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Ambiciones

RRamón Berenguer I, apodado el Viejo, era el único de entre los condes catalanes cuyo título, Comes Civitatis Barcinonensis, se remontaba en el tiempo hasta los reyes visigodos. Ejercía su mando en los condados de Barcelona, Gerona y Osona; en el primero, real, cual si de un auténtico soberano se tratara; en los otros dos, teórico. Su problema era que durante años había aguardado la renuncia o la muerte de su abuela, la temible Ermesenda de Carcasona, ya que sin ese requisito no podía obtener el poder absoluto en el condado pirenaico. La vieja dama se cuidó muy mucho de asegurar su defensa entregando la mano de su hija Estefanía, tía de Ramón Berenguer I, al normando Roger de Toëny a cambio de la protección de sus fieras compañías normandas, aunque el precio de este amparo fuera el disgusto de los súbditos de la muy noble ciudad de Gerona, por los abusos de la soldadesca. De tal manera que Ramón Berenguer I, a pesar de ser nominalmente conde de Barcelona y Gerona, no era precisamente quien mandaba en el condado del norte. Muchos eran los motivos de las desavenencias con su abuela, la condesa Ermesenda, y casi se perdía en su memoria la raíz del problema, al que luego se había añadido el carácter de la vieja dama.

En cambio, la que sí reinaba de manera absoluta en su corazón era la condesa Almodis de la Marca que regía su voluntad hasta tal punto que, a través de él, ejercía su poder sobre los barceloneses con mano de hierro. Su ambición era ilimitada e intentaba por todos los medios asegurar su futuro y el de los dos hijos gemelos habidos de su ayuntamiento pecaminoso con Ramón Berenguer de Barcelona, por si los hados del destino le eran de nuevo desfavorables y volvía a ser repudiada como le había sucedido ya en algún matrimonio anterior.

Desde el primer momento, el desencuentro del primogénito de Ramón y su madrastra fue evidente. Pedro Ramón se creía postergado por Almodis y relegado a ocupar un papel secundario en la corte e imaginaba que lo mismo sucedería en las disposiciones hereditarias de su padre, quien sin duda, a tenor de los signos externos, favorecería a uno de sus medio hermanos. Las tensiones entre ambos personajes eran evidentes y continuas, y no habían hecho más que crecer en los tres años que duraba la unión de los condes. Los gritos, las invectivas y los portazos ya no extrañaban a nadie en palacio, y los encuentros entre ambos eran cada vez más desabridos.

El día había amanecido apacible, y, sin embargo, algo flotaba en el ambiente. Las gentes de palacio iban y venían a sus quehaceres con singular silencio: todos presentían al trueno que precede a la tormenta. En el jardín de los rosales, doña Lionor, la primera dama de la condesa Almodis, que, en compañía de Delfín, en aquel momento y por orden de su ama, estaba cuidando las rosas, se alarmó ante los gritos e improperios que se oían a través del ventanal abierto. La voz de su ama era inconfundible.

–¡Estoy de vos hasta el mismísimo copete de la coronilla! Solamente Dios sabe el ejercicio de paciencia que debo realizar para soportar diariamente vuestras diatribas y vuestras faltas de respeto. Mi confesor, el padre Llobet, que siempre atiende a mis escrúpulos y dudas, es testigo de ello.

–¡Soy yo, señora, quien debe reprimirse ante los desafueros que se pretenden cometer contra el heredero legítimo de los derechos de mi padre, que por primogenitura me pertenecen!

–Nadie os niega la condición a la que aludís, pero vuestro padre hará con los bienes y posesiones adquiridas por sus méritos lo que más le convenga. Vos tenéis derecho a las posesiones y castillos que él a su vez recibió de sus mayores, y eso si él no determina otra cosa, pero no sobre los adquiridos por conquista, compra o mediante inteligentes pactos, en los que creo haber desempeñado algún papel. Mi confesor me aconseja…

–Señora, os ruego que no añadáis a vuestras arteras argumentaciones el aval de vuestro confesor. Una excomulgada no tiene derecho a los sacramentos y si lo acepta el padre Llobet es porque es un corrupto. Por tanto os ruego que no pretendáis avalar vuestros planes con sus mendaces opiniones que no son otra cosa que el intento de medrar a vuestra sombra, que al fin y a la postre no es otra cosa que la prolongación de la de mi padre.

Supo Lionor, pues conocía bien a su ama, que en aquel instante se producía entre ambos personajes una tensa pausa y que una leve coloración escarlata se insinuaría, sin duda, en una de las venas de su cuello. Luego la voz de su señora sonó de nuevo contenida, colérica y acerada.

–Pedro, estáis rebasando con creces los diques de mi paciencia. Vuestro padre ha comprado, a instancias mías, los condados de Carcasona y Razè y creo que por los méritos que habéis adquirido hasta ahora, son una cumplida herencia para cualquier noble por ambicioso que sea. No abuséis de la magnanimidad de vuestro padre porque la cuerda se romperá por el punto más débil.

–¿Os dais cuenta? ¡Me queréis desterrar y me amenazáis! Decidme entonces, ¿quién heredará Barcelona y Gerona? Vuestros gemelos… O mejor dicho, vuestro predilecto, que no es otro que Ramón, claro está. Pretendéis conculcar mis derechos de la forma más vil a fin de favorecer al bastardo de uno de vuestros hijos.

–¡No os permito que habléis así de vuestro hermano!

–¿Qué es lo que no me permitís, señora? ¿Que asigne la palabra apropiada a la situación que ha originado vuestra vida pecaminosa? Tengo entendido que los hijos habidos fuera del matrimonio con una barragana son bastardos. El término no lo he inventado yo, y tened en cuenta que he respetado la nobleza de sangre de mi padre y en su honor no he dicho adulterinos.

–¡Retiraos de mi presencia u os haré echar a cintarazos por la guardia!

Las discusiones debidas al carácter del primogénito de su marido eran continuas. La excomunión que pesaba sobre la pareja condal había impedido que el sueño de su boda se hiciera realidad. La oposición abierta de la abuela de Ramón Berenguer, la temible Ermesenda de Carcasona, había contribuido a ello. Las gentes de palacio, apenas intuida la tormenta, procuraban no darse por enterados, sin tomar partido declarado por uno u otro, pues nadie sabía lo que podía reservar el futuro y nadie deseaba comprometerse. La condesa Almodis tenía únicamente tres firmes aliados: Delfín, el enano; su dama Lionor, y su confesor, el padre Llobet, que consideraba que si el primogénito llegaba a gobernar algún día, malos tiempos se cernirían sobre el condado de Barcelona.

–Cada día que pasa temo que un desastre se cierna sobre nuestra señora.

La que de esta manera se expresaba era Lionor. Delfín la escuchaba sentado en un peldaño de la escalera, mientras con su navaja esculpía en un trozo de madera la imagen de un caballito que pensaba regalar a los pequeños condes.

–Ignoro el momento, pero sé que un día u otro, entre estas paredes se desarrollará un drama.

–¿Es premonición o mera opinión?

–Fue en su día un pálpito y ahora es una certeza.

–¿Lo sabe nuestra ama?

–Desde antes de que nacieran los condesitos.

–Eso es terrible.

–Peor aún. En palacio ocurrirá una gran desgracia, pero otra mayor se abatirá sobre el condado de manera que vendrán días de fuego y lágrimas.

–¿Cómo podéis estar seguro de estas cosas?

–Tengo un don. Nuestra ama lo ha comprobado en varias ocasiones.

–¿Y no hacéis nada para remediar tanta desgracia?

–Nadie puede hacer nada. Lo que debe ocurrir, ocurre.

–Me cuesta creer en augurios.

–¿Por qué creéis entonces en los profetas del Antiguo Testamento?

–Porque me lo manda la Santa Madre Iglesia.

Delfín se sacudió de las piernecillas las virutas de madera y descendió de un salto de su improvisado sitial.

–Allá cada cual con sus creencias, pero tened en cuenta que lo que os digo es tan cierto como que estáis aquí hablando conmigo. Os lo repito: vendrán tiempos terribles y vos y yo permaneceremos juntos. Lo único diferente será que cambiaremos de amo.

–¿Lo sabe la señora?

–Si me hubiera atrevido a relatar tal cosa ya no estaría aquí conversando con vos.

64

Soldando afectos

EEl padre Llobet andaba aquella mañana de octubre en el scriptorium de la catedral revisando códices antiguos y conversando con los hermanos que dedicaban sus esfuerzos a enriquecer la importante biblioteca de la Pia Almoina. Un equipo de competentes eclesiásticos se ocupaba de todos los menesteres. A un costado dos hermanos percamenarius trataban las pieles de oveja, carnero y cabra a fin de adecuarlas al destino al que habían sido designadas. El primero las sumergía en una solución de cal para eliminar las impurezas y el resto de pelo del animal, y tras mantenerlas en remojo, el segundo las tensaba en un cuadrante de durísima madera y las raspaba con piedra pómez a fin de suavizarlas. Luego venía un elaborado y complicado proceso que convertiría el resultado en pergamino. Con él se hacían los pliegos, donde posteriormente un amanuense trazaría las guías horizontales para que la escritura no se desviara, marcando en el margen vertical unos pequeños puntos a fin de que el interlineado fuera simétrico, usando para ello instrumentos como el cincinius y el punctorum. Luego, instalados frente a frente en grandes escritorios inclinados a dos aguas y bajo un atril en el que se colocaba el libro o documento que debía ser trabajado, entraban en función, cronológicamente, los copistas que dedicaban sus esfuerzos a reproducir el texto y los correctores, que pulían el escrito de faltas raspando el pergamino o aplicando una solución ácida que diluía la tinta y permitía escribir encima; posteriormente recaía la tarea en un rubricante, que en rojo u ocre trazaba las letras capitulares y los títulos, y por último el iluminador remataba el trabajo ornamentando el códice con dibujos verticales en los márgenes y adornando las letras capitulares con complicados arabescos. Para ello empleaba minio rojo y otros pigmentos, como el azul y el verde que conseguían de restos de vegetales o minerales molidos para, finalmente y en ocasiones sobresalientes, añadir una finísima capa de polvo de oro que enriquecía y solemnizaba el trabajo. Tras este proceso se pasaba ya a la encuadernación.

Eudald Llobet trataba en aquel instante con el padre Vicenç, el bibliotecario, de la conveniencia de traducir nuevamente a Aristóteles, cuando el discreto aviso de un fámulo le indicó que una visita le reclamaba con premura en la portería. El padre Llobet se despidió de su hermano en Cristo y mientras se dirigía a la salita adjunta a la recepción de visitantes fue pensando quién sería el que sin previa cita reclamaba urgentemente su presencia. Cuando enfiló el largo pasillo que desembocaba en la pieza, pudo ver de lejos a un hombre joven que observaba con detenimiento las dos tablas policromadas que ornaban el lienzo de pared del fondo de la sala. En la figura del visitante la pareció descubrir un aire familiar. El perfil le mostraba a un hombre bien vestido que lucía una túnica de terciopelo granate que le llegaba a medio muslo; medias de estameña oro viejo y borceguíes de piel de potro y cubría su cabeza un gorro milanés. A medida que se aproximaba observó detenidamente su rostro y su corazón comenzó a latir más deprisa. Aquella nariz y el cuadrado mentón cubierto por una recortada barba traían a su memoria un semblante de otro tiempo muy lejano y sin embargo tan próximo a su memoria. El padre Llobet, cosa desusada en aquel sagrado recinto en el que siempre reinaba la paz y el sosiego, apresuró el paso mientras, con un tono enronquecido por la emoción, exclamaba:

–¡Martí! ¡Sois Martí!

El joven, al escuchar su nombre, giró noventa grados y lanzando su birreta sobre el brazo de uno de los divanes destinados a los visitantes, se precipitó pasillo adelante hasta encajarse en el abrazo del inmenso fraile. Ambos hombres permanecieron abrazados sin emitir palabra. Luego el padre Llobet apartó a Martí por los hombros para observarle mejor. Lo que vieron sus ojos le sorprendió. En lugar del joven que, iba ya para dos años, había partido de Barcelona, se encontraba a un hombre, vivo retrato del soldado que había sido su camarada. La expresión decidida, el gesto recio y un algo de misterio en el fondo de su mirada.

–¿Cuándo habéis regresado?

–Mi nave fondeó en la playa de Montjuïc ayer por la tarde. Mil asuntos me han reclamado desde la llegada, pero excepto ver a Laia, nada me ha interesado tanto como el hablar con vos.

Tomando a Martí por el brazo, el religioso le condujo hasta un rincón alejado de la entrada donde iban a poder hablar sin interrupciones.

Acomodados ambos hombres en sitiales, bajo la bilobulada ventana, comenzaron a satisfacer con detalle sus mutuas curiosidades.

–Habladme en primer lugar de vuestro viaje.

–El tema da para muchas veladas -dijo Martí, en tono más sosegado del que recordaba el canónigo-, y por mucho que me esfuerce siempre dejaré algo en el tintero.

–En algún momento deberéis comenzar: empecemos hoy.

Martí se explayó durante un largo rato, contando al sacerdote las vicisitudes de su periplo. Llobet le interrumpió pidiendo aclaraciones en muchos puntos y al final del relato el eclesiástico se había hecho una somera idea de las aventuras del hijo de su amigo predilecto.

–Tiempo habrá de que me expliquéis con detalle el tema del fuego griego. Mi curiosidad de soldado me había impelido, en infinidad de ocasiones, a explorar en los pergaminos y los códices de la biblioteca, abusando de mi condición de arcediano, la composición de tal maravilla, pero entendí que la fórmula se había perdido en la noche de los tiempos. ¿Sois consciente de lo que puede representar su conocimiento para el rey o soberano que se haga con la mezcla?

–La verdad es que únicamente imaginé su beneficio encaminado a favorecer el progreso en la vida cotidiana de los hombres.

–Pues creedme, si estáis pensando en importar el producto haced por convencer a quien convenga que el negro y espeso fluido sólo sirve para ser quemado y proporcionar luz y calor. Nada digáis de la fórmula hallada. Hay secretos que la humanidad debe ignorar hasta su mayoría de edad y mi experiencia me dice que los príncipes maduran en cordura y sapiencia aún más despacio que los hombres del común. Y ahora, decidme: ¿habéis visitado a Baruj?

–Aún no. En la escala de mis afectos estabais vos antes; mañana he concertado a través de Omar, una cita con él. Mi visita es inaplazable. Siguiendo e interpretando las nuevas que le he ido enviando, su diligencia ha hecho que mi nave haya ya partido en éste su primer viaje con la bodega llena y las instrucciones pertinentes al respecto de lo que debe cargar y descargar en los distintos puertos que vaya tocando. Jofre es un gran marino, me han informado que ha escogido la tripulación con esmero a fin de cumplir los plazos y las fechas puntualmente. Los augurios no pueden ser mejores, al punto que pienso vender alguno de los molinos de Magòria y con este dinero iniciar la construcción de dos bajeles más. Por cierto, debo daros las gracias por el bautizo de mi embarcación, intuyo que el nombre de Eulàlia le dará suerte.

–Nada tenéis que agradecerme, ojalá que así sea.

Tras la larga perorata, ambos hombres hicieron un receso y en el alma de Martí se abrió la verdadera puerta que había sido el botafuego que subyacía a su visita.

–Y ahora, por favor, contadme qué sucede con Laia.

Al sacerdote le extrañó la manera con la que Martí abordaba el espinoso asunto.

–Enseguida, pero antes decidme qué es lo que os impele a aseverar que soy yo la persona y no su padrastro el que os ha de poner al corriente del asunto.

–Todo mi viaje ha estado presidido por la imagen de Laia y ya no soy un muchacho. Si quiero triunfar en esta ciudad os puedo asegurar que no es por hacerme rico. El motivo que me impele a ser ciudadano de Barcelona ya lo conocéis, de manera que lo primero que he hecho apenas puestos mis pies en la arena de la playa y después de ir a mi casa a cambiarme de ropa, ha sido dirigirme a Montcusí.

–Y ¿qué es lo que os ha dicho?

–No he podido verle. Un mayordomo ha hablado en su nombre y me ha comunicado que el consejero no estaría en la ciudad durante un tiempo indeterminado pero que había dejado recado de que si me presentaba me remitieran a vos, y aquí estoy.

El padre Llobet, a quien Bernat había puesto al tanto del asunto de la misiva, meditó sus palabras con infinito cuidado antes de exponer ante Martí la cruda realidad.

–Ciertamente -suspiró el buen anciano-, de alguna manera he sido designado para hablar con vos, Martí, pero antes debo pediros que me pongáis al corriente de la carta que se os remitió. Debo saber si la recibisteis, ya que los envíos de misivas en estos tiempos son azarosos.

Martí echó mano a su faltriquera y, extrayendo de ella la ajada misiva, la entregó al eclesiástico.

–La he recibido, como podéis ver. Leedla y luego os transmitiré mis impresiones.

El religioso leyó detenidamente el ajado pergamino y antes de emitir su opinión requirió la de Martí.

–¿Qué es lo que colegís?

Martí tenía sobradamente ensayado su discurso: lo había meditado una y otra vez a lo largo de su viaje de regreso.

–Mi cabeza le ha dado muchas vueltas… Intuyo que tras las líneas se oculta algo que no sé bien lo que es, pero sí que existe.

–Decidme qué es lo que creéis ver.

–Observad: en primer lugar la tinta que siempre había empleado Laia era de color verde y en esta ocasión es negra; en segundo lugar el papiro no está impregnado de agua de rosas como todos los demás y no se debe al tiempo transcurrido, ya que las anteriores cartas aún mantienen el perfume, de lo cual infiero que en esta ocasión o no quiso o no pudo ponerlo y finalmente observad que siendo como es firme y devota cristiana, no inicia como solía el escrito con una pequeña cruz. Creedme, Eudald, Laia ha querido decirme algo que no sé ver entre líneas.

El canónigo observó con detenimiento las indicaciones de Martí y luego habló.

–No os he de ocultar que he hablado con Montcusí. Sin embargo, mi larga experiencia de rata de biblioteca harta de manejar documentos y códices antiguos me indica algo que, cuando os relate el mensaje que me ha sido confiado, tal vez os abra los ojos a otra realidad.

–Decidme lo que veis y lo que adivináis.

–En el cambio de tinta intuyo que Laia quiere revelaros que su mensaje según como se mire tiene dos direcciones, la que os indica y otra que subyace escondida: creo que se refiere a cómo ve ella el futuro, antes verde, color de esperanza, y ahora negro. Esta última expresión va unida a la ausencia de la cruz en el encabezamiento. Quiere con ello indicar que las circunstancias la han colocado fuera de la Iglesia. – Con un gesto acalló la protesta que Martí tenía en sus labios-. Y, por último, la falta de perfume quiere apuntaros que el tiempo borra las cosas y que la olvidéis porque no puede corresponderos.

–No os entiendo -dijo Martí con un tono de ira contenida-. ¿Cómo sugerís que una criatura que es todo inocencia y bondad puede estar fuera de la madre Iglesia?

Llobet sabía que debía andar con pies de plomo al ser consciente de lo peliagudo de su misión. Durante muchos días había pensado en el problema y en la mejor manera de enfrentarse a él. En ese momento decidió no decir nada de la criatura. Tiempo habría, si finalmente el consejero decidía adoptarla.

–Va a hacer casi dos años que partisteis y en este tiempo las frutas de los campos han madurado dos veces y los pétalos de las rosas han caído y han vuelto a nacer. Vos dejasteis una niña y os encontráis con que la floración la ha hecho mujer.

–Os ruego que no andéis con subterfugios y me habléis con claridad.

–A ello voy, pero antes decidme, ¿desposaríais a Laia en cualquier situación?

–Mañana mismo si ella me acepta -replicó Martí, con las mejillas rojas de emoción.

–Entonces, atended. Ha ocurrido algo imprevisible y a la vez descorazonador que habla mal de la entraña de la naturaleza humana.

Martí, sentado en el borde del sitial, bebía las palabras del canónigo.

