Capítulo 11

Habría sido tan fácil alejarse...

Del delicado roce de su dedo en la cara. De la suave caricia de su mano en el mentón. De la ligera presión de sus labios en la boca. Escapar habría sido facilísimo.

Solo tenía que volver la cabeza y dar un paso hacia atrás. Debería hacerlo, pero no podía.

Vio las últimas lágrimas que brillaban en sus largas pestañas cuando ella alzó la cabeza y la tierna sonrisa que observó en su rostro lo pilló por sorpresa, al igual que el roce del dedo que comenzó a trazar sus facciones. Una caricia muy parecida al beso que él había dado unos días antes para intentar conquistarla.

Podría quedarse allí eternamente, embriagado por ese rostro de belleza etérea. Por esa tierna sonrisa. Por las suaves caricias de su mano.

Se habría sentido satisfecho solo con eso y con el beso. Un beso tan dulce que resultaba casi doloroso. El beso de una inocente sin artificio, sin cinismo, sin barreras.

Cuando le arrojó los brazos al cuello, le bastó con recordar que era virgen. Lo único que tenía que hacer era apartar esos brazos delgados con delicadeza y dar un paso hacia atrás. Así acabaría todo: la cercanía, la caricia, el beso. Con un simple «gracias».

Porque ella buscaba consuelo y él se lo había dado. Estaba agradecida y se lo hizo saber con una caricia y con un beso. Con eso bastaba.

Apartó la boca de la suya. Apartó los brazos de su cuello, pero se detuvo a besarle las manos. Primero el dorso y luego cada uno de los nudillos. Después se las llevó al corazón, que latía rápidamente pero de forma estable, muy estable, y las aferró con fuerza.

Su perfume lo envolvió hasta saturar sus sentidos. Era un olor suave y limpio. Como la fragancia de las flores después de la lluvia. Inclinó la cabeza y enterró la nariz en su pelo, cuyo roce era tan delicado como la seda. Ella se apoyó de nuevo en él, con las manos aún atrapadas sobre su corazón, que comenzó a latir con más rapidez.

Siguió aferrándole las manos al tiempo que le rodeaba los hombros para que apoyara la cabeza en él. La vio alzar el rostro y pensó que podría quedarse así para siempre, contemplando las profundidades de esos claros ojos azules.

Pero no disponían de más tiempo. Solo tenían ese momento privado, ese remanso de paz en mitad del caos de una casa en ruinas con una horda de sirvientes y de trabajadores prestos a discutir.

Se inclinó un poco más y le rozó los labios con los suyos. Sintió cómo ella se estremecía.

Su corazón, ese órgano supuestamente duro e inexistente, no debería haber sentido nada.

Sin embargo, sintió algo. Una punzada de emoción. Decidió detener el estremecimiento besándola de forma apasionada y reconfortante.

Con eso debería bastar. Ya era hora de ponerle fin al momento.

No obstante, ansiaba prolongar ese beso un poco más. ¿Cómo iba a apresurar el final cuando todo era tan perfecto? Ella, tan cálida y ligera entre sus brazos. Sus labios, tan delicados. Su olor, impregnándolo todo. Y él, embriagado por su efecto. En ese momento ella se zafó de su mano y lo abrazó por la cintura. Lo aferró con fuerza, como si estuviera a punto de caerse si se soltaba. La estrechó un poco más y la acercó a su pecho.

La vio separar los labios y suspirar. Cosa que debería haber pasado por alto también. Pero no pudo. Ella lo invitaba y no podía negarse. Tenía que explorar esa boca, saborearla, tentarla y jugar con ella como hacían los amantes. Volver a descubrirla, porque cada vez que la encontraba (ya fuera en sus brazos, a otro lado de una habitación o a través de una ventana), descubría algo nuevo.

En esa ocasión descubrió el sabor de su inocencia a la vez que el de su experiencia. Descubrió su dulzura y su alegría mezcladas con una pizca de tristeza, el último vestigio de las lágrimas que había derramado. La mezcla nunca era la misma y siempre estaba llena de contradicciones. En esa ocasión le ofreció un centenar de misterios encerrados en un beso que se tornó más y más sensual porque, a pesar de estar internándose en aguas peligrosas, no era capaz de parar.

Comenzó a acariciarla, amoldando las manos a su figura. Descubrió y redescubrió la perfección de sus curvas. La elegancia de su cuello y de sus gráciles hombros. La plenitud de sus pechos, cuya acalorada piel percibió a través de la delgada tela de su atuendo veraniego.

Él también estaba acalorado, una sensación que comenzaba a extenderse por su cuerpo con rapidez y que derretía sus pensamientos a diestro y siniestro. Que le hacía olvidar todos los misterios que ansiaba resolver, porque en ese intervalo de tiempo robado no había modo de hacerlo.

