Capítulo 3

«Un error —pensó Darius—. Un error tonto, tonto.»

Era increíble que lo hubiera cometido.

Regla: Las vírgenes están prohibidas. Su hermano mayor, Benedict, se había encargado de enseñársela a guantazos a los quince años. Después de dejar atrás los años en los que el método del guantazo era necesario, la Lógica se encargó de confirmar dicha regla. Las vírgenes, decía la Lógica, suponían una pérdida de tiempo. Mucho trabajo para el poco beneficio que reportaban. Cuando la virgen en cuestión era hija de un caballero, el precio por disfrutar de tan ínfimo placer era el matrimonio.

«Olvídate —le decía la Lógica en esos momentos—. Olvídate de ella ahora mismo.» Darius siempre seguía los consejos de la Lógica sin rechistar.

En esa ocasión, no obstante, titubeó por tres motivos:

Primero: Esa mujer era un enigma.

Segundo: Para un hombre saludable era muy difícil dar la espalda a un espléndido espécimen del sexo opuesto. Y esa mujer era uno de los especímenes más espléndidos que había visto en la vida. Tercero: El vestido. El blanco virginal en su persona era cualquier cosa menos virginal. No veía a Diana, sino a Venus. No veía a la cazadora virgen, sino a la diosa del amor.

La idea le hizo recordar el cuadro que Benedict le obligó a ver en Florencia años atrás. Fue la única obra de arte que mereció la pena contemplar durante aquel larguísimo y aburrido gran tour, donde hubo demasiadas iglesias y pocas mujeres. Era el famoso cuadro de Botticelli, el de Venus saliendo de las aguas desnuda en una concha gigantesca.

Como era natural, se imaginó a lady Charlotte desnuda, al igual que a esa Venus a la que tanto se parecía. Cualquier hombre haría lo mismo, hubiera visto el cuadro o no.

Imaginársela era razonable. Comérsela con los ojos, una locura. Incluso él sabía que no se les echaban miradas lascivas a las damas solteras en esas circunstancias: en público y en casa de su padre, ¡ni más ni menos! Era el mejor modo para acabar, o bien arrodillado en el altar mientras el sacerdote celebraba una misa de esponsales, o a punto de recibir el azote de un látigo o en el campo del honor, empuñando una pistola a veinte pasos del oponente.

Las luchas a muerte por las hembras eran el pan de cada día entre las aves y demás animales. Entre los seres racionales, sin embargo, semejante comportamiento era absurdo. Sobre todo cuando lo último que le apetecía a ese ser racional en concreto era ofender al padre de la hembra en cuestión.

De modo que apartó rápidamente la mirada del rubor tan delicioso y virginal que acababa de cubrir su piel sedosa.

Demasiado tarde. La muerte, sin disfraces, lo contemplaba a través de esos gélidos ojos azules.

También lo había mirado así poco antes, cuando comenzó a tomarle el pelo sobre su anterior encuentro. En aquel momento había pensado: «Está a punto de estrangularme». Y le apeteció muchísimo que lo intentara. Habría sido muy entretenido.

Sin embargo, no intentó estrangularlo entonces y no iba a hacerlo en esos momentos. Para su sorpresa, la vio esbozar una sonrisa afable.

Acto seguido, la dama se inclinó hacia delante, ofreciéndole una maravillosa vista de sus turgentes senos que, ayudados por el estrecho corpiño del vestido y por el corsé que llevaba debajo, quedaban mucho más a la vista de lo que era decente para una virgen.

Todos sus instintos de protección se pusieron en alerta, acompañados por los instintos de reproducción...

—Señor Carsington —dijo con voz ronca.

«¡Es una trampa! ¡Es una trampa! —Gritó la Lógica— ¡Huye!»

—Lady Charlotte —replicó con recelo.

—No es necesario que guardemos tanto las formas —prosiguió ella—. Mis padres están ocupados con los demás invitados.