–Un hombre casado, y don Bernat intuye que importante, tal vez el hijo de un noble, desfloró a vuestra Laia. Su padrastro me dice que la muchacha se niega a dar su nombre. En su carta os dice, u os quiere decir, que todavía os ama, ya que es consciente de que erró al dar pie a que esto ocurriera, y que no es digna de vuestro amor, de ahí el cambio de color; y os ruega que os apartéis de ella pues se considera indigna de vos y una vil pecadora: de ahí que no haya iniciado el escrito con el signo de la cruz. Don Bernat os ofrece la mano de su hija, cree que sois un joven de porvenir. Ni le pasa por las mientes buscar un pretendiente entre la nobleza: las explicaciones sobre la perdida virginidad de su hijastra serían prolijas y complicadas.

Martí estaba demudado. Un sudor helado descendía por su espalda y un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra alguna. Luego, con una voz ronca que le salía del fondo de las entrañas, lentamente dictó su veredicto.

–Amo a Laia. Es el ser más dulce y limpio que he conocido. El amor se debe medir en la turbación y en la desgracia. Si ella me quiere, y aunque haya errado, desde luego que la desposaré.

Eudald Llobet añadió:

–No esperaba menos del hijo de vuestro padre. Vuestra decisión os honra. No os lo he dicho antes por no ofenderos al pensar que quería compraros: Montcusí tiene la intención de interceder ante los condes para que os declaren ciudadano de Barcelona.

–En estos instantes, lo que menos me importa es el título que quieran otorgarme los hombres. Si no aquí, a lo ancho y largo del mundo, encontraré un hogar para Laia y para mí. Decid al consejero que acepto su trato.

65

Sallent

LLaia era una sombra. Pasaba los días ensimismada sin llegar a comprender el rigor de la desgracia que había caído sobre ella. Su cabeza iba y venía cual péndulo. Era consciente de que su mente se encerraba en un cascarón y se ausentaba al punto que en ocasiones ni respondía a quien le hablaba. A pesar de su juventud, aún no había cumplido los diecisiete, su memoria sufría lagunas insondables. En el recinto corría el rumor de que la había asaltado el mismo mal que había llevado a la tumba a su madre.

Había llegado a Sallent desde Barcelona, en la carreta de viaje de Montcusí, escoltada por una pequeña guardia, un físico, una partera y la dueña. Edelmunda le comunicó que había recibido órdenes de que permaneciera encerrada en tanto su vientre estuviera ocupado, pues nadie debía enterarse de su preñez. Le prepararon en unas dependencias con salida a un patio de altos muros, rodeado en su interior por jardineras con plantas, flores y arbustos a fin de que entretuviera sus ocios. Allí, sin poder ver a nadie que no fuera el físico, consumía sus horas creyendo volverse loca, hasta que le llegó el momento de romper aguas y parir. El trance duró casi dos días y en la nebulosa del momento, entre intensos dolores y la semiinconsciencia a la que la sumieron, le pareció ver, a los pies de su lecho, al consejero, hablando con el físico y señalando al bulto que yacía en el moisés. Luego recordaba haber oído un portazo y el silencio más absoluto. Mas cuando despertó del todo, el hombre ya no estaba allí. Inmediatamente, el físico le suministró un brebaje hecho de plantas coladas en un tamiz que impidió que le subiera la leche, y a los tres días la partera la fajó con fuerza a fin de que recobrara su figura anterior en el menor tiempo posible. Dos mujeres del pueblo recién paridas se turnaban para amamantar a la criatura. Al principio ni quiso verla ni le interesó saber cuál era su sexo. Bien es verdad que a su alrededor se levantó un muro de silencio y nadie le hablaba del neonato. Finalmente, la curiosidad la venció y cuando se dirigió al cuarto donde su retoño dormía en su moisés, presa de un tropel de sentimientos encontrados, vio con horror que el niño, pues era un varón, carecía de brazos, y de alguna manera se sintió culpable: concluyó que era el castigo que merecía por haber nacido fruto de su horrible pecado y que lo iba a tener ante sus ojos toda la vida. Aquel trozo de carne había salido de sus entrañas y ninguna culpa tenía de su origen para haber nacido deformado. Sin embargo, su mera presencia le recordaba sufrimientos terribles y situaciones repugnantes. Entonces un odio al rojo vivo le roía las entrañas y venían a su cabeza pensamientos fúnebres al respecto de la criatura, que no hizo falta que cristalizaran, pues al cabo de dos semanas el niño dejó de respirar. Nada sintió en su interior, ni pena ni quebranto, pero en su deteriorada mente se rompió otra cuerda y un pensamiento comenzó a atormentarla: estaba convencida de que nunca volvería a engendrar un hijo.

Su mente iba y venía, y en los momentos de lucidez sentía como si le hubieran clavado la hoja de una daga en las entrañas. Durante las noches se levantaba y recorría el patio vistiendo una camisa de dormir blanca y con la cabellera suelta al viento, con la consiguiente alarma de los centinelas bregados en mil batallas a los que, sin embargo, aterraba aquella sombra fantasmagórica. Lo que no había conseguido el moro en la frontera, lo lograba la superstición, y las leyendas de aquel espectro que durante las noches deambulaba por la masía hasta la madrugada crecían sin medida entre los componentes de los guardianes.

Cuando la dejaron salir de las dependencias, Laia aprovechaba el crepúsculo para zafarse de Edelmunda, su carcelera, ya que durante el día ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra. Acostumbraba a instalarse entre dos merlones del muro que miraban a poniente y desde allí su imaginación se desbocaba. Pensaba en su bien amado y se laceraba sabiendo que la habían obligado a renunciar a su amor y que tal vez jamás volviera a verle.

Su relación con Edelmunda había cambiado. Comenzaba a sospechar que Aixa había muerto y por tanto nada podría empeorar las cosas. Y, como su destino la traía sin cuidado, trataba a la arpía con un supino desprecio.

–Señora, haced la merced de prepararos. Vuestro padre ha enviado un mensajero anunciando que llegará esta tarde.

Laia palideció. Desde la noche del parto no había vuelto a ver a Bernat.

–No voy a engalanarme ni por tu amo ni por nadie. Y ahora déjame en paz.

La dueña se retiró mascullando por lo bajo y murmurando palabras que tenían que ver con su locura.

Laia se quedó pensativa. ¿Qué querría aquel miserable? ¿Qué otras argucias emplearía su calenturienta mente para someterla ahora? Aún no había cumplido la cuarentena, aquel pequeño monstruo al que ni quiso ni repudió había muerto y sería horrible que su padrastro la requiriera de nuevo. En sus momentos de lucidez pensaba que ni el amor por su esclava, por el que tan caro precio había pagado, le impediría acabar con su vida. No creía poder aguantar por más tiempo aquella situación infamante.

Ya por la tarde se anunció la llegada del señor de la casa. Al cabo de un buen rato Laia fue reclamada. La muchacha, sin el menor asomo de afeites ni de componendas, con los revueltos cabellos en un supino y enmarañado desorden, vistiendo una bata ceñida a la cintura y calzando sus pies con unas babuchas árabes, acudió a la presencia de Bernat Montcusí. Éste parecía serio y cariacontecido; el aspecto de su pupila contribuyó a reafirmar su decisión. La avaricia y su codicia desmedida se habían impuesto a la lujuria que otrora despertara en él aquella desgreñada criatura. Sin embargo, el ramalazo de locura que reflejaban los ojos grises de la mujer le atemorizaba.

Laia avanzó a través de la veteada tablazón del suelo con la mirada retadora clavada en su padrastro y se quedó en pie sin sentir en su interior aquel temor reverencial que antes le inspirara la presencia de aquel desalmado.

–Siéntate. Soy portador de nuevas que te atañen.

La muchacha se instaló frente al hombre sin decir palabra.

–Veamos, me han dicho que no has dado ninguna muestra de dolor por la muerte de nuestro hijo.

La muchacha meditó la respuesta un instante.

–Querréis decir vuestro hijo. Yo únicamente lo parí.

–Toda mujer que pare se convierte en madre, si no estoy equivocado, y lo procedente es que una mujer que esté en sus cabales sienta la muerte de su primer vástago. Hasta las hembras de los animales gimen y pasean alrededor de sus cachorros muertos. – Una sorna contenida subrayaba las palabras del consejero.

–Un hijo ha de nacer del amor de dos personas, no del asco infinito que os profeso. Ya veis cuáles han sido las consecuencias.

En aquel instante creyó Laia que se había equivocado al provocar la ira de su padrastro; sin embargo, nada le importó: en su interior no había espacio para el miedo, ya nada peor podía hacerle. Su sorpresa fue cuando el tono del hombre ni tan siquiera varió un ápice.

–Achácalas a tu actitud. Yo puse de mi parte cuanto corresponde a un hombre, tú no cumpliste jamás como mujer, pero vamos a olvidar agravios y rencores pasados en aras a intereses comunes. Creo que lo que ha ocurrido ha sido mejor para todos. La Divina Providencia en ocasiones allana los caminos. Aunque no lo creas, quiero tu bien y estoy dispuesto a ser generoso si te muestras dócil y obedeces mis órdenes.

Laia aguardó.

–Quiero darte una buena nueva: tu enamorado ha regresado y está en Barcelona.

Un vahído asaltó a la muchacha y sólo la fuerza interior, nacida de tantos sufrimientos, impidió su desmayo.

Con la boca seca como la estopa, indagó:

–¿Y en qué me incumbe esa noticia?

–Verás, las cosas son cambiantes según las circunstancias, y lo que ayer era negro hoy puede ser blanco. A mi política le conviene más ganar un aliado que un enemigo.

El corazón de Laia galopaba. El otro prosiguió:

–Voy a ser muy claro. El caso es que si dispongo tu matrimonio, tú tendrías un esposo y yo un yerno que me proporcionará pingües beneficios. En todo caso, y que quede entre los dos, ésta es la única obligación que tiene un hombre que ha forzado a una muchacha. Según la ley, debe desposarla, a lo que te negaste; o proporcionarle un marido, y eso es lo que he hecho.

Laia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Luego reaccionó, sospechando que tras ello se ocultaba una aviesa intención.

–No comprendo adónde queréis ir a parar, pero debo recordaros que me hicisteis renunciar a él. Mi vida ya no tiene sentido y nada vale si no es para entrar en religión. Ni Martí ni hombre cabal alguno admitiría por esposa una mujer deshonrada.

–A lo primero te diré que un trato anula otro trato, y a lo segundo, que una mujer deshonrada hará de un advenedizo, como es Martí Barbany, ciudadano de Barcelona, además de que aportarás una jugosa dote, y eso es algo muy a tener en cuenta.

–Martí no es de esos hombres que compráis y vendéis a vuestro antojo.

–Déjame hacer a mí: todo hombre tiene un precio, y si no lo tiene es que nada vale; lo procedente es dar con él.

–¿Y cuál habrá de ser el pago de esta nueva felonía? Ya que engañar a un hombre bueno tiene tal nombre.

–No habrá engaño: Martí te aceptará en tus circunstancias y no hará preguntas. Ya sabe que la persona que cometió el desafuero ocupa un lugar tan elevado en la corte que no podrás decirle jamás quién fue, ya que su venganza caería sobre todos. Cuéntale que sufriste un aborto, lo cual, en cierta forma, es verdad. Como podrás ver, en nada habrá engaño.

Un cúmulo de pensamientos se agolpaba en la mente de Laia. No podía creer que semejante propuesta partiera de aquel hombre. ¿Qué retorcida intención perseguía?

–¿Qué otra cosa deberé hacer o no hacer? ¿Cuáles son las condiciones de esta componenda?

–Me debes algo. Por tu culpa, pues lo sucedido tiene su origen en la forma de recibirme en tu lecho, he perdido a un heredero, del que era padre y abuelo a la vez. Cuando, en el banco del alfarero, se coloca buena arcilla y éste no se esfuerza en trabajarla con mimo, no es de extrañar que el ánfora salga con defectos. Por lo tanto te hago responsable de haber destrozado nuestra relación: has acuchillado mis afectos, mi pasión por ti ha terminado. Además, ¿a qué hombre apetecería una mujer con tu aspecto? ¿Te has mirado en algún espejo? Máxime cuando el recuerdo que tengo de ti es nefasto, fue como yacer con una estatua de mármol: no pusiste nada de tu parte, pese a que conocías los sentimientos que albergaba en mi corazón. Pensar que llegué hasta proponerte matrimonio me causa escalofríos.

El cinismo de aquel hombre le provocaba el vómito pero se contuvo y nada dijo. La voz de su padrastro resonó de nuevo.

–Como comprenderás, la garantía de nuestro pacto será la maldita esclava. La tengo a buen recaudo en otra de mis casas. Sabrás de ella, pero si me causas el menor desasosiego, ya puedes suponer qué le ocurrirá. Por cierto, que si no haces por reponerte y persistes en esta especie de ayuno, tu amiga correrá la misma suerte. Debes estar hermosa para el enlace: si llevo al mercado a una yegua mal alimentada nadie la comprará.

Laia hizo caso omiso del insulto y algo en su interior le dijo que tras todo aquello estaba la infinita avaricia de aquel hombre.

–¿Cómo sabré que Aixa está viva?

–Tienes mi palabra.

–No me basta, quiero verla.

Montcusí pareció meditar.

–Bien, dentro de unas semanas, y cuando estés mejor, te haré trasladar a una hermosa masía cerca de Terrassa, generoso regalo con el que premiaron mis desvelos y fidelidad el conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, donde la he hecho recluir. Podrás verla sin que se te ocurra decir que has parido un hijo, y si dentro del tiempo requerido abandonas este aspecto de bruja, ganas peso y estás presentable, te haré conducir a Barcelona, donde estará todo preparado para tu enlace.

A la ofuscada mente de la muchacha le costaba digerir todo aquello. Su único consuelo era que su querida Aixa vivía, aunque estuviera encerrada en las mazmorras de Terrassa. La única ventaja de su situación era que su padrastro la dejaría definitivamente en paz. En cuanto a Martí, a pesar de que el fuego de su amor permanecía intacto, pensaba, al considerarse indigna de él, hablarle con la suficiente claridad para que entendiera que su vida en común era imposible: en aquellos momentos se sentía totalmente incapacitada para pensar ni siquiera en la posibilidad de que alguien rozara su cuerpo.

Transcurrió un mes de la entrevista con su padrastro. Una noche, antes de acostarse, Edelmunda le comunicó que al amanecer del siguiente lunes partirían para Terrassa.

De nuevo en camino. Una escolta compuesta, esta vez, por un capitán y seis soldados precedían las dos carretas: en la primera, en esta ocasión y frente a ella iba la dueña, y en el pescante junto al auriga un arquero vigilante; dos damas de compañía venidas de Barcelona para suplir a Edelmunda y turnarse en la vigilancia iban en la segunda, cerrando el grupo dos hombres de la escolta. Tras hacer noche en la mansión de uno de los deudos de Montcusí situada a la mitad del camino, llegaron por la mañana a la masía fortificada cerca de Terrassa. Le asignaron los aposentos situados en una torre que hasta el momento habían ocupado el castellano don Fabià de Claramunt y su familia, por lo que éstos debieron trasladarse a otras dependencias. La verdad fue que se sintió más libre que en su anterior prisión aunque por el momento le impidieron visitar a Aixa. Su tormento llegaba al anochecer. Entonces su mente ida comenzaba a desvariar y visitaba parajes aterradores en los que se veía de nuevo asaltada por la lujuria de aquel sátiro y pariendo seres monstruosos con aspecto de sapos que salían de su vientre. Si quería evadirse de sus demonios particulares, debía saltar del lecho al instante y recorrer las almenas de la torre al igual que lo hiciera en Sallent.

Cada día, a las horas de comer y de cenar, Edelmunda le recordaba que la vida de Aixa dependía de lo que ella hiciera. Finalmente sacó fuerzas de flaqueza y, cuando le pusieron en la mesa los manjares que el físico le había prescrito, espetó a la dueña:

–No creo que Aixa esté todavía con vida; de no poder verla mañana mismo me negaré a probar bocado.

Ignoraba si su envite iba a tener consecuencias pero ya casi nada le importaba. Cuando pensaba en Martí su pensamiento se tornaba en algo inconcreto y casi metafísico. A veces le costaba un esfuerzo infinito recordar su rostro. Periódicamente su mente deliraba e iba desde vacíos insondables a cosas concretas.

Al atardecer, Fabià de Claramunt, administrador de la casa fuerte, compareció en la torre. Tras un saludo frío y protocolario comenzó su discurso.

–Me comunican que de no comprobar el estado de la prisionera os negáis a comer, lo cual empeoraría las cosas según las órdenes que he recibido.

El tono del hombre era especial, ya que si bien estaba dispuesto, aun contra su voluntad, a obedecer las disposiciones que le habían sido transmitidas, algo en su interior le avisaba que aquella muchacha de ojos grises y mirada extraviada no era una huésped común.

–Efectivamente, para que mi actitud varíe, he de comprobar personalmente que Aixa continúa con vida.

–Creo que podré complaceros. Sin embargo, debo controlar que nada comprometa mi responsabilidad. Si tenéis la amabilidad de seguirme.

Laia se puso en pie ilusionada ante la posibilidad de ver a su amiga. La dueña hizo lo propio.

–Doña Edelmunda -ordenó Fabià-, os relevo de vuestra obligación. Me hago responsable de la situación desde este mismo instante hasta que vuestra pupila regrese a sus habitaciones.

La dueña nada tuvo que objetar y más bien le alivió la decisión del administrador.

Fabià de Claramunt condujo a Laia hasta la planta baja de la vivienda y una vez en ella se dirigió a un pequeño reducto habilitado junto al puesto donde la guardia descansaba tras hacer los relevos. A Laia le extrañó el itinerario, ya que imaginaba que, como siempre, las mazmorras estarían en el sótano. Don Fabià habló con el capitán al mando de la pequeña facción y éste al punto le entregó un manojo de llaves.

El administrador tomó del aro una no especialmente grande y abriendo una portezuela remachada con refuerzos de hierro, invitó a la muchacha a pasar.

La pequeña estancia nada tenía en su interior aparte de un banco de madera enfrentado a la pared del fondo. Ante la indicación del alcaide, Laia se sentó.

La voz del hombre resonó neutra.

–Señora, yo nada tengo que ver en esto. Mis órdenes son poner los medios oportunos para que podáis comprobar lo que parece dudáis, sin que ello quiera decir que os tengo que permitir hablar con la prisionera. Tengo esposa e hijos y mal quisiera meterme en complicaciones. Os ruego por tanto que no me busquéis problemas. Si así lo hacéis, seremos amigos y trataré de haceros más llevadera la estancia entre nosotros; en caso contrario me obligaréis a cumplir con mi obligación de otra manera.

Al principio Laia no comprendió lo que el hombre quería decir, mas luego, al ver la maniobra, entendió y pensó que mejor era hacerse un aliado.

Fabià de Claramunt se agachó ante ella y retiró de la pared una pieza de hierro. Luego, tras observar a través del agujero que se abría en el ángulo superior del techo de la celda situada en el sótano, la invitó a que le imitara.

Recostada en un banco de piedra, cubierta con una manta, yacía una mujer; le costaba reconocer a Aixa en ese rostro, con la mirada perdida, inmóvil. A su lado había una bandeja con un plato de gachas cocidas, una zanahoria, queso de oveja y un jarrillo de agua.

La voz del hombre sonó de nuevo.

–Comerá, si vos lo hacéis, el mismo rancho que la tropa. Mis órdenes son que podáis comprobar cada día que sigue bien y con vida. Pero no podréis dirigirle la palabra.

66

Ruth

A A su regreso, Martí pudo observar el cúmulo de cambios que había sufrido Barcelona. Extramuros habían surgido las vilanoves de Santa Maria de les Arenes, Sant Cugat del Rec y Sant Pere. Se habían ampliado algunas iglesias y en las calles y mercados se oía hablar a gentes con diferentes acentos y en diversos idiomas. Omar, Naima, su hijo Mohamed, la pequeña Amina, doña Caterina, Andreu Codina y Mariona, la dueña de los calderos, le recibieron en su casa con un jolgorio infinito. Habían transcurrido dos largos años desde su partida. En tanto se ponía al día de todos sus negocios, planificaba nuevas inversiones, compraba dos barcos y visitaba a quien correspondía, su mente estaba perennemente ocupada por una única idea que le atormentaba. La historia de lo que le había ocurrido a Laia presentaba grandes lagunas que no resolvería hasta que pudiera hablar con ella. De cualquier manera, su decisión estaba tomada: en cuanto fuera posible desposaría a la muchacha, que al parecer se estaba reponiendo de unas fiebres tercianas y malignas a las afueras de la ciudad y los físicos habían prohibido toda visita hasta que hubiera transcurrido el protocolario tiempo. Esto fue lo que le comunicó Eudald de parte de Montcusí, que por lo visto seguía de viaje en comisiones que el conde le había confiado y no se esperaba su regreso hasta comienzos del nuevo año.