Solo quedó el deseo de un hombre por una mujer.

Con voz ronca, le dijo:

—Tenemos que detenernos.

—Lo sé —le aseguró ella.

«Dentro de un minuto, entonces.»

Deslizó los dedos por encima de la liviana tela del vestido, por encima de su abdomen y de sus caderas. Siguió hacia atrás y se demoró sobre su trasero.

—Tenemos que detenernos —le dijo.

—Lo sé —replicó ella.

«Dentro de un minuto.» Deslizó las manos hacia arriba y se detuvo en su cintura. Su mente le decía que ya era suficiente, pero esa palabra, «suficiente», carecía de significado. Jamás tendría suficiente.

Enterró la cara en el hueco de su cuello y aspiró la fragancia de su piel. Besó la suave piel de su garganta y ella inclinó la cabeza hacia atrás a modo de invitación. El sencillo gesto de rendición le aceleró el corazón, cuyos latidos se le antojaron similares al rápido y errático repiqueteo de la lluvia durante un chaparrón. Y se sintió aislado del mundo, al igual que sucedía durante una tormenta. La Razón y la Lógica se esfumaron bajo su envite. No importaban en esos momentos.

Ella estaba entre sus brazos. Lo único que importaba era el momento en sí. El mundo que compartían, donde ella lo necesitaba y él la necesitaba a su vez, y donde todo iría bien mientras se abrazaran.

—No pares todavía —dijo ella—. Todavía no. —No, todavía no.

Encontró los corchetes del corpiño y los desabrochó uno, a uno. Le bajó el vestido por los brazos y deslizó los dedos por la aterciopelada curva de sus pechos. Se inclinó para hacer lo mismo con los labios. Su cálido aroma, envolvente y femenino, lo embriagó. El mundo parecía reducirse a ese aroma, el reducido mundo que era solo de los dos.

Ella alzó las manos y enterró los dedos en su pelo para indicarle que no se moviera. Oía los desbocados latidos de su corazón, o del de ella, o ¿serían ambos?

—Sí —la oyó decir con voz ronca.

Alzó la cabeza para hablar, pero ella lo silenció con un beso, enfebrecido en esa ocasión. Sus manos lo acariciaron por doquier, poseyéndolo sin rastro de temor. Se internaron bajo su chaleco, se deslizaron por la parte posterior de su camisa y desde allí descendieron hasta posarse sobre su trasero.

Entonces, se le nubló la razón.

La atrajo hacia su cuerpo y la pegó contra él mientras introducía una rodilla entre sus piernas. Ella debería haber retrocedido en ese momento para detenerlo, para hacerlo entrar en razón.

En cambio, se frotó contra su muslo. Si le quedaba alguna esperanza de hacerse con el control de la situación, aquello la anuló del todo.

Gimió contra sus labios, la alzó en brazos y la sentó en algún sitio; en una mesa, en un escritorio (ni siquiera sabía lo que era) y se colocó entre sus muslos. Sus labios no se separaron en ningún momento, unidos en un beso infinito, mucho más sensual, ardiente y desenfrenado que antes.

Le colocó las manos en los tobillos y comenzó a ascender por sus piernas.

Ella gimió y se apartó de sus labios, poniendo fin al beso.

—Tus manos —susurró al tiempo que alargaba un brazo para tocar una de ellas—. Tus manos. Sí, tócame. —Le dejó una lluvia de besos abrasadores sobre la cara y el cuello. Cuando se apartó para mirarlo, sus ojos azules estaban entrecerrados y oscurecidos por el deseo—. Tócame —repitió mientras apartaba las manos de él para alzarse las faldas por encima de las rodillas.

Y la tocó. Sí, por supuesto. Como ella quería. Como él quería. Deslizó las manos por la elegante curva de sus pantorrillas hasta llegar a las ligas. Acarició la sedosa piel de sus muslos. Ella se estremeció y alzó los brazos para abrazarlo.

Darius se dejó hacer. Dejó que tirara de él hacia abajo para besarlo con avidez, y respondió en la misma medida. Se entregó al anhelo, a la promesa de un beso que parecía eterno. Se desentendió de todo lo demás y vivió solo para su sabor, su olor y su tacto. Se entregó a la pasión que lo consumía y a la urgencia del deseo físico.

La besó mientras se desabrochaba los pantalones.

La besó mientras apartaba la camisa y la ropa interior. Notó cómo una de sus manos descendía por la parte delantera de su cuerpo y siguió besándola para no gritar cuando lo tocara.

Porque sus caricias eran insoportables.

