escogió para mí una condesa: Blanca de Ampurias, que jamás me despertó sentimiento alguno. Acepté, más por sus conveniencias políticas que por las mías; a mi abuela le interesaba, como titular regente de Gerona, estar a bien con Ampurias. Yo nada ganaba en el envite y cedí porque nada me importaba, ya que nunca había conocido el verdadero amor. Ahora, y gracias a un bendito viaje del que jamás podré arrepentirme, el dardo de Cupido se me ha clavado en el pecho. Si únicamente hubiera sido yo el herido, tal vez desistiría, pero el caso es que a la condesa de Tolosa y a mí nos asaltó el mismo sentimiento. Os juro que en esta ocasión no voy a renunciar al amor, pese a quien pese.

El obispo mansamente argumentó:

–¿Sois consciente de que os estáis jugando el reino?

–Todos los condados del mundo me jugaría de ser necesario.

–No me refiero a reinos de este mundo, me refiero al reino de los cielos.

–Os voy a decir algo, mi buen Guillem. El señor dijo a Lázaro: «Levántate y anda», ¿no es así? Pues debería haberle dicho: «Levántate y habla». Así nos habríamos podido enterar de dónde está y en qué consiste el reino de los cielos. Los islamitas al menos lo tienen muy claro; a los cristianos no nos han hablado de huríes, ni de prados verdes, y la verdad no me veo sobre una nube entonando salmos. Por el momento he encontrado la gloria junto a la condesa Almodis, y he sabido lo que es el goce supremo en este mundo. Y pese a quien pese, y por inconvenientes y obstáculos que tenga que vencer, decid a quien corresponda que no pienso renunciar a ella -remachó Ramón, consciente de que, mientras mantenían esta entrevista, su fiel caballero Gilbert d'Estruc detallaba a la condesa de Tolosa los planes de su huida.

18

La suerte de los osados

Barcelona, verano de 1052

LLa actividad de Martí durante aquel período fue incesante. Jamás hubiera imaginado que el hecho de ser rico le ocasionara tal cantidad de problemas. Por supuesto que su riqueza era limitada y relativa, era consciente de que de su esfuerzo y tesón dependería que sus dineros aumentaran o menguaran, pero en comparación a su anterior condición le parecía poseer la fortuna del rey Midas. Continuaba morando en la vivienda del convento que la amabilidad del canónigo Llobet le había proporcionado, pero en su cabeza germinaba la idea de comprar una casa.

De cualquier manera, tras adivinar más que ver el rostro de la muchacha del mercado de esclavos, le costaba infinitamente concentrarse en sus cosas, ya que a cada instante su pensamiento volaba una y otra vez hacia el recuerdo de aquella vaga y apenas intuida presencia. De momento ya conocía su nombre, Laia, y quién era su padre, Bernat Montcusí, uno de los prohomes de la ciudad, cuya inmensa fortuna la hacía todavía más inaccesible. Pero eso no era impedimento para que su mente cavilara la manera de poder cruzar unas palabras con ella, y dentro de su cabeza crecía una idea que poco a poco iba tomando cuerpo y que, de ser posible y contando con tener el valor para llevarla a cabo, le acercaría, sin duda, al objeto de sus desvelos. Todo ello le acuciaba a conseguir lo antes posible una casa digna de un hombre que acariciara grandes proyectos y que aspirara a convertirse, mediado el tiempo, en ciudadano de Barcelona.

La urbe progresaba y la laboriosidad de sus habitantes hacía que reventara por las costuras, de manera que el recinto amurallado, al no poder alojar el flujo de gentes que, atraídas por las posibilidades de medro que brindaba el futuro, pretendían instalarse dentro de su perímetro, servía de apoyo a casuchas, barracas y corrales que se apuntalaban en las murallas, de modo que nuevos arrabales se iban arracimando a su vera.

Un vinatero que había enviudado y que no tenía descendencia pretendía vender su casa situada extramuros, en el camino a Sant Pau del Camp. El problema era que el hombre pretendía vender su prensa y asimismo unas viñas de buena tierra que poseía en el término de Magòria, y que más o menos le proveían de la uva indispensable para su negocio. Martí sopesó la circunstancia y dos hechos avalaron y precipitaron su decisión. El primero fue que, atendiendo a una charla de la que fue testigo en La Espiga de Oro, bodegón al que acudía con cierta frecuencia, supo que uno de los molinos situado en los aledaños de las viñas objeto de sus dudas y vacilaciones se vendía a buen precio; y el segundo, el casual descubrimiento de que Omar, el esclavo que había comprado en la Boquería junto a su familia, era un experto en todo lo referente a la traída de aguas y al tema de la canalización y el regadío. Otra sorpresa fue saber que el hombre hablaba varios dialectos del Magreb, así como el latín y una especie de jerga propia de los beduinos del desierto y que asimismo sabía de números y de escritura. Al indagar el motivo de que tales cualidades no se hubieran citado en la subasta, Omar alegó que pensó que mejor convendría así, a fin de lograr que su familia permaneciera unida. El hombre no sabía cómo agradecer el hecho y se esforzaba en el servicio de aquel joven que le atendía como si se tratara de un hombre libre y no un esclavo. Su mujer Naima había parido una hija, de modo que Mohamed, el muchachito que completaba el lote, tenía una hermanita.

La cosa aconteció una mañana en el pórtico de la Pia Almoina, en constantes obras, mientras comentaba con Eudald Llobet sus dudas en tanto que Omar, siempre silencioso, sujetaba a una prudente distancia las bridas de su caballería.

–La cuestión es que la casa me conviene tanto en ubicación como en precio, pero el hombre la quiere vender junto con las viñas, y el motivo no es otro que la tierra. He indagado, y no tiene la suficiente agua para otros cultivos.

–¿Y el molino del que me habéis hablado?

–Dista media legua.

–Perdón, sayid -intervino Omar en tono respetuoso-. El agua se puede traer.

Los dos hombres se volvieron hacia el esclavo.

–¿Qué dices? Dista más de media legua y el terreno que separa el molino es de otro propietario.

–Si es por eso, se puede comprar -apuntó Eudald.

–¿Y si el propietario no quiere vender?

–Si el agua se puede traer, se arrienda el uso de paso.

–¿Eso se puede hacer?

–Es completamente legal.

–¿Qué dices tú, Omar? – preguntó Martí.

–Digo, sayid, que se puede traer.

Ambos dirigieron la mirada al esclavo.

–Está demasiado lejos. Aun en el supuesto de que comprara el latifundio intermedio, la pérdida por la porosidad del terreno sería excesiva.

–No, si se canaliza debidamente, mi señor. – Omar parecía muy seguro de lo que afirmaba.

–Dejad que se explique, Martí.

El caso fue que Martí Barbany se encontró al mes y medio propietario de una casa junto a la muralla, unas viñas ampliadas por un terreno intermedio de regadío, un molino y una canalización, desde el ingenio a las mismas, hecho con teja árabe curva e invertida y unida con mampostería, a modo de canalillo, y un juego de compuertas manejadas con cadenas, que hacía que a voluntad de Omar, el agua arribara hasta el último rincón del predio.

La casa del vinatero se apoyaba en la muralla; el tejado era a una sola agua, tenía dos alturas en el cuerpo principal y en el primer piso dispuso Martí su vivienda; en los bajos estaba la entrada del establecimiento y el espacio reservado a las botas de roble para almacenar los caldos. La arcada de la puerta central estaba ornada por un remate de piedras desiguales, el suelo era de losas grandes. Al costado derecho de la casa se añadía un patio de tierra limitado por un muro con su correspondiente entrada. A un costado, el brocal de un pozo artesano que suministraba el agua al conjunto, y al otro lado la pequeña estancia donde se alojaban Omar y su familia. A su vera, una cuadra con tres caballerías, un mulo y dos caballos y dos corraleras con animales domésticos, gallinas, conejos; de todo ello se ocupaban el pequeño Mohamed y Naima. Por eso desistió de su primitiva idea de poner una pocilga, conocedor del rechazo y la repugnancia que producen los cerdos a los musulmanes.

Martí bendecía a diario el momento en que decidió hacerse con la propiedad de su esclavo. Era éste diligente, previsor y muy entendido en la labor de las nuevas viñas, así que la cosecha se presentaba espléndida. Por otra parte, a la compra del primer molino sucedió la de tres más, por los que pagó la exorbitante cantidad de setecientos mancusos, y la conducción de agua que Omar había diseñado hasta tal punto fue beneficiosa que mediante un sistema de compuertas pudo vender el codiciado riego a varios convecinos, que le pagaban en metálico circulante o mediante la cesión de parte de sus cosechas.

Martí estaba siempre ocupado. Atendía cualquier pleito que surgiera a propósito del uso del agua; se movía por los corrillos de comerciantes para olfatear nuevas oportunidades de negocio; visitaba a su consejero, el judío Baruj, o se iba a ver al canónigo Llobet, al que acribillaba a preguntas respecto a lo que le convenía hacer para medrar en su obsesiva idea de llegar algún día a ser ciudadano de pleno derecho de aquella ciudad cuyo pulso alteraba el suyo y que desde el primer día había conquistado su corazón.

Habían bajado ambos dando un paseo hasta la vera del mar, la tarde era espléndida y el movimiento de barcas entre las galeras y la playa descargando mercancías que llegaban de los más alejados puertos era incesante. El canónigo, siempre metido entre pergaminos, resmas de papiros y tinta, adoraba aquel inocente esparcimiento de los sábados y, acompañado por el hijo de su difunto amigo, se acercaba a la orilla del Mediterráneo y saturaba su olfato de los variados olores: salitre, brea, cáñamo, y de las más heterogéneas especies, sobre todo en la primavera, charlando, en el ínterin, de las más diversas cuestiones.

–Me decís que estáis satisfecho del cuerpo de casa que habéis adquirido.

–En efecto, Eudald. Ahora lo que me convendría sería hallar un ama de llaves que me aliviara de dirigir las pequeñas tareas domésticas que me restan tiempo para otras cosas y que supiera gobernar a la gente. ¿No conoceríais por un casual a alguien apropiado?

–Dejadme pensar, tal vez tenga a la persona.

–Os escucho.

–Tengo entre mis penitentes a una viuda de grandes prendas pero en precaria situación. Hace tres años su marido, que era cantero, murió aplastado por una gran piedra y su único hijo partió hace un año en una caravana que iba a Berbería y no ha regresado ni se ha sabido más de él.

–¿De qué vive en la actualidad?

–Podríamos decir que malvive de hacer un servicio aquí o allá haciendo faenas sueltas el día que hay suerte y si no la hay, acudiendo para ayudarme a repartir a los menesterosos la sopa de los pobres en la Pia Almoina todos los días y auxiliándome para organizar todo aquello. Es una mujer muy capaz, de una honradez acrisolada, y además tiene dotes de mando.

–¿Cuál es su nombre?

–Caterina. Llegó de una aldea del norte con su padre; aquí conoció a su marido y luego de contraer matrimonio se establecieron en la ciudad. La vida no ha sido fácil para ella y creo que os vendría como anillo al dedo.

–Hablad con ella, y si la adornan la mitad de las virtudes que me habéis anunciado, decidle que ya tiene casa.

De un tema pasaban a otro y las tardes volaban para ambos. Aquel día a Martín le bullía en la cabeza otro tema que quería consultar con su amigo.

–Se me ha ocurrido una idea que de ser factible creo me rendiría grandes beneficios.

–Decidme, ¿cuál es esa idea?

–Veréis, Eudald. Me han dicho que hay muchos bienes de los que adornan las moradas de nuestros ciudadanos más prósperos que éstos sólo pueden adquirir cuando alguna nave genovesa o pisana las trae a nuestras costas, y que a veces lo hacen, no porque son las que ellos buscan, sino porque son las únicas que hay. Pienso que si estos ciudadanos supieran que estas piezas podrían encontrarse en algún lugar de nuestra ciudad no dudarían en hacerse con ellas aquí. Yo, sabiendo qué es lo que más reclaman nuestros clientes, podría comprarlas en su lugar de origen a buen precio y venderlas a uno muy superior, con una excelente ganancia. Ya he hablado de esto con Baruj y él lo aprueba.

–¡Por mis barbas que me asombráis! Vuestro padre fue un guerrero osado, pero vos me estáis resultando un hombre de paz intrépido. No me atrevo a adivinar hasta dónde os conducirá vuestro buen olfato.

–Únicamente me asalta una duda.

–¿Cuál?

–Imagino que habrá alguien en la corte que deberá autorizar un proyecto de tal envergadura, me será difícil llegar hasta él.

El arcediano se acarició la poblada barba.

–Quien debe autorizaros a poner en marcha vuestro propósito es Bernat Montcusí, prohom de Barcelona. Creo que ya os he hablado de él en alguna ocasión. Además de ocuparse de todo lo relativo al abastecimiento de la ciudad, es uno de los privados del conde: no es amigo mío, su talante me desagrada, pero tengo con él alguna influencia, acostumbra a acudir a mi confesionario a arreglar sus cuentas con Dios. Descuidad que yo sabré mover los hilos para que lo conozcáis, aunque debo reconocer que es hombre adusto y muy ocupado.

Martí contuvo un instante la respiración e intuyó que el viento del destino soplaba de nuevo hinchando sus velas.

19

El obispo y Ermesenda

Gerona, junio de 1052

EEl obispo Guillem de Balsareny, sin siquiera desprenderse del polvo del camino, esperaba audiencia en la antesala de la poderosa condesa, regente in pectore de Barcelona y Osona, que pese a poder morar en cualquiera de los condados que habían sido de su esposo Ramón Borrell, en la actualidad, de no tener cometido concreto que hacer en algún lugar de sus dominios, prefería vivir en su condado de Gerona.

Había acudido pues a la residencia habitual de la señora, a galope tendido y reventando a las monturas, a fin de ponerla al corriente del delicado asunto que la misiva del papa Víctor II le había encomendado. Los hombres de su escolta, tan agotados como sus cabalgaduras, habían sido recibidos en el puesto de guardia en tanto que sus sirvientes en aquellos momentos recibían las pertinentes atenciones de los criados del castellano.

La condesa Ermesenda tenía por costumbre obligar a hacer antesala durante un tiempo, fuera quien fuese el visitante, dependiendo de la categoría o rango del mismo, a fin de marcar bien las distancias y dejar entrever al recién llegado que iba a ser recibido por la más importante señora de los condados catalanes, y también, caso de ser un embajador que no conociera personalmente, hacerle avanzar lentamente acompañado por un chambelán a lo largo de la roja alfombra para tener tiempo de observarlo durante el trayecto que mediaba desde la puerta de la entrada hasta llegar a su trono.

El salón denominado por ello de «embajadores», donde acostumbraba a recibir a los notables, era una pieza lujosa. Un pequeño trono convenientemente almohadillado presidía la estancia; a la diestra del mismo, una silla curul de tijera donde se sentaría el visitante caso de ser invitado a hacerlo, tapices y panoplias eran las piezas más destacadas del recinto, tres ventanas lobuladas al fondo y a ambos lados sendas chimeneas que en aquel instante estaban apagadas.

Los años y su natural orgulloso la hacían ser consciente de su prosapia, y la altura de su linaje la obligaba a recordar siempre y en cualquier ocasión lo preclaro de su abolengo, del que era extremadamente celosa. Su estirpe se remontaba a los visigodos, pues la Septimania no arrancaba del mismo tronco del que provenían las advenedizas casas de los condados francos. Ella era de aquel país y siempre, aun antes de su boda con Ramón Borrell, su más íntimo yo se inclinaba mucho más hacia los condados catalanes de allende los Pirineos que hacia los vastos y bárbaros condados del norte: su lengua era la de oc. Sus padres, Roger I el Viejo y Adelaida de Gavaldà le habían inculcado el orgullo de pertenecer a la casa de Carcasona al igual que a sus hermanos Benito y Pedro.