Una noticia luctuosa entristeció su llegada, una carta de su casa fechada tres meses antes le comunicaba que su primer maestro, don Sever, el párroco de Vilabertrán, había fallecido y como de cualquier manera había decidido visitar a su madre, pensaba acercarse al cementerio del pueblo a rezar una última oración por el descanso eterno de su alma.

Al filo del final de la semana se halló llamando a la puerta de Baruj, al que ya había enviado recado de su llegada y que le aguardaba la tarde del sabbat en su casa. Las circunstancias habían jugado con su memoria y ya fuera por el tiempo transcurrido, ya porque su vista estuviera acostumbrada a grandes espacios el caso fue que la puerta de la casa del judío le pareció mucho más reducida.

Tras la consabida llamada escuchó unos precipitados pasos que se aproximaban como si alguien hubiera estado aguardando que sonara la campanilla. Sin escuchar voz alguna, ni ver que nadie intentara observarle a través de la mirilla, la puerta se abrió y le sorprendió la mirada brillante y sonriente de una muchachita a quien al principio no reconoció. Un momento después entendió que se trataba de la pequeña Ruth, que le observaba a través de las largas pestañas que embellecían sus negros y risueños ojos.

–Yahvé ha guardado vuestros pasos por los procelosos caminos del mundo, que su nombre sea alabado.

–Que Él te… os guarde, Ruth. Habéis crecido tanto que casi os confundo con una de vuestras hermanas.

–Han pasado más de dos años, Martí. También para vos.

–Pero yo ya me fui mayor y he regresado igual, vos erais una niña y os habéis transformado en una mujer.

–Cuando partisteis ya lo era. Pero pasad, mi padre volverá enseguida y me ha encomendado que os atienda. Por eso os estaba aguardando junto a la puerta.

Una voz sonó en lo alto de la escalera.

–Ruth, ¿quién ha llegado?

–Ya estoy yo, madre, es el señor Barbany y padre me ha encomendado que lo atienda mientras regresa.

Y, con un guiño cómplice, añadió:

–Pero pasad, pensaréis que soy una mala anfitriona.

–No he olvidado vuestra limonada. A lo largo y ancho del mundo no he probado cosa igual, ¿cómo pensáis que os puedo considerar una mala anfitriona?

–Me complace que os acordéis de mí, aunque sea por algo tan banal como una limonada.

Precedido por la muchacha llegó al jardín. Allí se había detenido el tiempo: todo seguía igual como lo recordaba, aunque el invierno había secado las flores. El inmenso castaño, el brocal del levantado pozo, el banco y las rústicas sillas, la mesa de pino. Lo único que echó en falta fue el columpio que pendía antaño de una de las ramas del frondoso árbol.

Se sentaron disfrutando de los tenues rayos del sol invernal, y Martí, por romper el hielo, preguntó:

–¿Se os ha roto el columpio?

–Lo retiré hace ya tiempo. En esta casa ya no hay niños pequeños, nadie se columpiaba. Pero, decidme, ¿cómo es el mundo?

–¡Qué pregunta, Dios mío! – replicó Martí con una franca sonrisa-. Grande, muy grande, y lleno de gentes diversas.

–¡No os podéis imaginar cómo os he envidiado y cuántas veces, aquí mismo, he pensado en vos!

–Lo comprendo, a mí a vuestra edad me ocurría lo mismo: pensaba que mis horizontes eran estrechos y que jamás saldría de mis predios… Y ya veis, he rodado por casi todo el Mediterráneo. Pero os daréis cuenta de que todo llega, vuestro padre os encontrará un buen marido y dentro de pocos años veréis que vuestra vida ha dado un giro de noventa grados.

–Puede, pero creo que no me casaré jamás.

–¿Por qué decís tal cosa?

–Pálpitos de mujer.

–¿No os gusta ningún muchacho?

–Tal vez, pero él apenas sabe que existo.

En aquel instante la puerta de la galería se abrió y asomó por ella la figura inconfundible de Baruj, que se precipitó hacia Martí con el abrazo presto: todo su ser denotaba la alegría del encuentro. Éste se puso en pie y ambos hombres se abrazaron ante la mirada picara y algo contrariada de la muchacha, a la que la interrupción había disgustado, pues le privaba de la posibilidad de seguir hablando con aquel amigo de su padre que de siempre la había tratado como una chica mayor.

–¡Qué inmensa alegría, muchacho…! A mis años, alguna vez sospeché que tal vez ya no volviera a veros.

–Yahvé os ha guardado. Os encuentro mejor que antes de mi partida.

–El tiempo, inexorable, pasa para todos: cuando se es joven se madura, cuando se es anciano se envejece. Pero sentémonos dentro, porque el sol se pondrá pronto y hará frío. ¡Hay tanto que decir! Y a ti, hija mía, te agradezco tus desvelos, pero ahora retírate y déjanos solos.

La joven fingió no oír a su padre y entró con ellos en el salón, donde simuló entretenerse ordenando unos almohadones.

–Ruth, despídete del señor Barbany y retírate. Tengo un universo de cosas que hablar con él.

El judío remarcó lo de «señor» para indicarle a su hija que el tratamiento informal que había dado a Martí no le agradaba.

–Padre, si me lo permitís me encantaría quedarme y lo haría sin intervenir ni molestaros. Las andanzas de Martí por el mundo ampliarían mis conocimientos en mayor medida que otras cosas.

–Ruth, tienes el don de la inoportunidad. Lo que debo hablar con nuestro huésped no te atañe en medida alguna. Si quieres ampliar tus conocimientos, rogaré al rabino que te enseña nuestra religión junto a Batsheva te dedique algún tiempo a ti sola, para que tengas ocasión de preguntarle cuantas cuestiones te intriguen.

–¡Nunca me entendéis! – explotó Ruth-. Me queréis en casa como una lerda, estudiando los aburridos textos de nuestra religión, aprendiendo platos kosher, haciendo pasteles y realizando tareas propias de criadas.

–¡Retírate inmediatamente de mi presencia! Luego hablaremos, jovencita.

La muchacha se retiró sin despedirse ante la sonrisa burlona de Martí.

–Perdonadla, la adolescencia es complicada y para esta hija mía parece serlo más aún -dijo el anciano Baruj ahogando un suspiro.

–No os excuséis, Baruj, tiene un carácter decidido que personalmente me encanta; tal como se presenta el futuro, le va a servir de mucho.

Tras este preámbulo, ambos hombres se instalaron en el salón para compartir una charla que tenía trazas de alargarse mucho.

La tarde fue pasando y desde las aventuras del viaje hasta las increíbles puertas que el prestigio del judío le había abierto, todo fue saliendo. El judío se había provisto de un cálamo, tintero y un pliego de papel, y apoyado en la mesa iba tomando nota de cuantas cuestiones despertaran su curiosidad o bien requerían de su consejo o de su intervención.

Se trataron toda clase de asuntos. Ambos ajustaron acuerdos para el futuro de los barcos. Martí estaba resuelto a invertir la mayor parte de su capital y asimismo las ganancias que pudiera obtener de la venta de tierras y molinos, en los asuntos del mar. Abordó también la compra de una nueva casa cerca de la iglesia de Sant Miquel y para ello pidió el consejo de Baruj. Éste le indicó la zona que a su criterio era la idónea. Luego pasaron revista al comercio que, manejado por Omar, marchaba viento en popa. El asunto del fuego griego mereció un capítulo aparte.

–Ya había oído hablar de él; en alguno de nuestros antiguos códices se nombra, mas en ninguno se habla de la fórmula. Me consta que más de un príncipe ha intentado dar con ella, pero hasta el día de hoy nadie lo ha logrado.

–Yo más bien imagino las ventajas inmensas de la masa negra que arde mucho más lentamente que un hachón de sebo. Ved que la ciudad está a oscuras y que los alguaciles no se atreven ni a entrar en algunas callejas. Si se colocaran a cierta altura jaulas de hierro con un recipiente en su interior en el que ardiera una torunda o una mecha de lana podría encenderlas un solo hombre mediante una pértiga con un velón en su extremo. La luz se mantendría toda la noche y de esta manera las calles serían menos peligrosas.

–Me parece una brillante idea; si habéis preparado su embarque en la costa de Levante, problema resuelto. Deberíais hacer unos almacenes extramuros para acumular las vasijas selladas de forma que en caso de naufragio o de retraso por cualquier circunstancia, la ciudad no quedara desprovista. Contad con todas las autorizaciones para la importación del producto, me ocuparé personalmente de gestionarlas. Sin embargo, la colocación y la concesión del permiso para instalar los puntos de luz intramuros dependerán del veguer y como imaginaréis de vuestro amigo, al que no tengo acceso, pues los de mi credo no son de su agrado, el intendente de abastos, don Bernat Montcusí, y estoy seguro de que no renunciará a la parte correspondiente de tan goloso negocio.

–Eso corre de mi cuenta. Os voy a dar la primicia de algo que únicamente sabe nuestro común amigo, Eudald Llobet.

–¿Qué es ello?

–Voy a casarme con su hijastra.

A la vez que en el rostro del judío se esbozaba una sonrisa de incredulidad, una de las ventanas que daba al jardín, sobre el salón, se cerraba en el primer piso.

67

En el seno de la Iglesia

CCorría el mes de enero de 1056. La cámara de la condesa Almodis permanecía abierta e iluminada. La anciana Ermesenda, que había perdido apoyos a causa de la defunción de sus principales valedores, y a cambio de once mil onzas de oro, había conseguido que el Papa levantara la excomunión, que cual espada de Damocles había pendido durante más de tres años sobre la pareja condal.

A una hora que correspondía a otros menesteres y mientras las campanas volteaban alegres en sus espadañas, las gentes de palacio iban y venían acudiendo a ofrecer sus respetos y a dar los parabienes que correspondían a tan buena nueva. Los unos con auténtico regocijo y los más para congratularse con ella, ya que era de común que la que mandaba en el conde y por tanto en el condado de Barcelona, era Almodis de la Marca. La ciudad era una fiesta. La gran noticia se había esparcido cual cotilleo de comadres entre la buena gente, tranquilizando a tantos que durante esos años habían padecido diariamente dudas y angustias. Los representantes de las casas condales de menor rango portaban presentes que recordaran siempre aquella fausta jornada y quien más quien menos velaba por sus intereses e intentaba acercarse al fuego sagrado que representaba el Palacio Condal. Odó de Montcada, obispo de Barcelona, Guillem de Valderribes, notario mayor, el juez de palacio Ponç Bonfill, el secretario Eusebi Vidiella y el conde Ramón Berenguer con una copa de buen mosto en la mano comentaban el feliz suceso en uno de los rincones del salón.

Gilbert d'Estruc, gentilhombre de confianza de Ramón Berenguer I, el primer senescal, Gualbert Amat, representantes de los Montcada, Cabrera, Alemany, Muntanyola, Ferrera, Oló y un larguísimo etcétera, se iban aproximando en respetuoso turno al pequeño trono donde Almodis repartía sonrisas. Los nobles catalanes doblaban la rodilla en el pequeño escabel situado a los pies de la condesa en tanto sus esposas, recogiendo sus sayas, efectuaban una gentil reverencia. Tanto ellos como ellas se volcaban en parabienes, felicitaciones y corteses cumplidos. La gran sala estaba llena a rebosar y luego de cumplir con el protocolo cada uno buscaba a cada quien para ajustar negocios, replantearse amistades y aunar intereses a la nueva luz que amanecía sobre Barcelona. Eudald Llobet, invitado especial de la condesa, había recibido en el turno del besamanos una ligera e irónica reconvención.

–¿No os dije en su día que como siempre la Iglesia se plegaría a las conveniencias de su alta diplomacia?

Eudald no se retrajo.

–Cierto, señora. Asimismo, vos que de tan buena memoria presumís, recordaréis mi respuesta.

–En estos felices momentos, no atino, Eudald.

–Creo que os dije algo así como: «Que lo que habíais conseguido dos veces lo podríais conseguir una tercera». De cualquier manera, sabed que la persona que más profunda alegría siente ante el alzamiento de esta excomunión aparte de vos y del conde, es este humilde clérigo, que está ansioso por daros la absolución. Y sabed asimismo que como catalán me place en extremo que el condado haya ganado una condesa de vuestro fuste y carácter.

Después de este lance y dejando paso al siguiente cortesano que le seguía en la cola, Eudald alzó la vista y lanzó una mirada a lo largo y ancho del salón. Al fondo, junto a uno de los ventanales que daban a la plaza y al pie de un tapiz que representaba a Diana cazadora rodeada de perros, con arco en la mano y la aljaba a la espalda llena de flechas, el poderoso Bernat Montcusí, intendente de mercados y abastos, al que suponía fuera de Barcelona, con un imperceptible alzamiento de cejas alzaba su copa invitándole a acercarse. Con paso lento el canónigo se fue abriendo camino entre los grupos allí convocados hasta llegarse al lugar donde el consejero Montcusí le aguardaba.

–Os saludo, Eudald, en jornada tan gloriosa.

–Os devuelvo el saludo y me congratulo de vuestra llegada, no os hacía en la ciudad.

–Ni vos ni nadie. Pero una embajada de mi casa dándome cuenta del grato acontecimiento me ha hecho dejar otras ocupaciones, ante esta circunstancia menos urgentes, y acudir presto. Como comprenderéis, aquel que no se encuentre aquí esta noche para dar los parabienes a la condesa y rendirle pleitesía puede darse por despedido.

–Supongo que habéis recibido mi carta donde os anunciaba la aquiescencia de Martí.

–Desde luego. Me llenó de alegría. Explicadme los pormenores, por favor.

–Al día siguiente de su llegada vino a la seo y allí intenté cumplir con vuestro encargo, por cierto harto dificultoso, de manera que entendí que era mejor hacerlo a mi manera, de modo que le oculté parte de la encomienda. Pensé que tiempo habrá para decirle el asunto de la criatura y le expliqué únicamente que vuestra ahijada había sido desflorada, sin aclarar demasiado las circunstancias. Por cierto, aún no me habéis dicho si ha tenido varón o hembra.

El intendente de abastos miró a uno y a otro lado para asegurarse de que no hubiera alrededor oídos indiscretos. Entonces, tomando del brazo a su interlocutor, lo alejó del tapiz del fondo y lo condujo junto a uno de los ventanales.

–Habéis, como siempre, obrado con mesura y diligencia. El Espíritu Santo os ha inspirado. La criatura nació muerta. Laia es muy joven y vos sabéis que esto ocurre frecuentemente cuando se trata de primerizas. Además, contrajo unas fiebres. Por tanto, ¿a qué complicar las cosas? Mejor es que el relato quede como vos lo habéis explicado.

Eudald Llobet miró a los ojos al otro. Aunque seguía dudando de todo entendió que mejor sería dar el tema por zanjado y no andar buscando tres pies al gato. Martí le había dado su palabra de desposar a la muchacha y esperaba que el tiempo y la juventud de ambos borrara aquella triste historia e hiciera de ellos una pareja feliz, salvando de esta manera el honor de aquella criatura.

–Tal vez tengáis razón. ¿Cuándo va a regresar vuestra hija? Creo que ha llegado el momento de propiciar el encuentro de los jóvenes.

–Cierto, pero antes quiero tener una entrevista con Barbany me interesa conocer los resultados de su viaje y estar al corriente en primera mano sobre sus futuros proyectos. Como comprenderéis, en las actuales circunstancias nuestro trato habrá de variar, de alguna manera debo considerar que va a ser mi futuro yerno.

–De cualquier manera, que los jóvenes se encuentren, es una prioridad.

–La semana próxima haré ir a buscar a mi hija. Creo que lo apropiado fuera que vos y vuestro protegido acudierais a mi casa a cenar. A la hora del postre Laia se uniría a nosotros y así ella y Martí podrían hablar, desde luego en nuestra presencia. Ya sabéis lo que dice el refrán: «El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla».

68

Las vísperas

MMartí había acudido, con mucha antelación, a la catedral a recoger a Eudald para ir juntos a la cena de Bernat, pero el clérigo, que sabía que el joven se había entrevistado con el consejero, pretendía que lo pusiera al tanto del resultado del encuentro.

A indicación de uno de los religiosos, Martí aguardó a Eudald en la sacristía. Compareció éste vestido con sobriedad. Sin embargo, observó Martí que el tejido era una sarga nueva y que el sacristán que se ocupaba de aquellos menesteres le había recortado la barba y perfilado la redonda tonsura.

–Os veo muy compuesto, Eudald.

–No acostumbro a cenar fuera del refectorio y ya hace mucho que prescindí de las vanidades de este mundo, pero en esta ocasión y por vos he intentado adecentar un poco mi aspecto, lo cual es harto complicado. Pero sentémonos un rato, pues tenemos tiempo de sobra, y explicadme cómo os ha ido la entrevista con Montcusí.

El canónigo condujo al joven al fondo de la gran estancia y ambos se sentaron en escabeles tapizados con piel de Ubrique, regalo de un mercenario que había guerreado con Llobet en las proximidades de Córdoba allá por 1017, en la segunda expedición del conde Ramón Borrell, abuelo del actual conde, en la que recibió tan grandes heridas que le llevaron a la tumba.

–Decidme, Martí, ¿cómo os fue la entrevista?

–Debo deciros que no comprendo las actitudes de ciertas personas.

–¿Qué me queréis decir?

–Como entenderéis, acudí a la casa de Montcusí con el ánimo inquieto. Un hombre sabe cuándo está en juego su porvenir pero lo que más me importaba era conocer todas aquellas cosas que tuvieran que ver con Laia.

–¿Y bien?

–El consejero, adoptando una postura ambigua, me suplicó le dispensara de hablar de aquel trance ya que le retrotraía a días muy amargos. Ante mi insistencia dijo que aunque tenía buenas razones para sospechar quién era el culpable de aquella felonía, ni lo podía aseverar con certeza ni creía oportuno remover el asunto. En su opinión, Laia, en su atolondramiento y a causa de su inexperta juventud, había querido jugar con aquel hombre y éste, creyendo que el juego era un consentimiento, la había desflorado. Montcusí afirmó que pese a su condición de ciudadano de Barcelona no osaba intervenir pues creía que el culpable de la desgracia estaba emparentado con la casa condal de Barcelona y bien podía ser alguien cercano al conde Ermengol d'Urgell, primo, como sabéis, del conde Ramón Berenguer.

–¿Y qué más?

–Ahí se cerró en banda y se negó a hablar, aconsejándome a la vez que desistiera de sonsacar a Laia, pues había observado que al tocar el tema, su ahijada, que salía de una larga enfermedad, se ponía tensa y llegaba, embargada por la pena, a delirar. Luego añadió que el tiempo lo borra todo, y que tenía la certeza de que íbamos a ser muy felices.

Luego, tras una pausa, Martí indagó:

–¿Qué pensáis vos de todo ello?

El padre Llobet se quedó pensativo unos instantes y ante la insistencia del joven, respondió.

–A veces situaciones extremas dañan la mente de las personas. Creo que por el momento debéis cuidar mucho vuestro amor y dejar que el tiempo cicatrice las heridas. Algo me dice, pues la conozco bien, que Laia es inocente. Dejadla en barbecho y ella se abrirá a vos cuando llegue el tiempo y su mente haya asumido la desgracia, como las flores se abren al rocío. De todas maneras pienso que tras todo ello algo se me escapa… Pero no os impacientéis, siempre el agua encuentra un resquicio para escaparse. ¿Vos la amáis?

–Más que a mi vida.

–¿Y continuáis decidido a desposarla?

–Mañana mismo.

–Entonces tened paciencia y aguardad. Día llegará que la que deseará descargar el inmenso peso que la debe oprimir será ella misma. Tened fe.

Una larga pausa se estableció entre los dos hombres, después Martí, a instancia del clérigo, comenzó a explicar a su viejo amigo el resto de la entrevista.