Sus dedos lo rozaron, indecisos. Tentarlo de esa manera era una crueldad.

—Charlotte, por favor —gimió contra su boca.

Sus dedos lo rodearon.

¡Dulce Afrodita y todos los dioses mayores y menores!

Era como... Era como...

Lo aferró con fuerza, envalentonada. Sus elegantes dedos comenzaron a moverse arriba y abajo, explorando su miembro en toda su longitud.

Tal vez habría podido detenerse de no ser por esas caricias.

Jamás lo sabría.

Charlotte siguió acariciándolo y se vio obligado a hacer lo mismo con ella. Porque debía excitarla hasta que la abrumara la misma locura que lo abrumaba a él.

Llevó una mano hasta el suave triángulo de vello situado entre sus muslos. La notó preparada y la acarició con la intención (si acaso a esas alturas su mente era capaz de tener intenciones) de darle placer solo con la mano.

Sin embargo, oyó cómo ella tomaba una brusca bocanada de aire al tiempo que comenzaba a frotarse contra su mano.

—Sí —dijo—. Te deseo, sí.

Y eso desbarató todas sus defensas. Sus palabras quebraron el frágil vínculo que lo unía a la realidad y al sentido común. El último vestigio de cordura que conservaba desapareció.

«Te deseo.»

«Sí.»

Le alzó las piernas y Charlotte le rodeó las caderas con ellas mientras le aferraba los brazos. La acarició, la abrió y la penetró.

La oyó jadear. Se detuvo con los dientes apretados para recuperar algo de control. Ella lo estrechó con fuerza.

Justo antes de moverse hacia delante. Esa fue su perdición.

La embistió con las caderas y se hundió hasta el fondo en su cálido interior, cuyos músculos se cerraban en torno a él y se contraían con el mismo ritmo que su corazón. Cada vez más rápido.

Eso era lo que deseaba. Lo que siempre había deseado.

Ella, hacerla suya.

La estrechó entre sus brazos y la acercó aún más. Era suya y no pensaba dejarla marchar. La abrazó mientras se movían al unísono, embargados por el placer que los arrastraba. La abrazó durante el frenesí final que los llevó a la cúspide. La abrazó, con fuerza, con todas sus fuerzas, cuando estuvo saciado y ella seguía palpitando en torno a él. La abrazó con fuerza cuando por fin se relajó y se desplomó contra él.

—Ha sido una locura. Además de oírla, Charlotte notó las vibraciones de esa voz ronca contra la cabeza. Seguía flotando entre los rescoldos de placer.

Seguía sentada, atolondrada por la felicidad, mientras él le besaba la sien. Después se alejó y sus manos, esas manos mágicas, comenzaron a abrocharle el corpiño.

Pero todavía seguía mareada, atolondrada, flotando...

—Charlotte —lo oyó decir.

Alzó la mirada hacia esos ojos dorados.

—¿Sí? —dijo.

—Tenemos que vestirnos.

—Sí —reconoció.

Notó que le colocaba un pañuelo en la mano.

—¡Ah! —exclamó y volvió a la realidad.

Echó un vistazo a su alrededor, se miró, lo miró a él y vio cómo se subía los pantalones y se colocaba los faldones de la camisa antes de abrocharse la bragueta. Con las mejillas encendidas, se limpió y se bajó las faldas. Recordó que ella misma las había subido y se había ofrecido como la más desvergonzada de las rameras.

—Se suponía que esto no debía pasar —dijo Darius.

—Lo sé —replicó—. Pero... —Tragó saliva—. No me arrepiento. Ha sido... ha sido... — Se devanó los sesos en busca de las palabras adecuadas, pero fue en vano—. No sabía que podía ser así.

—Yo tampoco —reconoció él.

Alzó la cabeza, temerosa de mirarlo a los ojos, pero incapaz de evitarlo.

—¿De verdad? No. Lo has dicho para que me sienta mejor, pero no hacía falta porque...

—Es diferente —la interrumpió—. Tú y yo. Es completamente diferente. Eso es lo único que sé. Quería parar antes de que llegáramos demasiado lejos. Estaba convencido de que podría hacerlo. Pero tal vez en el fondo no quería, porque de hecho ni siquiera lo he intentado. Creo que... a lo mejor... —Frunció el ceño y la parte superior de sus pómulos se ruborizó—. Me he encariñado contigo.

Ella quería felicidad, y él se la había dado. Un rato antes pensaba (por llamarlo de alguna manera) que la felicidad que ansiaba era puramente física. Quería que la besaran, que la tocaran, como a cualquier otra mujer. Sin embargo, él le había dado mucho más de lo que esperaba. Mucho más de lo que soñaba. Había sido un encuentro furtivo, sí, y tal vez apresurado, como sus escasos encuentros con Geordie Blaine, pero no había sido lo mismo. Ni por asomo.