Tras una espera no muy prolongada, aunque al eclesiástico se le hizo eterna, la contera de la pica del ujier resonó en el entarimado anunciando la presencia del obispo ante la egregia señora. Se abrieron las dos hojas de la puerta de entrada y el prelado avanzó hacia el trono donde aguardaba la dama cuya fama conseguía que ante su sola presencia se cohibieran propios y se atemorizaran embajadores. Vestía ésta un brial morado ribeteado con dorada pasamanería, de ajustadas mangas, y adornaba sus recogidos cabellos con dos prendedores de oro. El obispo, descubierto tal como indicaba el protocolo y tras una reverencia, se acercó y esperó a que Ermesenda le dirigiera la palabra.

–Y bien, mi buen obispo, ¿qué empresa tan importante os trae por estas tierras y os obliga a abandonar vuestra querida y tranquila diócesis de Vic para llegaros hasta mi persona?

–Señora, es la obligación del cuidado de vuestros asuntos lo que me trae hasta aquí desafiando las incomodidades del camino. Antes he estado en Barcelona llevado por el mismo afán y a fe que cada día me incomoda más esa ciudad: son ya más de quinientos sus fuegos, que no cesan de acudir al reclamo de su fama y de la oportunidad que creen de hacer negocio, feriar y cultivar lo más cerca posible del mercado y en las cercanías del poder. A fe mía que no comprendo a aquellos que pudiendo vivir una vida de sosiego y de paz en el campo se empeñan en gozar de las incomodidades de la gran urbe, cuyo solo olor ofende mi olfato y cuyo vocerío perturba el descanso del alma más templada.

La señora lo observó con cuidado, y viendo el desaliño de su atuendo, comentó:

–En verdad que vuestro asunto debe de ser de suma importancia, ya que creo que no es vuestro natural presentaros ante mí de esta guisa.

Los ojos de Guillem de Balsareny parpadearon levemente, circunstancia que no pasó inadvertida a la condesa.

–Perdonadme, señora, pero es tal mi preocupación que no he atinado a ponerme en camino con suficiente equipaje.

–Entiendo. ¿Y bien? Os escucho.

Sabiendo que los poderosos tienen la mala costumbre de arremeter contra el mensajero que trae malas noticias, el obispo obró con cuidado.

–¡Señora, la misión que me trae hasta vos es penosa y no me atrevo…!

–¡Guillem! Nada se arregla con circunloquios. Explicadme qué es lo que turba hasta tal punto vuestro ánimo que os lleva a adoptar postura tan floja, impropia de vuestro natural digno y prudente.

El prelado recuperó el pulso y a una indicación de la condesa ocupó el sitial que había al lado del trono.

–Veréis, señora, el caso es que hasta mí han llegado tristes noticias que afectan a la seguridad de vuestros dominios y que debéis conocer de primera mano, no por mi capricho sino por indicación del Santo Padre, que es quien me ha encomendado esta misión.

–Me alarmáis, señor obispo. Id al grano, os lo ruego. Cuanto antes me deis cuenta de vuestra encomienda, más tiempo tendré para paliar la desgracia.

Las manos del obispo estrujaban sin piedad su capelo de viaje.

–El caso es, señora, que vuestro nieto, el conde de Barcelona, está a punto de cometer un desafuero de incalculables consecuencias.

Ermesenda le escuchaba sin pestañear.

–Proseguid, padre. Os confieso que me tenéis en vilo, aunque nada ya me puede extrañar de ese insensato.

–Señora, el año pasado vuestro nieto partió hacia tierra de infieles con dos misiones. La primera atañía a los intereses de Barcelona en cuanto a proteger su comercio con las tierras dominadas por turcos e islamitas, y la segunda consistía en dar cumplida información a Su Santidad de cuantas noticias pudieran atañer a la Iglesia, considerando que dada su vecindad, su experiencia en las costumbres e intenciones de estas gentes es indiscutible. Podemos decir que el Papa piensa que sobre este tema vuestro nieto es una autoridad por sus conocimientos y frecuentes tratos con el islam.

Ermesenda se quedó unos instantes pensativa. Luego preguntó:

–Y bien, ¿qué es aquello que tan graves consecuencias puede tener para el porvenir de mis dominios?

–Vuestro nieto se casó como sabéis el pasado invierno con Blanca de Ampurias, enlace que supuso una serie de ventajas para los condados de Barcelona y de Ampurias, y de resultas para el de Gerona, al favorecer una paz ventajosa para todos, dado el intemperante carácter del padre de la desposada, el conde Hugo de Ampurias, y su perniciosa inclinación a provocar conflictos.

El rostro de Ermesenda se tornó impenetrable.

–Imagino que no habréis hecho tan largo camino para comentarme obviedad tan notoria. Bien sabéis que quien promovió este enlace fui yo misma y que, además de mis trabajos, me costó buenos dineros, pues tuve que ceder al conde los terrenos de Ullastret que me pertenecían por herencia de mi esposo y por los que mantuve pleitos con el conde Hugo durante años.

El obispo palideció.

–Por ello, señora, es por lo que lo acontecido tiene gravísimas connotaciones.

–Me estáis importunando, señor obispo, id al fondo de la cuestión y acabemos de una vez.

–Como sabéis no vengo de mi diócesis de Vic, sino de Barcelona, pues por indicación del Santo Padre he intentado arreglar el asunto con vuestro nieto sin tener que recurrir a vos, pero mi intento ha sido baldío.

La voz de la condesa resonó en la estancia.

–¡Basta ya, señor! Estáis acabando con mi sosiego: decidme de una vez qué es lo que ocurre.

El obispo Guillem tragó saliva y se dispuso a afrontar las consecuencias de su misión.

–Señora, vuestro nieto está a punto de repudiar a su esposa, Blanca de Ampurias, para amancebarse con la consorte del conde Ponce de Tolosa a la que, según he sabido de sus labios, está dispuesto a recibir en Barcelona para tomarla, si es necesario, como barragana, caso de que el Papa no anulara su anterior matrimonio.

Las cejas de la condesa Ermesenda se alzaron amenazadoras y una abultada vena, augurio de grandes males como bien sabía el buen obispo, cruzó su frente.

La voz sonó en esta ocasión queda y destemplada como el silbo de un áspid.

–Explicádmelo todo con pelos y señales.

Guillem de Balsareny expuso la situación durante un largo rato y finalmente mostró a Ermesenda de Carcasona la carta del Santo Padre.

La condesa, tras leerla detenidamente, dejó en su regazo la alarmante misiva y se dirigió al desolado prelado, que aguardaba inquieto la decisión de la señora, consciente de su determinación de proteger los condados por ella heredados y que tan ímprobos sacrificios le habían ocasionado a lo largo y ancho de su vida; se había esforzado mucho para mantenerlos unidos frente a la levantisca nobleza y los había preservado intactos, primero para su hijo y después para su nieto.

–¿Qué se habrá creído ese insensato? He sacrificado mi vida para cumplir los deseos de mi esposo y ahora, ¿qué pretende? ¿Por mor de una pasión inmoral e indecente sacrificar el condado de Barcelona que sin duda se rebelará contra la impudicia que está a punto de cometer? ¿O ceder a las pretensiones del miserable Mir Geribert, que osó proclamarse príncipe de Olèrdola intentando eludir la potestas que me era debida por herencia y que sin duda aprovechará la coyuntura para llevar el agua a su molino? ¡Ni en sueños! No os preocupéis, obispo, que yo lidiaré las dificultades con mi vecino de Ampurias y obraré en consecuencia para que el cabeza loca de mi nieto vuelva al redil. Al primero le enviaré recado por mi yerno, Roger de Toëny, que no es santo de mi devoción pero que me es muy útil en estos menesteres, para que sus huestes, que por lo visto se sienten incómodas cuando gozan de un desmesurado descanso, gocen de un peculiar entretenimiento arrasando sus campos y quemando sus cosechas, caso de que no quiera avenirse a una paz honrosa. En cuanto a mi nieto, tendrá noticias mías en cuanto haya hablado con el Papa de este miserable suceso.

–El Santo Padre está en Roma y por cierto me consta que muy ocupado. No creo yo que Su Santidad tenga en proyecto visitaros, condesa.

–No soy tan vieja. Me gustará acudir a Sant'Angelo, y espero que el Papa me reciba con el mismo respeto con el que yo le recibiría. Que yo sepa hay las mismas leguas de Roma a aquí que de aquí a Roma; mis mulas son buenas corredoras y mis naves cruzan veloz y frecuentemente el Mediterráneo.

20

Los trabajos y los días

Barcelona, verano de 1052

MMartí Barbany había conseguido lo que tanto anhelaba. Estaba citado, por razón de la influencia de Eudald Llobet, en las dependencias donde el regidor de los mercados y consejero de finanzas de Ramón Berenguer I, Bernat Montcusí, despachaba los asuntos pertenecientes a su jurisdicción. Aquellos días el personaje estaba harto ocupado. El prohom recibía en una edificación de tres alturas y Martí tuvo conciencia de su importancia al observar la cantidad y el porte de los ciudadanos que pugnaban por obtener una audiencia. Desde el patio de carruajes ascendía una escalera de mármol con balaustres de hierro forjado y pasamanos de madera noble que desembocaba en una galería de soportales a la que se asomaban varias puertas, custodiadas cada una de ellas por un sirviente que tomaba los nombres de las personas que pretendían visitar a los diversos consejeros que allí acudían para tratar asuntos pertinentes a sus negociados. Martí ascendió los peldaños que conducían al primer piso y se dirigió a la penúltima puerta por indicación de Eudald Llobet que, con antelación, había concertado la entrevista. Martí se halló en un salón regiamente ornado, donde diversos grupos de ciudadanos charlaban en tono amistoso mientras esperaban a ser llamados. Su innato instinto curioso le hizo reparar en la circunstancia de que, si bien todos ellos tenían un común denominador, tendían a agruparse por oficios: los comerciantes no se mezclaban con los terratenientes ni éstos con los caballeros. De vez en cuando asomaba por la puerta del fondo un servidor y, a viva voz, convocaba de dos en dos a los presentes; en un principio no dio con el motivo, mas cuando le tocó la vez se hizo cargo al instante de que el tiempo del personaje era demasiado valioso para soportar la menor espera: de esta manera los visitantes aguardaban en su antesala y apenas había salido el primero ya entraba el siguiente. Su compañero de viaje no fue afortunado, ya que al llegar su turno le tocó soportar una reprimenda del subalterno secretario que cribaba las visitas del prohom, pues al parecer no llevaba conformado un documento que por lo visto ya se le había exigido anteriormente. A veces, pensó, se debía tener más miramientos con los sirvientes de los poderosos que con los mismos personajes, pues la condición humana hacía que cuanto más humilde fuera un hombre, más necesitado de consideración se manifestara. El ciudadano se retiró sin conseguir su propósito y Martí se esforzó por caer en gracia a tan quisquilloso individuo, y a su algo desabrida pregunta sobre quién era y qué pretendía, respondió:

–Veo que estáis muy ocupado y no quisiera entorpecer vuestros numerosos e importantes cometidos.

El secretario cambió de tono ante el halago.

–Sin duda vuestra pretensión estará bien documentada, pero pierdo lamentablemente mi tiempo en empeños vanos que no son de mi incumbencia. En la primera antesala debieran hacer una criba de los aspirantes a ser recibidos que no reúnan las condiciones requeridas, pero debo hacerla yo, lo que me hace perder un tiempo que necesito para otros menesteres. Las gentes son muy obtusas y mi labor no consiste en repetir una y mil veces cómo se debe presentar una solicitud. Si algún pliego llega a la mesa de mi señor sin estar debidamente conformado y sellado ni que deciros tengo quién sería el amonestado.

–Lo entiendo perfectamente y no voy a abusar ni de vuestro tiempo ni de vuestra probada competencia -prosiguió Martí, viendo que las zalamerías surtían su efecto.

–Estoy seguro de ello, vuestro aspecto lo pregona. Y decidme, ¿cuál es vuestra pretensión?

–Tengo una cita con el prohom, consejero de abastos y mercados, Bernat Montcusí. El padre Eudald Llobet ha concertado la entrevista.

El tono y el talante del personajillo se hicieron comedidos y respetuosos.

–¿Me hacéis la merced de vuestro nombre?

–Mi nombre es Martí Barbany.

–Perdonad un instante que consulte en el libro de audiencias.

El bedel manejó un montón de vitelas sujetas por un cordoncillo que se hallaba a su diestra, y con eficiencia y prontitud respondió:

–No teníais por qué esperar turno. Si me hubierais dicho quién sois y de parte de quién venís, no hubierais tenido que aguardar en la antesala. La persona que ha concertado vuestra entrevista es muy querida y respetada en esta casa.

–No tiene importancia, Dios me guarde interrumpir vuestro trabajo.

–Tened la bondad de sentaros. No tardo ni un instante.

El hombre, ufano y engolado, abandonó su sitio tras la mesa y después de una breve reverencia desapareció por la puerta que había a sus espaldas con el aire y la donosura de un senescal. La espera fue muy breve; al poco reapareció el personaje y con voz altisonante anunció:

–Don Bernat Montcusí, ilustrísimo señor consejero de abastos y mercados, os aguarda.

Martí se levantó y sintió al punto un ligero temblor de piernas.

–¿Cuál es vuestra gracia?

–Conrad Brufau.

–No dudéis que no olvidaré vuestro nombre, ni vuestra eficiencia.

El subalterno le invitó a seguirle. Fueron ambos pasillo adelante, y ante una artesonada puerta, el hombre se detuvo; en ella un centinela uniformado apartó su pica y permitió que el ujier se adelantara. El hombre, tras demandar la venia, introdujo a un asustado Martí en la estancia y se retiró.

Cuando la puerta se cerró y en ausencia del consejero, Martí contuvo los acelerados latidos de su corazón y se dispuso a observar.

Era ésta una pieza de contenida pero sobria riqueza. Todo lo que en ella había era de una calidad excelente y, sin embargo, nada pretendía ser ostentoso. Se notaba que la persona que en ella trabajaba estaba acostumbrada a manejarse entre piezas de la mejor factura importadas de lejanos reinos.

Bernat Montcusí era uno de los consejeros íntimos de la casa condal, aupado al cargo por la antigua regente Ermesenda de Carcasona, y se decía que ésta, en tiempos, visitaba su casa. Tenía fama de hombre duro, que sin embargo se rendía fácilmente al halago y era muy amante del brillo del oro. Una gran chimenea apagada que tenía la altura de un hombre presidía la pieza; en la repisa que la ornaba se podían ver objetos de distinta factura de un exquisito gusto. Llamó su atención un inmenso reloj de arena con doce marcas en cada uno de sus husos de vidrio soplado que indicaban las horas del día y de la noche, sujeto en su estrangulamiento por una abrazadera metálica y ésta a su vez fijada al muro, de modo que la persona que cuidara de tal menester pudiera dar, todos los días, el oportuno giro a fin de que la fina arenilla pasara de uno a otro sector. Frente a él había tres bancos de madera tallada revestidos con cómodos almohadones. Las paredes estaban guarnecidas con costosos tapices; a un lado de la estancia y frente a una ancha y redonda balconada, se alzaba una gran mesa de trabajo equipada con todo lo necesario: iluminada por un candelabro de ocho brazos y provista de plumas, tinteros, carpetas y polvos secantes.

Martí se aproximó y su pulso, ya de por sí apresurado, comenzó a galopar. Frente al sitial que presidía la mesa y montada en un pequeño caballete de pintor, se veía un menudo boceto y Martí reconoció al instante la mirada triste de la muchacha de los ojos grises que había presidido sus sueños muchas noches y de nuevo su memoria reprodujo le escena. Eran los mismos que le habían observado intrigados desde el palanquín el día que compró a Omar y a su familia, y por los que había osado pujar por la esclava.

Una voz resonó a sus espaldas.

–Imagino que no habéis venido a examinar dónde trabajo. Si sois tan amable, sentaos y explicadme el motivo de vuestra visita. Mi tiempo es limitado y si os he recibido sin espera se debe a las recomendaciones de mi confesor, Eudald Llobet, que vertió sobre vuestra persona encomiables opiniones.

Martí giró rápidamente sobre sus talones y se encontró en la presencia de una figura notable. El consejero era un hombre orondo, blanco de carnes, prácticamente sin cuello, ya que su doble papada se apoyaba en el pecho; una orla de pelo circunvalaba su calva y sus ademanes, lentos y solemnes, le indicaban que tomara asiento mientras le observaba atentamente con ojillos taimados y astutos. Martí no daba con las palabras justas para el momento que con tanta desazón había aguardado. Tomó asiento frente al personaje después de que éste hiciera lo propio.