Sabía que él también debería haberse puesto a charlar con el resto de los invitados después de las presentaciones de rigor. Hizo ademán de darse la vuelta para ponerse manos a la obra, pero ella lo detuvo rozándole el brazo. Se le aceleró el pulso.

Bajó la vista hasta la mano enguantada que apenas lo estaba tocando y después la alzó hasta clavarla en su hermoso rostro.

Todavía lucía la sonrisa afable. — Sé qué querrá conocer a sus vecinos —dijo—. Me encantará asumir el papel de anfitriona y presentárselos. Suelo hacerlo a menudo. En realidad, somos bastante informales y mi padre parece estar absorto conversando con el rector.

Mientras hablaba, lo apartó de sus padres y lo acompañó hacia un reducido grupo que charlaba en el otro extremo del salón.

No obstante, cambió de dirección en el último momento; y lo llevó hasta una voluptuosa pelirroja que ojeaba las partituras apiladas sobre el piano. Su nombre, según descubrió, era Henrietta Steepleton. Una viuda joven de voz jadeante; efecto, sin duda, de su afán por hablar por los codos sin detenerse siquiera a respirar.

Tan pronto como la señora Steepleton comenzó a hablar, lady Charlotte los dejó a solas.

Justo antes de que se diera la vuelta, se percató de que la insulsa y afable sonrisa que la había acompañado hasta ese momento se transformaba en una expresión de puro regodeo.

Salón de Lithby Hall tres horas y media después

—Habría sido mucho más misericordioso estrangularme —murmuró el señor Carsington.

Charlotte se detuvo en seco, haciendo que parte del té de la taza que llevaba en la mano se derramara sobre el platillo. Tomó una bocanada de aire para serenarse y ordenó a sus manos que dejasen de temblar.

No lo había oído acercarse por detrás. Y tampoco podía decirse que lo estuviera oyendo en ese momento, más bien sentía la vibración de su voz por toda la espalda. Se le erizó el vello de la nuca, como si acabara de tocarla.

—Eso sería una grosería —replicó. Y siguió caminando.

La esposa del rector, la señora Badgely, estaba sentada en el otro extremo del salón, cerca del fuego que habían encendido solo para ella, aunque hacía una cálida noche de junio. La señora Badgely sufría de una terrible artritis. Y se habría merecido esa muestra de consideración aunque no fuera prima de su padre.

Siempre había que mostrar consideración para con los invitados.

Salvo por ese hombre. Al fin y al cabo, hasta la hija más obediente del mundo tenía un límite.

—Estrangular a alguien es una grosería —repitió él—. Un punto de vista interesante el suyo. Supongo que no puedo acusarla de haber cometido una grosería por haberme dejado con una dama cuya incesante cháchara ha hecho que se me caigan las orejas.

Charlotte miró de soslayo ese apuesto perfil.

—No hace falta que se preocupe por eso, se lo aseguro. Siguen firmemente unidas a su cabeza. —Ojalá tuviera orejas de soplillo. Ojalá tuviera un defecto físico evidente. La Providencia era injusta en ese sentido. Lo que debería hacer era dejar una marca indeleble en los hombres infames. Preferiblemente una A en la frente de color escarlata.

Pero no, ese hombre no tenía defecto alguno. Había buscado en vano un defecto físico en su persona. A decir verdad, se alegraría muchísimo si pudiera dejar de mirarlo... y si pudiera recobrar el aliento.

—En ese caso, han sobrevivido a pesar de los esfuerzos de la señora Steepleton —repuso él—. Comenzó a hablar en cuanto usted nos presentó y siguió hasta que se anunció que la cena estaba lista. Momento en el que descubrí que estaba sentada a mi lado, aunque no sé por qué me sorprendió ese detalle.