—Yo también me he encariñado contigo —confesó—. En contra de mi voluntad.

—De otro modo, esto jamás habría pasado.

—Posiblemente no.

—Pero ha pasado —siguió él—, y ahora tengo que hablar con tu padre y decirle que queremos casarnos.

Sintió un torbellino en su interior. Una descarga de alegría seguida de una arrolladora sensación de derrota, de desesperación.

—No puedes —dijo.

—Tengo que hacerlo —replicó él.

—Tu padre —le recordó—. ¿Qué pasa con tu padre y con tu decisión de demostrarle de lo que eres capaz? No pienso dejar que arruines tus planes por mi culpa.

—Y yo no pienso arruinarte —insistió—. Tu honor es más importante que mi orgullo.

—Mi honor —repitió, incapaz de evitar un deje amargo—. ¿Qué honor?

—Eres... eras... tú eras la inocente, no yo.

—No soy inocente —replicó—. ¿No te has dado cuenta?

—¿Te refieres a la falta de himen? —puntualizó—. ¿Es eso? No estaba prestando mucha atención.

—No soy inocente—insistió.

«No me obligues a contártelo.»

—Tienes veintisiete años —adujo él—. El himen puede ser muy frágil. Y sé de buena tinta que muchas jóvenes de buena familia no siguen las normas al pie de la letra.

«Definitivamente fui una cobarde. La misma cobarde de siempre que tuvo posibilidad de elegir, que tuvo una oportunidad...»

Ella tenía la posibilidad de elegir. Tenía una oportunidad.

¿Para hacer qué? ¿Mentir? ¿Casarse con ese hombre que estaba dispuesto a sacrificar su orgullo a fin de preservar su supuesto honor? ¿Qué felicidad podía reportar un matrimonio basado en una mentira?

Se bajó del escritorio.

—Me refería a que no has sido el primero —confesó con total deliberación.

Silencio. Se obligó a enfrentarse a su mirada, preparada para ver su enfado, su repulsa. Pero él se limitó a ladear la cabeza mientras la observaba con curiosidad.

—¿Fue hace poco? —quiso saber.

—No —contestó con voz titubeante. Se percató de que estaba retorciéndose las manos. Se detuvo y se abrazó la cintura—. Fue hace mucho tiempo.

—Ah.

Otra pausa.

—¿Soy el segundo? —preguntó él.

—¿Cómo?

—Que si soy el segundo —repitió. Solo atinó a mirarlo mientras parpadeaba. ¡Por el amor de Dios! Estaba pensando. Analizando.

—Sí —contestó—. Eres el segundo.

—¿Enterraste tu corazón en la tumba de tu amante?

—No, desde luego que no —respondió.

—¿Le juraste devoción eterna o algo así?

—Por supuesto que no.

—En ese caso será mejor que nos casemos —replicó—. Las posibilidades de dejar embarazada a una mujer con tú experiencia son las mismas que las de dejar embarazada a una virgen.

Dio un paso hacia atrás, apartándose de él. Eso no. No había pensado en eso. No había pensado en eso la primera vez. En aquel entonces era una ignorante. A esas alturas, ya no lo era. Pero ¿cómo iba a pensar? Era un manojo de nervios y de sentimientos.

Él se acercó y ella se percató de que se estaba enfrentando a la situación con inteligencia. La estaba mirando con ojos de halcón.

—Dímelo —le pidió—. Dime qué es lo que te pasa. Sé que debe de ser algo horrible, porque de otro modo me lo habrías dicho sin tapujos. Siempre nos decimos lo que pensamos, ¿verdad? Hoy te he hablado de algo que jamás le había contado a nadie.

Ella también había hablado con él como jamás lo había hecho con nadie. Y no solo lo había hecho ese día concreto, sino tal vez desde el principio. Había intentado fingir con él como hacía con los demás, pero nunca lo había logrado. Con él hablaba sin tapujos. Se sentía cómoda a su lado. Más que con cualquier otro hombre.

No podía mentirle a esas alturas.

De todas formas se le llenaron los ojos de lágrimas, se le desbocó el corazón y la vergüenza la inundó como si fuera una fiebre, dejándola aterida y acalorada a la vez.

—Tuve un bebé—confesó.

Jamás en la vida le había costado tanto parecer tranquilo. Ni siquiera con su padre había sentido que el corazón le latía como si estuviera a punto de salírsele del pecho.

Estaba avergonzado por su falta de control. Avergonzado por haber arruinado el porvenir de Charlotte. Pero la deseaba.

La deseaba tanto como para soportar la idea de enfrentarse a lord Lithby.