–Bien, joven, si atesoráis la mitad solamente de las virtudes que el arcediano os supone, cosa que dudo, haréis en Barcelona una muy singular carrera.

Martí atinó a hablar.

–Eudald Llobet fue un gran amigo de mi padre y sin duda me trata con benevolencia.

–Conozco bien a vuestro valedor y no es hombre que prodigue lisonjas graciosamente por el recuerdo de una antigua amistad. Pero dejémonos de divagaciones, que el tiempo apremia y solamente podré dedicaros un rato. Ampliadme ese proyecto del que me ha hablado Eudald.

Martí inició sus palabras con voz vacilante, que fueron ganando en contundencia a medida que proseguía en su explicación. Al final, su tono ya no era el de un joven timorato sino el de un adulto que sabía de lo que hablaba. Bernat Montcusí atendió a su disertación con los sagaces ojos semicerrados, con la testa apoyada en el respaldo de su sitial.

–…Así conseguiríamos que el lujo de las viviendas de nuestros ciudadanos más ilustres produzca la admiración a los que nos visitan y dé prestigio a la ciudad.

Y con esta frase dio por cerrada Martí su intervención.

Tras una pausa que le pareció eterna, el consejero habló.

–Exposición brillante la vuestra, a fe mía, debo deciros que me habéis sorprendido: vuestra claridad y concisión son notables. Nuestro común amigo el padre Llobet no ha exagerado en sus apreciaciones al respecto de vuestra persona.

–Me abrumáis, señor.

–Y decidme, ¿cómo creéis que me podré justificar, en el supuesto que os dé los oportunos permisos para abrir vuestro negocio, ante la lluvia de reclamaciones que sin duda me lloverán por parte de los que se sientan perjudicados en los mercados y en las ferias por vuestra competencia?

Martí sonrió, ya que había previsto esta pregunta.

–A los que perjudicaría sobre todo es a los extranjeros. Pienso que no debería negarse el derecho de un vecino a comerciar con lo que mejor le convenga, emplear el beneficio de sus horas como mejor le parezca, amén de que los impuestos que habré de pagar por pasar los fielatos y tener un negocio dentro de las murallas redundarán en beneficio del tesoro.

–Notable, joven, notable. Dejadme que lo piense, y dentro de pocos días tendréis una cabal respuesta a vuestra solicitud. Decid a mi secretario dónde vivís y os prometo que nos volveremos a ver. Creo que mejor sería reunirnos en mi casa y aclarar algunos términos: hay situaciones y circunstancias que preferiría tratar fuera de este despacho. Como comprenderéis, todo tiene un precio, y el intentar llevar a buen fin vuestra iniciativa me costará el trabajo de convencer a algún reacio que otro, enemigo de cualquier novedad, y al que sólo el brillo del oro compensará su disposición natural de oponerse frontalmente a vuestra brillante iniciativa. Este gasto tendrá que salir de vuestra bolsa, pero pensad que es mejor un buen asunto entre varios que la miseria para uno solo: la caridad consiste en compartir con los demás, sobre todo si de ellos depende nuestra buena estrella, los frutos de un negocio.

Martí creyó que su oído le jugaba una mala pasada.

–Me honráis sobremanera, señor, no merezco la distinción de vuestra hospitalidad.

–No os preocupéis, tengo la certeza que en tiempo no muy lejano, no únicamente seréis digno de ella sino que superaréis con creces tal honor.

El ilustre personaje se puso en pie dando por finalizada la entrevista. Martí se despidió, inclinando la cabeza con un medido gesto que indicaba respeto aunque no sumisión. Al retirarse pudo lanzar de refilón una mirada al reloj de arena de la chimenea y se dio cuenta de que uno de los hombres más influyentes de la ciudad le había dedicado más de una hora de su valiosísimo tiempo. A la salida saludó amablemente a Conrad Brufau, que lo miró asombrado al constatar que el ilustre consejero había destinado a aquel visitante más del triple del tiempo que acostumbraba a emplear en despachar a cualquiera que entrara en sus dependencias en demanda de algo. Cuando ya llegaba al pie de la escalera que daba al patio de carruajes Martí Barbany se detuvo un instante; no sabía bien si su entrevista había sido franca y positiva o tenía alguna faceta que por el momento se le escapaba y que le iba a introducir en un juego harto peligroso.

21

El Papa de Roma

Roma, verano de 1052

EErmesenda de Carcasona embarcó en Cadaqués con destino final en Ostia, el puerto de Roma, de paso para el castillo de Sant'Angelo, residencia del pontífice Víctor II. Lo hizo en compañía del obispo Guillem de Balsareny y en una nave de un palo y vela cuadra con bandera del condado de Gerona, cuya navegación tenía justa fama de ser de las más seguras del Mediterráneo. Sabedora de que dicha plaza estaba bajo la influencia de Hugo de Ampurias, al que la intolerable actitud de su nieto, que había repudiado a su hija, había irritado hasta el paroxismo, se hizo acompañar por una mesnada de los normandos de Roger de Toëny cuya sola presencia intimidaría al más osado de los combatientes y que posteriormente habría de acudir a su encuentro en el puerto de Ostia para escoltarla en su periplo por la bota itálica. Llegaron a Cadaqués al amanecer del tercer día y la compañía de normandos se desplegó en herradura para proteger el embarque. Ermesenda y el obispo fueron conducidos a bordo en una chalupa, empujada por la boga de ocho remeros, hasta la nave. La pequeña embarcación se acercó a la más grande; Ermesenda fue ascendida en un inmenso cesto de mimbre hasta la cubierta del barco. Una vez aupada, el artilugio descendió y subió varias veces hasta que el venerable clérigo y las damas de compañía de Ermesenda, que venían en una segunda barca, estuvieron a bordo. La nave se había dispuesto para que la condesa viuda de Gerona gozase a bordo de las máximas comodidades. El capitán, viejo lobo de mar de experiencia contrastada, le cedió su cabina y colocó a las damas en un compartimiento arreglado junto a la segunda cubierta. Al obispo lo instaló en el castillo de popa, en el camarote del contramaestre, y en el sollado la escolta armada que la acompañaba. La travesía transcurrió sin novedad y al cabo de nueve días la condesa y su séquito arribaban a su destino. La tropa de sus caballeros la aguardaba y el gran normando ya tenía preparadas dos carretas con los correspondientes servidores para conducirla hasta el castillo de Sant'Angelo. El trayecto duró dos jornadas. A la vista de la tremenda fortaleza con sus torres redondas, sus inacabables almenas y sus poderosos merlones, el ánimo de los viajeros se estremeció. No así el de Ermesenda, que observaba imperturbable a su yerno Roger de Toëny y al obispo.

–¿Qué es lo que os acongoja? ¿Acaso turba vuestro ánimo un montón de piedras más o menos grande? Si así es, os diré que cualquier farallón de mis Pirineos es más importante que este castillo, y ha sido hecho por la naturaleza, así que no hay por qué amedrentarse.

Poco tiempo después de que llegaran al castillo y fueran convenientemente alojados, recibieron la noticia de que el Pontífice los recibiría de inmediato.

Ermesenda vistió sus mejores galas sin descuidar detalle alguno: el Santo Padre debía encontrarse ante una mujer poderosa, aunque a la vez humilde y afligida por una tremenda angustia. Escogió para ello un brial ricamente recamado de perlas, de escote cerrado hasta el cuello y de severo color negro; las mangas iban ceñidas a sus brazos y ajustadas a sus muñecas. Presentaba un rostro demacrado, sin una gota de albayalde en sus mejillas. Cuando el bruñido metal del espejo reflejó su imagen, la condesa se sintió altamente satisfecha. Unos golpes discretos sonaron en su puerta.

–Pasad, Guillem.

El obispo apareció ante ella. Su aspecto era el de un hombre realmente acongojado.

–Señora, ¿estáis preparada?

–Evidentemente, obispo. No me he vestido de esta guisa para asistir a un baile de carnaval.

–Pues vamos ya, señora. El protocolo indica que debemos estar en la antesala del camarlengo un tiempo antes de ser recibidos por el Pontífice.

–Aguardad un instante, Guillem.

Un autoritario gesto indicó a una de las damas de compañía que debía clavarle en el pelo un prendedor negro que sujetaba una mantilla de encaje gris que cayó desmayadamente sobre su rostro, como si fuera una cortinilla.

–¿Os parece bien mi atuendo, Guillem?

–Excelente: decoroso y sencillo. El toque final de ocultar vuestro rostro me parece un detalle que denota una modestia y un recato que sin duda serán gratísimos a ojos del Pontífice.

–Y que además me servirá para observar sin ser observada. ¡Qué incauto sois! – Ermesenda ahogó una carcajada irónica-. Claro que en vuestra diócesis de Vic no necesitáis usar estratagemas de alta política. Adelante, estoy lista.

El asombrado religioso partió detrás de la condesa. En la puerta de la cámara les aguardaba un monje y dos guardias: el primero les haría de cicerone y los segundos cautelarían su paso por las dependencias de Sant'Angelo. Pasillos, salones, escaleras sin fin, todas ellas vigiladas por guardias que se turnaban en sus paseos ante las infinitas estancias.

Tras el largo deambular llegaron ante la cámara del cardenal Bilardi, secretario pontificio y camarlengo. El sacerdote acompañante habló unas breves palabras con el oficial que guardaba su puerta y éste, tras consultar con alguien que no estaba a su vista, les introdujo en la salita donde el alto eclesiástico recibía previamente a los visitantes del Pontífice. Pese a estar avisada del lujo que presidía la residencia de los papas, Ermesenda no pudo dejar de admirar los ricos artesonados de los techos, los soberbios tapices que ornaban las paredes y los maravillosos lienzos y esculturas que jalonaban el recorrido.

Después de una breve espera, el camarlengo apareció en la puerta de su despacho, solemne y mayestático, vistiendo una túnica de holgadas mangas, ceñida a la cintura por una ancha faja de terciopelo grana. De su pecho colgaba una cadena de oro provista de un hermoso y trabajado crucifijo. El eclesiástico se adelantó hasta la condesa y el obispo palideció al observar que ésta lo recibía sin alzarse de su asiento, como si estuviera en Gerona recibiendo la pleitesía de un clérigo de poco rango de cualquiera de sus parroquias.

El avezado secretario, haciendo gala de su mejor estilo florentino y como si no se hubiera dado cuenta de la descortesía, entendiendo que procedía de una poderosa condesa catalana que regía de facto aquella complicada tierra, cuyos enrevesados conflictos de poder, marcados por pactos feudales y lazos de parentesco, eran tan difíciles de interpretar, la saludó gentil y caballeroso.

–Mi querida condesa, ignoro las circunstancias que os han obligado a visitarnos, pero celebro que con tal motivo gocemos los romanos de vuestra presencia.

La condesa, misteriosa y solemne, respondió:

–Mi querido Bilardi, hasta hoy solamente os había conocido por referencias a través de las nuevas que me trae de Roma mi buen servidor Guillem de Balsareny. Desde hoy podré afirmar sin desdoro que el camarlengo del Santo Padre es un caballero que no desentonaría como embajador en cualquier cancillería europea.

Ermesenda se había ya apuntado una victoria empleando el viejo subterfugio del halago al que tan sensibles son los hombres, incluidos, cómo no, los que dedican su vida al servicio de la Iglesia. Pero Bilardi se dio cuenta de inmediato.

–Señora, soy consciente de que el ser humano puede subsistir treinta días sin comer, tres sin beber agua y uno sin ser halagado, y esto último también reza para los clérigos cuya gran mayoría, aquí en Roma, peca de vanidades mundanas. Sin embargo, agradezco vuestra cortesía. Pero decidme, condesa, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?

–No quisiera creer que el cardenal camarlengo no está al corriente de los mensajes que el Santo Padre envía a sus feligreses por medio de sus servidores a lo largo de toda la cristiandad.

Guillem parecía descompuesto. Bilardi, el temido y poderoso secretario pontificio, no estaba acostumbrado a aquel lenguaje directo que empleaba Ermesenda.

–Señora, el Papa tiene su forma de actuar en cada momento.

–No creo yo que lleve su correspondencia personalmente. El Pontífice me envió aviso de un suceso de suma gravedad y aquí estoy para arreglar en lo posible el desaguisado. Os rogaría que no me obligarais a explicar dos veces la misma historia y me gustaría que estuvierais presente en la entrevista que está a punto de producirse, ya que vuestro consejo y experiencia pueden ser muy valiosos tanto para el Papa como para esta pobre y angustiada viuda.

Bilardi meditó un momento. Jamás nadie en toda su larga experiencia al servicio del Pontífice se había atrevido a ser tan claro ni concluyente, saltándose los laberínticos ceremoniales y los crípticos mensajes a que tan proclives eran los embajadores de todos los reinos que visitaban al Santo Padre.

–Está bien, condesa, si éste es vuestro deseo… Mi intención era conocer la trama que afecta a Barcelona desde el punto de vista político para exponer al Santo Padre la historia de manera que ganáramos tiempo. Comprended que el Santo Padre acostumbra a despachar en una jornada no menos de veinte visitantes y por ende procuro tener a Su Santidad previamente informado.

Ermesenda no dio su brazo a torcer.

–Monseñor, desde muy pequeña aprendí que nadie como el que la sufre es capaz de explicar la historia. Asimismo me consta que el único capital irrecuperable que tiene el hombre es el tiempo. No os preocupéis, llevadme ante el Vicario de Cristo y dejad que hable con él.

–Que así sea.

Guillem cruzó con el camarlengo una mirada expiatoria pidiendo perdón en nombre de su señora y ambos se dispusieron a comparecer en audiencia privada ante Víctor II.

Bilardi indicó con un autoritario ademán al capitán de la guardia pontificia que no era necesaria su escolta y caminó ante la condesa y el obispo hasta las imponentes puertas que protegían la sala de audiencias.

Tras hacerse anunciar, y apenas el mayordomo de día hubo pregonado la presencia de los augustos huéspedes, las hojas de las puertas se abrieron y entraron en el magnífico salón los visitantes catalanes.

La distancia que mediaba entre el quicio y el trono era considerable. Ermesenda calculó que sería más o menos el quíntuplo del salón más grande que ella hubiera conocido anteriormente. El trono papal estaba instalado en una plataforma separada del suelo por cinco escalones y bajo un dosel blanco y dorado. Todo ello recordaba al visitante su pequeñez y le invitaba a arrodillarse ante el representante de Cristo en la tierra. Víctor II lucía en todo su esplendor vestido con una inmaculada sotana alba y cubría su cabeza con la tiara papal, que reservaba para recibir a los altos dignatarios de la tierra a fin de recordarles que él era el rey de reyes, el máximo poder establecido y que cualquier poder terrenal estaba bajo su imperio.

Ermesenda ascendió los escalones e inclinó la cabeza ante el Pontífice y el obispo Guillem lo hizo un peldaño por debajo. El Papa les dio a besar su anillo pastoral y, pese a conocer exactamente quiénes eran sus visitantes, permitió que Bilardi hiciera la presentación oficial de los mismos.

Un profundo silencio se hizo en el gran salón, pues el protocolo obligaba a aguardar a que el Santo Padre abriera el diálogo.

La voz del Papa sonó rotunda y sus ecos retumbaron en la inmensa bóveda. Víctor II no era, como Bilardi, un diplomático. Consciente de su poder, podía permitirse ir al fondo del asunto sin perder el tiempo en vanas divagaciones.

–Me alegro de veros, hija querida, y os agradezco la premura con la que habéis acudido a mi reclamo. Nuestro servidor y sin embargo amigo, el obispo De Balsareny, se ha mostrado como siempre competente y eficaz. Hablemos, pues, del delicado asunto que nos concierne y sabed que he recabado vuestro consejo, pues sois la persona más informada en lo concerniente a lo que conviene a aquella querida tierra de Cataluña, tan amada por mí desde el sitio de Barbastro donde, por cierto, este vuestro nieto, que tantos motivos de preocupación nos causa ahora, dio muestras de un valor ejemplar que no se corresponde con la torpeza que ha cometido después. De ser el bastión que guarda a la cristiandad frente al poder sarraceno ha pasado a ser un ejemplo pernicioso que a todos perjudica. Hablad, Ermesenda, y procurad exponer libremente cuanto tengáis en vuestra cabeza sin tener en cuenta ante quien estáis. Sed lo más escueta y clara posible.