Charlotte había intentado con todas sus fuerzas no mirar hacia ese lado de la mesa en concreto, pero había sido muy difícil porque lo tenía justo enfrente. Sus ojos se habían encontrado en un momento dado, un momento que él aprovechó para lanzarle una mirada de reproche, seguida de una de sufrimiento que disimuló rápidamente cuando la señora Steepleton reclamó su atención. Ella estuvo a punto de echarse a reír. De hecho, le resultó más difícil de la cuenta mantener una expresión plácida y educada. Le costó un gran esfuerzo seguir la conversación que mantenían los invitados sentados a su lado.

—Ha estado hablando durante toda la cena —prosiguió el señor Carsington—. No ha parado hasta que lady Lithby se ha levantado y ha indicado a las damas que la acompañaran.

—Piense en todo el trabajo que le ha ahorrado —señaló—. No se ha visto obligado a pensar en comentarios ingeniosos. Solo ha tenido que fingir que le prestaba atención.

—No tengo que pensar mucho para que mis comentarios sean ingeniosos, lady Charlotte —protestó—. Por regla general suelo decir lo primero que se me viene a la mente. En mi opinión, eso facilita mucho la vida.

—Tal vez en su caso —apostilló ella—. Es un hombre.

—Qué observadora es usted—replicó él.

—Los hombres suelen apreciar la sinceridad entre los de su propio género —adujo Charlotte—. Pero, según mi experiencia, no es un rasgo que les guste encontrar en las mujeres.

—Tal vez eso sea cierto en hombres estrechos de miras.

Sus palabras le arrancaron una sonrisa. Si le gustaba la sinceridad en las mujeres, sabía cuál era la horma de su zapato.

En ese momento llegaron junto a la chimenea, donde estaba sentada la esposa del rector, y Charlotte miró con la más dulce de sus sonrisas a la cascarrabias más insoportable de la vecindad.

—¡Lady Charlotte, aquí está! —exclamó la mujer. Era alta, corpulenta y con una voz estentórea como correspondía a su tamaño—. Menos mal que solo se ha distraído un momento y no se ha olvidado de mí por completo, como temía. —Observó al señor Carsington—. Aunque debo admitir que la distracción no es pequeña, no...

Charlotte le ofreció el té.

—El señor Carsington ha tenido la amabilidad de acompañarme —dijo—. Me ha sido muy fácil comprender sus motivos para querer conocerla. Es un hombre muy observador y se ha percatado de la incomodidad que sufre. Como es natural, desea ayudarla con sus amplios conocimientos. Pero antes necesitará un poco de información. Sé qué querrá que le describa usted todos sus síntomas.

Miró al señor Carsington con una deslumbrante sonrisa.

Lo vio parpadear una vez y después sus ojos ambarinos se entrecerraron.

—¿También es un experto en artritis, señor Carsington? —Preguntó la señora Badgely—. ¿En humanos?

—Estoy familiarizado con la enfermedad —contestó, trasladando su atención a la mujer que ocupaba gran parte del sofá.

Ella se había fijado durante la cena que ese hombre, cuando le prestaba atención a alguien, lo hacía por completo. Tal como le había dicho, las cenas en Lithby Hall eran acontecimientos informales. Los invitados sentados en lados opuestos solían hablar (o más bien gritar) mientras comían, y en ocasiones incluso sus padres, sentados en los extremos, se animaban a charlar entre ellos. Mientras lo observaba durante la cena le resultó fácil saber cuándo le estaba prestando atención a alguien, porque su actitud lo delataba. En dichos momentos tenía ojos y oídos solo para la persona con la que estuviera hablando, y todo lo demás quedaba olvidado. Le recordó a un halcón en pleno vuelo, observando su presa.

En ese momento estaba pendiente de la señora Badgely, que ya había comenzado a enumerar al detalle sus numerosos síntomas y los diferentes tratamientos que había probado.

Hizo ademán de dejarlos a solas.

—¿No le interesa el tema, lady Charlotte? —lo oyó preguntar.