«He arruinado a su preciosa hija.»

«Ahora tiene que casarse conmigo.»

Sin embargo, lo haría. Soportaría la ira de lord Lithby la decepción y la pérdida de la estima que le profesaba.

Soportaría el desprecio de su propio padre.

Lo que no podía soportar era hacerle daño a ella, hacer algo que la llevara a arrepentirse de lo sucedido... durante el resto de su vida.

Esas tres palabras que acababa de escuchar pusieron su mundo patas arriba.

«Tuve un bebé.»

Se limitó a abrazarla y a estrecharla con fuerza.

Por fin lo entendía. Todo, al parecer. Con esas tres palabras por fin había armado el rompecabezas.

Era un peso abrumador para cualquier mujer, y ella lo había soportado sola casi siempre. Porque debió de tener ayuda, por supuesto, a la hora de mantenerlo todo en secreto. Y lo habían ocultado bien. No había oído ni el menor rumor, y eso era raro en las poblaciones pequeñas, donde todo el mundo conocía los asuntos de los demás y donde los secretos de la casa solariega eran la comidilla del pueblo.

Sin embargo, era su secreto, su sufrimiento, y una carga muy pesada para ella.

Recordó el boceto de la madre y el hijo, y el dolor que había percibido.

—Lo siento —le dijo—. Lo siento.

Charlotte estaba llorando en silencio, aunque su cuerpo se estremecía con cada sollozo.

—Lo siento —repitió—. Lo siento.

La abrazó mientras lloraba y siguió abrazándola hasta que se calmó, poco a poco.

—No soy buena —dijo entre hipidos, con la voz amortiguada por su chaqueta—. No tengo honor. Soy una hipócrita y una cobarde. Entregué a mi bebé nada más nacer. Jamás me lo perdonaré.

—Has dicho que sucedió hace mucho tiempo —adujo—. Eso quiere decir que eras muy joven.

—Tenía dieciséis cuando lo conocí —confesó. Se apartó de él y rebuscó en sus bolsillos en busca de un pañuelo, lleno de encajes y con poca tela que pudiera servirle. Se limpió los ojos y la nariz—. Geordie Blaine. Era un oficial. Estaba tan guapo con el uniforme... Era tan amable, tan comprensivo... o eso me pareció a mí. Pero solo fui una más de sus conquistas. Cuando consiguió lo que quería, me dejó y siguió con su estilo de vida hasta que este acabó con él. Entretanto, yo estaba encinta y ni siquiera lo sabía. Así de ignorante era. Yo, que había crecido en el campo. Me llevaron a Yorkshire con la excusa de que me encontraba enferma y necesitaba un cambio de aires. Estuve a punto de morir durante el parto, según me dijeron. No recuerdo mucho, salvo que deseaba morirme. Después pasé mucho tiempo enferma.

Enferma por la culpa y el dolor, no le cabía duda. Porque ambas emociones habrían agravado cualquier malestar físico o dolencia. En su caso, esa enfermedad que la gente llamaba «debilitante» era la melancolía.

Le apartó un sedoso mechón de pelo de la mejilla.

—Tenemos que hablar más sobre esto —le dijo Darius—. Largo y tendido. Pero ahora no es el momento. Llevamos más tiempo a solas de lo que es conveniente, y con la puerta cerrada además. Suficiente para que los obreros y los criados murmuren. Solo voy a decirte una cosa: no podemos cambiar el pasado. Solo podemos encargarnos del presente. Y lo mejor que podemos hacer en el presente es casarnos.

—No puedo —replicó ella—. No voy a permitir que tires por la borda todo lo que te importa solo porque hayamos metido la pata en una sola ocasión.

—Tú me importas —confesó.

—Pero soy una heredera —le recordó—. Tengo muchísimo dinero. Y tú mismo me has dicho...

—Eso era antes.

—Pero quiero que hagas lo que tenías pensado hacer —insistió—. Quiero que restaures Beechwood. Me emocionó muchísimo saber el gran desafío que habías aceptado. Me sentí tan... orgullosa. No puedes casarte conmigo. No hasta que hayas logrado lo que te has propuesto.

—Eso es absurdo —protestó—. ¿Y si resulta que estás embarazada?

—Lo sabremos dentro de quince días —contestó—. Si lo estoy... —Guardó silencio y se tensó.

Él también lo oyó. Voces que se acercaban. Voces familiares. Lady Lithby. El ama de llaves.

Corrió hacia la puerta y la abrió, tras lo cual dijo en voz alta a fin de que lo oyeran en el otro extremo del pasillo:

—Puestos a pensarlo, lady Charlotte, creo que me quedaré con el escritorio. Le he cogido cariño.