La condesa, consumada diplomática y avezada comediante, comenzó con un inmenso suspiro acompañado de un sollozo.

–Calmaos, Ermesenda, estáis ante el pastor que cuida a sus ovejas. Alzad vuestro velo y no lloréis, habéis llegado al final de vuestro camino.

La condesa retiró de su rostro la red de encaje que velaba sus ojos y miró al Papa frente a frente.

–Gracias, Santo Padre, pero cuando una débil mujer ha luchado con todas sus fuerzas para resguardar la única y verdadera fe frente a enemigos poderosísimos, y ve cómo al final de sus días un retoño de su propia sangre pone en riesgo lo conseguido con tantas tribulaciones y trabajos, entonces el desánimo y la angustia se apoderan de su alma y piensa en rendirse.

–Querida hija, sabemos de vuestras luchas y quebrantos, y no consentiremos que tal ocurra. Os enviamos mensaje acerca de las nuevas que recibimos, con el fin de que pudierais comprobar de manera fehaciente nuestras sospechas. Decidme pues qué es lo que está ocurriendo en Barcelona.

–Santidad, si no lo remediáis, viviremos tiempos de locura. Mi nieto Ramón Berenguer ha concebido una pasión infame por una mujer casada, para más escarnio, esposa del conde Ponce de Tolosa, cuestión que podrá traer no pocas y graves consecuencias políticas en la Septimania. Se dispone a vivir en concubinato con ella, para escándalo de sus súbditos y perjuicio de la religión.

–Nada nuevo me decís, pero recalco: lo que me contáis, ¿ya ha sucedido?

–Por el momento y antes de mi partida todavía no. Había ya repudiado a Blanca de Ampurias, dama de grandes cualidades con la que había contraído nupcias apenas ha un año, hija del conde Hugo, vecino de Gerona, con quien durante una eternidad mantuve incontables pleitos. La ofensa ha sido inconmensurable y me ha situado en una posición precaria de por sí insostenible que sé bien querrá aprovechar. Pero aquí no acaban los problemas políticos. Perdonadme que les dedique tanto tiempo, pero el conde Mir Geribert, que tiene la osadía de proclamarse príncipe de Olèrdola, ante la debilidad que tal situación provocará en el condado de Barcelona, se burlará de los derechos de mi otro nieto Sancho Berenguer y se apoderará del Llobregat. Creedme, santidad, que estoy desolada.

Víctor II meditó unos instantes en silencio.

–¿Qué es lo que proponéis, condesa, y qué es lo que puede Roma hacer para aliviar esta situación y defender la cristiandad de vuestras gentes?

–Santo padre, me habéis convocado ante vos, por lo que imagino que esta situación inquieta a la Iglesia. Creo que de vos depende sajar la herida e impedir que esta gangrena lo emponzoñe todo. Vos, paternidad, tenéis el arma capaz de atajar este mal.

–¿Cuál creéis que es esa arma, vos que conocéis tan de cerca a las buenas gentes de Cataluña?

Ermesenda no se arredró y musitó, en voz baja pero firme:

–La excomunión, santo padre.

Víctor II frunció el entrecejo en señal de profunda preocupación.

–No pensaba yo llegar a tanto. Lo que me proponéis es muy grave, condesa.

–Más graves serán sus consecuencias si no obráis con celeridad.

–¿Qué opináis de la propuesta de la condesa de Gerona, Bilardi?

El camarlengo, que estaba a un lado, expectante, respondió en tono moderado y político:

–Si no hubiera otra solución me plantearía la posibilidad, pero es tan grave que tal vez sea peor el remedio que la enfermedad. Creo que es mejor meditar algo más el tema: no es bueno tomar decisiones en caliente.

–¿Y vos, obispo?

Al ser interrogado, Guillem de Balsareny se planteó la disyuntiva de ayudar a la condesa o mostrar un talante más conciliador. Finalmente optó por lo primero.

–Paternidad, no soy yo, pobre sacerdote, la persona adecuada para opinar en asunto de tal trascendencia, pero ya que me preguntáis y como sujeto enterado de las cuestiones de Cataluña, creo que la Iglesia no debe permitir que una ofensa tal ocurra en su jurisdicción. ¿Qué opinarán los súbditos si esa licencia se otorga a los poderosos? ¿Quién no osará repudiar a su mujer si el precio de ese hecho es ínfimo?

Ermesenda aprovechó el apoyo de su obispo.

–Veréis, santo padre: si excomulgáis a mi nieto y a su barragana, otorgaréis a sus súbditos el derecho a la desobediencia, y un príncipe si pierde la auctoritas queda desarmado e inerme ante sus enemigos.

–Está bien, condesa. Sea. Guillem, tenedme puntualmente al corriente de cuanto suceda en Barcelona. Si las sospechas que todos abrigamos se cumplen, excomulgaremos a esa pareja de insensatos. Entonces, condesa, cuando todo el poder recaiga en vuestras manos, no olvidéis jamás quién os lo ha otorgado y obrad en consecuencia.

–Pero santidad… -terció Bilardi.

Víctor II respondió.

–No es tiempo de sutilezas, cardenal. Hay demasiadas cosas en juego y la autoridad del Papa puede quedar en entredicho. – Luego se dirigió a Ermesenda-. Si lo que intuís sucede, contad con mi beneplácito y ayuda.

–No dudéis jamás de mi persona. Amén de fiel creyente cumplidora de los mandamientos de la ley, soy persona agradecida.

–Entonces, condesa, id en paz y que Dios os guarde.

–Que Él quede con vos.

Mientras Bilardi se disponía a acompañar a Ermesenda y al obispo a sus habitaciones, la condesa hizo descender sobre su rostro el borde de su velo. Si Guillem hubiera podido ver su semblante hubiera observado cómo una sonrisa triunfal amanecía en sus labios.

22

El bosque de Cerignac

Tolosa, septiembre de 1052

EEl grupo no era precisamente numeroso. Dos jinetes trotaban delante de un pesado carruaje de cuatro ruedas que en sus portezuelas lucía el escudo del condado tolosano; las bajadas cortinillas de cuero encerado impedían ver el interior y a la vez salvaguardaban a los pasajeros del polvo del camino. De su baste tiraba un tronco de seis caballos; en el pescante había un cochero, látigo en mano, y montado a horcajadas sobre el primer animal, un joven postillón. Tras el carruaje y cubriendo la retaguardia, ocho soldados con lanza y broquel, luciendo asimismo, en las gualdrapas de sus caballos, los colores de Tolosa, y tras el último hombre y en reata, sujeta a su arzón mediante una cuerda, trotaba Hermosa, la yegua de la condesa. Habían dejado atrás el Garona, que bajaba crecido, y llevaban viajando casi todo el día. Habían realizado ya dos cambios de cabalgaduras. El capitán que mandaba la tropa oteaba inquieto el horizonte temiendo que un cielo gris en panza de burro que se cerraba amenazante se abriera de repente para descargar un aguacero que presumía temible. Conociendo el carácter de su ama, no osaba ordenar una parada en busca de refugio, porque la orden que había recibido a la salida era la de atravesar el bosque de Cerignac antes de que oscureciera. Dentro del carruaje se acomodaban la condesa Almodis, el bufón Delfín y Lionor, su primera camarera. La condesa de Tolosa había escogido con sumo cuido a esta última de entre toda su corte, por ser una dama en la que depositaba su plena confianza y que había optado, pese al riesgo que ello acarreaba, por acompañar a su señora y seguir su destino.

–Delfín, creo que el momento ha llegado -susurró Almodis.

El enano se removió, inquieto.

–Ciertamente ama, estamos llegando a la mitad del bosque. Según nos informó el caballero Gilbert d'Estruc, poco ha de faltar para el encuentro. ¿Estáis preparada?

–Desde el lejano día que visitó el castillo el conde, estoy más que dispuesta. Es la espera lo que está acabando conmigo -respondió Almodis con un suspiro.

–¿Creéis que todo saldrá bien, señora? – preguntó Lionor, visiblemente pálida.

Cuando Almodis se disponía a contestar a su camarera, el carruaje crujió sacudido por un frenazo brutal. Un sinfín de juramentos se escucharon en el exterior, seguidos de un batir de cascos. De lo alto de la arboleda habían caído sendos lazos que aprisionaban al cochero y al postillón, prendiéndolos por la cintura, manteniéndolos en vilo sobre el carruaje; la portezuela del lado del camino se abrió de golpe y por ella apareció el rostro ennegrecido de Gilbert d'Estruc, acompañado de otro individuo barbudo y de aspecto peligroso.

Unas breves órdenes los conminaron a descender del carruaje. En cuanto Almodis puso el pie en tierra, supo por la actitud de Gilbert d'Estruc que su escolta estaba dispuesta a defender a su condesa y que por lo tanto se ponía en práctica la segunda opción del plan. Todo sucedió en un instante. El asta de una flecha fue a clavarse en la axila del jefe de los hombres de Tolosa. Un grupo de facinerosos rodeaba a la tropa; los hombres que habían galopado delante del carro estaban desmontados y desarmados. Lionor y Delfín habían descendido y aguardaban a su lado sin atreverse a musitar palabra alguna. De las ramas bajas de los frondosos árboles se descolgaron tres ballesteros con el arma a punto y el carcaj repleto a la espalda. Detrás de Almodis se habían colocado Gilbert d'Estruc y su barbudo compañero: el primero la sujetaba por la cintura y le había colocado una afilada daga en la garganta.

–Como podéis ver, capitán, luchar y resistirse sería un desatino. Creo que vuestro señor podrá pasar un tiempo sin su querida esposa, tal vez incluso le sirva de descanso, antes de desembolsar una cantidad que para él no es nada y que a nosotros nos arreglará el invierno.

Los soldados aguardaban órdenes de su jefe, que sangraba profusamente por la herida de la ballesta en tanto que los atacantes, vestidos todos a cuál más andrajoso, se mantenían alerta atentos a la menor indicación del hombre que amenazaba a Almodis.

–A nada conducirá que intentéis defenderme, capitán -exclamó la condesa con un hilo de voz-. La partida está perdida. Estos malandrines no quieren otra cosa que un rescate… -Al ver que el capitán titubeaba, añadió-: No os preocupéis, en cuanto sea libre diré a mi esposo que he dado yo la orden de rendición. Ahora haced lo que os digan, por Dios bendito.

El soldado aún dudaba.

La voz de D'Estruc sonó autoritaria, aunque preñada de cierta sorna.

–La dama dice bien, capitán. Vuestro honor quedará a salvo, más que si volvéis a Tolosa con el cadáver de la condesa.

El capitán abatió su espada y dio orden a la escolta que hiciera lo mismo.

–Eso está mejor, habéis obrado con prudencia. Hoy la fortuna no os ha sido propicia, pero vuestra actitud ha hecho que exista un mañana y otra nueva oportunidad que en caso contrario no hubierais tenido.

A continuación todo transcurrió con rapidez. Los hombres fueron desmontados, el tronco de caballos desenganchado y espantado mediante el fuego de unas antorchas. En cuanto desaparecieron, arrastrando bridas y cadenas, cada uno de los asaltantes ató al arzón de su silla un caballo de los sorprendidos soldados; luego, tras serles arrebatadas todas las azagayas y las flechas, D'Estruc dio órdenes para que se les respetaran las dagas y las espadas y el cochero y el postillón fueron liberados de sus ataduras.

–Ved que nos portamos como auténticos caballeros y no os dejamos en medio del bosque inermes a merced de cualquier bestia que os pueda salir al paso. Lo único es que el camino se os hará más largo, cosa que nos conviene para tener tiempo de realizar nuestros planes. En fecha próxima, si el conde de Tolosa se porta tan juiciosamente como su capitán, podréis tener la alegría de recibir en el castillo a vuestra condesa.

El capitán de la tropa ni tan siquiera se dignó responder a aquel facineroso, y sujetándose la base del asta que sobresalía de su axila con la otra mano, se dirigió a su señora en tono abatido pero con una nota de orgullo.

–Condesa, de no mediar vuestra orden, sabéis que hubiera muerto por vos. Comunicaré a vuestro esposo el resultado de tan aciaga jornada y aguardaré con ansia la ocasión de devolver el golpe a esa ralea de desalmados.

–Id, capitán, y sabed que vuestra honra quedará indemne. Los acontecimientos decidirán por todos nosotros, no somos más que hojas movidas por el viento del destino -respondió Almodis, intentando mostrar una tristeza que estaba lejos de sentir.

La partida de bandoleros montó en sus respectivos caballos y a la grupa de los equinos de Gilbert d'Estruc, Perelló Alemany y Guillem d'Oló lo hicieron Almodis, su dama Lionor y el pequeño Delfín, al que no le llegaba la túnica al cuerpo. Hermosa iba sujeta a la silla de uno de ellos.

23

Socios peligrosos

Barcelona, septiembre de 1052

LLa mansión del consejero del conde, Bernat Montcusí, estaba situada en los aledaños del Castellvell. Uno de sus costados se apoyaba en la muralla de la ciudad, de manera que al camino de ronda de la misma se accedía desde su residencia. Su construcción, solidez y altura contrastaba con las de los edificios vecinos, que a su lado parecían casas de labriegos. Constaba de planta y dos pisos, más una galería cubierta por un tejadillo soportado por arcos simétricos. A la entrada se abría un arco que daba a un pequeño patio de armas, provisto de dependencias para la guardia. En la parte posterior, y rodeado por una tapia de piedra ornada por una espesísima enredadera, lucía un jardín poblado de arbustos, parterres frutales y caminos que conducían a un estanque artificial en el que unas carpas saltarinas hacían las delicias de los visitantes. En el ángulo más alejado de la casa, una pérgola cubierta de enramada hacía las veces de comedor de verano cuando la canícula atormentaba la ciudad. Hacia esta mansión encaminó los pasos de su caballo un Martí Barbany que todavía no acababa de creerse la buena estrella que presidía su suerte desde que había pisado Barcelona. Al llegar al portal descabalgó y entregó las riendas de su cabalgadura a un palafrenero que acudió desde el interior a hacerse cargo de ella y que, avisado de que alguien venía a almorzar con su amo, demandó su nombre y condición.

–Soy Martí Barbany y estoy citado con el consejero del conde.

–El muy ilustre Bernat Montcusí os aguarda en la glorieta del jardín. Si sois tan amable y tenéis la gentileza de seguirme…

El criado se adelantó y entró en el patio de carruajes llevando de la brida la montura de Martí y éste, sacudiéndose el polvo de las perneras, siguió tras él. Llegando al arco que delimitaba la entrada de las caballerizas, el hombre entregó el animal a uno de los mozos de cuadra que salió a su encuentro y con un leve gesto indicó al joven que le acompañara. Traspasaron ambos el fresco umbral de la vivienda y entraron en un pasadizo de ladrillo cocido que rodeaba la mansión y desembocaba directamente en el jardín. Allí, su acompañante cedió su cuidado a la atención de un mayordomo sin duda de mayor rango que, tras hacerse cargo de su ligera capa y de su sombrero de felpa, le condujo hacia la glorieta. A medida que avanzaba, Martí observaba con ojos curiosos de hombre de campo aquella maravilla de simétrico vergel. Los sombreados caminos, los regates de agua, los ordenados parterres… Todo requería unos cuidados que únicamente podían prodigar las manos de gentes traídas de otras latitudes y expertas, al igual que su Omar, en el uso del agua.

Sus ojos divisaron al consejero que, sentado bajo el emparrado de la glorieta, soportaba el rigor de la canícula sorbiendo una bebida que le servía de una frasca de cristal veneciano un muchachito que por su tez quizá fuera andalusí, mientras otro de aspecto parecido venteaba suavemente el aire con un inmenso abanico de plumas de marabú.