—La pobre niña lo ha escuchado cientos de veces, pero es demasiado educada para decirlo —dijo la esposa del rector.

Aunque la mujer acababa de disculparla, titubeó. Y no porque no quisiera parecer indiferente a las dolencias de la pobre señora Badgely, sino más bien porque una parte malévola de sí misma ansiaba quedarse para verlo sufrir con la artritis y con el interrogatorio al que estaba a punto de ser sometido.

—¿Ha probado usted el aceite de ricino, señora Badgely? —preguntó el señor Carsington.

¿Aceite de ricino? ¿Era una broma? Intentó descifrar la expresión de su rostro, pero fue en vano.

—El problema está en mis articulaciones, joven, no en mis intestinos —le recordó la mujer—. Mis intestinos están perfectamente. Y no tengo la menor intención de molestarlos con purgas. Eso son paparruchas de curanderos, se lo digo yo.

—Debería haberme explicado mejor —dijo él—. ¿Ha probado a untarse aceite de ricino en las articulaciones afectadas? No hace mucho tiempo leí un artículo de un médico en el que detallaba sus experimentos con dicho remedio. Se lo recomendé a mi abuela y, aunque me odia, reconoció que la había ayudado mucho.

—¿Su abuela lo odia? —preguntó Charlotte.

Lo dijo sin pensar, motivada por la sorpresa y por la curiosidad. Cuando la mirada de halcón se posó sobre ella, deseó haberse mordido la lengua. Deseó, de hecho, haberse marchado nada más dejarlo a los tiernos cuidados de la arpía del vecindario.

—Sí —contestó él.

—Tonterías —terció la señora Badgely—. Es cierto que los padres pueden llegar a odiar a su prole de vez en cuando, pero los abuelos adoran a sus nietos. Hablo por experiencia.

—A mí me odia —insistió él sin dejar de mirarla—. Me mandó llamar a su casa hace quince días para decírmelo en persona.

—Si eso es cierto —replicó Charlotte—, es raro que se jacte usted de ello.

—No me estaba jactando —la corrigió—. Me limitaba a hacerle entender a la señora Badgely que el remedio ha demostrado ser efectivo incluso en el caso de una escéptica con prejuicios contra mi persona. ¿Le apetece saber por qué me odia la abuela Hargate?

Sí, le apetecía muchísimo.

Pero estaba segura de que él no querría decírselo. Lo que quería era que lo adivinara. Después de ocho temporadas sociales sabía reconocer un indicio de coqueteo al primer momento.

Después de ocho temporadas sociales su corazón no debería latir tan rápido ni debería sentir esa emoción.

—Jamás se me pasaría por la cabeza que quisiera hablar de un asunto tan personal y doloroso con una extraña— respondió.

Y se marchó.

Darius la observó mientras se alejaba. Unos cuantos mechones rubios se habían soltado del recogido y acariciaban la elegante curva de su cuello. Recordó la manchita de barro que estuvo tentado de limpiar durante su primer encuentro. Ni siquiera esa noche, rodeados por una multitud de personas, le había resultado fácil mantener los labios apartados de ese cuello.

Recordó el tibio tacto de sus pechos contra la mano.

Sintió un hormigueo en los dedos.

Debería haber mantenido las distancias. No estaba acostumbrado a luchar contra la tentación, ese era el problema. Siempre había evitado las situaciones donde se veía obligado a luchar contra la tentación. No debería estar luchando contra ella, maldita fuera esa mujer. Qué irritante era. ¿Por qué no podía estar infelizmente casada a esas alturas?

—Yo se lo diré —dijo la señora Badgely. Contuvo un juramento y se volvió para mirar a la dama No podía cometer el error de ofender a ninguno de sus vecinos. Las esposas de los rectores ostentaban un poder considerable y esa en concreto, tal como percibía, era la directora de orquesta. Y para colmo era prima de lord Lithby.

—¿Cómo dice? —preguntó.