Necesitaba otra oportunidad para hablar con Charlotte, pero no encontró ninguna en lo que restaba de día. Con la señora Endicott instalada como ama de llaves, lady Lithby siempre se marchaba antes del mediodía. Además, tenían una fiesta campestre que organizar y, aunque la marquesa insistía en restarle importancia, él sabía que se trataba de un acontecimiento especial. Lady Lithby tenía que estar más pendiente de lo acostumbrado. Tanto ella como su marido esperaban de corazón que la fiesta resolviera el futuro de Charlotte.

Asistiría la flor y nata de los solteros de Gran Bretaña. Hasta ese mismo día no le había dado mucha importancia al tema. Al fin y al cabo, podía decirse que había tenido a Charlotte para él solo. El único rival del que era consciente era Morrell, y puesto que ella parecía ajena, además de inmune, a sus atenciones, apenas si había pensado en el coronel. El matrimonio era, en cualquier caso, lo último que Darius tenía en mente.

Pero eso era antes.

En esos momentos existía la posibilidad de que Charlotte estuviera embarazada de su hijo. Si la había dejado encinta, tendría que casarse con él, quisiera o no.

Si no la había dejado embarazada... también tendría que casarse con él.

Era un hombre inteligente. No necesitaba días, semanas ni meses para comprender lo obvio: Charlotte era diferente y albergaba sentimientos por ella. Sentimientos poderosos.

El desafío era conseguir que se casara con él y asegurarse de que lo hacía encantada. El desafío era demostrarle que casarse con él no sería un error. Debía darle tiempo... y aprovechar dicho tiempo para prepararlo todo. Cuando el carruaje de las damas llegó, había analizado el problema y había trazado un plan de acción.

Las acompañó al carruaje y estaba a punto de cerrar la portezuela cuando dijo:

—He pensado en ir a hacerle una visita a lord Lithby.

Los ojos de Charlotte se abrieron de par en par.

—Cabras —siguió—. Estoy pensando en comprar cabras y quería pedirle consejo.

—En ese caso, venga a cenar con nosotros esta noche —lo invitó lady Lithby—. Estará encantado de hablar de cabras en lugar de escucharnos debatir sobre la distribución de los invitados en la mesa y el reparto de dormitorios. El señor y la señora Badgely también cenarán con nosotros. Le estará haciendo usted un favor.

Lithby Hall esa noche

Darius no tardó en comprender que las palabras de lady Lithby no podían haber sido más ciertas. La cena fue realmente un suplicio y hasta la afable sonrisa del marqués parecía un poco forzada esa noche. El señor Badgely no paró de hablar acerca de uno de los invitados a la fiesta campestre (un oficial de la Armada que casualmente había servido en el ejército junto a su sobrino), y su esposa fue incluso más pesada con sus interminables consejos sobre el modo correcto de organizar una fiesta campestre.

Ese motivo, sin duda alguna, fue lo que llevó a lord Lithby a retrasar el momento de reunirse con las damas, algo contrario a su costumbre. Los caballeros se demoraron con el oporto. Por regla general, esa era la parte preferida de Darius en todas las cenas. La conversación masculina, aunque alguno de los invitados estuviera achispado, solía resultar más estimulante que la charla femenina. Esa noche, sin embargo, estaba impaciente por reunirse con las damas en el salón, lo que quizá lo llevó a no prestar toda la atención que debía a las observaciones de lord Lithby sobre las cabras.

No obstante, una vez que estuvo en el salón, la oportunidad se le presentó con más rapidez y facilidad de lo que esperaba.

—Escuchemos un poco de música, Charlotte, si eres tan amable —dijo lady Lithby—. Estoy segura de que los caballeros ya están más que hartos de oír hablar sobre decoraciones, arreglos florales y meteduras de pata que podrían ofender a Fulanito o a Menganito.

—Ahora mismo, madre —accedió Charlotte—. Señor Carsington, ¿sería tan amable de ayudarme a elegir una partitura apropiada para relajar el estado nervioso de los caballeros?

—Encantado —contestó, y se acercó con ella al piano.

—Os habéis demorado muchísimo en el comedor —susurró ella mientras comenzaba a hojear partituras—. No me digas que el señor Badgely se quedó dormido encima del oporto y has hablado con mi padre de lo nuestro.

—Debes de estar sobreexcitada porque de otro modo jamás habrías imaginado algo así — replicó—. He estado pensando sobre lo que me dijiste. Tus temores son muy razonables y he llegado a la conclusión de que sería mejor que la fiesta de emparejamiento siga su curso. La vio abrir los ojos como platos.

—¿De veras? ¿Sería mejor?