–Cuando le expliqué la idea que tenía sobre el uso del aceite negro puso unos ojos como platos. Me dijo que se encargaría de convencer al veguer de las ventajas de instalar en cada esquina de las calles de la ciudad y a la altura adecuada, las jaulas con el mecanismo interior para alojar la mecha y el pequeño depósito que albergara la negra sustancia. Creo que en el pacto va incluido el que me encargue, en mi forja, de fabricar las jaulas, pero no importa, el negocio está en el suministro. Por cierto, cuando le hablé de la conveniencia de tener en la ciudad una reserva para mantener el abastecimiento, en caso de que algún viaje se retrasara, me exigió que dicha reserva se instalara en los sótanos de su casa. Supongo que es una forma de asegurarse su porcentaje.

–¿Le hablasteis del fuego griego?

–No. Esa fórmula irá a la tumba conmigo.

El sacerdote fijó la vista en un largo cirio en el que líneas rojas indicaban aproximadamente las horas del día y de la noche y que cada mañana el encargado de la sala capitular se ocupaba de encender.

–Martí, hora es de partir.

69

Negra es la noche

LLa cena se había preparado en el cenador cubierto de la mansión de Montcusí. A la llegada, por indicación del consejero, fueron conducidos a la pérgola donde se iba a celebrar la reunión. La mesa estaba decorada con guirnaldas de flores y provista con todo lujo de viandas. Los platos eran de porcelana veneciana, orlados sus bordes con hilos de oro y las copas y frascas de fino cristal. Además de la iluminación de la pérgola figuraban en la mesa dos grandes candelabros de plata con las correspondientes velas de cera perfumada. Bernat Montcusí, vistiendo una túnica bordada de un rico brocado, apareció por el pasillo de losas que serpenteaba entre los arriates.

–Habéis tomado posesión de esta humilde morada, consideraos en vuestra casa.

Ambos invitados se adelantaron al encuentro del consejero. Éste los saludó, estrechándoles las manos con semblante afectuoso.

–Lo de humilde vamos a dejarlo a un lado. Vuestra residencia es una auténtica maravilla -apostilló el arcediano.

Bernat Montcusí se dirigió a Martí.

–¿Y qué dice nuestro joven y audaz mercader? Fijaos bien, Eudald. A su edad ya ha recorrido medio mundo.

–Nada nuevo tras nuestra última entrevista. Contando lo que me falta para ver de nuevo a vuestra ahijada -replicó Martí, en cuyo curtido rostro se adivinaba una emoción contenida.

–Decid mejor hija, ya que así la considero, y pensad en mí a partir de ahora como si fuera en parte vuestro padre. Pero excusad mi falta de hospitalidad y pasemos a cenar. Las cosas se ven de otra manera con el buche lleno y habiendo trasegado un buen caldo.

Cediendo el paso, el consejero les indicó que se adelantaran hacia la glorieta, donde los criados aguardaban junto al respaldo de los sitiales para acomodarlos en los respectivos lugares.

Sentados en su sitio y tras un breve prólogo y luego de una sabrosa sopa de calabaza, Bernat entró en materia.

–Bien, querido Martí, creo que en esta ocasión debemos dejar de lado la cuestión de la dote ya que si bien considero que la mano de Laia tendría, en circunstancias normales, un precio totalmente fuera de vuestro alcance, dado que las cosas son como son, ni vos ni yo tenemos obligación alguna respecto al otro. Considerémonos a la par.

–Creedme, señor, que me tengo por hombre afortunado y me sentiré eternamente en deuda con vos. Para mí, poder alcanzar el honor de pretender la mano de vuestra hija era hasta hace poco una quimera. Creo que la circunstancia, los hados o la Providencia me han favorecido, hasta ese punto creo en su bondad y en su rectitud. No pretendo erigirme en juez de nadie y menos aún de la mujer que amo. Todos podemos errar y más aún en tan tierna edad. La culpa es mía por haberla dejado tan sola. Pero sé que llegará un día que todo tendrá una explicación, aunque si ella no me la da, yo jamás la requeriré.

El padre Llobet intervino.

–Habéis nombrado los hados y las circunstancias del destino, no es así. Todos formamos parte del plan del Creador, que a veces escribe recto con renglones torcidos.

El rostro del consejero adoptó un extraño rictus que no dejó de llamar la atención al arcediano.

–Sea lo que sea, os aconsejo que guardéis las penosas circunstancias que os he relatado en el arcano de vuestra memoria y jamás la importunéis evocando estos tristísimos recuerdos. He notado que le afectan hasta extremos terribles que no me atrevo a nombrar. La mera mención del tema la crispa y la hace desbarrar. No imagino cuánto tiempo puede durar esta circunstancia, pero los físicos que la han visitado recomiendan el reposo absoluto de su mente. En fin, no hay plazo que no se cumpla y día llegará en que todo lo ocurrido os parezca un mal sueño en una mala posada. Vamos a proseguir nuestra cena, luego la haré llamar. No os sorprendáis, pues la vais a encontrar sumamente delgada y muy cambiada. A veces, hasta le cuesta mantener una conversación.

Martí dirigió a Eudald una mirada preñada de preocupación.

La noche fue transcurriendo y a las viandas y hojaldres siguió un pescado frío regado por un caldo blanco. Ya en el postre y tras la espectacular tarta de limón y frambuesas, el consejero anunció:

–Ha llegado el momento. – Y, dirigiéndose al mayordomo ordenó-: Id a buscar a mi hija.

En aquel instante creyó Martí que los pulsos le iban a reventar las venas.

Laia, acurrucada en el rincón de la balconada de un cuarto que daba al jardín, había escuchado atentamente todo el diálogo mantenido allí aquella noche. Al principio, al divisar a Martí, un castillo de fuego estalló en su pecho. El recuerdo que de él tenía era un pálido reflejo de la realidad que se presentaba ante sus ojos. Era mucho más apuesto y gentil de lo que ella recordaba. Eso, en lugar de proporcionarle una alegría, la sumió en un inmenso desconsuelo y se consideró, si ello cabía todavía, mucho más indigna que antes.

Desde que Bernat la había traído de Terrassa, dos días atrás, el abatimiento más absoluto se había instalado en su alma. La alegría de ver de nuevo a Martí se entremezclaba con un sentimiento de vergüenza, que la hacía considerarse sucia y despreciable. Su cabeza estaba a punto de estallar. A ratos imaginaba una vida plácida y feliz al lado de su amado, otros se sentía indigna de aquel amor producto del engaño y de la hipocresía. Luego, en la penumbra de su conciencia, aparecía una imagen lejana e irreal de Aixa. ¿En verdad existía o era una creación de su atormentado espíritu? La orden de su padrastro llegó nítida a sus oídos y algo se disparó en su interior. Imaginó que en aquel instante Edelmunda estaría dirigiéndose hacia sus habitaciones para ayudarla a vestirse. No había tiempo que perder.

Se puso en pie y se quedó inmóvil durante unos instantes. La decisión estaba tomada. Una escalera de piedra ascendía hasta el baluarte que daba por delante del portal del Castellvell. A ella se dirigió. Los escalones eran altos e irregulares. Casi nadie iba por aquel camino, únicamente la ronda exterior comenzaba su turno de noche por allí para vigilar la puerta de la muralla, más que la propia casa. Con la respiración agitada completó el ascenso. Un viento frío golpeó su rostro e hizo flotar su melena al viento. La luna estaba en cuarto menguante y su lechosa luz iluminaba a las gentes que caminaban por el perímetro interior de la ciudad yendo y viniendo de sus quehaceres a sus cuitas. Desde la altura oía el sonido sincopado de las risas y las voces de los vigilantes dando la hora y alabando a Dios. Respiró hondo: se dirigía a un lugar donde nadie podría hacerle más daño y en el que aguardaría a su amado expurgada su alma de toda culpa. Con paso lento recorrió el camino de ronda. Una extraña serenidad invadió su espíritu. Laia detuvo sus pasos y se asomó entre los merlones que daban al patio de la entrada. Con esfuerzo se encaramó a la melladura apoyándose en las crestas de ambos lados. Desde allí y con el viento desbaratando su cabellera, miró hacia abajo y vio cómo las sombras se difuminaban. Un grupo de guardias armados al mando de un sargento se disponía a repartir los turnos. Laia miró al cielo y cerró los ojos. Luego saltó al vacío.

El murmullo y los gritos contenidos de las gentes alertaron al dueño de la casa y a sus huéspedes. Los pasos acelerados del mayordomo resonaron en las losas del camino, y éste se presentó en la glorieta ante los comensales con la faz descompuesta y el gesto acelerado. Su semblante hizo que los tres se incorporaran.

–¿Qué es lo que ha ocurrido? – inquirió Montcusí.

–Una gran desgracia, señor -balbuceó el mayordomo.

Martí notó una punzada en el pecho.

–Laia… -musitó.

La actitud del sirviente confirmó la noticia.

–La joven señora ha sufrido un grave percance.

–Hablad, por vuestra vida -intervino Eudald.

En situaciones extremas y a pesar del tiempo transcurrido, el bronco lenguaje de los militares volvía a su boca.

El hombre recobró la compostura y anunció.

–Señor, vuestra hija ha caído desde la altura de la muralla al patio.

Los tres hombres se precipitaron en la dirección señalada. Bernat encabezaba el grupo. Tras él iba Martí y, cerrando la marcha, el arcediano.

A su llegada la barahúnda era total. Un muro de gentes armadas impedía la visión. Los guardias rodeaban un bulto que yacía en el suelo enlosado del patio. A manotazos, el consejero se abrió paso. El cuadro era aterrador.

Descoyuntado, como el de una muñeca rota, yacía el cuerpo de Laia. Alguien había colocado bajo su cabeza un lienzo que se iba tiñendo de la sangre que manaba de su oído izquierdo. La mirada de la muchacha parecía buscar a alguien. El consejero, retorciéndose las manos, comenzó a gritar enloquecido:

–¡Que alguien avise al físico Halevi!

Eudald se arrodilló a un lado y Martí, tomando su mano yerta, al otro. El arcediano acercó sus labios a la oreja de la muchacha.

–Laia, soy el padre Llobet. Estáis en grave riesgo. Dios quiera que os salvéis pero más importante que todo es la salud de vuestra alma. Preparadla para el gran encuentro por si acaso es ésta la voluntad de Dios.

Los labios de Laia temblaban en silencio. El arcediano pegó su oreja izquierda a la boca de la muchacha. Las entrecortadas palabras iban calando en la mente del sacerdote. Este, a medida que escuchaba el susurro, observaba de reojo al consejero, que en un rincón del patio y con la cabeza envuelta en una capa que alguien le había acercado, gimoteaba como una plañidera.

–Padre, me muero…

–Tened fe, Laia. El Señor os acogerá en su seno. Arrepentíos de vuestras culpas.

–No hay perdón para mí… Padre.

La respiración se hacía cada vez más silbante y entrecortada.

–Siempre lo hay, muchacha.

–He pecado… soy impura…

–¿Consentisteis, Laia?

–Fui violada y, después, constreñida y amenazada… no caí en la lujuria pero odié al fruto de mis entrañas y desee abortar.

–¿Pero lo hicisteis?

–No, padre… parí a un ser monstruoso… que murió al poco.

A Eudald le pudo el deseo de conocer toda la trama de aquella horrible historia.

–Estáis perdonada, Laia. Decidme quién os forzó.

–No puedo, padre… Arruinaría la vida de mi amor.

–Lo que me digáis morirá conmigo, estoy bajo el secreto de confesión.

Laia llenó de aire de la noche sus pulmones y con un esfuerzo supremo habló de nuevo:

–Amo demasiado a Martí… no quiero que nadie le haga daño.

La experiencia y la fina intuición de Eudald no necesitaron más, desde donde estaba dirigió la mirada al consejero y algo en su interior le dijo que su sospecha era cierta. Entonces ató cabos y entendió muchas de las razones que había esgrimido Bernat para justificar su cambio de actitud.

Al cabo de poco las palabras cesaron y, en tanto el sacerdote impartía su absolución a la moribunda, ésta, con un notable esfuerzo, abrió de nuevo los ojos, que adquirieron un fulgor especial, y dirigió su mirada hacia su amado. A indicación de Llobet, el joven aproximó su rostro a la muchacha, y mientras una sorda congoja invadía su espíritu, sus oídos escucharon las palabras vacilantes que durante tanto tiempo había soñado.

–Mi bien… me voy a preparar nuestra casa… he debido escoger entre este mundo terrenal y el otro… He preferido ir donde tenga la oportunidad de ser digna de vos… donde nadie pueda dañar nuestro amor… Adiós, bien mío… os aguardaré toda la eternidad.

Un borbotón de sangre inundó su boca y sus ojos se cerraron Martí aulló como un animal herido. La luz vacilante de unas antorchas precedió la llegada de Halevi. El sabio físico, abriendo su bolsa, se precipitó junto a la muchacha en el lugar que dejó vacante Eudald. El hebreo, con las yemas de su dedo corazón, tentó la gruesa vena del cuello de la muchacha. Después alzó sus párpados y miró atentamente las pupilas acercando la luz de una palmatoria, hecho lo cual palpó suavemente su cráneo y con sumo cuidado las vértebras de su cuello.

El físico negó con la cabeza, indicando que no había nada que hacer, excepto rezar por ella.

La voz de Bernat sonó destemplada.

–¿Para qué estáis aquí? ¡Haced algo, por Dios!

–Sólo soy un humilde físico judío -replicó Halevi.

Montcusí iba a decir algo cuando la voz y el tono de Llobet le contuvieron. El arcediano clavó sus ojos en el rostro del intendente.

–No oséis hablar de Dios. A veces nos llama de repente y entonces empieza un tiempo que dura eternamente. Las llamas del infierno no distinguen al rico del pobre. Recordad que cuando acaba la partida, el peón y el rey van a parar a la misma caja.

El consejero aguantó un instante la ígnea mirada del sacerdote y luego giró la cabeza.

Durante este tiempo Martí había permanecido junto a Laia, ajeno a todo lo que no fuera su agotado rostro que parecía haber recuperado la paz. Súbitamente, los ojos de la joven volvieron a abrirse y su boca musitó:

–No quiero partir sin pediros perdón… por el inmenso daño que os he causado… A vos… A Aixa… Si me habéis perdonado, besadme… sólo quiero llevar, para el camino, este equipaje.

Entonces Martí, con los ojos arrasados en lágrimas, se inclino y posó los labios sobre los de la muchacha. Una sonrisa plácida apareció en su rostro y su vida se apagó como la llama de una vela.

CUARTA PARTE

Luces y sombras

70

Malos augurios

Barcelona, principios de 1057

DDelfín jamás imaginó que la vida en palacio fuera tan difícil. Las facciones estaban definidas. De parte de la condesa Almodis se hallaban Lionor y Delfín, que la habían acompañado desde Tolosa; doña Brígida, doña Bárbara y el aya Hilda, que le habían sido asignadas desde el primer momento por su esposo; el grupo de fieles caballeros que la habían sacado del castillo de Tolosa; su confesor Eudald Llobet; y los cortesanos ocasionales que, dispuestos a recabar favores, se arriman invariablemente a aquellos que ostentan el poder por adquirir ventajas y medrar a costa de vender su fidelidad al mejor postor. De la otra: las casas de Barcelona afectas a la difunta condesa Elisabet, los allegados a la repudiada Blanca de Ampurias; aquellos que habían apostado, a beneficio lejano, halagando al futuro heredero, el primogénito del conde, Pedro Ramón, individuo de carácter errático y levantisco que no se preocupaba de ocultar su antipatía a la que era consorte de su padre. Los incidentes eran continuos y los motivos nimios, ya fuera la posesión de un caballo, el motivo de un regalo a un noble allegado, el orden de protocolo en un mero pergamino…, lo que obligaba al conde a mediar entre la exigencia de su hijo y la pretensión de la condesa, viendo menoscabada su autoridad en un difícil y funambulesco equilibrio.

Dichas circunstancias habían hecho que el enano hubiera adquirido la cualidad de hacerse transparente y, de no estar a solas con su ama, procuraba pasar inadvertido. Por ello al intuir, más que oír los pasos del conde en el pasillo, se excusó al punto.

–Ama, si no me necesitáis, voy a dar de comer a las palomas.

–¿Qué mosca te ha picado, Delfín? Te conozco bien y mal puedes engañarme. ¿Por qué no me lees el final de la historia que comenzaste ayer?

–Señora, el conde está a punto de llegar.

Aunque Almodis estaba habituada a las habilidades de su bufón no por ello dejaba de admirarse cada vez que éste presentía algo.

–No entiendo cómo lo consigues, yo no he oído nada.

–Será que sus orejas están más cerca del suelo, señora.

El jocoso comentario fue de Lionor, que en una pequeña rueca y junto a Bárbara, estaba devanando un ovillo de lana sin cardar.

En aquel instante ya las voces se dejaban oír en el pasillo.

Sin anuncio previo alguno, la puerta se abrió y la imponente presencia de Ramón Berenguer I apareció en las habitaciones privadas de la condesa. Ésta, apartando el cañamazo en el que estaba trabajando, ordenó a sus íntimos:

–Dejadnos solos.

Lionor, Bárbara y Delfín se pusieron en pie, recogieron sus cosas y sin decir nada salieron de la estancia.

Ramón continuaba loco por su mujer. A pesar del tiempo transcurrido su pasión permanecía incólume como el primer día. En esos cinco años de unión le había dado dos hijos gemelos y dos niñas, a las que bautizaron con los nombres de Inés y Sancha, y le habían enseñado la perfección del amor.

El conde, tras besarla en la frente, se instaló en el escabel al lado del sitial de su mujer.

–Almodis, he de hablaros.

–Yo también quería hacerlo, y en privado. Pensaba hacerlo esta noche, pero os habéis adelantado y deseo aprovechar la circunstancia.

–Entonces decid, os escucho.

–No, no, hacedlo vos en primer lugar. Vuestro asunto será sin duda más importante.

–Necesito que estéis tranquila -dijo Ramón-. Si algo os incomoda no me siento a gusto. Comenzad.

Almodis ahogó un suspiro e inició su relato.

–Veréis, Ramón. No quisiera enojaros y sabéis que procuro siempre soslayar las circunstancias que os perturban: cargáis sobre vuestros hombros todos los problemas del condado, que no son pocos, más las complicaciones que crea, siempre que puede, vuestra señora abuela Ermesenda. Estáis casi siempre fuera de Barcelona, si no es en campaña es arreglando algún asunto ligado a las fronteras, buscando alianzas o poniendo paz entre deudos que siempre pretenden prosperar a costa de vuestra hidalguía. Cuando regresáis, nada me complace más que constituirme en vuestro reposo evitando todo aquello que está en mi mano obviaros. Pero hay cosas que no puedo permitir, ya que de hacerlo serían en desdoro de la esposa del conde de Barcelona y, por ende, del conde.

–Almodis, os conozco bien. Dejaos de circunloquios y decidme lo que os turba.

–Sabe Dios que no es por mí. Ya me he acostumbrado a sus impertinencias y debo deciros que no me afectan; más os diré, cuando las insolencias son en privado, estoy tan hecha a ellas que ni las oigo, pero cuando está presente algún noble y ante él se me falta al respeto que se debe a la condesa de Barcelona, entonces me hierve la sangre y temo que un día ocurra algo irremediable.

–¿Qué ha hecho en esta ocasión Pedro Ramón? Porque de él se trata si no me equivoco -dijo Ramón, con semblante hosco.

–Ciertamente, y en esta ocasión estaba delante don Eudald Llobet, que es hombre, como sabéis, incapaz de mentir. Se me faltó al respeto ante una comisión de ciudadanos de Barcelona que presidía en vuestro nombre.

–¿Queréis hacerme la merced de hablar claro?

–Veréis, conde. El sábado pasado, tras la misa en mi capilla, abrí sesión del consejo, como tantas otras veces, presidiendo en vuestro nombre el tribunal. Cuando de pleitos civiles se trata, la audiencia es pública; de esta manera los ciudadanos se enteran del modo de impartir justicia de su condesa siempre asesorada por expertos en los Usatges y por el atinado consejo del notario mayor Guillem de Valderribes y, en esta ocasión, como se trataba de una disputa por unos lindes de tierras entre un párroco y un ciudadano, también asistía el obispo Odó de Montcada. Como sabéis muy bien la tarima en la que se sitúa el tribunal está al fondo del salón y el público se coloca en dos largas hileras a lo largo del mismo.