—Aunque sé que es imposible que su abuela lo odie, es fácil imaginar por qué le dijo esas cosas tan desagradables —afirmó—. Si fuera usted mi nieto, me sentiría muy decepcionada por la falta de atención que les presta a sus obligaciones morales, con aceite de ricino o sin aceite de ricino. Yo no soy quién para decirle que es su obligación como terrateniente procurar el bienestar de sus arrendatarios.

—En este momento no soy precisamente el terrateniente —señaló—. Mi padre es legalmente...

—Le ruego que no me venga con esos galimatías legales —lo interrumpió—. Beechwood es responsabilidad suya.

—Y tengo la intención de ponerlo todo en orden lo antes posible —afirmó.

—¿Y la mansión? —preguntó la dama—. He oído que está hospedado en El Unicornio, en Altrincham, y que solo tiene un pequeño grupo de sirvientes en Beechwood House. Sirvientes londinenses, para más inri. ¿Por qué ha traído criados londinenses a una casa solariega cuando las familias que han trabajado en ella durante generaciones necesitan volver a trabajar? ¿Tiene usted la menor idea del gran número de jóvenes que se han visto obligados a abandonar sus hogares y a sus familias para ganarse la vida? Todo por culpa del despropósito de la Cancillería.

Y así siguió enumerando las obligaciones que el señor Carsington tenía para con Beechwood y sus gentes. Le contó lo que otros habían hecho, sus intentos por preservar la propiedad y al mismo tiempo buscar trabajo a aquellos que de repente se habían visto desahuciados.

Darius intentó explicarle los tremendos costes económicos del asunto. La tierra sustentaba la mansión, por tanto la tierra debía ser la máxima prioridad. Pero la Lógica bien podía haber vivido en la luna en lo que a esa mujer se refería.

Miró de reojo a lady Charlotte, que estaba con su madre y con el coronel Morrell. El oficial era un hombre alto, moreno y bien parecido que tendría la misma edad que Alistair, el tercer hijo de lord Hargate. Gracias a la señora Steepleton sabía que Morrell tenía una propiedad al sur de la de lord Lithby.

Aunque la familia del coronel, al igual que la del marqués, había vivido en la zona durante generaciones, él había pasado la mayor parte de su vida en el extranjero. Apenas hacía un año que se había asentado en el lugar y probablemente no tardaría mucho en volver a marcharse, ya que estaba esperando heredar un título de conde que en esos momentos ostentaba un anciano tío residente en Lancashire.

Saltaba a la vista que tenía toda la intención de convertir, a lady Charlotte en su condesa. Aunque en realidad sus intenciones no resultaban tan obvias, a los ojos de Darius no era muy sutil. Al fin y al cabo, los rituales de apareamiento eran su pasatiempo favorito.

Morrell deseaba a lady Charlotte.

Si lady Charlotte era consciente de ello, no mostraba señal alguna.¿Era ese su comportamiento habitual? ¿Le bastaba con fingir indiferencia? Imposible. Los machos se lanzaban alegremente a perseguir a las hembras aunque estas no los estimularan y, en ocasiones, a pesar de las claras muestras de hostilidad con las que eran recibidas sus atenciones.

Lady Charlotte no parecía hostil. Su rostro lucía una expresión plácida y candorosa que él sabía muy bien que era falsa. Esa mujer era cualquier cosa menos plácida, y definitivamente no era ni tan candorosa ni tan inocente como aparentaba. Desde luego que no era ni tan amable ni tan considerada como todos afirmaban. ¿Acaso no lo había abandonado, y por segunda vez en cuestión de poquísimas horas, para que sufriera a las manos de una dama que sabía perfectamente que lo volvería loco?

—Ya sabe usted lo que pasa cuando una propiedad queda en manos de la Cancillería — refunfuñó la señora Badgely—. Nadie puede hacer nada, ni siquiera por caridad, por temor a verse arrastrado en el litigio. Hasta lord Lithby tenía las manos atadas. No podía «entrometerse», eso fue lo que le dijeron, ¡aunque los gastos corrieran por su cuenta! Esto es una deshonra, señor mío. ¿Va a demostrar usted su falta de corazón perpetuando el agravio?