—Por dos razones —señaló—. La primera, porque para el final de la fiesta ya sabrás si estás o no estás... —Echó un vistazo alrededor, pero los demás parecían enfrascados en sus conversaciones—. Embarazada. La segunda, y en el caso de que no lo estés y de que yo fracase en mis intentos por hacerte ver que soy quien más te conviene, porque ese será el plazo para reconocer mi derrota.

Lo miró como si no estuviera segura de lo que hacer con él.

—Ya veo que lo tienes todo atado y bien atado.

—No podemos dejarnos llevar por las emociones —adujo—. Uno de los dos debe mantener la cabeza fría.

—¿Y la música? —Preguntó la señora Badgely a voz en grito—. ¿Tan difícil es elegir?

—Estoy de acuerdo, señor Carsington —dijo Charlotte en voz alta—. Beethoven es demasiado... pasional para una sobremesa tan íntima. De todas formas, su música también es demasiado para mi talento. Por cierto, tendremos unos músicos maravillosos para la fiesta. Vendrán desde Londres.

—Yo no les quitaría el ojo de encima, lord Lithby —terció la señora Badgely—. Habrá muchas jovencitas impresionables en la casa.

—También he tenido en cuenta los sentimientos de tu padre —prosiguió Darius mientras la esposa del vicario se lanzaba a un sermón sobre los músicos profesionales y su propensión a llevar a las jovencitas inocentes por el mal camino—. Le encantará creer que su plan funciona. Además, de esta forma y si acabamos comprometiéndonos, no parecerá apresurado. Y la fiesta campestre será la oportunidad perfecta para cortejarte como Dios manda.

—¿No te parece que eso sería absurdo a estas alturas? —preguntó ella.

—Al contrario, me parece de vital importancia —repuso—. Lo he hecho todo al revés. Primero la seducción en lugar del cortejo. Pero no sabía que... En fin...

—Handel nunca falla —afirmó la señora Badgely casi a gritos.

—Odio a Handel —murmuró Charlotte.

—Odio a Handel —murmuró Darius al mismo tiempo.

Se miraron a los ojos con los labios apretados para contener las carcajadas.

—Gracias, señora Badgely —dijo ella—. Una sugerencia excelente. —Bajó la voz y susurró para que solo la oyera él—: Le gusta cualquier cosa que se parezca a la música religiosa. Porque así se echa a dormir como hace en la iglesia. En cuanto acaba la partitura, vuelve a hablar otra vez.

Charlotte tocó una pieza de Handel y la señora Badgely hizo gala de su comportamiento habitual.

Cuando acabó, la esposa del rector volvió a monopolizar la conversación con su voz estridente.

—Tienes razón —susurró Charlotte mientras fingía buscar otra partitura—. Uno de nosotros debe mantener la cabeza fría y yo no puedo hacerlo. Soy demasiado... emocional. Gracias. Has sido muy amable.

Ni la mitad de amable de lo que debería ser. Tenía mil cosas más que decirle; Pero no podía hablar en ese momento, entre interrupciones y a la vista de todos. Tendría que ser en otra oportunidad.

Domingo, 7de julio — No puedo creerme que estés haciendo esto —dijo Charlotte. —Ni yo tampoco —reconoció Darius—. No recuerdo la última vez que pisé una iglesia. Nunca he comprendido la lógica de la religión.

—Sin embargo, has venido —repuso ella.

—Tenemos que hablar en privado. Esta ha sido la primera oportunidad que se ha presentado.

Lizzie y ella no habían ido a Beechwood el día anterior porque su madrastra reservaba el sábado para repasar los libros de cuentas con el ama de llaves, aprobar el menú para la semana entrante y despachar la correspondencia.

No esperaba ver a Darius hasta el lunes. Había pasado dos noches en vela, debatiendo si habría hecho lo correcto al no aceptar su proposición directamente. Sin embargo, mientras caminaba a su lado y lo veía tan tranquilo y confiado, supo que no se había equivocado.

El viernes por la noche acabo durmiéndose rendida por las lágrimas al recordar su ternura, el consuelo y el alivio que había sentido después de confesarle la verdad y ver que él se limitaba a abrazarla.

No podía devolverle el favor echando por tierra su orgullo y su reputación.

Si se casaban de forma apresurada, la gente hablaría. A Darius no le importaría, pero a ella sí, por él. Porque no soportaría que lo tildaran de caza fortunas. No soportaría que lord Hargate creyera que había tomado el camino fácil. Sin embargo, en esos momentos parecía dispuesto a dar pábulo a los rumores.

Puesto que la iglesia estaba cerca de Lithby Hall, lord y lady Lithby preferían ir caminando, siempre que el tiempo lo permitiera. En ese momento regresaban a casa a bastante distancia de Charlotte y Darius, aunque sin perderlos de vista.