De nuevo un hormigueo creciente le atenazó las corvas, que cedió sin embargo al ver la ancha sonrisa que asomó a los labios de Bernat Montcusí. El criado desapareció con una inclinación de cabeza y dejó a un atribulado Martí frente al hombre tal vez más influyente en la corte de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, tras el senescal Gualbert Amat, el veguer Olderich de Pellicer y el notario mayor, Guillem de Valderribes.

–Estimado joven, habéis tomado posesión de vuestra casa.

A Martí no dejó de extrañarle la favorable predisposición que intuyó en un hombre tan importante.

–Me hacéis un inmenso honor al permitir que invada vuestra intimidad cual si de un recién llegado y lejano pariente se tratara.

–Sabéis que los amigos del padre Eudald lo son míos, más aún tratándose de alguien que tan favorable opinión merece. Pero tomad asiento, que las normas de la buena crianza no me permiten hacerlo a mí antes que vos y estas viejas piernas se quejan de continuo, maltratadas por la maldita humedad de esta ciudad.

Sin apenas darse cuenta, Martí se encontró situado de igual a igual frente a su poderoso anfitrión.

Tras un prólogo convencional fruto de las elementales normas de cortesía, el consejero entró en materia.

–Bien, querido Martí, he hablado con las personas a las que atañe de alguna manera vuestro proyecto y si salvamos unos inconvenientes que sin duda entenderéis, el consejo es proclive a otorgaros un permiso condicional para comerciar durante un año y que pondrá a prueba vuestras capacidades.

El corazón de Martí comenzó a latir aceleradamente.

–Pero mejor que pasemos al refrigerio. El vino tomado con mesura no hace daño y ayuda a unir voluntades.

Martí creyó entrever una segunda intención en estas últimas palabras.

El consejero se alzó de su sitial y se dirigió a una mesa preparada para dos comensales y dispuesta en el centro de la glorieta. Martí lo siguió al punto sin saber el papel que debía desempeñar durante el ágape, y decidió seguir las pautas que marcara su anfitrión y no adelantar opinión alguna hasta que éste descubriera sus ocultas intenciones. Dos fámulos aparecieron al instante y se colocaron a la espalda de ambos, disponiéndose a acercar los asientos a los comensales. Martí esperó a que su anfitrión lo hiciera y se sentó a continuación. El día era caluroso y el emparrado brindaba un delicioso y perfumado oasis de sombra. La mesa presentaba un aspecto magnífico: los platos eran de fina porcelana y las copas, de vidrio veneciano trabajado en color verde.

La conversación se hizo fácil y al cabo de un poco, a Martí le pareció que el consejero le era mucho más cercano. Sin embargo, su instinto le advertía que aquella muestra de confianza era una argucia del astuto viejo para crear el clima que le conviniera.

El tiempo transcurrió sin sentir y la charla anduvo por mil vericuetos distintos.

A llegar al postre Martí supo que el momento clave de la entrevista había llegado: el consejero e inspector de mercados y de ferias se disponía a aclarar las cosas. Tras despachar a los sirvientes, habló en tono claro y conciso.

–Joven, el otro día en mi despacho me di cuenta de que podéis ser la persona que andaba buscando.

Martí asimilaba y escuchaba, intentando captar todo cuanto dijera para poder ordenarlo después.

–El servicio del conde es muy honroso pero poco productivo, pues me ata las manos de forma tal que numerosas ocasiones que, bien aprovechadas, podrían rendir pingües beneficios, pasan por mi lado y nada me aportan. Sin embargo, si encontrara a la persona indicada y ésta me sirviera lealmente, podría hacerla rica sin menoscabo de mi honra ni mi influencia.

Martí guardaba silencio, pues no quería precipitarse ni en asentir ni en negar.

El otro prosiguió:

–No creáis que es fácil: cualquier miembro de una de las destacadas familias de la corte no me sirve. Esta gente ignora que el fruto del trabajo ennoblece al hombre y toman como desdoro el dedicarse al comercio. Además, mi cargo es codiciado por muchos y, caso de que pudieran, me tenderían una celada para que mi persona cayera en desgracia delante del conde.

Martí optó por aparentar cierta inocencia y preguntó:

–Y ¿qué puedo hacer yo, pobre recién llegado a la corte, para ayudaros en tan estimulante empeño?

–Eso precisamente es lo que más me interesa. Veréis, sois un joven al que aún no conoce nadie; tenéis ambición y la opinión del padre Llobet os avala. No sois ciudadano de Barcelona y cualquier cosa que hagáis que pueda despertar envidia quedará compensada por mi influencia. Creo, por tanto, que el trato os conviene más a vos que a mí.

–Pero, con todo respeto, señor, ¿en qué consistirá dicho trato?

–Es muy fácil: he entendido, tras la charla del primer día, que sois un joven emprendedor y con inquietudes, y que a lo largo del tiempo intentaréis desarrollar cuantas iniciativas creáis oportunas. Pues bien, todas aquellas que requieran de un permiso especial que de mí dependa, ya sea el permiso en sí o la posibilidad de lograrlo de instancias más altas, estarán gravadas por una gabela que irá variando en función de la rentabilidad del negocio.

El pensamiento de Martí trabajaba como un torrente: si se negaba, se indispondría con uno de los más influyentes personajes de la corte; en cambio, si transigía tendría una vía mucho más abierta en cuantos negocios quisiera emprender. Nada le impedía ser socio de nadie, no le quedaba otra salida y se decidió rápidamente.

–No sólo acepto vuestra generosa oferta, sino que os agradezco infinitamente la oportunidad que me brindáis.

–No necesito deciros que nuestro pacto es reservado y que únicamente vos y yo conoceremos el alcance del mismo.

–Lo entiendo perfectamente. No os preocupéis, sé guardar un secreto.

Por vez primera la cara del viejo adquirió un rictus amenazador.

–Si os equivocarais, no soy yo precisamente el que debería preocuparse.

Pero su expresión se distendió enseguida. Se puso en pie y, alzando su copa, invitó a Martí a brindar.

–Por nuestros grandes proyectos y mejores negocios.

Martí imitó a su anfitrión, y las copas se rozaron levemente en un suave brindis.

Tras indicarle que al día siguiente acudiera a su despacho, la charla transcurrió sin más altibajos. Un rato después, el consejero Montcusí se dispuso a acompañarlo a la salida. Habían ya atravesado la zona de los parterres y cuando iban a entrar en el pasadizo de ladrillos a Martí se le paró el pulso: acompañada de una adusta ama y airosa como un cedro del Líbano, avanzaba hacia ellos la muchacha de los ojos grises que apenas había entrevisto en la subasta. Al llegar a su altura el viejo irremediablemente tuvo que presentar a la doncella.

–Mirad, Martí, os presento a mi hija, Laia. Hija, éste es mi nuevo amigo Martí Barbany.

El joven hizo una torpe reverencia y musitó:

–Quedo rendido a vuestros pies, señora.

Las mujeres continuaron su camino y Martí las siguió con la mirada, condición que le impidió observar la que el consejero le dirigió a él con ojos aviesos y taimados.

Bernat Montcusí pasó la tarde encerrado en su despacho. La noche había caído, los criados habían iluminado la estancia con cirios y velones. Su mayordomo le sirvió a petición suya un ligero refrigerio y la servidumbre se retiró a sus aposentos. Ni un solo ruido se oía en el palacete. Bernat Montcusí tomó un candelabro que iluminaba su escritorio y se dirigió a una pieza del segundo piso que permanecía siempre cerrada a cal y canto. Extrajo del bolsillo de su bata una pequeña llave y tras abrir la puerta se introdujo en la estancia. Dejó sobre una mesilla el candelabro y se echó sobre el entarimado. Sus manos tentaron una falsa pieza, que se deslizó sobre una guía bajo la presión de sus dedos. El pequeño agujero que cubría la tablilla quedó al descubierto y el hombre clavó su ojo derecho en él. En aquel momento, Laia se desprendía de sus sayas; luego hizo lo mismo con sus calzas de algodón. La muchacha se quedó un momento ante él en su púber desnudez.

Bernat Montcusí, consejero del conde, llevó la mano izquierda a su entrepierna y comenzó a masturbarse.

24

El embarque de Almodis

Tolosa, septiembre de 1052

LLa partida salió del bosque de Cerignac al cabo de un tiempo. Gilbert d'Estruc mandó detenerse a la tropa y se dispuso a atender a Almodis en cuantos deseos expresara al respecto de un merecido descanso o un alto en el camino para ocuparse de las urgencias del incómodo viaje para gentes poco acostumbradas a largas cabalgadas. Los semblantes de Lionor, la dama de compañía, y del enano eran un poema: el polvo surcaba sus rostros dejando en ellos regueros de apelmazado sudor.

–Señora, llevamos una gran ventaja aun en el supuesto de que alguien nos hubiera seguido. Si queréis, podemos descansar un rato para que podáis recuperar fuerzas.

–Yo no necesito descanso, aunque mi dama y Delfín tal vez sí. En cuanto se hayan repuesto seguiremos camino. Lo que me urge es llegar pronto a mi destino.

Doña Lionor se acercó a su señora y le habló al oído.

–Señora, me urge hacer un aparte. Mi organismo requiere una parada, la naturaleza tiene sus necesidades… Y creo que a Delfín le ocurre lo mismo.

–Está bien, Gilbert -cedió la condesa de mala gana-, haremos un alto y continuaremos. En tanto mi dama se aparta un poco, os ruego, si es que ya podéis, que me notifiquéis la parte del plan que nos queda por cumplir.

–Ahora ya puedo, señora. El peligro mayor ya ha pasado y es momento de que sepáis todo cuanto ha decidido mi señor. Veréis, dentro de unas pocas leguas llegaremos a una masía fortificada en la que nos aguardan un grupo de caballeros catalanes fieles a nuestro señor conde Ramón Berenguer, que nos escoltarán durante el resto del viaje. Allí descansaréis y os prepararéis para la segunda etapa del itinerario. Mi señor ha considerado el riesgo que representaría atravesar los Pirineos por uno de los desfiladeros de la montaña, ya que son lugares proclives a emboscadas, y ha decidido que lleguéis a Barcelona por mar. Una nave fletada por judíos tortosinos nos aguarda en una de las radas que hay junto a Narbona. Allí embarcaréis oculta en un gran baúl, y en otro lo hará Delfín, cuya figura llama notablemente la atención. Vuestra dama, vestida con hábito de monja, lo hará junto a vos para atender cualquier cosa que se os ofreciera en vuestro escondrijo. No conviene que alguien os reconozca y lleguen noticias a Tolosa antes de lo conveniente. Una vez a bordo gozaréis, dentro de los límites que marca una nave, de cuantas comodidades os han sido hurtadas hasta este momento. Entonces, si el cielo nos es propicio, no tardaréis más de cuatro o cinco días en llegar a Barcelona, donde mi señor os aguarda, consumido por la espera.

–Entonces, buen caballero, no seré yo quien le haga esperar. Soy poco dada a melindres y subterfugios propios de damiselas para hacer valer su condición femenina. Os ruego que me exijáis el mismo esfuerzo que demandéis a vuestros hombres.

–Señora -dijo el caballero D'Estruc con creciente respeto-, creo que en toda mi vida no he conocido dama más esforzada que vos ni más dispuesta a arrostrar peligros propios de soldados.

Doña Lionor y Delfín ya regresaban, cada uno por un lado, de lo más hondo de la floresta, y el grupo se dispuso a proseguir. En esta ocasión habían preparado las cabalgaduras para que Almodis y doña Lionor pudieran montar en sillas laterales, que proporcionaban una comodidad de la que hasta aquel momento habían carecido. La primera lo hizo en Hermosa y la segunda en una mansa yegua, en tanto que Delfín montaba en un caballejo proporcionado a su altura.

Una galera permanecía anclada frente a la rada. La luz de tope brillaba en la punta del palo mayor por encima de la cofa del vigía, y la del fanal de popa titilaba en las tranquilas aguas de la pequeña ensenada. La galera había enviado a la playa dos chalupas dispuestas a hacer cuantos viajes fuera menester entre la nave y la orilla a fin de transportar a bordo todo lo que fuera necesario. A ésta se acercaba un grupo de gentes a pie y a caballo, portando los primeros sendos baúles: uno de considerable tamaño y el otro más reducido. Ni un pescador de los que cosían redes o se afanaban en tareas propias de las gentes de mar, y que estaban a punto de salir en barcas provistas de fanales de mecha para ir a la pesca de cefalópodos, se extrañó de la original comitiva. Nadie curioseaba en la mercancía que se trasegaba desde la costa a las embarcaciones que anclaran en aquellas latitudes, pues siendo aquella ribera costa de contrabandistas no era conveniente meter las narices en negocios que no concernieran directamente a cada uno. No era bueno indagar en demasía, ni importunar embarques que las más de las veces correspondían a gentes poderosas. La comitiva llegó hasta la orilla. Las órdenes las daba un caballero de buen porte cuya voz revelaba autoridad.

–En primer lugar, llevad a bordo el baúl grande, y vos, madre -dijo, refiriéndose a la religiosa que de pie y a un lado aguardaba-, ocupaos de que sea transferido con todo cuidado y alojado en el lugar más seguro de la galera.

Los hombres de pie, ayudados por los remeros y servidores de la chalupa, se afanaron en obedecer y colocaron, no sin gran esfuerzo, el inmenso arcón en la proa de la nave. Los viajes fueron produciéndose sin interrupción y, una vez cargado todo el equipaje, subieron a bordo los seis caballeros de más rango. Los demás tomaron por la brida el resto de las cabalgaduras y desaparecieron de la playa a toda prisa, tal como habían llegado. Gilbert d'Estruc, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló acompañaron a la que sería su señora dispuestos, si las circunstancias lo requerían, a dar la vida por ella.

25

Proyectos y ambiciones

Barcelona, septiembre de 1052

MMartí andaba hecho un mar de incertidumbres y perplejidades. Una y otra vez su cabeza devanaba la conversación que había mantenido con Bernat Montcusí, consejero áulico del conde. Aclarar sus dudas requería una elevada dosis de prudencia, pues cualquier desliz que llegara a oídos de tan conspicuo personaje entrañaba un innegable peligro, por lo tanto debía de ser astuto y comedido. Pensó en primer lugar pedir consejo a Eudald Llobet, pero al punto desistió ya que, al ser éste una persona allegada al consejero, cualquier desacuerdo podría acarrear incómodas consecuencias para ambos. Después de mucho meditar, decidió recurrir a Baruj Benvenist, que desde el primer momento le había tratado con mesura y cordialidad. Después de indicar a Caterina, que ya ejercía en su casa las funciones de ama de llaves con celo y pulcritud, que llegaría tarde a cenar, encaminó sus pasos hacia la iglesia de Sant Jaume para desde allí dirigirse hacia el portal de Castellnou y llegarse hasta la morada de Benvenist. Al arribar volvió a admirar la solidez del edificio y la disimulada riqueza de los materiales empleados para levantar aquella casa. Recordando la primera visita que había realizado en compañía de Eudald Llobet, buscó la disimulada cadenilla que accionaba la campana y tiró de ella. Casi al punto el rumor de unos breves pasos fue aumentando y cuando aguardaba que, como la anterior vez, se abriera la mirilla, lo que se abrió fue la puerta y en ella apareció el pícaro y pecoso rostro de una niña que no habría alcanzado todavía la pubertad y que se quedó ante su presencia más sorprendida que él mismo.

–Que Elohim os guarde.

–Que Él esté contigo -respondió Martí-. ¿Está en casa don Baruj Benvenist?

–Mi padre está en su gabinete, pero si tenéis la amabilidad de aguardarlo sin duda os recibirá -explicó la niña, sin dar la menor muestra de timidez-. Mi nombre es Ruth, soy su hija pequeña. Pero pasad, no os quedéis en la puerta.

Martí, divertido ante el desparpajo de la muchacha, se atrevió a añadir:

–El mío es Martí Barbany. No tengo cita previa; he venido al albur de no ser recibido, pero debo tratar con él un asunto urgente. Por favor, consúltalo con tu padre, y si él decide que no procede, aguardaré a verlo en mejor ocasión.

–Mi padre ha hablado de vos en muchas ocasiones y siempre con buenas palabras. Si tenéis la amabilidad de seguirme, haré lo posible para que la espera os sea grata y breve. Venid.