–¿Y bien?

–Iba para mediado el juicio cuando el párroco hizo una acusación indigna que nada tenía que ver con lo que allí se estaba litigando y que atañía al honor de la persona y no al asunto que nos ocupaba, que se decantaba a favor del ciudadano. El público se hallaba expectante y vuestro obispo, como es natural, intentaba defender la parcela de la Iglesia adoptando una postura tendenciosa y parcial. Entonces, ante una actitud tan peregrina no pude por menos que argumentar que todo aquello me parecía una farsa y literalmente dije que: «Pondría la mano en el fuego por aquel hombre».

–No debíais haberos decantado, Almodis, vos únicamente presidís el consejo.

–Lo hice para contrarrestar la argumentación del obispo, que se inclinaba claramente por el clérigo.

–Bien, concedamos a vuestra actitud el beneficio de la duda. Sin embargo no veo ofensa -dijo Ramón en tono conciliador.

–Dejadme terminar. Cuando dije lo de «la mano en el fuego», se hizo el silencio y entonces una voz entre los presentes sonó alta y clara: «Que alguien traiga ungüento amarillo», dijo, aludiendo a que me iba a quemar y que mentía para favorecer a aquel hombre. Las risas contenidas fueron el colofón de la mañana. Como comprenderéis, si para atacar a mi persona debo consentir que se haga mofa de las instituciones más respetables sólo porque el que comete estos desafueros es el hijo mayor de mi marido, intuyo que el prestigio del condado se arrastrará por el fango. No he de aclararos que la voz era la de Pedro Ramón, ¿quién otro hubiera osado?

Un tenso silencio se hizo entre los esposos.

–Hablaré con él.

–Estáis hablando con él desde que llegué, y como únicamente habláis, sus ofensas son cada día más osadas y más frecuentes -arguyo Almodis, impaciente.

–¿Qué es lo que queréis? ¿Que lo envíe a prisión? – preguntó Ramón, levantando la voz.

–En absoluto, pero que no solamente sean palabras. Imagino que el conde de Barcelona tendrá otros medios para contener la insubordinación dentro de palacio.

El conde suspiró.

–Tened paciencia, son cosas de su carácter. De niño ya era rebelde.

–Vos se lo permitisteis, y no olvidéis que lo que en un niño es rebeldía al crecer es subversión. Pedro Ramón es ya un joven, y si no lo atajáis, día vendrá en el que os disputará el trono de Barcelona.

–Lo tendré en cuenta, Almodis. Volveré a reconvenirle, dadme un plazo.

–Que así sea, pero sabed que es la última vez que entro en pleitos con vuestro primogénito defendiendo vuestro nombre; si estáis dispuesto a que os denigre, adelante, pero que se cuide muy mucho de ofenderme a mí: ni es mi hijo, ni estoy dispuesta a tolerarlo… -La condesa adoptó un tono de leve amenaza-. Y no quisiera que llegara el día en que os vierais obligado a escoger entre él y yo.

–Lo tendré en cuenta y creedme si os digo que tomaré las medidas pertinentes.

–Espero que así sea -cedió Almodis, no demasiado convencida.

Los esposos hicieron una pausa. El conde adoraba a su mujer: a su lado se había realizado como hombre, y su empuje y sus recomendaciones habían sido importantísimos para Barcelona. En cuanto a Almodis, tras sus fracasados matrimonios, era ésta la primera vez que ocupaba el lugar preeminente con el que siempre había soñado.

–Decidme pues, Ramón, lo que os ha traído en esta ocasión a mi lado.

–Necesito vuestro consejo y colaboración.

–Siempre lo habéis tenido y siempre lo tendréis.

–Atended. Ya sabéis que el condado, a través de sus mercaderes, tiene ojos y oídos en todos los reinos de Hispania. Nuestros comerciantes son respetados aun en guerra, pues comprar y vender son las venas por donde circula la sangre del comercio y si se detuviera, el cuerpo social fallecería de inanición.

–No os comprendo.

–Es muy fácil. Podemos estar luchando en las fronteras con el moro y sin embargo el flujo de mercancías continúa.

–¿Y bien?

–Me han llegado nuevas desde Sevilla, nuevas que demandan mi ayuda para una empresa del rey al-Mutamid.

–¿Qué ayuda es ésa, contra quién y con quién?

–Aún no os puedo adelantar nada, pues lo desconozco. Sólo quiero deciros que dentro de poco más de un mes, habréis de recibir en palacio a su embajador Abu Bakr ibn Animar, que los castellanos llaman Abenamar. Quiero que, pese a venir de la corte, más fastuosa, de Sevilla, se admire del esplendor de la casa condal de Barcelona y de la riqueza de la ciudad, de manera que entienda que viene a tratar con un igual.

–Dejadlo a mi cuidado, Ramón. De siempre las casas de allende los Pirineos hemos aventajado de largo en cuanto a festejos, trovadores y justas se refiere a los condados catalanes. Vuestro refinado embajador regresará a Sevilla y relatará a su rey cómo ha sido homenajeado en Barcelona. Ni en el mayor esplendor de la corte de Carlomagno se habrá conocido festejo semejante. Luego, cuando lo tengáis entregado, exigidle por vuestra amistad y vuestra alianza lo que queráis: os lo va a dar con seguridad.

71

Verdades y mentiras

DDesde la muerte de Laia, acontecida un año antes, el ánimo de Eudald Llobet andaba alterado. Daba largos paseos por el claustro de la Pia Almoina sin encontrar solución a las numerosas preguntas que lo acometían. La resignación cristiana y la humildad que predicaban sus creencias le aconsejaban ser prudente, pero las dudas que asaltaron a su conciencia aquella trágica noche se habían ido transformando durante ese tiempo en terribles sospechas, que no podía compartir con nadie. Los ojos de Montcusí, las palabras entrecortadas de Laia, la historia del supuesto noble que había desflorado a la muchacha… Los interrogantes eran muchos y el canónigo ansiaba saber la verdad.

Buen conocedor de la mente humana, Eudald aprovechó que en esas fechas se cumplía un año de la muerte de la joven para afrontar el problema y dirigirse a la suntuosa residencia de Montcusí. Estaba seguro de que ese aniversario también se habría cobrado su precio en el ánimo del consejero y se dijo que tal vez lo hallaría dispuesto a confesar la verdad.

El buen sacerdote gozaba de libertad en cuanto a las salidas de su alojamiento, pues era público y notorio que sus obligaciones respecto a la condesa ocupaban buena parte de su tiempo. Decidió ir caminando para tener ocasión de poner orden en sus pensamientos. La dificultad consistía en que, al ser una figura harto conocida en la ciudad, era común que las mujeres se precipitaran a su paso a besar su mano.

Pasó por delante del hospital de En Guitart y rápidamente llegó al Castellvell. A su llegada a la mansión de Montcusí tuvo que ceder el paso a un carruaje que, tirado por cuatro acémilas, con las cortinillas bajadas y custodiado por seis hombres, salía en aquel mismo instante y, por cierto a toda prisa, del patio de armas de la residencia de Montcusí. Hasta tal punto que, pese a los gritos del auriga y el fuerte tirón de riendas, el buje de su rueda derecha golpeó con fuerza el poyo que sostenía el arco de la entrada. Pasado el carruaje, Eudald se introdujo en el recinto.

Sin dar tiempo al centinela a que diera el aviso, el portero le salió a su encuentro. La figura del eclesiástico era harto conocida en aquella casa.

–Bienvenido, arcediano, ¿tenéis cita con mi señor?

–Lo cierto es que no. He venido a riesgo de que no esté en la casa o que no haya ocasión de verlo.

–Sí está, pero me dispensaréis si envío un propio para anunciaros. No soy yo quien debe decidir si don Bernat puede recibiros al instante.

–Lo entiendo y comprenderé cualquier circunstancia: soy yo el que he cometido la descortesía de acudir sin demandar cita con anterioridad.

–Ya sabéis que si mi señor puede os atenderá. Siempre sois bien recibido en esta casa.

A la orden breve del portero partió un criado al interior de la mansión y casi sin tiempo regresó acompañado del mayordomo de servicio.

El hombre saludó respetuosamente y se inclinó para besar la mano del sacerdote.

–Don Eudald, os he visto desde una de las ventanas del primer piso y he bajado al instante. El patio de armas no es lugar para que aguardéis. Ya me ha dicho el emisario que deseáis ver a don Bernat. Está en su despacho, esta mañana no se encontraba muy bien. Ahora está terminando de despachar asuntos con su secretario, Conrad Brufau. Enseguida os anunciaré, no creo que haya inconveniente.

–Sois muy amable.

–Seguidme, si tenéis la bondad.

Entraron ambos y el mayordomo, después de indicar al padre Llobet que aguardara en la antesala del gabinete del consejero, se dirigió al despacho de su amo.

Mientras observaba el cuidado jardín desde el ventanal del salón, Eudald Llobet pensó que habría preferido entrar en combate, como en sus tiempos de soldado, que mantener aquella incómoda entrevista con el poderoso prohom barcelonés.

Los pasos del criado se acercaron otra vez y le anunciaron en su premura que el intendente le iba a recibir.

–Don Bernat os aguarda. Apenas he anunciado vuestra visita y al instante ha dado su venia. Ha despedido al secretario y os puedo asegurar que no acostumbra a recibir a nadie que no haya sido citado con anterioridad.

Recorrieron ambos el pasadizo y, tras el protocolario anuncio, se halló Eudald en presencia de aquel personaje que desde la infausta noche de la muerte de Laia había sido el blanco de sus peores sospechas. Situados frente a frente, ambos sabían que aquél iba a ser un auténtico debate que se iba a desarrollar de poder a poder y de hombre a hombre. El único reparo que tenía muy presente el sacerdote era que Martí no saliera perjudicado.

–Bienvenido a esta casa, señor arcediano -dijo Montcusí, que efectivamente parecía enfermo.

–Excusad mi falta de cortesía. Os agradezco que me hayáis recibido, pero si no os viene bien y os incomodo, puedo volver en mejor ocasión. Sé que éstos deben de ser días difíciles…

Bernat asintió.

–Lo son, pero sabed que siempre habéis sido y seréis bien recibido. ¿Os apetece tomar alguna cosa?

–Gracias, pero prefiero tener la mente clara.

–Pues si me lo permitís, yo sí voy a pedir algo.

Levantó Montcusí su voluminoso cuerpo y se dirigió a la puerta, desde donde llamó a un criado, que le trajo una jarra. Montcusí tomó una copa, se sirvió una generosa ración de un líquido ambarino y regresó de nuevo a su lugar.

–¿Y bien, Eudald? Os escucho.

–Quiero aclarar en primer lugar que de no decirme vos lo contrario me considero todavía vuestro confesor y como tal he venido.

El consejero se removió, incómodo.

–Por supuesto, aunque mejor diría yo mi consejero espiritual ya que últimamente no he acudido a vuestro confesonario.

–Ni habéis frecuentado el divino banquete. Por lo menos en la catedral. Ni tan siquiera en la misa de Pascua que cada año se celebra en presencia de toda la corte; ni tampoco en la misa del Gallo.

Bernat Montcusí había palidecido palpablemente.

–Mi conciencia es escrupulosa y no he de negaros que estoy pasando por un trance angustioso.

–Pues qué mejor que descargar vuestra conciencia del peso de la culpa acudiendo a un representante de Cristo, sea yo u otro, y de esta manera alejar la congoja que os debe de tiranizar el alma todas las noches. Ya os dije la noche del infortunio que la parca no avisa y puede visitarnos en cualquier momento.

Montcusí preveía el peligro, pero en su astucia todavía aspiraba a salir airoso de aquel trance. Bajó la mirada y, con actitud sumisa, musitó:

–Quiero hablar con vos, padre. Ahora estoy en condiciones de hacerlo; antes no podía.

–Me alegro, Bernat. A eso de alguna manera he venido: si vaciar el saco de vuestras iniquidades alivia vuestro espíritu, habrá valido la pena mi visita.

El consejero salió de detrás de su mesa, se llegó a la puerta y pasó la balda. Luego regresó a su sitio; su mente astuta trabajaba cual aspas de molino en ventolera.

–Os escucho, hijo mío, descargad vuestra conciencia.

–Padre -susurró-, mi pecado es tan terrible que no tendré perdón.

–La capacidad de indulgencia del Señor es infinita. Todos los cristianos podemos lavar nuestras culpas por la sangre derramada del cordero. Hablad.

–Llevo sufriendo mucho tiempo. Mi alma se ha encallecido y únicamente la circunstancia de la muerte de Laia me permite abrirme a vos.

Llobet indicó con el gesto que prosiguiera.

–¿Recordáis mi visita, cuando os propuse que me ayudarais a enmendar el desastre que había ocasionado la ligereza de mi pupila?

–Perfectamente.

–Os mentí -dijo Bernat, desviando la mirada.

–No pretendo ser más perspicaz que nadie, pero era obvio que muchas piezas del rompecabezas no encajaban.

El consejero transpiraba copiosamente.

–Os ruego que desde este momento escuchéis en confesión lo que os voy a relatar.

Llobet extrajo del interior de su túnica una estola y después de besar la cruz de su extremo, se la colocó en el cuello.

–Estoy dispuesto.

–Veréis, padre, fui yo.

Una pausa preñada de incertidumbre planeó entre ambos interlocutores.

–¿Qué es lo que hicisteis, Bernat?

–Yo fui el culpable del desafuero. Cuando Laia se hizo mujer, el amor paterno que siempre había sentido hacia la muchacha se transformó en un amor carnal de hombre a mujer.

–¿Quiere esto decir que fuisteis el violador de vuestra hijastra? – preguntó el sacerdote, casi incapaz de esconder el asco que le inspiraba aquel hecho.

–No es tan sencillo, padre.

–Proseguid.

–Concebí por ella una pasión incontrolable; trasladé a Laia el sentimiento que me inspiraba su madre y, pese a la diferencia de edad, le propuse matrimonio. Luché contra esta circunstancia y al no poder recurrir a vos me confesé en infinidad de ocasiones en Santa María del Pi, aunque no obtuve la absolución.

–¿Qué es lo que ocurrió?

–Tuve constancia de que se había ilusionado con vuestro pupilo y los celos no me dejaron vivir. La obligué a escribir una carta que desengañara a su pretendiente, al que pese al incidente profeso una sincera simpatía, y debo confesaros que la forcé.

El padre Llobet se clavó las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.

–Es un gran pecado, ya que añadís a la gravedad del hecho vuestra responsabilidad como padrino.

–Me consta y me arrepiento de ello, pero creo que hice lo que debía para remediarlo.

–¿Sí?

–Al quedar embarazada impedí el aborto que pretendía llevar a cabo; me comprometí a hacerme cargo de la criatura, que murió al poco de nacer, y al negarse ella a aceptarme como esposo hice lo que manda la ley: busqué, y vos sois testigo, a un hombre que la desposara.

Llobet aguardó a que su corazón recobrara el ritmo normal.

–Ahora sí que encajan las piezas del rompecabezas. Proseguid.

–Todo estaba arreglado, os consta, pero la cabeza de la muchacha padecía un desequilibrio semejante al que asaltó a su madre en sus últimos días. Estas cosas se llevan en la sangre… No sé qué le pasó por la cabeza. El final ya lo conocéis.

–Habladme de Aixa.

–También eso contribuyó a su locura. Pese a que la culpo de haber metido en la mente de mi pupila una simiente envenenada, no fue responsabilidad mía que contrajera la peste. Ello me obligó a apartarla de Laia. Luego murió, y mi pequeña se sintió muy triste.

Una nueva pausa jalonó el diálogo.

–Decidme qué otras culpas os atormentan.

–Puedo decir que esto ha sido todo. Por lo demás, mi vida se consume al servicio de los condes.

–Arrodillaos, os voy a dar la absolución.

–Y con ello, la vida.

Montcusí se arrodilló a los pies del sacerdote y éste pronunció las palabras.

Ego te absolvo pecatis tuis…

Luego ambos se pusieron en pie, dando por finalizada la entrevista.

Ya junto a la puerta el consejero habló de nuevo, y en su voz podía apreciarse una nota de triunfo.

–Recordad que he hablado en confesión: nadie, en cualquier circunstancia, debe saber jamás lo que aquí se ha dicho.

–Ocupaos de cumplir con vuestras obligaciones de cristiano que yo sabré ocuparme de las que me competen como ministro del Señor.

–Id con Dios, padre Llobet.

–Quedad con Él, Bernat.

Partió el arcediano harto incómodo, con la sensación de que había sido utilizado por el astuto personaje, y quedó éste habiendo tranquilizado su conciencia y en la certeza de que su ignominia quedaba a buen recaudo.

72

Ya soy una mujer

RRuth, que ya había cumplido los dieciséis años, había solicitado venia a su padre para entrevistarse con él en su despacho. Al anciano le extrañó la rara petición, ya que veía a las dos hijas que aún vivían en la casa, Batsheva y Ruth, todos los días y a todas horas, y todo lo que se hablaba era del común conocimiento de los esposos. Un año antes, la mayor, Esther, había contraído matrimonio con Binyamin Haim, hijo de un rabino amigo, y se había ido a vivir a Besalú, de donde era originaria la familia de su esposo. Conociendo la firmeza de carácter de Ruth y sabiendo que no iba a cejar en su empeño, la citó para el sabbat siguiente, sabiendo que su mujer asistiría a la sinagoga con su otra hija y que Ruth buscaría alguna excusa para no acudir a la ceremonia de la bendición de la nueva Torá.

Benvenist, rodeado como siempre de códices y documentos antiguos, repasaba en su mesa un manuscrito que le había enviado un viejo amigo de Toledo y que pretendía mostrar a Eudald Llobet, ya que consideraba al arcediano la única autoridad notable en aquellos menesteres, debido a su cargo en la catedral, su claro intelecto y su criterio abierto poco dado a discriminaciones religiosas: lo mismo desbrozaba la traducción de unos poemas árabes de Hasan bin Zabit, una comedia del griego Aristófanes, pese a lo escabroso del tema, o un escrito de san Agustín. En ello estaba cuando el leve roce de unos nudillos en su puerta le recordó la reunión que había concertado con su hija menor.

La timbrada voz de la muchacha le alertó al instante.

–¿Puedo pasar, padre?

–Claro, Ruth.

La joven abrió la puerta y se introdujo en al amplio despacho. A Baruj no dejaba de asombrarle siempre el empaque de aquella criatura: su cimbreante cintura, el óvalo perfecto de su rostro, sus almendrados ojos y su determinación poco común a las mujeres de su entorno. Máxime cuando todo ello había salido de su semilla y de la de su mujer, que no era precisamente un dechado de belleza ni lo había sido en su juventud.

–¿Puedo sentarme, padre mío?

Algo en el tono de la muchacha lo alertó y, mientras enrollaba el pergamino, asintió.

–Por supuesto, Ruth. No vas a estar de pie comunicándome el grave negocio que te ha urgido a pedirme tan peculiar cita.

Baruj pensó que su hija comprendería su chanza y obraría en consecuencia. En su lugar, se sorprendió ante la respuesta de la muchacha.

–Me alegra pensar que habéis intuido que lo que os voy a comunicar es de vital importancia.

La seriedad del semblante de Ruth acabó de acentuar los temores del anciano.

–Me inquietas… ¿Qué te sucede, hija mía?

–Veréis, padre, no sé cómo empezar.

–Por favor, habla sin reparo. Estamos solos y tenemos tiempo suficiente.

Ruth respiró hondo y, clavando la mirada en los inquietos ojos de su padre, inició su discurso.

–Está bien. Siempre me habéis tratado como a una niña. No sé si es debido a que soy la menor de las hermanas o a qué otro extraño motivo, el caso es que siempre me habéis hecho sentir pequeña.

–Puede que tengas razón -reconoció Baruj, con una sonrisa-, y puede ser que me haya resistido en demasía a verte crecer, pero desde hace ya tiempo te trato con la misma consideración que a tus hermanas. Tal vez el excesivo amor que como padre te profeso y el deseo de que siempre fueras mi pequeña flor haya propiciado esta actitud, pero sabe que si éste es el problema, desde hoy mismo quedará subsanado.