La expresión «falta de corazón» estuvo a punto de hacerle rechinar los dientes. Ya era lo bastante absurda de labios de su padre, y encima era una de las favoritas de la abuela Hargate. Hipócritas. Decían lo que les parecía sin tener en cuenta los sentimientos de los demás.

—No pienso perpetuar ningún agravio —contestó—. Sin embargo, su bienintencionado afán filantrópico ha pasado por alto ciertas reglas de la economía. La tierra sustenta la mansión. La mansión no puede sustentar la tierra. Por tanto, la forma lógica de enfrentarse al problema es comenzar con la tierra y con los edificios destinados al ganado y a la agricultura.

—Tonterías —replicó la señora Badgely—. Aquí esta lady Lithby. Veamos qué opina ella.

Sintió el impulso de gritar que para él era irrelevante la opinión de unas cuantas mujeres... para quienes la Lógica era tan desconocida como el sánscrito.

No obstante, se obligó a sonreír con afabilidad a la marquesa. Al contrario que la señora Steepleton y que la señora Badgely, no le pondría la cabeza como un bombo con su cháchara. Se había percatado de que lady Lithby tendía a escuchar mucho más que a hablar.

La señora Badgely sacó el tema de la mansión.

Lady Lithby la escuchó pacientemente un rato antes de decir:

—Al igual que sucede con otros hombres, al señor Carsington no lo educaron para manejar las cuestiones domésticas. Es normal que no sepa por dónde empezar.

Darius se aferró a esa tabla de salvación.

—Desde luego. ¿Qué sé yo de cocineras, amas de llaves y pinches de cocina? ¿Qué sé yo de mobiliario? ¿Debo pintar las paredes o empapelarlas? ¿Qué colores se complementan mejor? ¿Este mueble es demasiado recargado o estará pasado de moda? Cuando escucho a las damas hablar de estos temas, me mareo. Prefiero enfrentarme a un buen problema de trigonometría.

—Es perfectamente comprensible —replicó lady Lithby—. Nadie espera que un hombre lidie con esas cuestiones.

—Pero hay que lidiar con ellas —insistió la señora Badgely—. ¿Acaso vamos a exculparlo por el simple hecho de ser un hombre?

—Debemos hacerlo —respondió lady Lithby—. Es mejor que se olvide de los asuntos domésticos de la mansión, señor Carsington.

—Gracias —replicó, resistiendo el pueril impulso de sacarle la lengua a la esposa del rector.

—Yo estaré encantada de encargarme de todo lo que haya que hacer allí—se ofreció la marquesa.

Y en ese momento Darius vio cómo se abría el agujero a sus pies.

¡Dios! La marquesa de Lithby, acostumbrada a gastar dinero a espuertas, iba a encargarse de renovar su casa. Comenzó a imaginarse libros de cuentas con largas columnas en el apartado de gastos cuya suma alcanzaba cifras, con muchos ceros. Iba a pasarlas canutas intentando sacar beneficios tal como estaba la propiedad en esos momentos. ¿Cómo podría conseguirlo si comenzaban los trabajos de restauración de la mansión?

Sin embargo, solo un loco intentaría hablar de cuestiones económicas con un grupo de mujeres. En primer lugar, el tema era vulgar. En segundo, las damas de alcurnia desconocían los conceptos básicos de la economía. Sería como intentar explicarles la Teoría del Fenómeno Electrodinámico de Ampere a la cerda de lord Lithby.

Y en tercer lugar y lo que era más importante, su orgullo; no se lo permitiría. Preferiría la muerte antes que revelar sus estrecheces económicas o confesar el escaso margen de tiempo del que disponía.