—Supongo que serás consciente de que le estás dando ideas a mi padre —dijo—. Supongo que serás consciente de que esto será la comidilla de todo el pueblo. Caminar hasta casa con una dama después de salir de misa equivale a una declaración.

—Lo sé —afirmó él—. Aunque no he frecuentado mucho los círculos aristocráticos, sé cuál es la forma tradicional de proceder durante el cortejo. He oído miles de veces lo que se estilaba en la época de mi abuela, cómo procedieron mis padres y algunos de mis familiares. Estoy al tanto de todos los cotilleos.

—En ese caso ¿por qué no has esperado otra oportunidad menos pública? —quiso saber.

—Porque te estoy cortejando —respondió Darius—. No me parece lógico llevarlo en secreto. Pero no he venido por eso. Ayer me dijiste que nunca podrías perdonarte. Dijiste cosas muy duras de tu comportamiento. Es una carga muy pesada y está claro que yo no puedo experimentar lo que tú sientes. No soy una mujer. Nunca he dado a luz a un bebé. Sin embargo y precisamente porque no lo soy, tengo algo... o espero tener algo que ofrecer de lo que una mujer carece. Otro punto de vista, por decirlo de algún modo. No sé exactamente lo que hay que hacer, pero estoy dispuesto a ayudarte de todas las formas posibles a encontrar la paz. —Apartó la vista de ella y la clavó en la pareja que caminaba delante de ellos. Lizzie miró hacia atrás y sonrió—. Tengo intención de cortejarte, sí —prosiguió—. Pero estoy decidido a encontrar el modo de aliviar tu corazón en el proceso.

Charlotte tardó un instante en hablar porque el corazón al que se había referido estaba a punto de desbordarse.

—Tu bondad es sorprendente —consiguió decir ella con una sonrisa—. Creo que habría sido mejor darte el sí directamente. Nunca he tenido problemas para resistir los encantos de un hombre, al menos desde aquella primera ocasión, pero la bondad que demuestras me supera.

—No. Quiero un sí con convicción —puntualizó—. Sin dudas. Estoy decidido a hacerte comprender que tu vida será un desierto... inhóspito sin mí. Ese comentario le arrancó una carcajada. ¿Cómo no iba a reírse?

No se dio cuenta de que su padre miraba hacia atrás antes de mirar a su esposa, con la que intercambió una sonrisa cómplice.

Tampoco vio las miradas cómplices de los vecinos del pueblo, ni se percató de que comenzaban a hablar. Sabía que darían pie a los rumores y tenía una leve idea de lo que podrían decir a sus espaldas.

Sin embargo, Charlotte ignoraba por completo el peligro.

Solo veía a ese hombre alto y poderoso que caminaba a su lado, y solo prestaba atención a la alegría que la inundaba.

Domingo por la noche

—¿Que ha hecho qué? —preguntó el coronel Morrell, cuyos dedos se tensaron en torno al vaso de whisky que sostenían.

—Acompañar a lady Charlotte después de misa —contestó Kenning.

El coronel Morrell arrojó el vaso a la chimenea, haciéndolo añicos.

Kenning ni siquiera parpadeó.

—Tráeme otro —le ordenó su señor en voz baja.

El criado obedeció.

—Cuando me lo dijeron, yo tampoco podía dar crédito, señor —confesó—. Está en boca de todo el mundo. Se están haciendo apuestas. La gente dice que las amonestaciones comenzarán a correr el próximo domingo y que la fiesta campestre culminará con la boda si acaso no comienza con ella.

Todo ese tiempo, casi un año, observándola, estudiándola, planeando... planeando cuidadosamente cómo ganarse su confianza.

Todo ese tiempo soportando el sarcasmo, las críticas y el acoso de su tío. «¿Por qué estás tardando tanto? Sigue mareando la perdiz y llegará alguien más temerario y más listo que tú que te dejará con un palmo de narices. Será mejor que encuentres a una muchacha más fácil de complacer; con esta no tienes nada que hacer.»

Lo sucedido ese día equivalía al anuncio de que iba a casarse con el hijo más inútil de lord Hargate, con ese donjuán.

Pero ella no tenía la culpa. Por desgracia, esas cosas sucedían todo el tiempo. Había desoído la voz de la razón, simple y llanamente.

Y no era la primera vez que lo hacía.

Pero lady Charlotte no tenía la culpa. Era una mujer. Hasta ella, por más extraordinaria que fuera, adolecía de las debilidades de cualquier mujer.

No estaba enfadado con ella.

Lady Charlotte corría peligro. Un grave peligro.

Y el coronel Morrell tendría que salvarla de sí misma.