–No es éste el problema. – Ruth apoyó ambas manos en los brazos del sitial, como si necesitara impulso para proseguir-: El inconveniente es que jamás me habéis tratado como a una mujer Y ahora… mis problemas son de mujer, no de una niña a la que se consuela con un dulce de jengibre y se aviene a obedecer órdenes que afectan a su futuro.

–Ruth, ya te he dicho que estoy dispuesto a rectificar y te lo digo sin menoscabo de mi autoridad de padre y sin que me duelan prendas. Te lo ruego, cuéntame, si es que lo hay, tu problema y, si de mí depende, dalo por solventado.

Ruth desvió la mirada. Fue sólo un instante. Luego sus ojos volvieron a posarse sobre los de su padre.

–Padre mío. Madre me ha estado hablando de posibles candidatos de boda. – Ruth respiró hondo antes de proseguir-. Bien, quiero anunciaros que no voy a casarme con ninguno de ellos.

A Baruj parecieron derrumbársele las facciones.

Transcurrió un corto pero intenso lapso en el que se oyó hasta el crujir del maderamen del suelo antes de que el hombre respondiera.

–¿Sabes lo que estás diciendo?

–Nunca he estado tan segura de mis palabras como en este momento.

–¿Se puede saber a qué viene semejante desatino? Tal vez de momento no te complazca ninguno, pero seguro que llegará el día en que…

–Es una decisión irrevocable, padre. No voy a casarme con ninguno de esos jóvenes.

–¡Estás loca! Vienes a mí quejándote de que te trato como a una niña y luego empiezas a decirme una sarta de bobadas… Y sin ofrecer explicación alguna.

Los labios de Ruth esbozaron una sonrisa no exenta de orgullo.

–Como mujer que soy, padre, os pido que respetéis mi decisión sin hacer preguntas. Ya sabréis la verdad a su debido tiempo.

–¿Qué dices?

Las mejillas de Ruth enrojecieron y su mirada se perdió en el fondo de la estancia.

–No puedo casarme con ninguno de ellos, padre, porque mi corazón ya tiene dueño.

Benvenist se levantó del asiento que ocupaba y comenzó a caminar por la estancia con las manos en la espalda.

–¿Y puede saberse de quién se trata?

–De momento no, padre. Pero quiero ser sincera con vos y advertiros de que el hombre al que amo no es judío.

Baruj miró a su hija con expresión turbada.

–¿Sabes que ése es un amor imposible?

–Nada es imposible. – Ruth se puso en pie y miró a su padre directamente a los ojos-. Si es necesario, renunciaré a mi religión.

Baruj, sorprendido y enojado, se acercó a su hija menor con la desaprobación dibujada en su semblante. Sin desviar la mirada, Ruth prosiguió:

–Creo que me honra más convertirme por amor que por interés, como han hecho tantos correligionarios vuestros por avaricia y por medrar en la corte del conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, quienes, por cierto, tampoco se han tomado muy en serio su religión y han vivido, ante el escándalo de sus súbditos y durante años, en flagrante concubinato.

Baruj se precipitó a la ventana y, asustado, ajustó los postigones.

–¡Por favor, Ruth! Cuida tu lenguaje; bastantes problemas tenemos los judíos para que expreses opiniones con la ventana abierta que pueden llegar a oídos inconvenientes. Insistes en ser tratada como una mujer y hablas con la despreocupación de una niña… -Intuyendo que una reprimenda no iba a mejorar las cosas, optó por volver junto a ella y hablarle con suma seriedad-. Debo decirte que ni tu madre ni yo aprobaremos nunca semejante unión.

–Tengo dieciséis años, padre. No he venido a demandar vuestro permiso; únicamente he venido a notificaros mi decisión. Pretendo ser feliz en este mundo, no aguardar a ese otro que no he visto jamás. Ni yo, ni nadie.

–Ruth, no quería llegar a esto, pero no me dejas otro remedio. Te prohíbo que des alas a ese enamoramiento tuyo…

–No podéis prohibirme nada, padre -atajó Ruth-. Y os diré algo más: él aún no sabe que le amo, pero, si un día me corresponde entonces tendré este cielo que pregonáis cristianos, judíos y musulmanes aquí en la tierra. Y os aseguro que no me quedaré de brazos cruzados esperando: haré todo lo que esté en mi mano por conseguirlo.

–¿Pretendes matarme de un disgusto?

–Sabed que vuestro disgusto puede ser mi dicha. Si decís que me amáis, deberéis escoger.

Tras esto, la muchacha se alzó de su asiento y con una reverencia salió del despacho, dejando a Benvenist sin habla.

73

Aclarando recuerdos

EEudald Llobet veía a Martí metido en sus trabajos y se alegraba de ello, ya que de esta manera sabía que el duelo para él era menor. Había reflexionado mucho sobre la confesión de Montcusí, y no se le ocultaba que su obligación como sacerdote le impedía revelar su contenido. Sin embargo, consciente de la enorme aflicción que pesaba sobre Martí, decidió montar una historia entreverada de verdades y de alguna mentira piadosa que esperaba que librara de muchas dudas al atormentado espíritu del muchacho.

La conversación tuvo lugar en la playa, donde cada atardecer acudía Martí para vigilar las cargas y descargas, siempre que fondeado frente a ella estuviera uno de sus barcos, que con el último flete andaban ya por los nueve. El padre Llobet se dirigió hacia él. Ya se había acostumbrado a la tristeza que anidaba en los ojos de su protegido y amigo: un velo de dolor que demudaba su rostro a todas horas y que no le había abandonado desde la muerte de Laia.

–¿Cómo andáis, Martí? – preguntó el buen canónigo, metiéndose las manos en su túnica para protegerlas del frío viento invernal.

–Gracias a Dios, absorto en mi continuo quehacer, lo cual me ayuda a no pensar.

–¿Van bien vuestros proyectos, entonces?

–Tan bien como mal ha ido el resto de mi vida.

El sacerdote midió sus palabras.

–La vida es un largo camino lleno de espinas y de rosas. A todos nos ocurre de todo: bueno y malo. No debemos quedarnos en los tropiezos. Las caídas no deben acobardarnos; lo importante es saber levantarse y continuar el camino. Al final, el Señor cuida siempre de sus criaturas.

–Pero evidentemente, en algunos momentos se olvida de ellas. Os digo la verdad: mi fe se tambalea.

–No ofendáis a Dios. A los hombres nos es dado ver una parte ínfima de nuestro camino. Él, en lo alto de la montaña de su inmensidad, todo lo ve. Aunque reconozco que lo que os ha ocurrido es terrible, no dudéis de que al final lo veréis lejano y constituirá una parte del cómputo total de vuestros días, que si mantenéis la fe, sin duda serán hermosos en su conjunto.

Martí guardó silencio por un instante.

–Eudald, tengo en el fondo del alma una herida que no cicatriza.

–Dadle tiempo…

–Laia me dijo las palabras más hermosas que oído humano cabe escuchar, pero me atormenta llegar a saber lo que le ocurrió para que tomara decisión tan atroz.

–Lo que le ocurrió fue tan cruel que dañó su mente. Nadie en el mundo puede juzgar con equidad el acto de un suicida, porque no se puede penetrar en su alma, pero os diré algo que aliviará vuestro espíritu.

–¿Qué es?

Un ramalazo de duda asaltó al sacerdote, ya que aquélla era la primera vez que iba a revelar algo oído en confesión.

Ante su silencio, Martí detuvo sus pasos y se enfrentó a Eudald tomándolo del brazo y obligándole a detenerse a su vez.

–¡Hablad, por Dios!

–Laia os amó desde el momento en que os conoció.

–Y entonces, ¿qué me decís de sus actos y de la carta que me envió?

–En verdad, lo único cierto es que os dejó entrever que os amaba pero no podía corresponderos.

–Pero… ¿qué y quién la pudo obligar, si así fue, a escribir lo que escribió?

–Las circunstancias, Martí, y las leyes que rigen nuestro mundo.

–Si no habláis más claro…

Llobet dudó unos instantes y se decidió a decir una media verdad.

–Laia fue forzada por alguien tan poderoso que nadie en sus cabales osaría enfrentarse a él.

–La ley es para todos.

–Sabéis bien que no es así. Bernat lo sabía y era consciente de lo difícil de esta empresa. En principio pensó en ingresarla en un convento, mas luego, al ver el deterioro de su pupila, decidió ofrecérosla como esposa creyendo que la muchacha se aliviaría y hasta quizá llegara a olvidar la afrenta. Pero su frágil mente no resistió el envite y se halló indigna de vos. Amén de otra cosa que la afectó en extremo y que no os he dicho, pues no la he sabido hasta hace poco.

–Acabad, Eudald, peor no puede ser.

–Laia parió un hijo que murió al poco de nacer.

74

Martí y Almodis

LLos negocios de Martí iban viento en popa y el joven pensaba que ésta debía de ser la compensación del destino para reparar su gran pérdida. La casa cerca de Sant Miquel había sido ampliada y otra vez la fortuna acudió en su ayuda. Un comerciante necesitado de cantidad de dinero estaba dispuesto a hipotecar su casa para conseguir un préstamo; conociendo la veleidad y la flaqueza de la condición humana, Martí tuvo la certeza de que al llegar la fecha del vencimiento, la deuda no iba a ser saldada y por lo tanto la prenda pasaría a su poder, como así fue. Luego, mediante buenos oficios y empleando su natural habilidad para los negocios, compró un huerto con torreón incluido, que daba a la antigua muralla y que estaba dos fincas más allá. Al poco tiempo el vecino que quedaba entre ambas propiedades entendió que mejor era cambiar de aires que estar rodeado por ambos lados de un vecino tan laborioso que le impedía el descanso, pues el quehacer comenzaba apenas despuntaba el alba y proseguía hasta altas horas de la noche. Ante la imposibilidad de dormir, decidió asimismo traspasar la propiedad, y lo hizo por cierto a buen precio pues, en este tema, su molesto vecino no se mostró precisamente cicatero.

El negocio del mar y los mercados acaparaban todo su tiempo. El número de sus embarcaciones había aumentado: tres galeras mixtas de vela latina y dos bancadas de remos, dos naves de carga y tres gabarras aptas para el cabotaje constituían ya el grueso de su flota. Jofre, Felet (su otro amigo de niñez al que Martí había podido localizar en Sant Feliu, que era el puerto de arribada de su nave que hacía la travesía hasta Sicilia y Cerdeña exportando corcho e importando especies) y el griego Manipoulos, que había aportado a la sociedad su Stella Maris, constituían el grueso de sus capitanes. Muchas de las raras mercancías que cargaban en lejanas tierras eran vendidas posteriormente en las ferias de los pueblos donde, en fechas señaladas, Martí desplazaba sus carromatos tirados por ocho caballerías. Era tal el prestigio de la enseña con las letras M y B enlazadas, que su naviera lucía en el mástil de sus embarcaciones, que en los puertos se arremolinaban las gentes que querían embarcar bajo su pabellón. Martí había innovado y adquirido nuevas costumbres que favorecían la vida a bordo. En cada una de sus naves enrolaba un físico que cuidaba de la salud de la marinería, inclusive de la de sus galeotes.

En cuanto a su escaso tiempo libre, Martí lo ocupaba visitando a su madre cada vez que le era posible. En realidad, se acostaba tarde y se levantaba al alba, ya que la soledad de sus aposentos lo turbaba profundamente y las pesadillas, en las que siempre aparecía el espectro de Laia, poblaban sus sueños.

Su otra dedicación durante este tiempo había sido el tema del aceite negro. Manipoulos era el principal encargado de recogerlo en los puertos de aquellas lejanas tierras, donde lo proveía Rashid al-Malik, gracias a la ayuda de Marwan, el antiguo camellero constituido en hombre de confianza de Martí. En el sollado de sus naves forrado con un fondo de arena se almacenaban las picudas ánforas y entre ellas se prensaba hierba y ramaje, para preservarlas de roturas en caso de tempestad, y se transportaban hasta el lugar donde aguardaban los lanchones, que se turnaban para traer a Barcelona el negro producto. De esta manera se perdía menos tiempo, ya que siempre que regresaba encontraba una nave preparada para hacer el trasbordo. Durante estos largos meses había dedicado sus esfuerzos a perfeccionar las aplicaciones de tan especial producto y ahora estaba listo para mostrar sus prodigios a la ciudad de Barcelona.

La relación de Martí con el consejero era la estrictamente necesaria. Bernat Montcusí había habilitado en los ampliados sótanos de su residencia un inmenso depósito subterráneo donde almacenaba las preciadas vasijas y cuyos únicos respiraderos eran unos atanores que emergían entre la muralla y sus jardines de manera que los vapores que desprendían éstas no se acumularan y pudieran salir a la superficie.

Martí había terminado ya el modelo de jaula y quemador en la forja de un excelente herrero recomendado por Baruj Benvenist a fin de experimentar su invento y aguardando a que Montcusí preparara la entrevista con el veguer.

La ocasión no se hizo esperar. La condesa había citado en palacio al consejero de abastos y festejos, y al trasladarle sus deseos sobre los fastos para la recepción de Abenamar, embajador del rey al-Mutamid de Sevilla, intuyó que la oportunidad era perfecta. Avisó a Martí, y éste, tras ser informado, fue citado por Montcusí en presencia de la condesa, quien deseaba llevar directamente la preparación de los agasajos y no quería que escapara de su alcance el más pequeño detalle.

Martí sacó fuerzas del desánimo: hacía cinco años que había pisado las calles de la gran ciudad como uno de los miles de aspirantes a abrirse camino en ella y estaba a punto de ser recibido por la condesa Almodis en persona. Lo que en otro momento habría sido una gran noticia palidecía ahora por la tristeza que empañaba todos sus días y a la que no podía sobreponerse. Aguardó con el veguer y el consejero en la antesala del gabinete privado, en tanto que Omar y Andreu Codina, el mayordomo, se quedaron en el patio escoltando un gran bulto de hierro que parecía pesado.

Súbitamente se abrieron las puertas del aposento íntimo de la condesa y el ujier, dando tres golpes con la contera de su vara en el entarimado, anunció los nombres de los visitantes.

–¡Olderich de Pellicer, veguer de Barcelona, Bernat Montcusí, consejero de palacio e interventor de abastos, y el comerciante Martí Barbany demandan audiencia!

Almodis los saludó con una leve inclinación de cabeza y a los pocos instantes Martí Barbany, impresionado a su pesar, hincaba en el suelo la rodilla derecha ante la poderosa condesa. Olderich y Montcusí, más acostumbrados a los usos palaciegos, permanecían en pie, gorra en mano, aguardando expectantes a que la condesa abriera el diálogo.

Una vez intercambiados los saludos protocolarios, la egregia dama habló con el empaque de una reina.

–Y bien, queridos amigos, ¿qué es ese asunto que va a hacer de Barcelona la ciudad más luminosa del Mediterráneo?

Olderich de Pellicer tomó la palabra.

–Veréis, señora, el otro día nos indicasteis que era vuestro deseo que la recepción de vuestro ilustre huésped fuera una explosión de luz y colorido, de manera que a su regreso a Sevilla informara a su monarca admirado de la riqueza y solvencia del condado de Barcelona.

–Eso dije y eso es lo que pretendo.

–Bien, entonces permitid que ceda la palabra a vuestro ilustre consejero de abastos, que fue quien me indicó la posibilidad que ahora os ofrezco.

Almodis dirigió su mirada hacia Montcusí alzando sus cejas interrogantes.

–Señora, yo soy un mero intermediario; la idea es de mi joven protegido, Martí Barbany, que aún no ha alcanzado la categoría de ciudadano de Barcelona y a quien, sin embargo, he osado introducir en vuestra presencia.

Cuando Martí notó clavados en su persona los ojos verdes de Almodis sintió la fuerza que emanaba de aquella dama.

–Hablad.

–Bien, señora, soy hijo de Guillem Barbany de Gorb, que sirvió fielmente hasta su muerte en las huestes del conde y anteriormente en las de su padre. Llegué a Barcelona va para cinco años y…

–Joven, no me interesan vuestras vivencias y no tengo tiempo ahora para escucharos. Habladme de lo que concierne a la recepción que he encargado al veguer y al consejero, ya que ellos os han cedido la palabra.

Montcusí, atendiendo a sus intereses y viendo la situación complicada, intervino:

–Únicamente pretendía presentarse, señora, aunque entiendo que no es tiempo para enojosas disquisiciones. Cuando lo tengáis y queráis saber de las cualidades del señor Barbany, sabed que su introductor ante mí fue Eudald Llobet, a quien bien conocéis.

Al oír el nombre de su confesor, la expresión del rostro de Almodis varió un tanto.

–¿Conocéis a don Eudald?

–Fue compañero de mi padre antes de ser sacerdote y albacea de su testamento.

–En otra ocasión me explicaréis esta relación -dijo Almodis en tono más suave-. Os ruego que hoy os ciñáis al tema que nos ocupa.

Martí entendió el mensaje que le lanzaba la señora y se aplicó.

–Veréis, el caso ha sido que en uno de mis viajes tuve ocasión de entablar relaciones comerciales más allá de las escalas de Levante y me hice con un producto que, bien empleado, puede ser extraordinario y, si vos lo autorizáis, Barcelona será la primera ciudad del Mediterráneo que se haga con sus ventajas.

–¿Y cuáles son esas ventajas?

–Empapando unas hilas de lana en él, ésta arde durante mucho más tiempo y su luz es mucho más brillante que la de una candela o un hachón normales, y desde luego mucho más barata.

Montcusí intervino defendiendo sus intereses.

–Si se instalara en las esquinas de las calles y de los rabales, buscando los medios para ello, la ronda podría llevar a cabo su vigilancia en mejores condiciones y empleando menos gente, que tan necesarias son para otros menesteres.

–Todo lo cual redundaría en beneficio de las arcas municipales. – complementó Olderich.

–¿Cuándo podré ver esta maravilla?

–Ahora mismo, señora, si os place -respondió Martí.

–Vamos a ello.

–He preparado, sabiendo que es mejor ver que explicar, una muestra del invento -arguyo Montcusí.

–Bien, y ¿dónde va a producirse la demostración?

–Si no tenéis inconveniente, en el patio de caballos.

–Sea.

–Entonces, si me permitís, partiré a prepararla. Tengo en la entrada a dos de mis hombres con el artilugio dispuesto. De esta manera cuando bajéis estará listo y no perderéis ni un instante.

–Me parece bien, Martí. Un mayordomo os acompañará.

Martí Barbany se retiró de espaldas como le había indicado el consejero que mandaba el protocolo, dispuesto a llevar a cabo la demostración.

75

Edelmunda

EEl odio que rezumaba el corazón de Edelmunda la mantenía con vida, y sus recuerdos viajaban constantemente hacia el día en que se inició su caída hacia el abismo, un año atrás.

Para aquel funesto viaje era transportada en una carreta: iba desaliñada, con la cabellera revuelta, y en el fondo de sus ojos había una expresión de horror mezclada con un profundo resentimiento. Dos cosas la atormentaban. La primera se debía al miedo a lo desconocido, pues ignoraba adonde la llevaban y por cuánto tiempo iba a estar desterrada de Barcelona; la segunda era la sinrazón que se cometía con ella, ya que su único delito había consistido en cumplir puntualmente las órdenes de su patrón poniendo en ello su mejor saber y entender. Que las cosas no hubieran salido como había planeado no era culpa suya, y por tanto que ella pagara la intemperancia del irascible carácter de su dueño le parecía una terrible injusticia. Ninguna mujer respetable y educada debía verse tratada como una proscrita. Por la luz que entraba a través de las rendijas que dejaban los clavados listones que cubrían las ventanillas del carruaje entendió que la tarde iba cayendo y que debía de llevar allí encerrada desde el mediodía. Aumentaba su malestar la urgente necesidad de orinar que le asaltaba. El viaje no tenía trazas de detenerse y Edelmunda tomó una decisión. Se arremangó las sayas y el refajo, y a través de la tablazón del suelo vació su vejiga. Fuera escuchó las mofas y risas de la escolta que celebraba el hecho entre chanzas y burlas obscenas. No hizo caso: día llegaría en que las chirigotas se tornaran lanzas y ella, que siempre había gozado de buena memoria en la que se dedicaba a gravar con letras indelebles cuantas ofensas le habían inferido, sabría cobrarse el escarnio.