La muchacha aguardó a que Martí atravesara el quicio de la puerta y tras cerrarla le indicó que la siguiera. El joven fue tras la niña sin dejar de admirar la donosura de su paso, la brevedad de su talle y la longitud de sus trenzas. Recorrieron el camino que Martí ya conocía y al llegar a la bifurcación del pasillo cuyo ramal derecho conducía al despacho del judío, la niña tomó la dirección contraria que llevaba directamente al jardín. Los olores transportaron a Martí a su última visita a la mansión de Bernat Montcusí y no pudo impedir el comparar ambos jardines. Sin duda el del prohom era mucho más fastuoso, pero el buen gusto, la frescura de los arbustos, la distribución de los árboles y lo singular del pozo de éste eran infinitamente más gratos a los sentidos.

La niña condujo a Martí bajo un frondoso castaño que, al caer la tarde, proyectaba en la hierba una sombra alargada y acogedora. Bajo el inmenso árbol se veían cuatro asientos y un banco rodeando una gran mesa de pino; colgada de una de sus ramas y sostenida por dos cuerdas adornadas con florecillas permanecía quieta la plancha de madera de un columpio.

–Aquí podréis aguardar a mi padre sin que os agobie el calor húmedo de la ciudad. Yo siempre que puedo me vengo aquí: es mi lugar favorito.

A Martí le hizo gracia la actitud de la niña y cuando se disponía a responder que aguardaría al cambista en cualquier lugar, ella se adelantó.

–Os voy a traer una limonada que os refrescará. La hago yo misma, y de paso comunicaré a mi padre que estáis esperándole.

Sin dar tiempo a que Martí pudiera darle las gracias, la muchacha desapareció de su vista con el grácil caminar de una gacela.

Desde la perspectiva del jardín, Martí observó la casa. Desde donde estaba pudo observar la galería que correspondía al despacho del judío y, más allá, dos entradas que supuso corresponderían a habitaciones particulares; a continuación la casa hacía un ángulo y las dependencias subsiguientes deberían ser las cocinas. En este cometido andaba su mente cuando ya regresaba la chiquilla, cargada con una bandeja sobre la que había una frasca colmada de un apetecible líquido amarillo y dos copas.

–Si no os importa, os acompañaré. Siempre es mejor beber en compañía que hacerlo solo.

Al tiempo, colocó en la mesa la bandeja y tomando la frasca, colmó las dos copas de limonada.

–Gracias -dijo Martí con una sonrisa-, eres muy gentil, pero no quiero que pierdas el tiempo conmigo. Cuando he llegado me ha parecido que te ibas a hacer algún recado. Por favor, no hagas cumplidos: yo esperaré a tu padre.

–No os preocupéis, mi recado puede esperar. Bebed y decidme qué os parece mi limonada.

Martí se llevo a los labios la copa y tras probarla halagó justamente a la muchacha.

–Deliciosa y refrescante, como tú.

La niña, con una soltura que no correspondía a su edad, comentó:

–Gracias por vuestro cumplido. Así es como yo creo que deben ser las muchachas si pretenden agradar a alguien. Lo que espera un hombre al llegar a su casa es un poco de paz y sobre todo alegría.

–Créeme si te digo que si practicas lo que dices no tendrás problema alguno en encontrar, cuando llegue el tiempo, un buen marido.

La muchacha ensayó una sonrisa encantadora.

En aquel momento la puerta que correspondía al despacho de Baruj se abrió y apareció en el marco la figura del judío, recogiendo el vuelo de su ropón bajó los escalones que mediaban entre la casa y el jardín. En tanto se aproximaba iba hablando en tono afable:

–Querido amigo, ¿a qué debo el honor de vuestra visita? Mi hija me ha comunicado vuestra presencia y he despachado en cuanto he podido mis diligencias para poder atenderos.

Martí se había puesto en pie y dejando la copa en la mesa se adelantó a su encuentro.

–He estado aguardando en deliciosa compañía. Debo felicitaros: vuestra hija es una encantadora criatura y una atenta anfitriona.

–Gracias por el cumplido; creo que tanto su madre como yo hemos pretendido enseñar las normas de la buena crianza a nuestras tres hijas, aunque a veces me pregunto si son tan bien aprendidas como han sido enseñadas.

La niña aguardaba sonriente. El judío se dirigió a ella.

–Ruth, por lo visto en esta ocasión lo has hecho muy bien. Por una vez y sin que sirva de precedente, estoy orgulloso de ti, aunque no me cabe duda que nuestro huésped ha sido de tu agradado; si no, ya hubieras buscado la excusa para traspasar la misión a alguna de tus hermanas. Ahora, si eres tan amable, despídete y ve adentro. Tu madre te espera.

La chiquilla, con un mohín caprichoso, preguntó a su padre:

–¿Puedo acabarme la limonada en vuestra compañía? Vos siempre me habéis dicho que no es norma de buena crianza dejar que un huésped beba solo.

–Ruth, no me vengas con argucias de mujer. Yo atenderé a nuestro huésped. Trae otra copa y retírate.

Martí observaba la escena divertido en tanto la muchacha tomaba la bandeja con su copa y tras una breve genuflexión se retiraba hacia la puerta de la cocina.

–Sabed excusarme. Nadie conoce la cruz de un padre que buscando al hijo ha traído al mundo a tres mujeres.

–Si sus hermanas son tan encantadoras como esta pequeña, os auguro una vejez dorada.

El judío sacudió la cabeza.

–Tengo mis dudas. La mujer es un espejo de mil facetas y en cada circunstancia y ocasión, a su absoluta conveniencia, muestra una u otra. Hoy le ha ilusionado vuestra compañía: tal vez la habéis tratado como a una mujer y a sus apenas once años, esto ha colmado su felicidad y ha mostrado su cara más amable. Pero ¡ay de mí cuando pretendo enfrentarme a las tres hermanas que, conchabadas con su madre, son más fuertes que yo! Antes de comenzar sé y me consta que tengo la batalla perdida.

En aquel momento regresaba Ruth con la copa para su padre. La dejó en la mesa e insistió:

–¿No permitís que me quede? Estaré callada y aprenderé sin duda muchas cosas. Vos habéis dicho en infinidad de ocasiones que el señor Barbany era un joven inteligente, y su conversación pura delicia.

El judío se dirigió a Martí.

–Ya veis que he hablado bien de vos; pero si así no fuera, esta lenguaraz habría comentado lo contrario sin el menor empacho. – Luego se dirigió a su hija-. Ruth, el señor Barbany ha venido a esta casa para algo concreto, e imagino que sus problemas no son aptos para que una jovencita de once años se entretenga. Hazme el favor de retirarte inmediatamente.

La muchacha no parecía demasiado dispuesta a obedecer, pero en aquel momento llegó hasta ellos una voz de mujer que la llamaba. Ruth, visiblemente contrariada, soltó un suspiro de exasperación y, tras un gracioso mohín, fue a reunirse con su madre, que la esperaba en la puerta.

Los dos hombres se quedaron frente a frente. El judío se sirvió una copa de limonada e invitó a Martí a sentarse.

–Bien, querido amigo, ponedme al corriente del motivo de vuestra visita, que intuyo importante cuando os habéis llegado a esta casa sin antes anunciaros. Veo además que habéis acudido en esta ocasión sin la compañía del padre Llobet, cosa que atribuyo a que son mis oídos los únicos destinatarios de vuestros desasosiegos.

Martí, admirando una vez más la notable perspicacia del cambista, respondió:

–Veréis, mi afecto por el padre Llobet y mi gratitud hacia él han hecho que en esta ocasión requiera vuestro consejo sin comunicarle parte de mis inquietudes. Creo que dada su situación es mejor que no sepa ciertas cosas que os voy a confesar y que a él pudieran comprometerle, caso de ser sabidas por otras personas.

–Entiendo. Soy todo oídos.

Martí se extendió a lo largo de un buen rato y puso al judío en antecedentes de sus intenciones al respecto de sus negocios y la extraña propuesta recibida por parte del consejero del conde. Al finalizar, Baruj, que no le había interrumpido una sola vez, se acarició su larga barba y tras una pausa habló.

–Me pedís un consejo harto complicado. Los de mi raza conocemos muy bien la forma de actuar de ciertos personajes venales, que venden sus influencias y sin cuya aquiescencia es casi imposible prosperar en esta ciudad. Al iniciar cualquier negocio nosotros siempre consideramos que tenemos un socio amagado que se lleva siempre una parte del pastel sin nada hacer ni nada arriesgar. Son como las sanguijuelas. Lo que hay que hacer es usarlos con mesura e inteligencia, pues al igual que estos asquerosos bichejos, si se les utiliza oportunamente pueden rendir beneficios realizando una sangría que os salve la vida; sin embargo, si os excedéis, pueden dejaros sin sangre.

Martí bebía las palabras de aquel hombre sabio. Éste prosiguió:

–En cualquier transacción mercantil, media un contrato a cuyas cláusulas se deben ajustar ambas partes, pero en el trato con estos personajes que, no debéis olvidar, abundan en la corte, no caben papeles, pues como es lógico ellos jamás ponen su rúbrica en documento alguno que les pueda comprometer. Si no les dais su parte, ya podéis hacer el hatillo e iros a otras tierras. Y remotas, muy remotas, pues su largo brazo llega muy lejos…

–Entonces, ¿qué puedo hacer?

–Usadlo cuando os convenga -replicó Baruj con una sonrisa traviesa.

–No os comprendo.

–¿No me decís que deberéis guardar su parte siempre y en cualquier negocio que deba de mediar su firma para su autorización?

–Eso he dicho y en eso he quedado.

–Pues recalcad bien el trato y procurad hacer negocios que no requieran de su visto bueno. Teniendo, eso sí, que darle su parte en otros, de manera que resultéis para él una buena inversión y que comprenda que si os corta las alas perderá unos pingües ingresos. Es decir: que si pretende toda la torta puede perder la tajada que le corresponde.

–¿Insinuáis que debo hacer un doble juego? – preguntó Martí, empezando a entender la propuesta.

–En efecto, enceladlo: que vea que si os permite prosperar en varios frentes, él se llevará su parte en algunos de ellos, pero no en todos. A vuestra discreción dejo que sepáis poner en el anzuelo suficiente carnaza para que os considere rentable y de esta manera os permita moveros sin reclamar parte alguna de los negocios que emprendáis sin su concurso.

–Me admira vuestra sutileza, Baruj. – Los labios de Martí dibujaban una sonrisa franca.

Benvenist hizo un gesto displicente.

–No creáis que es fruto de un día: son largos años los que han enseñado a los de mi raza a navegar por aguas procelosas. Los humanos son como lobos y para subsistir entre ellos hay que seguir las normas de Horacio el romano, que siguiendo el consejo de su maestro Epicuro recomienda la aurea mediocritas, es decir, vive lo mejor posible sin despertar la envidia de los demás.

–Y ¿en qué dirección creéis que debo de moverme para hurtarme de su influencia?

–Todo cuanto emprendáis en la ciudad pasa por su jurisdicción de una forma o de otra. Diferente es que os dediquéis al mar y que vuestra principal actividad se desarrolle extramuros: ahí no llega su influencia, pues chocaría con los intereses de los navegantes. Y creedme que el gran dinero, no exento de riesgos, claro, está en la navegación y en la importación de productos de allende los mares, y la autorización para este comercio en todas sus facetas depende del conde.

–Nada sé de ello y no me gusta intentar quimeras. ¿Veis manera de medrar en este campo sin estrellarme al primer intento?

–Podría ser. – El judío titubeó un instante, pero al final se decidió a proseguir-. Los míos están ensayando un tipo de actividad que podríamos estrenar con vos, lo que, si os soy franco, podría convenirnos también a nosotros, pues sin algún cristiano de confianza que sea la cabeza visible del negocio no nos será posible llevar a cabo el proyecto.

–Si tenéis la amabilidad de explicaros… -pidió, intrigado, Martí.

–Veréis. El gran riesgo de la navegación es que la mercancía, el barco o ambas cosas se pierdan. ¿Me seguís?

–Hasta ahí sí. Pero…

–Dejad que continúe. En primer lugar se debería comprar un barco de carga o tener, por lo menos, una tercería en alguno; esto correría de vuestra cuenta aunque yo os pueda asistir. Luego está vuestro tino para elegir la carga y el puerto o puertos en donde se deposite y recoja la mercancía.

–Os sigo, proseguid.

–Vos deberéis adelantaros. El comercio que os propongo no es el que se estila en nuestros días y que consiste en comprar en lugares lejanos y transportar la carga a Barcelona. – Martí escuchaba atento las palabras del judío-. El comercio del futuro consistirá en aprovechar al máximo las condiciones del tiempo y la capacidad de carga de las bodegas de los barcos y estudiar qué es lo que conviene suministrar en cada parada del viaje a las gentes que habiten aquel territorio. Atended: imaginad que os habéis adelantado un año al periplo de vuestra nave y habéis hecho tratos en varios reinos para transportar y a la vez cargar la mercancía que deberéis desembarcar en la siguiente estación. Os pongo un ejemplo: salís de Barcelona y os detenéis en Perpiñán, donde desembarcáis los productos que interesen a esta región y cargáis los que vuestro próximo destino requiera. En Palermo hacéis la misma operación; repetís en Brindisi y acabáis en Ragusa, y al regresar remacháis la operación en Barcelona, portando todo aquello que requiera y pueda comprar la ciudad. De esta manera aprovecháis la capacidad de vuestra nave al máximo, a la ida y a la vuelta, y le habéis sacado a la singladura un rendimiento pleno. No he de deciros que cuando vuestra nave regrese, ya deberéis estar viajando y comprando todos aquellos productos que representarán la carga del siguiente viaje.

Martí no cabía en sí de asombro.

–Pero decidme, señor, ¿qué os impide hacer el negocio vosotros mismos?

–Sería demasiado arriesgado: necesitamos gentes resueltas, de confianza y dispuestas a correr riesgos que por nuestra condición de judíos nos están vetados.

–¿Cuál sería entonces vuestro beneficio?

–Ahora llego. El mar está lleno de peligros, la naturaleza es ingobernable, las tempestades, las excesivas bonanzas, los piratas y los enemigos están al acecho. Nuestro negocio es el siguiente: uno de nuestros asociados os comprará en cada puerto la mercancía que embarquéis, a un precio pactado, y también el barco. Caso de que una tempestad os arruine el viaje, nada perderéis, pues ni la carga ni la nave serán vuestras: la pérdida por tanto será para nosotros.

–No os comprendo.

El judío prosiguió como si no hubiera sido interrumpido.

–Pero en caso de que lleguéis a buen fin, al arribar a puerto volveréis a comprar el barco y la mercancía a un precio superior: el diferencial será nuestro beneficio. Si conseguimos tener varios navíos en el mar, caso de que uno se pierda, los demás compensarán dicha pérdida y a la larga los riesgos serán mínimos. A vos os asegura un beneficio calculado del flete que será vuestro negocio; el nuestro es comerciar con la seguridad de los navíos, lo que con el tiempo nos rendirá ganancias.

–¿Y qué ocurriría si el primer viaje fracasa?

–Somos un pueblo que trabaja pacientemente y sabemos que a la larga este proceder nos dará resultados.

Martí partió de la casa de Benvenist con la cabeza llena de proyectos y habiendo ya calculado con éste cuánto podría invertir de la herencia de su padre para hacerse con la mitad de un barco que cubriera sus expectativas.