Por el bamboleo del carruaje dedujo que habían abandonado la vía principal y habían entrado en un camino, pues crujían ejes y ballestas y el balanceo era más propio de una galera en mar gruesa que de una carreta. Los silbos del auriga menudeaban y el restallar del látigo se hacía más frecuente, animando a las mulas a redoblar esfuerzos pues la serpenteante subida se iba haciendo más y más pronunciada. Edelmunda se acurrucó en la parte posterior de la carreta y allí se dedicó a rumiar su desgracia.

Desde la muerte de Laia los acontecimientos se habían ido amontonando de manera que en su memoria se confundían los recuerdos. Tras la desgracia pasaron las horas y nadie se atrevía a importunar a su señor. Éste se había refugiado en sus aposentos y las puertas permanecían cerradas a cal y canto día y noche. Ni siquiera Conrad Brufau se atrevía a importunarlo ni el mayordomo osaba ofrecer algo de comida. La vida en la casa se había detenido. Las gentes andaban desorientadas y cada cual atendía a sus obligaciones de un modo mecánico por mejor pasar inadvertidos, ya que la tormenta que se avecinaba iba a arrasar todo lo que hallara a su paso. Al cabo de dos días el conde de Barcelona en persona, acompañado de Almodis y varios personajes de su séquito, compareció a fin de presentar su más sentida condolencia a su consejero. Éste, saliendo de sus habitaciones, se presentó ante su señor vistiendo hopalanda negra, con el rostro demacrado y ceniza en la frente para mejor mostrar su dolor, y postrándose ante sus pies compungido agradeció a la pareja condal la merced que hacía a su humilde siervo al presentarse en su casa para acompañarlo en su duelo y ofrecerle su ayuda en tan delicado momento. Tras largas disquisiciones, puesto que el cuerpo de una suicida debía ser enterrado fuera del campo santo y en ocasiones decapitado, y ante la insistencia de la condesa, influida por la afirmación de su confesor Eudald Llobet, quien aseguró que la muchacha había muerto arrepentida y confesada, el obispo consintió en inhumarla en el pequeño cementerio de Sarrià.

Al siguiente día, como si con la visita de la pareja condal hubiera cumplido el tiempo de luto, la vida retomó el ritmo normal y Edelmunda fue llamada a la presencia del consejero. La mujer, acurrucada en el fondo de la carreta, recordaba el momento punto por punto.

Fue introducida a su presencia con las muñecas atadas, temblando como el azogue; la voz de su juez aún resonaba en su interior como lo hacía en el oído de un condenado la sentencia más cruel e injusta que jamás se hubiera dictado.

–Vuestro descuido me ha causado el dolor más profundo que jamás me ha ocasionado persona alguna. La muerte sería un flaco castigo que daría fin a vuestra vida y con ella a vuestros sufrimientos. Es mi deseo que penéis vuestros actos durante largos años: os condeno a vivir, pero en tales condiciones que desearéis mil veces la visita de la parca. No quiero volver a veros ni lo hará persona alguna que no sean los compañeros que desde ahora serán vuestros semejantes. Vos habéis sido la responsable de la desgracia que se ha abatido sobre mi casa. Ni la muerte de mi querida esposa me produjo un pesar más grande y por ello penaréis todo lo que el Señor os conceda de vida.

Dichas estas palabras ordenó que se cumpliera la sentencia.

Su antigua amistad con el jefe de la guardia, que estaba de servicio aquella jornada, permitió a Edelmunda, con la excusa de recoger su ropa, ir a su cuarto y hacerse con una especie de bolsa alargada en la que guardaba todos los caudales que había ido acumulando para su vejez y su sello de lacre heredado de su padre. Rápidamente se arremangó la saya y lo anudó a su gruesa cintura.

El tiempo transcurría mientras su mente estaba en ebullición; fuera la gente cabalgaba en silencio. Las horas hacían mella y algún que otro malhumorado comentario que llegaba a sus oídos le indicaba que el viaje estaba a punto de finalizar. Ahora la pendiente descendía de forma más pronunciada y el chirriar de las zapatas del torniquete del freno anunciaba que el carretero tenía que apretarlo para que la carreta no se precipitara sobre las mulas que iban delante. El frío que se colaba por los huecos de los tablones le helaba los huesos. Súbitamente sus sentidos se aguzaron. La carreta se había detenido, en el exterior se oían voces como de alguien que estuviera de guardia en la torre de un castillo y hablara con el cabeza de la escolta. Éste estaba trajinando junto a la tablazón maciza que mediante dos gruesas bisagras ajustaba la parte trasera del carromato. La portezuela se abatió lentamente y el barbudo y fatigado rostro del jefe de la tropa apareció iluminado por una antorcha que sujetaba un subalterno.

–Ponte esto.

Al tiempo que daba la orden lanzó al interior un bulto de ropas.

Edelmunda no tuvo tiempo de replicar; la puerta posterior se cerró nuevamente y la oscuridad más absoluta volvió a apoderarse del cubículo.

A tientas fue separando las prendas que le habían lanzado. Las dejó sobre el banco y como pudo se fue cambiando de ropa, teniendo buen cuidado de que ello no afectara a sus disimulados tesoros. Al palparlo le pareció que la que le daban era áspera y vulgar, tenía tacto de saco y el calzado era de esparto.

–Ya estoy lista.

Su propia voz, tras tantas horas de silencio, le sonó ajena.

La puerta se abrió de nuevo. La orden fue seca y tajante.

–¡Abajo!

Con torpeza, afectada por la inmovilidad a la que había estado sometida tan largo tiempo, desentumeció sus músculos y puso pie en tierra. La voz del que estaba al mando sonó de nuevo.

–Éste será vuestro destino. Aquí viviréis a partir de ahora y si Dios no lo remedia, aquí moriréis.

–¿Dónde estoy?

Mientras ponía el pie en el estribo de su cabalgadura, el hombre respondió:

–Tiempo tendréis de averiguarlo. Nosotros, desde luego, no vamos a pasar de aquí ni hartos de vino.

Con estas palabras y tras despedirse del vigilante del camino, volvió grupas seguido de sus hombres.

Cuando el carromato y la escolta desaparecieron portando sus antorchas, el silencio y la penumbra más absolutas se adueñaron del lugar. La noche era oscura como boca de lobo y ni una estrella asomaba en un firmamento cubierto de malos presagios. Sus pobres huesos ateridos de frío obligaban a sus dientes a un castañetear continuado cuyo eco tableteante era el único sonido que la acompañaba. El centinela que había hablado con su celador se refugió en una garita de madera que guardaba la estrecha vereda. Detrás de él se veían dos tiendas cónicas que supuso eran el refugio del piquete encargado de aquella misión. Ignoraba dónde estaba y qué era lo que anunciaba el terrible augurio que había pronunciado, antes de la partida, el jefe de la escolta. Sin embargo, consideró tarea inútil intentar sonsacar a aquel individuo una sola palabra, de manera que comenzó a caminar hacia delante. Lentamente sus ojos se fueron haciendo a aquella oscuridad. Al fondo se recortaba la silueta de un macizo montañoso que la circunvalaba por todos lados. Súbitamente su corazón comenzó a latir con premiosidad. ¡Una luz, dos, hasta tres se discernían en lontananza! Edelmunda no lo pensó dos veces y cuidando de no caer en algún hoyo o tropezar con alguna rama, encaminó hacia aquella esperanza sus vacilantes pasos.

A medida que se aproximaba, los bultos que rodeaban el primer fuego se hicieron más patentes. Una sombra avivaba la lumbre en la que se estaba calentando una olla, en tanto que la otra, con un tosco cucharón de madera, removía el guiso. Los aromas la hicieron salivar. Hacía muchas horas que no había probado bocado.

El ruido de una rama al partirse alertó a los que cocinaban. Las dos figuras alzaron la cabeza y dirigieron su mirada hacia ella. A la luz del resplandor de la hoguera pudo observar que ambas iban encapuchadas y que, precipitadamente, recogían sus bártulos y tomando cada una de las asas de la olla, se metían en una de las grutas que se abrían en el fondo rocoso de la falda del monte y desaparecían de su vista. Edelmunda se llegó hasta las brasas de la abandonada hoguera. Un escalofrío recorrió su espalda cuando, desde las bocas de varias cuevas, se sintió observada por algunos pares de ojos. Una alegría inmensa la invadió. ¡No estaba sola allí! En aquel lugar habitaban otras gentes. Sin dudarlo se encaminó hacia la luz.

–¡A mí! ¡Por caridad, ayudad a una cristiana necesitada!

Un sonido horrible, cuyo significado conocía perfectamente, detuvo sus pasos. Las gentes de las grutas, al oírla, hacían sonar carracas de hueso y golpeaban con palos calaveras huecas para indicarle que estaba en una colonia de leprosos.

En aquel instante vinieron a su mente las palabras del jefe de la escolta que en principio no había comprendido y la frase retumbó en su cerebro: «Nosotros, desde luego, no vamos a pasar de aquí ni hartos de vino»; asimismo, el significado de las ropas que le habían sido suministradas. El saco y la arpillera eran las vestimentas propias de los leprosos. Todos los sufrimientos acumulados se hicieron patentes; sintió que sus rodillas se doblaban y perdió el conocimiento.

Al cabo de no supo cuánto, despertó. Sentía apenas el roce de algo húmedo en su rostro. Cuando abrió los ojos observó un bulto vestido de pardos ropajes que, con un palo en cuya punta había una esponja humedecida, frotaba suavemente su frente. Edelmunda se incorporó.

–¿Quién eres?

La sombra, con una voz cascada y seca, respondió:

–Eso no importa.

–Entonces, ¿dónde estoy?

–En la colonia de leprosos de la ladera del Montseny.

La sangre dejó de circular por las venas de la mujer. Lo que únicamente había sido una sospecha se confirmaba ahora. Entonces entendió el terrible mensaje que encerraban las palabras de Montcusí.

La sombra prosiguió:

–Un delito terrible debes haber cometido cuando te condenan a un castigo peor que la muerte.

Edelmunda sollozaba.

–Mi pecado es haber obedecido como una perra las órdenes de un amo que de esta manera me ha castigado.

–Mal amo es éste.

La mujer había avivado los rescoldos de la hoguera y poco a poco las sombras embozadas se iban aproximando, sin entrar en el círculo de luz que se iba acrecentando al chisporroteo de las vacilantes brasas.

–Si tienes hambre, podemos darte de comer. El que para en este lugar tarde o temprano adquiere el mal que a todos aqueja. De aquí no se sale: un solo camino cruza las montañas y está vigilado día y noche por hombres del conde, que de alguna manera también están castigados. Unos por haber desertado en combate y los más por reyertas con muertos. Si vives aquí fuera, morirás de frío a la intemperie. Si entras en las grutas, morirás de lepra, pero más tarde. Tú dirás lo que prefieres.

Edelmunda sollozaba; después hizo una pausa y protestó:

–En la ciudad hay leprosos, salen a la anochecida haciendo sonar sus calabazas huecas.

–Ésos no han de cumplir penas. Aquí estamos los condenados. Al ingresar en esta cárcel no todos teníamos la lepra. Aquí la adquirimos.

–Pero eso es peor que la muerte.

–No lo veas así. Se vive, o mejor dicho, se mora o habita, ya que esto no es vida, y mientras esto dure, nadie envidia a nadie: hay más leprosos de espíritu en la ciudad que aquí. Cuando te habitúes verás que entre nosotros no existe la envidia. No hay señores ni vasallos y todo es de todos. Pero decídete. El relente de la noche, si no encuentra carne, se mete en los huesos y hora es de que éstos descansen en paz.

Edelmunda se decidió rápidamente.

–Iré contigo, viviré en la esperanza de vengar lo que me han hecho.

–El odio ayuda a mantener la vida. Aunque es vana necedad pretender salir de aquí. Nadie ha salido jamás.

–Yo lo haré y alguien pagará lo que me ha hecho.

76

Barcelona

AAquella primavera, la ciudad era una fiesta. Las noticias corrían deformadas aumentando de boca en boca. Si en una calle se comentaba que la hueste que acompañaba al embajador de al-Mutamid de Sevilla era de trescientos lanceros con las corazas de plata, al llegar a otra el número y el boato habían aumentado: los hombres eran quinientos, de oro eran sus petos y de seda y pedrería las gualdrapas de sus caballos. El veguer había ordenado pregonar distintos bandos en los que se anunciaba cualquier cosa que tuviera relación con ellos y los pregoneros recorrían la ciudad acompañados por cuerno y tamboril deteniéndose en cada esquina para, rodeados de la alegre comparsa de la chiquillería, impartir las oportunas órdenes que afectaban a todos los ciudadanos. En alguna ocasión tuvo que intervenir el jefe de la host municipal ya que algunas de las disposiciones podían perjudicar sobremanera a unos menestrales. Cuando se ordenó que las ánforas con los orines almacenados para blanquear la ropa se guardaran en el interior de; las casas para evitar el fuerte olor a amoníaco que de ellas se desprendía, casi se armó un motín, ya que al concentrarse bajo techado los gases desprendidos, el hedor era insoportable y en alguna ocasión debió acudir el físico, pues más de una mujer había llegado a perder el conocimiento.

Las fraguas de los herreros habían trabajado día y noche a fin de tener a punto la cantidad de fanales requerida. Barcelona vibraba aquellos días con ritmo trepidante y las gentes se asombraban ante la actividad de los dirigentes del municipio. En las esquinas de las calles y plazas y a una altura de dos veces y media del tamaño de un hombre, se estaban colocando una especie de jaulas de hierro abiertas por la parte superior y que en su centro alojaban un depósito del que sobresalía una mecha que se estiraba mediante unas pinzas hasta ajustaría al nivel requerido. Las gentes hacían cábalas sobre la utilidad de los artilugios. Sin embargo, cuando al cabo de unas semanas el invento se puso en marcha, las exclamaciones de admiración resonaron por todo el perímetro de la muralla. Al atardecer unas brigadas municipales se dispersaron por toda la ciudad armadas con unas pértigas que en su extremo tenían una pinza que se manejaba desde la base mediante una guita y que servía para ajustar las mechas, y una torcida de lana encendida que las prendía, empapadas en el negro aceite que alojaba el depósito del artilugio. Cuando las sombras de la noche invadieron la ciudad, el aspecto de Barcelona había cambiado totalmente. La condesa, acompañada por un reducido séquito en el que se incluían Delfín y su primera dama Lionor, salió a las calles en litera cerrada para cerciorarse de que el aspecto de la urbe era tan fastuoso como le habían prometido. Salió de palacio, pasó por el Call y, por la puerta del Bisbe, se dirigió hasta el Palau Menor, desde donde regresó a palacio totalmente satisfecha de lo que sus ojos habían visto. A su costado y ajustando el paso de sus caballerías al ritmo de los portadores de la litera, caminaban el veguer, Olderich de Pellicer, y un ufano Bernat Montcusí, que no cabía en su pellejo de puro contento.

En cuanto los portadores ajustaron las falcas de las parihuelas de su litera sobre el enlosado patio de armas, la condesa descendió seguida de Delfín y de Lionor.

–Veguer, debo felicitaros. Apenas hubiera podido afirmar que la ciudad que han recorrido mis ojos es la Barcelona de siempre.

–Señora, me abrumáis, pero no soy yo el responsable de esta maravilla. Cargádselo al crédito de vuestro consejero de abastos; de él ha sido la idea y la realización.

Almodis, girando su rostro hacía el consejero, arguyo:

–Está bien, Bernat, una sola duda me asalta. ¿Qué ocurrirá si nos acostumbramos a este bienestar y por las circunstancias a las que siempre nos expone el destino nos quedamos sin reservas de este maravilloso producto?

Montcusí estaba reventando las costuras de su túnica.

–Mal podría ser un buen servidor sí no hubiera ya previsto esta circunstancia. Las reservas para cuatro o cinco meses están ya a buen recaudo, y así será siempre.

–Transmitid mis parabienes a vuestro joven amigo. Si todo sale como espero, al finalizar los fastos de la recepción del embajador del rey de Sevilla tendréis todos cumplida prueba del agradecimiento de vuestra condesa.

Y tras estas palabras Almodis de la Marca se introdujo en el Palacio Condal seguida por el apresurado paso de su bufón. Éste, tirando de su capa la detuvo.

–¿Qué quieres ahora, Delfín?

–Señora, desconfiad. La iniquidad asoma en la mirada de este hombre.

–Lo sé, Delfín… Pero no puede negarse que sus servicios nos resultan útiles.

Y tras este último comentario, Almodis desapareció hacia sus aposentos.

Ruth estaba hecha un manojo de nervios. Las visitas de Martí a la casa de su padre se hacían más y más frecuentes. Los asuntos que éste y su progenitor compartían eran muchos -el depósito en el sótano de su casa, la compra de una nueva propiedad, los fletes de los barcos y un largo etcétera- y por lo que deducía, a él le agradaba llegar a la cita un poco antes para poder dedicar un rato a charlar con la hija de su amigo. Ella cada día era más consciente de que su finalidad en la vida era amar a aquel hombre y de que todo lo demás poco le importaba: no se conformaba con las migajas de aquel banquete. Su mente había urdido una historia que sin que lo sospechara el hombre, era la suya propia, y de ella se valía para pedir consejo y ver de aproximarse a él lo más posible.

Aquella tarde, como casi siempre, se había presentado con tiempo. Ruth lo vio llegar desde la ventana de la habitación que compartía con Batsheva. Ésta, que también lo había advertido, al ver la premura con que su hermana se precipitaba ante el espejo de latón y se arreglaba la trenza, argumentó:

–Se ve que te place soportar la charla de la gente mayor. Ni te corresponde por edad, ni es judío. No se me imagina dónde va a parar esta fijación.

–Dedícate a tu labor de espiar desde la galería de mujeres de la sinagoga al soso de Ishaí Melamed, para hacerte la encontradiza a la salida. Tal vez consigas ser otra aburrida esposa judía, guisar comida kosher, el sabbat haroset*, criar un montón de mocosos y cantar dulces canciones en la Fiesta de las Luces. A mí me place más quedarme soltera y conversar con quien me apetezca.

* Mezcla de frutas troceadas, nueces y especias.

Tras estas palabras se precipitó hacia las escaleras y al cabo de un momento estaba bajo el castaño bebiendo las palabras de Martí.

–Entonces, me confesáis que os gusta un muchacho -decía él en aquel momento.

–Así es, pero no me hace caso y además es un amor imposible.

A Martí la alegre conversación y el desparpajo de la muchacha le entretenían y disipaban su pena.

–No cejéis, que no hay castillo que no se rinda ante la acometida de Cupido.

–¿Me aconsejáis entonces que no renuncie?

–No soy quién para dar consejos a una jovencita, pero en la guerra y en la vida, siempre triunfa el que porfía.

–Algo he ganado en vuestra consideración: antes siempre era una niña, ahora ya soy una jovencita.

A Martí las respuestas de Ruth siempre conseguían desconcertarle.

–Quiero decir que las contrariedades deben superarse en todo orden de la vida. Es un consejo general el que os doy; siempre y en cualquier circunstancia os hará bien.

–¿Y cuando los obstáculos son muchos?

–Más empeño deberéis poner.

La muchacha pareció dudar un momento.

–Y si además de otros inconvenientes nos separara, por ejemplo, la religión, ¿cuál sería entonces vuestro consejo?

–Es muy difícil aconsejar a otra persona. Sólo os puedo hablar de mí. Yo amé desesperadamente a una muchacha adorable que no me correspondía ni por categoría ni por condición, y sin embargo no desistí.

–¿Ya no la amáis?

–Sigo amando su recuerdo.

Ruth, que conocía el drama vivido por Martí, habló con la mayor precaución.

–Bienaventurada ella que vivió un amor tan intenso. Le tengo envidia.

Una sombra se proyectó sobre la mirada de Martí.

–Mi Dios también se enamoró de ella y pudo más que yo, por eso se la llevó. No le tengáis envidia: a vos os queda todo por hacer y ella ya no puede hacer nada.

–Envidio el amor que ha inspirado en vos hasta después de muerta.

Martí reparó en aquel instante bajo otro prisma en el óvalo perfecto del rostro de la muchacha, circunvalado por la pañoleta blanca, y sus oscuros y almendrados ojos y pensó que el hombre que la desposara sería un ser afortunado.

En aquel momento la puerta de la galería se abrió y apareció la noble figura de Baruj Benvenist.

Martí percibió algo en el tono de voz del cambista cuando éste se dirigió a su hija.