26

La travesía

Septiembre de 1052

LLa nave cabeceaba violentamente zarandeada por las olas del temporal, como si fuera un corcho a merced del viento. El mar se había cubierto de blancas crestas de espuma y el plomizo cielo se abría, rasgado por rayos, vomitando una lluvia que impedía la visión de algo que estuviera a más de un palmo de las narices de la aterrorizada tripulación. Nada quedaba en su lugar al haberse roto la eslinga de la estiba. En cubierta, los hombres se esforzaban intentando acondicionar los bultos sueltos que se deslizaban de proa a popa y de babor a estribor sin control alguno, y a la vez cumplir las órdenes del capitán que, desde el castillo de popa, luchaba por que su voz llegara hasta ellos venciendo el ruido infernal de la tempestad, a fin de realizar la maniobra. El piloto permanecía amarrado a la rueda obligando al timón de respeto a luchar con la inercia del barco. La orden había sido clara y terminante. Todo el velamen había sido arriado y sólo el foque de proa permanecía izado. La Valerosa, cuyas cuadernas crujían doloridas como el costillar de un inmenso animal herido, intentaba hacer una bordada y, dando la popa al temporal, acercarse a la costa para intentar refugiarse en alguna de las muchas calas que se abrían en aquel litoral. A media maniobra uno de los gruesos cabos que obligaban al barco, mediante un polipasto, a obedecer al gobernalle, se había partido y la galera quedó unos momentos de través. En estas condiciones la maniobra era sumamente arriesgada. El cómitre, gritando como un energúmeno y haciendo restallar su látigo sobre las espaldas de aquella turba de desgraciados, intentaba atender las órdenes del capitán. Los remos de babor batían el mar mientras los de estribor permanecían dentro del agua para ayudar al timón de respeto. La tramontana alzaba montañas de agua y el castigado casco alzaba el mascarón de proa intentando superarlas para a continuación descender hasta la sima de aquel infierno líquido que amenazaba con tragarse aquella cáscara de nuez como si fuera un juguete roto. La nave hundía su proa en el mar, y sin tiempo para recuperarse era barrida de nuevo por la siguiente embestida. La noche, iluminada por relámpagos, mostraba una claridad casi diurna y algo fantasmagórica. El capitán, veterano y oriundo de aquellas latitudes, intentaba en los momentos de claridad y haciendo visera con su diestra para proteger sus ojos de los rociones de mar y lluvia, otear la costa por ver si conseguía intuir la entrada de una de aquellas calas que tan bien conocía desde su niñez, con el fin de resguardar su nave y salvar de esta manera la preciosa mercancía que le habían confiado. Finalmente, su instinto le indicó que había doblado el cabo, pues al punto amainó el empuje de las olas y el maderamen de la nave disminuyó sus crujidos. Todas las miradas de la marinería convergieron en el castillo de popa aliviadas y agradecidas al hombre que por el momento había salvado sus vidas; más aún la de los galeotes que, amarrados de un tobillo a los respectivos bancos mediante cadenas, eran conscientes de que su destino estaba inextricablemente unido a la suerte que corriera el navío. Fueron adentrándose en la rada que ya el capitán había identificado como cala Montjoi, y una vez a cubierto ordenó la boga avante, maniobrando para que el bajel quedara proa a la salida; luego prescribió alzar remos, a la vez que el proel echaba el rezón de proa y soltaba cadena suficiente para que sus zarpas se aferraran al limo del fondo. Cuando comprobó que el hierro no garreaba hizo enrollar los restos destrozados del aparejo principal; afirmó la botavara y observó el estado en que se hallaba la cubierta del barco. Entonces ordenó amarrar los bultos sueltos a los lugares respectivos a fin de asegurar de nuevo la estiba destrozada por la fuerza del temporal.

La noche, allá dentro y protegida la rada por la punta del cabo, se había tornado mansa: el temporal huía por poniente con tanta prisa que se hacía imposible creer que poco antes el bajel hubiera estado a punto de bajar a los infiernos; entonces, después de hacer prender el fanal de popa y ordenar el resto de operaciones que harían que aquel desbarajuste volviera a convertirse en un navío, el capitán descendió la escalerilla que conducía al camarote situado en popa bajo su cabina y con los nudillos golpeó la puertecilla que guardaba la intimidad del pequeño aposento. Una voz sonó queda e interrogante.

–¿Quién es?

–El capitán, señora.

Se oyó un murmullo y finalmente la puerta se abrió.

La pieza era relativamente amplia: a ambos lados había dos catres amarrados con pernos a las respectivas amuras; en medio, una mesilla baja sujeta a la tablazón del suelo; sobre ésta, una ventana de pequeños cristales emplomados en la parte superior de la obra muerta del casco permitía que la luz iluminara la estancia en las horas diurnas y a la vez observar la estela que la nave iba dejando en su avance sobre las aguas. Se apreciaba desde ella el mástil en el que ondeaba el gallardete con el escudo de Barcelona y, firmemente aferrado sobre el codaste, el fanal que alumbraba la popa del bajel y que, junto a la luz de tope que lucía en la punta del palo mayor, indicaba la presencia del navío en las noches cerradas para de esta manera prevenir los posibles percances y choques propios de las atracadas en puntos donde la confluencia de barcos fuera numerosa. Al otro lado de la cámara y junto a la puerta, se hallaban un armario y un cofre inmenso dentro del cual habían subido a bordo a una de las pasajeras y que en aquellos momentos contenía todos sus efectos personales.

A la luz que entraba por el ventanillo el capitán observó a las dos mujeres. El semblante de la dama de compañía evidenciaba el tremendo pánico que había pasado; en cambio el de la condesa, pese a mostrar en su talante las señales de la angustia sufrida, aparecía sereno.

–Al llegar a Barcelona se os sabrá agradecer, capitán, la pericia y la serenidad que habéis mostrado en tan comprometido envite -dijo Almodis con voz amable.

–Creo, señora, que ésta es la obligación de un marino responsable y no he hecho otra cosa que cumplir con ella.

–Vos sabéis que en ocasiones no es fácil y no todo el mundo es capaz de ello.

–Me abrumáis, señora. Conozco bien a quien me confió vuestra custodia, mal podía yo defraudarlo.

–Decidme, capitán, ¿qué ha sido de mis hombres?

–Ha sido un mal trago para todos: si a los hombres de mar el temporal los ha afectado, poco acostumbrados a estar sobre la cubierta de un barco han debido pasarlo muy mal. De cualquier manera, debo deciros que los caballeros de vuestra escolta han demostrado un valor singular.

–Os ruego, capitán, que mandéis llamar a Delfín y al caballero Gilbert d'Estruc.

–Al instante, señora. Si no ordenáis otra cosa espero que descanséis esta noche. Mañana, si Dios lo quiere, llegaremos a Barcelona.

Doña Lionor, la dama de compañía de Almodis, aún no se había recuperado del tremendo susto cuando los nudillos del capitán sonaron en la puerta.

–Adelante -ordenó Almodis.

Don Gilbert d'Estruc se personó ante Almodis gorra en mano y pálido el semblante.

–Perdonad a vuestro secretario: no está en condiciones de levantarse de su camastro, y lo comprendo. Mis hombres también están afectados por el temporal. En cuanto a mí, debo deciros que pese a haber navegado en otras ocasiones jamás había pasado por trance semejante. Por cierto, señora, que os veo poco afectada.

–Señor d'Estruc, en mi situación los problemas que me acucian son demasiado importantes para que un balanceo más o menos fuerte me llegue a turbar.

En aquel instante la voz del vigía instalado en la cofa llegó, distante y sin embargo clara.

–¡Botes a estribor!

Cuando el caballero se precipitó hacia el ventanal de popa para tratar de observar la certeza del anuncio, ya la voz del segundo contramaestre se hacía oír en cubierta.

–¡Todo el mundo a las armas!

De entre la niebla, llegadas desde tierra con la pala de los remos envuelta en arpillera para disimular el chapoteo, aparecieron dos chalupas con más de veinte hombres armados hasta los dientes, cuya actitud presagiaba otro peligro inminente.

Gilbert d'Estruc se hizo cargo al momento del peligro que amenazaba a su señora.

–¡Condesa, no hay tiempo que perder! ¡Resguardaos de nuevo en el baúl y no salgáis hasta que pase el peligro o todos hayamos sido muertos!

–Mi señora, haced lo que os dice el capitán y dejadme vestir vuestras ropas -intervino Lionor, pálida como un cadáver-. Así pensarán que soy yo la dama y podréis ganar tiempo.

Almodis se volvió hacia su dama de compañía con una sonrisa de agradecimiento.

–Gracias, mi dama, has tenido una feliz ocurrencia. Señor, dadme vuestra daga y contadme entre vuestros caballeros.

–Señora, me ponéis en un brete, las disposiciones son…

–Ahora, señor, quien dispone soy yo… ¡Y rápido, que el tiempo apremia! Dádmela, id a cubierta y disponed la defensa de la nave.

Gilbert d'Estruc, después de entregar el puñal que llevaba al cinto a su señora, abandonó la cámara. Sus caballeros, ya recuperados, aguardaban en la puerta de la cabina. Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló pasado ya el efecto del temporal permanecían, espada en mano, aguardando órdenes, dispuestos a entregar su vida por la condesa.

La marinería se había pertrechado para defenderse; en sus manos llevaban hierros, dagas, bicheros, calabrotes y cuantos instrumentos contundentes o cortantes hubieran podido hallar en la nave. Cuando las dos mujeres se quedaron solas, Almodis ordenó:

–¡Vístete con mis mejores galas y colócate al fondo de la cabina! ¡Presto!

Un gran tumulto invadía la nave. Los asaltantes se encaramaban por la borda mediante cuerdas lanzadas que mordían cualquier punto de la goleta con los curvos garfios de sus ganchos de abordaje. Almodis, a través de la mirilla de la puerta de su cámara, observaba los acontecimientos. Los hombres de Gilbert d'Estruc se batían sin arredrarse. Pronto se dio cuenta de quién era el que comandaba aquella tropa de facinerosos. Prototipo de piratas, o mejor de bandidos, ya que el ataque provenía de tierra, no de otro bajel. El hombre esgrimía en una mano un alfanje moruno y en la otra una gumía, un parche tapaba uno de sus ojos y un rojo pañuelo cubría su cabeza. La batalla se desencadenaba a todo lo largo del barco y las fuerzas andaban equilibradas. En un momento dado, los avatares de la lucha obligaron a Gilbert y a sus caballeros a desplazarse para defender el castillo de popa, ya que si éste caía en manos de los atacantes la suerte del barco estaba echada. En aquel momento, y viendo que el corsario se acercaba al camarote dispuesto a entrar en él, Almodis ordenó a Lionor:

–Voy a abrir la puerta. Deja que te ataque. Es un mal menor… Y no temas, no te voy a dejar sola en este envite.

Tras este discurso y después de descorrer la tranca, la condesa abrió la tapa del inmenso baúl y se ocultó en su interior sin dejar de observar la cámara a través de las rejillas que habían dispuesto como respiradero. El bandido, con la cimitarra presta, entró en el camarote; cuando vio a una mujer ricamente ataviada al fondo de la cámara, una aviesa sonrisa se dibujó en su torcido rostro. Bien podía representar un suculento rescate, además de la posibilidad de probar unas carnes exquisitas. El facineroso atrancó la puerta, envainó la daga y dejó el sable sobre uno de los lechos; de inmediato se precipitó sobre una aterrada dama que en aquellos momentos entendió que su última hora había llegado. Cuando estaba ya dispuesto a rasgar el brial de la pobre doña Lionor, el rostro del pirata adquirió el pálido tinte de la muerte. Almodis, amparándose en el creciente barullo exterior, había salido del arcón y sin pensárselo dos veces había clavado la daga que le había suministrado Gilbert d'Estruc entre los omóplatos del pirata. Éste se desplomó, aferrado a las ropas de doña Lionor y arrastrándola en su caída.

–Lionor, no es tiempo de desmayos: álzate y alcánzame el sable de abordaje que está tras de ti.

La aterrorizada mujer no sabía lo que pasaba por la cabeza de su ama.

–Pero, señora, ¿qué vais a hacer ahora?

–Aprovechar la ventaja que nos ha deparado el destino. ¡Dámelo! No me hagas perder un tiempo precioso.

La aterrorizada dueña alcanzó el inmenso sable y se lo entregó a su señora.

La condesa lo aferró firmemente y, descargando un terrible mandoble sobre la nuca del caído, desgajó la cabeza del tronco. Un torrente de sangre inundó el camarote, salpicando las ropas de la dama de compañía.

En el exterior la lucha era encarnizada; ninguna de las dos partes conseguía hacerse con la iniciativa del combate. Se luchaba cuerpo a cuerpo en todas las secciones de la nave. Súbitamente un asombrado Gilbert d'Estruc observó cómo la condesa Almodis ascendía por la escalerilla que conducía al castillo de popa portando sujeta por los cabellos la cabeza sangrante del jefe de los asaltantes. Llegando a lo alto se colocó tras la barandilla que separaba el castillete, y en la oscuridad de la noche, alumbrada por el reflejo del fuego que ardía tras ella, como un ser salido de las profundidades del averno, mostró el sangriento despojo y gritó:

–¡Mirad, insensatos, lo que les ocurre a los que osan atacar a la condesa de Barcelona!

Como por ensalmo la lucha se fue deteniendo y al poco se hizo un torvo silencio que abarcó la nave en su totalidad; luego, los gritos victoriosos de los unos contrastaron con los aterrados lamentos de los otros que, viendo a su jefe abatido, se lanzaban al mar. Los que no murieron fueron hechos prisioneros y encerrados en la bodega del barco. Los heridos propios fueron atendidos dentro de las capacidades del momento. Poco a poco se recuperó el orden, se repararon los aparejos y se sustituyeron las rasgadas velas. Para que la castigada nave volviera a ser navegable se necesitó una jornada entera. Apenas se abrió el segundo día, el capitán ordenó poner rumbo a Barcelona. Al atardecer, y cuando ya se divisaban las murallas de la ciudad, un asombrado Gilbert d'Estruc, acodado en la amura de estribor, comentaba con Guillem d'Oló, uno de sus esforzados compañeros que, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo, había salido con bien de la batalla:

–A fe mía que no he conocido mujer igual. Más valdrá en el futuro tenerla como amiga.

–Se me da que es una mujer desconfiada que difícilmente otorga su amistad a recién conocidos. Creo que su único amigo es el enano que la acompaña.

–Ni tan siquiera; durante el ataque se ha escondido dentro de un barril que había servido para almacenar arenques, y después de pasado el peligro, ha pretendido entrar en la cámara de la condesa. Almodis lo ha expulsado de su presencia con cajas destempladas. «¡Aparta de mi lado, boñiga!», le ha dicho. «¡Vete a vivir a la letrina, maldito, que es el sitio apropiado para alguien como tú!»

27

El negocio está en el mar

Barcelona, otoño de 1052

DDos ideas fijas asaltaban la mente de Martí e impedían su descanso nocturno. La primera afectaba a sus sentimientos, mientras que la segunda tenía que ver con el porvenir. Pese a tratarse de inquietudes de índole bien distinta, intuía que si daba en el clavo en la segunda su acierto influiría en la primera. Desde la ventana de su dormitorio divisaba el mar, y en las noches de luna se deleitaba oteando el horizonte. La imagen de Laia, la hija de Bernat Montcusí, presidía sus disparatados sueños; la mirada de sus ojos grises parecía querer decirle algo. Martí no era un iluso y comprendía que si pretendía acercarse a ella debía conseguir ser ciudadano de Barcelona y ganarse la consideración de su padre, lo que pasaba por rendir al importante personaje buenos beneficios. Sus asuntos marchaban viento en popa: las viñas de Magòria y sobre todo el arrendamiento de aguas de sus molinos le dejaban cada mes unas saneadas rentas; el desembolso de los setecientos mancusos, cantidad resultante de la compra más la adecuación del sistema de riego, estaba ya amortizado. En cuanto a su establecimiento, ya estaba en marcha y creía que después del invierno rodaría a pleno rendimiento, máxime teniendo en cuenta que se había dedicado a comprar dos inmuebles vecinos a su futuro negocio y que cuando éste abriera sus puertas duplicarían o triplicarían su valor. Pero, desde la conversación con Baruj, algo en su interior le decía que su gran futuro estaba en el mar. La semana anterior había acudido a la casa del cambista y había capitalizado sus tesoros. El conjunto de la herencia de su padre después de los gastos habidos le daba, según Baruj, para adquirir la mitad de una galera y quedarse con un remanente por si alguno de sus negocios necesitaba apuntalarse. La empresa era harto dificultosa, pues no únicamente consistía el asunto en la compra y el acierto de encontrar un socio honrado que le permitiera poner en práctica su proyecto, sino que además era evidente que el barco tendría que ser gobernado por alguien de confianza y buen marino, esforzado y capaz de cumplir los compromisos en el tiempo aproximado, contando con las dificultades y las inclemencias del tiempo. Su tarea consistiría en partir cada temporada con gran antelación para contratar las cargas y las consiguientes compras y ventas a fin de que la nave estuviera siempre en servicio, amén de que cualquier mercancía que llegara más tarde que los competidores perdería parte de su valor. El negocio de armador era muy complejo, pero su ambición, juventud y la ilusión de cumplir un sueño eran un bagaje importante. De las dos ideas que presidían sus insomnios una la puso en marcha la Providencia; la otra, el impulso de su corazón.