–¿Cómo debo decirte, Ruth, que cuando un huésped llegue a esta casa, y una vez le hayas acomodado y atendido, debes retirarte y dejarlo solo? Es de mala educación obligar a las personas a entablar conversaciones sobre temas baladíes que nada importan.

Martí intervino en defensa de la muchacha.

–No me importuna; muy al contrario, me entretiene.

–Sois muy gentil -replicó Baruj con gesto adusto-, pero ella sabe a lo que me refiero.

La muchacha, cosa que extraño a Martí, se retiró sin responder a su padre.

–Se hacen mujeres, querido amigo, y ningún hombre debe pretender coger una rosa sin clavarse una espina.

77

Abenamar

EEra viernes. La muchedumbre se había arrojado a las calles. El pueblo quería ver si cuantas maravillas se habían dicho de aquel cortejo eran ciertas o meras fantasías. Las ventanas de las gentes pudientes estaban engalanadas con damascos rojos, y con telas más sencillas y multicolores las ventanas de las casas del pueblo llano. El aparato de pompa y lujo que se había planificado desde palacio debería marcar indeleblemente la mente del conspicuo embajador para que así se lo transmitiera a su monarca, el ilustre al-Mutamid de Sevilla. La multitud, ataviada con sus mejores galas, llenaba la ruta por donde estaba anunciado el paso de la comitiva. Por expreso deseo de la condesa, se había acordado que la entrada del séquito fuera hacia la caída de la tarde para que de esta manera luciera con todo su esplendor la luz artificial que se iba encendiendo en calles, plazas y portales de la muralla. Los habitantes de la ciudad habían invitado a sus parientes del campo a fin de que éstos tuvieran ocasión de presenciar aquel acontecimiento que, junto a la nueva iluminación, iba a significar un antes y un después en la vida de la ciudad. La entrada del cortejo sería por el portal de Castellnou a fin de dirigirse bordeando el Call hacia la iglesia de Sant Jaume; desde allí, ascendería en dirección al portal del Bisbe hasta el Palacio Condal, que estaba a su derecha. Los alguaciles no daban abasto para contener a la abigarrada multitud que desplazaba, a fuerza de intentar mejorar su visión, las vallas de madera alineadas a lo largo del recorrido.

En los aledaños del palacio apenas se podía abrir un pasillo por donde fueran llegando los invitados, que en carros, palanquines, sillas de mano o literas, acudían a palacio como las moscas acuden a un tarro de miel. Los pajes corrían de un lado a otro ayudando a los cocheros, que tascaban frenos de las engalanadas cabalgaduras de crines aceitadas y relucientes y peinadas colas, nerviosas ante tanta luz y tanto trasiego. Todas las familias allegadas a los Berenguer que pretendían ser alguien en la corte estaban presentes: los Besora, Gurb, Cabrera; los Perelló, Alemany, Muntanyola; los Oló, los Montcada, los Tost, los Cardona, Bernat de Tamarit, Ramón Mir, los Queralt, los Castellvell, los Tous… todos se disputaban el honor de ser los más brillantes y mejor vestidos del festejo.

En la puerta principal el veguer, Olderich de Pellicer, rodeado de maceros, que en sus túnicas de gala lucían el ajedrezado escudo de los Berenguer y cubrían sus cabezas con bonetes de terciopelo, recibía a los invitados que ascendían por la alfombrada escalera, entre dos hileras de chisporroteantes hachones, para ser anunciados antes de su entrada en el gran salón.

Martí había acudido a primera hora para asegurarse de que la luz de sus faroles funcionaba correctamente. Un salvoconducto de la condesa le permitía moverse por donde quisiera como encargado de la iluminación general. A lo lejos divisó a un compuesto Eudald Llobet que junto al obispo de Barcelona, el deán de la seo y otros clérigos de las diferentes parroquias de la ciudad, aguardaba a un costado del vacío trono a que los invitados fueran ocupando los lugares ordenados por el rígido protocolo.

El clamor del populacho anunció, antes de que lo hicieran las trompas y los añafiles, que el cortejo se acercaba.

Ruth y Batsheva, envueltas en sus capas, aguardaban el paso de la brillante comitiva, mezcladas entre el gentío. Su padre no había podido acompañarlas porque tenía que estar junto a su madre, pero, debido a lo extraordinario de la circunstancia, había accedido a que sus hijas pudieran acudir a ver el paso del cortejo, con la condición inexcusable de que en el momento fijado regresaran a la casa sin falta, pues comenzaba el sabbat. Las acompañaba Ishaí Melamed, hijo de un buen amigo de la sinagoga. Los tres se habían refugiado en unos soportales aguardando a que la cabalgata asomara por el extremo de la calle. El clamor de la multitud anunció que el séquito estaba a punto de doblar la esquina. El gentío estiró el cuello como un solo hombre. El ruido era ensordecedor. Al frente de la comitiva caminaba una banda de música tocando toda clase de instrumentos, muchos de ellos desconocidos para el enfervorizado gentío. Liras, albogues y otros instrumentos alegraban el desfile, pero lo que realmente captó la atención de todo el personal fueron dos jinetes que, montados en soberbios corceles árabes revestidos con gualdrapas verdes y doradas, golpeaban unos grandes timbales situados a ambos lados de los cuartagos con dos baquetas en cuyo extremo se hallaban sendas bolas de piel de cabra, que marcaban el paso del cortejo. Luego una escolta de treinta hombres al mando de un moro inmenso rodeaba un palanquín de laca china y panes de oro cuyo tejadillo recordaba la picuda forma de un minarete, portado por diez hercúleos y relucientes númidas. En él, con las cortinillas abiertas, se veía al embajador Abenamar* saludando.

* El autor se permite la licencia de adelantar los hechos de Abenamar, que sucedieron durante el reinado de Ramón Berenguer II Cap d'Estopa, al de su padre Ramón Berenguer I el Viejo.

Batsheva estaba nerviosa.

–Ruth, se ha puesto el sol. Vamos a llegar tarde y nuestro padre nos reprenderá.

–Ahora es imposible pasar, Batsheva. Además, hemos salido a ver las nuevas luces y hasta que se haga de noche no van a lucir.

–Va a comenzar el sabbat, debemos partir.

Ishaí acudió en su ayuda.

–Batsheva, vuestro padre comprenderá. Es imposible pasar al otro lado. Estamos ante un acontecimiento tan extraordinario que deberemos contarlo a nuestros hijos. Yo me hago responsable.

Batsheva insistía:

–Al anochecer los judíos no podemos estar fuera del Call, tenemos el tiempo justo…

–Hoy han retrasado el toque de campanas. Veréis como también retrasan la queda.

El cortejo había llegado a su altura y el ruido impedía oír una palabra a menos que se hablara al oído del vecino.

La comitiva pasaba en aquel instante delante de los tres jóvenes. Ruth, al ver el noble rostro del embajador sevillano, tocado con un turbante amarillo en cuyo centro lucía una gran esmeralda sus oscuros ojos y su blanquísima dentadura, y la fina y recortada barba que remataba su mentón, tuvo conciencia de que era testigo de un hecho histórico y trascendental y sintió el orgullo de que la magnífica luz que lucía en su ciudad fuera la obra de su amado.

Martí ya había visto todo cuanto deseaba ver y su presencia en palacio era innecesaria. La comitiva del embajador ya había entrado y las grandes puertas del salón de recepciones se habían cerrado. Pensaba acudir al día siguiente a la seo para que Eudald le explicara los acontecimientos y pormenores que allí dentro se iban a suceder, pero un irrefrenable deseo de ver su ciudad bajo la aureola de la nueva luz le asaltó de repente. Tomó su capa y, despidiéndose del oficial que vigilaba la entrada, se embozó en ella y quiso mezclarse entre la muchedumbre y perderse entre la algarabía y el jolgorio de sus conciudadanos de Barcelona. Era prácticamente imposible seguir una ruta prefijada. Había entrado en la turbulenta corriente y no tenía otro remedio que seguir hacia donde le llevara la marea de gente. Todo le parecía nuevo bajo la luz. Las viejas piedras adquirían tonos y matices desconocidos, cada rincón conocido se convertía en un descubrimiento. Mientras se abría paso, se dio cuenta de que su vida había sido un puro milagro. Su mente empezó a recordar y llegó a la conclusión de que todo aquello se debía a que una vez y en un lejano puerto en Famagusta, llevado de su buen corazón, rescató de las aguas a un hombre. Luego le entró una angustia infinita recordando a la persona a quien no había podido salvar… Era un hombre rico, sus barcos recorrían los puertos del Mediterráneo, su casa cerca de Sant Miquel iba tomando trazas de convertirse en mansión, había ampliado su comercio y sus carros acudían a las ferias comprando al por mayor nuevos productos.

La multitud avanzaba incontenible y los alguaciles se las veían y deseaban para contenerla. Parecía que aquella noche valía todo. El vino había animado a la muchedumbre y en alguna que otra esquina habían asomado dagas y cuchillos por nimiedades. Por fin consiguió llegar a los alrededores de su casa. El corazón le dio un vuelco. Allí, sentada en uno de los poyos de piedra que sostenían un arco, acurrucada hecha un ovillo, le pareció ver a una figura vagamente familiar. Atravesó a brazo partido la riada humana y apartando a un grupo de mozos que se habían detenido junto al bulto les conminó a que siguieran adelante. Fuere por su gesto, fuere por su actitud decidida o fuere porque el vino había hecho mella en sus sesos, el caso fue que pensaron que mejor sería divertirse en otro lado. Al oír su voz, aquella figura asustada había alzado la cabeza. Los oscuros ojos de Ruth, la hija menor de su amigo Baruj, se clavaron en él suplicantes.

Martí la tomó por los brazos y la alzó a su altura. El gentío la oprimió junto a él. La muchacha lo miró como una aparición.

–¿Qué estáis haciendo aquí?

Ruth, con voz entrecortada y entre lágrimas, le explicó lo sucedido.

–El caso es que cuando pudimos, intentamos regresar. Ishaí iba delante, de su mano iba mi hermana y detrás de Batsheva iba yo. Al llegar a una esquina se interpuso un grupo y tuve que soltar su mano. Vi cómo sus cabezas se perdían entre las gentes al igual que la de un ahogado desaparece entre los remolinos de un río. Batsheva gritaba y hacía ademán de regresar, pero Ishaí no la soltó. Llegué al cabo de mucho a las puertas del Call:* ya estaban cerradas. Aguardé pensando que mi hermana y su acompañante aún no habían llegado, pero no fue así. Por lo visto consiguieron entrar a tiempo. Entonces, sin saber qué hacer ni adónde ir, empecé a andar por la ciudad en dirección a vuestra casa… No conozco a nadie más… Esperaba veros llegar en algún momento.

* El autor ha optado aquí por la versión popular, y más extendida, de un Call amurallado, aunque cabe recordar que el debate entre historiadores y arqueólogos sigue vigente; la autenticidad de dicha versión no está contrastada y no se ha encontrado ningún resto, ni arqueológico ni documental. Se sabe de la existencia de una comunidad judía desde 850, pero en ningún caso se habla de muralla, si bien es cierto que aparecen a menudo referencias a puertas y al recinto cerrado.

–Habéis cometido una imprudencia terrible. Ya sabéis cómo ocurren estas cosas: en una noche como la de hoy, si la gente descubre a un judío fuera del Call, puede pasar cualquier cosa.

–Dentro conozco casas amigas, pero fuera me siento perdida y no sabía dónde acudir -sollozó Ruth.

–No os soltéis de mi mano y seguidme.

Ruth asió la mano que le tendía Martí y al hacerlo, pese a los terrores que la habían asaltado, a punto estuvo de bendecir aquella circunstancia. Luego, ambos se dispusieron a cruzar entre el gentío hacia la plaza donde estaba Sant Miquel.

Cuando Martí observó en la puerta de su casa a Omar, a su mayordomo Andreu Codina, a Mohamed, que ya había crecido lo suficiente para parecer un mocetón, y a un grupo de criados que vigilaban la entrada, portando hachones y gruesos garrotes, su corazón se ensanchó. Presionó con más fuerza la mano de la joven y la advirtió.

–Vamos a atravesar ahora. No os soltéis, por el amor de Dios.

Los ojos de la muchacha respondieron por ella. Omar los había divisado y seguido de dos criados se metió entre la masa abriendo camino.

Finalmente se hallaron todos a salvo tras los cerrados portalones del caserón.

Omar habló asustado.

–Amo, jamás vi cosa igual: la gente está enloquecida, la iluminación los ha desquiciado, hasta han pretendido entrar en el patio y los hemos tenido que sacar a palos. Dicen que en algunas zonas ha habido desórdenes en las calles. He temido por vos.

–No ha pasado nada, gracias a Dios. – Luego, viendo la mirada inquisitiva de su hombre, añadió-: Ya conoces a Ruth, la hija menor de mi amigo Baruj. Han cerrado por precaución las puertas del Call antes de tiempo y, al separarse de su hermana, se ha quedado fuera. Si no la llego a rescatar, no sé lo que hubiera sucedido. Esta noche la pasará aquí. Llama a Caterina: que entre ella, Naima y Mariona preparen el cuarto de la terraza del primer piso y di a la dueña que ponga un par de criadas a sus órdenes para que le suministren cuanto necesite. La noche va a ser larga, esto no ha hecho más que comenzar. Acompáñala, Omar.

El moro observó a la muchacha y a su amo alternativamente y con el gesto la invitó a seguirle.

–Si tenéis la bondad…

Ruth clavó sus almendrados ojos en Martí y, pese a ser consciente del tremendo problema que estaba creando, bendijo su suerte.

78

La alianza hispalense

EEl conde de Barcelona, Ramón Berenguer el Viejo, y su consorte Almodis estaban en aquel momento reunidos con el embajador sevillano en el salón de audiencias del Palacio Condal. En una larga mesa y frente por frente se habían instalado ambas delegaciones. De parte de los condes y asesorándolos, su consejo privado, compuesto por el veguer de Barcelona, Olderich de Pellicer, el senescal Gualbert Amat, el consejero de finanzas y abastos Bernat Montcusí; el notario mayor, Guillem de Valderribes; el obispo de Barcelona, Odó de Montcada; el secretario de turno Guerau de Cabrera y el intrépido Marçal de Sant Jaume, prominente figura del condado, buen conocedor de cuestiones árabes y cortesano hábil. La representación del rey sevillano la constituían su embajador y renombrado poeta Ibn Animar, o Abenamar; ar-Rashid, hijo mayor de al-Mutamid; el capitán de su hueste Aben Zaiden y cinco acompañantes, cada uno de ellos experto en su parcela. Al extremo de la mesa, dos «lenguas» iban traduciendo simultáneamente lo que allí se decía a fin de que todos se enteraran del asunto que se estaba tratando, aunque el embajador hablaba latín y conocía los giros propios de las hablas del condado.

El aspecto del enviado de al-Mutamid era magnífico, pero por encima de su indumentaria lo que realmente llamaba la atención era su empaque natural, lo calmo de su lenguaje y un encanto que subyugaba a propios y extraños. Antes de comenzar la reunión había entregado a la condesa una carpeta de piel taraceada con pequeñas piezas de nácar que contenía un conjunto de pergaminos donde se leían sus mejores composiciones, la última expresamente dedicada a Almodis en una loa a sus verdes ojos y a su roja cabellera, traducida a lengua provenzal. Al finalizar el panegírico ar-Rashid la obsequió, en nombre de su padre, con un hermoso estuche de caoba africana en el que lucía un aderezo de verdes esmeraldas engarzadas en un soberbio collar de oro rojizo propio de los orfebres sevillanos que entroncaba con las metáforas del elogioso poema. Al conde le entregó una cota de malla del mejor acero, ligera cual si fuera de terciopelo y sin embargo mucho más fuerte que el hierro.

Tras prolijas y adornadas fórmulas propias de toda embajada proveniente de al-Andalus, los visitantes parecieron dispuestos a entrar en materia.

–Poderoso conde Berenguer de honorable linaje; conocida es entre las gentes de mi ciudad la hidalguía de vuestra estirpe. Mi rey y señor os honra enviando en su representación a su propio hijo, para que podáis percibir lo legítimo de sus peticiones y lo serio e importante de la misión. Hemos sido enemigos en tiempos lejanos, pero las épocas de Almanzor ya terminaron, dejando sin embargo en vuestra bella Barcelona muchas raíces que ahora nos unen. Por eso venimos en son de amistad y demandando franca colaboración para un asunto que tiene para mi soberano un interés político y que a vos os reportará gloria y buenas rentas.

Tras este florido preámbulo, el conde respondió:

–Mi querido visir, os hemos recibido como amigos que somos. Ayer os pudisteis dar cuenta de la cariñosa acogida que os prestó Barcelona. Mi esposa, mis consejeros y yo mismo estamos ansiosos de escuchar vuestra propuesta para, si es en provecho de mis súbditos, aceptarla al punto.

Ambos discursos iban siendo traducidos por los respectivos «lenguas» con voces neutras e inertes.

–La empresa que desea emprender mi rey es ambiciosa y requiere la colaboración de la esforzada infantería franca, sin la cual mi señor no se internaría en tan incierto empeño.

La delegación catalana estaba al tanto de la manera de presentar los proyectos de las gentes del islam y atendía atenta.

–Mi señor desea reivindicar sus derechos sobre la taifa de Murcia donde reina el usurpador, Muhammad ibn Ahmad Thair. Deseamos que al-Andalus esté unido bajo una sola enseña, cosa que mi señor espera conseguir conquistando posteriormente Córdoba. Entonces tened por cierto que tendréis un solo y sólido aliado en el sur que os será fiel y de gran utilidad en vuestras posibles futuras guerras, si a la muerte del prudente Sulaiman ben Hud al-Mustain de Zaragoza sus belicosos hijos no siguen la política de paz de su progenitor.

Berenguer atendió el discurso del moro hasta el final.

–Entiendo bien que lo que me proponéis es beneficioso para mi pueblo. No hay mejor negocio que la guerra para recabar parias y asegurar fidelidades. Pero entended que si entro en tan sorprendente empresa es más por vuestro interés que no por el mío, ya que me son más deseables y cercanas las taifas de Lérida y Huesca que la de Murcia. Sois un hombre entendido en la materia: la forma de trasladar mis tropas ha de ser compensada.

–Lo que os propone mi señor es lo siguiente: vos acudiréis con vuestras huestes y aportaréis al cerco de Murcia vuestra infantería junto con la sabiduría necesaria para fabricar las torres de asalto. Mi señor aportará la caballería, los especialistas para la fabricación de catapultas y otras máquinas y desde luego el personal que atienda la intendencia para alimentar a toda la hueste.

–El gran beneficiario de la empresa será sin duda vuestro rey al-Mutamid. Él es el que se coronará rey de Murcia. A mí, influencia tan remota nada me interesa. La compensación deberá ser económica y no circunscrita a esa acción en concreto.

La discusión fue larga y dura la porfía. Las sesiones se fueron alargando varias jornadas. Almodis escuchaba atentamente y luego en la intimidad del dormitorio aconsejaba al conde.

–Debéis andar con los ojos muy abiertos: el embajador es sumamente listo. La propuesta económica deberéis aumentarla hasta la cifra de diez mil maravedíes, pagaderos en dos partes: la primera antes de iniciar la campaña, la segunda al finalizarla. Deberéis conseguir el derecho del primer botín al entrar en la ciudad, y finalmente algún gran señor, como el excelente Marçal de Sant Jaume, deberá figurar como rehén invitado, en tanto que ar-Rashid, el hijo del monarca sevillano, se incorporará a vuestro séquito antes de iniciarse el cerco, en igual condición. Como comprenderéis, vais a tener mejor garantía. No es lo mismo un hijo que un aristócrata, por muy encumbrado que esté; más aún si éste acostumbra, dada su intrepidez, a crear problemas.

Finalmente, tras la firma de los acuerdos del compromiso, la brillante embajada mora partía de Barcelona ovacionada por el pueblo, que intuía que el sellarse la alianza para una escaramuza por demás lejana no implicaría riesgo alguno para el condado; en cambio aportaría a la ciudad un río incontenible de dinero que, inyectado en las arcas municipales, se repartiría posteriormente por los sectores interesados y a través de ellos revertiría en sus ciudadanos.

79

La ausencia de una hija