Una circunstancia casual le aclaró uno de los pasos y pensó que su padre, desde donde estuviere, guiaba la rueda de su destino. El caso fue que una tarde se dirigió hacia la playa situada a los pies de la montaña de Montjuïc, donde los mestres d'aixa, carpinteros de ribera y calafateadores desarrollaban sus tareas construyendo o reparando las naves que luego surcarían los mares. El trabajo que se desarrollaba junto a un panzudo barco llamó su atención, hasta el punto de que su curiosidad le obligó a aproximarse para admirar de cerca aquella faena que tanto le interesaba. La quilla del casco, cuyas cuadernas estaban ya medio cubiertas por tablones de roble, yacía asentada en el carril que cubría el fondo de un agujero alargado cavado en la arena en forma de alberca, que abarcaba desde la roda hasta el codaste y cuyos muros estaban forrados por maderos, a fin de que no se vinieran abajo las paredes de la fosa y así permitir que los operarios realizaran sus faenas apoyando sus escaleras en los laterales de la nave a la altura del resto de la playa. Todo aquel trajín le recordó el incesante ir y venir de las hormigas: allí cada uno iba a su avío sin entorpecer el trabajo de los demás. La silueta de un hombre le resultó vagamente familiar; resaltaba entre un grupo de cordeleros que se dedicaban a retorcer finas hebras para formar gruesos cabos y el caldero de alquitrán puesto en la forja, donde dos hombres con sendas pértigas removían el espeso líquido a fin de que no se solidificara. Martí se acercó al grupo y observó atentamente al individuo.

La imagen de un muchachito desnudo que se chapuzaba en el agua desde las rocas en una de las calas cercanas al golfo de Rosas asaltó sus recuerdos. El hombre llevaba un pañuelo anudado a la cabeza, una barba castaña cubría su mentón y un aro de oro adornaba su oreja derecha; a pesar del tremendo cambio experimentado, Martí reconoció el perfil de su amigo Jofre, que en su niñez tantas y tantas tardes junto a Felet le había acompañado en sus juegos.

Entre dubitativo e ilusionado, Martí se acercó y lo llamó:

–¿Jofre?

El individuo se volvió, y entornando los ojos escudriñó al prójimo que había pronunciado su nombre. Poco a poco una ancha sonrisa fue ocupando su rostro y respondió en el mismo tono.

–¿Martí?

No hubo más diálogo: se precipitaron uno hacia el otro y se fundieron en un fuerte abrazo. Al cabo de un instante se separaron, mirándose intensamente a la cara como si no pudieran creerse tan feliz reencuentro.

Al cabo de un rato se hallaban sentados ante sendas jarras de vino en un figón de la playa apodado El Viejo Tritón. Las palabras se atropellaban entre una catarata de recuerdos y preguntas, y cuando sonaba el rezo de las diez en las campanas de las iglesias cercanas, ante la cantidad de nuevas que uno y otro se iban relatando, decidieron seguir su intercambio de noticias. Martí propuso a Jofre que dejara la pensión en la que se alojaba y se instalara en su casa durante el tiempo que estuviera en Barcelona encargado de la construcción de la nave que Martí había visto en la playa y que pertenecía en parte a su recién reencontrado amigo. Luego, instalado ya Jofre en su casa, al caer la noche y bajo los soportales de la terraza, continuaron poniendo al día sus vidas.

El que en aquellos momentos se explicaba era Jofre.

–Pues verás, yo no tuve tanta suerte como tú y nadie me dejó una herencia. Mi pasión, como bien sabes, siempre fue el mar: lo amaba intensamente como se ama a una hembra voluble y caprichosa que te encela al mismo tiempo que te resulta insoportable. Sabes que nunca serás capaz de vivir alejado del sonido de sus olas. Éste ha sido mi sino. Un buen día me despedí de mis gentes y me fui a Rosas, vagabundeé por su puerto durante más de tres meses y malviví cargando y descargando barcos que llegaban de otras latitudes. Ahí acabé de forjar mi vocación: las historias que se oían en las tabernas del puerto, enturbiadas por las libaciones a las que tan dadas son las gentes de mar, encandilaron mi imaginación. Un buen día llegó una nave genovesa cargada hasta los topes; descargar aquella ballena del mar fue un trabajo de varios días. Fuere porque le caí en gracia a su capitán, o porque en mi compañía podía ponerse de vino hasta las trancas, ya que yo, desde la primera noche, cuando se quedaba dormido sobre la mesa del figón, lo acompañaba hasta el barco en una pequeña chalupa que me prestaba un amigo, el caso fue que al cabo de los días me ofreció embarcar en calidad de asistente de mastelero. Ni que decir tengo que el cielo se abrió aquel día sobre mí y empecé mi cortejo con la mar.

Martí escuchaba atentamente las peripecias de su amigo. Éste prosiguió su relato:

–No te voy a aburrir con mi vida a lo largo de estos años e iré a lo que te concierne, según me has contado. Serví en varias naves y recorrí todos los puertos del Mediterráneo, desde las Columnas de Hércules hasta Constantinopla; he pasado peripecias sin fin e incontables peligros. Un día decidí que en la mar es mucho más rentable perseguir que ser perseguido y de liebre pasé a podenco. En una de las últimas travesías recalé en Mahón y allí conocí a Joan Zaforteza, que hacía el corso entre Menorca y Sicilia. La suerte me fue propicia y por una vez la Providencia estuvo de mi parte. Un año después en un encuentro con un navío pisano, mi capitán fue abatido. Lanzamos su cuerpo al agua como es norma según las leyes del mar y la marinería me escogió para mandar la nave hasta el regreso a la isla, como es ley entre los piratas. En este tiempo apresamos dos naves que se dirigían una a Blanes y la otra a Ceuta. Caprichos de la fortuna, el capitán de un barco pirata tiene derecho a quedarse con una parte por cada dos de la tripulación. Volvimos a la mar al cabo de tres meses y el mando ya era mío por derecho. En este peligroso oficio me he mantenido durante algunos años y, tras la última singladura y con suficiente dinero ahorrado para intentar la aventura de ser patrón de mi propio barco, decidí realizar el sueño de mi vida y, como ya te he relatado, me metí en la construcción del barco que has visto en sociedad con la viuda del que fue mi jefe, Joan Zaforteza, en agradecimiento a lo que por mí hizo su marido. El caso es que en su actual situación, la mujer, con cuatro bocas que alimentar, la suya y las de los tres hijos pequeños de su hijo mayor, que se ahogó hace cinco meses en el fragor de una tempestad, no puede aportar más capital, y este mal paso me ha puesto en un brete y al borde de la ruina, ya que si no consigo ponerla a flote antes de la temporada de fletes, la nave que has visto frente a las atarazanas ya no navegará conmigo, pues tendré que vender mi parte y dedicarme a otros menesteres.

Ahora sí supo Martí que su padre desde el más allá le indicaba el camino.

–Dime, ¿cuál es el motivo de la original forma del casco de tu barco?

–Siempre ha estado en mi recuerdo la mercancía que llegué a descargar de la embarcación cuyo capitán me dio mi primer empleo en Rosas, y a lo largo y ancho de los mares me he topado con estas naves infinidad de veces. No hay navío que pueda alojar en su vientre más mercancía que éste, y decidí copiar sus características.

–¿Dices que la viuda quiere vender su parte?

–Irremediablemente, los dineros que dejó su marido ya no fluyen como antes, pues sus gastos han aumentado y los míos ya se han acabado, de manera que cuando la nave esté dispuesta y aparejada surcará los mares con otro propietario.

–Si te parece, Jofre, ése puedo ser yo mismo: si la viuda vende su parte, considérame tu nuevo socio.

Así de sencillo fue todo. Al día siguiente, en presencia de un notario amigo de Baruj, se cerró el trato. Ambos amigos se constituyeron en propietarios de una nave que todavía no había recibido el bautismo del mar. Martí se hizo con dos terceras partes y Jofre con la otra. Sin embargo, este último cumplió su sueño de pisar la cubierta de la nave como dueño y capitán.

28

La llegada a la corte

Barcelona, otoño de 1052

La nave había ya rebasado lluro y enfilaba el último tramo de su viaje. El bajel navegaba lentamente debido a la sobrecarga y que llevaba amarrada a su popa una de las dos chalupas arrebatada a los asaltantes. En la otra habían huido los que habían podido escapar del descalabro. La marinería trabajaba a destajo para habilitar todo el aparejo posible dentro de la precariedad de la nave, y ésta avanzaba impulsada por los remos de los galeotes y por todo el trapo que pudieran aguantar los mástiles. La condesa Almodis iba instalada a proa, inmóvil, sus cabellos rojos al viento, y oteando el horizonte, como si fuera el mascarón de la nave.

Ramón Berenguer, conde de Barcelona, medía con sus pasos la playa frente a la puerta de Regomir, intentando distraer la espera, consciente, por las señales de fuego y humo, de que La Valerosa se acercaba al final de su viaje. Un caballero arribó galopando por la playa a lomos de un veloz corcel cuyos hollares estaban blancos de espuma. Llegado a su altura y sin aguardar que el noble animal detuviera totalmente su paso, saltó junto al conde y le entregó un escrito que portaba en un tubo de cuero que llevaba en bandolera.

–Mi señor, éste ha sido el último parte.

Ramón Berenguer detuvo su paso al igual que lo hicieron los hombres de su escolta, desplegó nervioso el escrito y comenzó a leer para sí:

Avistada La Valerosa a la altura de Arenys, andadura aproximada cinco nudos. La nave viene herida y parece tener alguna dificultad, pero navega por medios propios. A la actual estopada y si el viento no rola, puede estar en Barcelona al atardecer, sobre la hora de vísperas.

La mirada de Ramón repasó de nuevo el escrito y dirigiéndose al veguer, Olderich de Pellicer, exclamó:

–Si todo continúa igual y el viento no calma, llegarán al final del día. Iniciad el plan previsto. Cuando la nave tire el hierro, quiero estar a su lado.

–Recordad, señor, que el obispo Odó de Montcada y el notario mayor Guillem de Valderribes, que han anunciado su presencia, aún no han llegado a la playa.

–Como comprenderéis, Olderich, después de las tribulaciones y duelos que me ha ocasionado este lance, no voy a demorar el encuentro con mi dama porque el obispo, y sospecho que no por casualidad, haya retrasado su presencia. Sé que no debo inmiscuirme en sus cosas y que Roma es la que manda sobre él, pero tampoco él tiene derecho alguno a entrometerse en mis asuntos ni a juzgar mis actos.

–¿Y el notario mayor que ha de dar fe del encuentro? ¿Qué me decís?

–Tenía mis órdenes, y en caso de no llegar a tiempo le acusaré de desacato. Es un súbdito como otro y, aunque distinguido, se halla bajo mi autoridad. Cumplid pues vuestro cometido.

Olderich se separó del conde y se dirigió diligentemente al encuentro del contramaestre de la playa que, junto a la falúa condal, que flotaba mansamente a escasa distancia de la arena, aguardaba las órdenes pertinentes.

Era ésta una embarcación de treinta pies, pintada de azul y plata, servida por doce pares de remos, con la caña del timón a popa y algo alzada, que mostraba a la altura del través y a media eslora una cabina regia forrada con panes de oro, en la que se podían acomodar hasta ocho personas, cómodamente instaladas en regios asientos tapizados de damasco granate y amarillo, los colores del condado de Barcelona. Los bateleros, vistiendo túnicas cortas con los colores de los Berenguer y calzones azules, aguardaban inmóviles en sus respectivos bancos a que el conde y sus distinguidos acompañantes tuvieran a bien subir a bordo. En la orilla misma, y con las calzas arremangadas hasta media pierna, aguardaban los porteadores de las angarillas que por parejas conducirían a los nobles señores hasta la falúa a fin de que no se mojaran los pies.

En ello estaban cuando un grito de júbilo escapó de las gargantas de los presentes cuando la silueta de La Valerosa asomó en el horizonte.

Aguardaron un buen rato antes de embarcar.

Realizada la embarazosa maniobra de subir a todo el cortejo en la falúa, los bateleros introdujeron sus remos en la mar y, al ritmo que marcaba el timonel, comenzaron a bogar hacia la boya flotante pintada con los colores condales que mediante una cadena estaba sujeta a una gran piedra que permanecía fija sobre el fondo arenoso. Cuando la falúa llegó al punto de encuentro, la galera estaba echando ya el hierro al fondo. Las embarcaciones quedaron abarloadas y desde la cubierta de la galera lanzaron una escalerilla de cuerda que se deslizó hasta el guardamancebos de la pequeña embarcación. Sin tener en cuenta el protocolo, el conde Ramón Berenguer I de Barcelona se precipitó enloquecido hacia el primer travesaño sin esperar a que un caballero de su escolta sujetara la culebreante escalerilla. Tras él fueron todos los demás. Al llegar a bordo, los caballeros que tantas penalidades habían sufrido por cumplir con su deber de vasallaje dedicaron a su señor una calurosa ovación; los abrazos y los parabienes entre la escolta del conde, que iba ascendiendo desde la falúa, y los recién llegados fueron interminables y efusivos. Gilbert d'Estruc, Perelló Alemany, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló fueron literalmente estrujados por sus compañeros.

Después de las efusiones y tras abrazar a sus caballeros uno por uno, Ramón Berenguer hizo un aparte con Gilbert d'Estruc.

–¿Dónde está la condesa? – preguntó, con la voz teñida de impaciencia.

–Componiéndose en su cámara para recibiros. Me ha dicho antes de atracar que hasta que su dama os avise, no entréis en su alcoba.

–Entonces, mientras tanto, contadme, mi buen Gilbert.

–Mi señor -respondió éste, cuyo rostro acusaba el cansancio del viaje-, largo y farragoso será el relato. Tiempo habrá para iros dando cuenta de nuestras vicisitudes durante tantas jornadas, pero algo os diré: de no haber sido por el valor y la entereza que ha mostrado la condesa, este grupo de hombres avezados en la lucha y de esforzados marinos tal vez hoy no estaría aquí para contarlo.

–¡Contadme qué pasó, por Dios! Así se me hará más llevadera la espera.

D'Estruc explicó a su señor punto por punto la actuación de Almodis durante el terrible ataque pirata.

–Sin duda puedo afirmar, mi señor, que además de una esposa habéis ganado un esforzado caballero que honrará vuestras huestes.

La puertecilla del camarote se abrió y apareció en ella doña Lionor.

–Mi señor -dijo con una reverencia-, la condesa Almodis os recibirá ahora.

El poderoso soberano de Barcelona se introdujo en la estancia con el talante de un joven que tiene su primer encuentro amoroso.

La pareja estuvo encerrada en la cámara del capitán durante un largo rato. Al anochecer, la chalupa condal, rodeada por las iluminadas barcas de los pescadores repletas de gente, llegaba a la playa donde el pueblo, enterado del hecho, aguardaba paciente para acompañar a su nueva señora hasta enfrente de la iglesia de Sant Jaume. Llevaban cirios y velones, y las ovaciones eran tan fuertes que, después de llegar a palacio, Almodis se vio obligada a salir a saludar a la multitud. La guardia se las vio y se las deseó para controlar con sus alabardas a la enfervorizada muchedumbre.

Una sola persona permanecía ajena al general regocijo de la plebe: Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer y de su primera esposa, la difunta Elisabet de Barcelona, observaba, oculto tras un espeso cortinaje y desde un balconcillo lateral del segundo piso, el perfil de la barragana que pretendía usurpar sus derechos y que en aquellos momentos correspondía con la mano alzada a los vítores del populacho.

SEGUNDA PARTE

Tierra y mar

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Una petición rechazada