—Jamás le impondría semejante carga a sus ya vastas responsabilidades —rehusó—. Según tengo entendido, está esperando un numeroso grupo de invitados para el mes próximo.

—Entretener a unos cuantos invitados no supone un gran esfuerzo —repuso Su Ilustrísima—. Lo hacemos frecuentemente.

—Pero hacerse cargo de los asuntos domésticos de otra mansión... De una mansión que está hecha un desastre y que carece de servidumbre...

—Quested, su procurador, es una persona de confianza —lo interrumpió la marquesa—. Le ordenaré que se encargue de contratar personal de servicio. No se preocupe usted por todo el trabajo que hay que llevar a cabo. Siempre estoy buscando cosas que hacer. Recientemente he re decorado Lithby Hall de arriba abajo. Con obras estructurales incluidas. Aunque a Lithby le han encantado los resultados, me ha hecho prometerle que no volveré a hacerlo hasta que los niños estén en la universidad. Así que ahora mismo estoy desocupada.

Demasiado desocupada, de hecho. Me estaría haciendo usted un favor.

—Beechwood House se encuentra en un estado lamentable —confesó Darius, aunque no tenía la menor idea, ya que ni siquiera había puesto un pie en la mansión—. Las ratas...

—Llevaré a mi perra Daisy, una bulldog —lo interrumpió de nuevo—. Le encantará cazar ratas. Y también a Charlotte —añadió, señalando a la aludida.

—¿También le gustará cazar ratas? —preguntó mientras observaba acercarse a la hijastra de la marquesa. Todavía lucía esa expresión plácida y candorosa. Lady Lithby se echó a reír.

—A Charlotte no le asustan los roedores. Es una mujer de campo. Disfrutará con el desafío, no me cabe la menor duda. ¿No es cierto, querida?

—¿Con qué desafío, madre? —preguntó la recién llegada a su vez.

—Vamos a encargarnos de devolver Beechwood House a su antiguo esplendor.

Lady Charlotte lanzó una mirada espantada y breve a su madrastra. Tan breve fue que Darius no la habría visto si se le hubiera ocurrido parpadear en ese preciso momento. Apenas un instante después la plácida expresión reaparecía en su rostro.

—¿Ah, sí? —Replicó con frialdad—. Yo diría que lo último que le apetece al señor Carsington es un par de desconocidas dándole la lata en su casa. Tiene mucho trabajo que hacer y muchas cosas en las que pensar. Lo más probable es que quiera un refugio donde hacerlo en soledad. En lugar de ofrecerle un remanso de paz, vamos a convertir su casa en un desbarajuste. Tendremos que contratar a albañiles, carpinteros, yesistas, empapeladores y demás obreros. Habrá andamios por todas partes. Por no mencionar que nos pasaremos el día molestándolo con preguntas sobre esto, aquello y todo lo demás. Porque, a fin de cuentas, es su casa, y debe quedar a su gusto.

Entonces fue cuando lo miró.

Y Darius tuvo la fugaz visión de un ser hermoso que construía un refugio para él, un lugar acogedor y ordenado, un lugar suyo donde las cosas estuvieran dispuestas a su gusto.

Sin embargo, la visión se esfumó y en esos gélidos ojos azules vislumbró de nuevo una amenaza de muerte.

El mensaje estaba claro: «Como acceda, lo mataré con mis propias manos».

¡Qué divertido!

La Lógica le advirtió que se dejara de diversiones. Debería declinar el ofrecimiento y mandar al cuerno a la señora Badgely. Permitir que lady Lithby se involucrara en sus asuntos conllevaba un coste altísimo. Y se suponía que debía conseguir que la propiedad diera beneficios.

El problema era que lady Charlotte no quería involucrarse en absoluto en el tema de su casa.

El problema era que esa dama había permitido de forma deliberada que la señora Steepleton le pusiera la cabeza como un bombo con su mareante cháchara y que la señora Badgely le echara un sermón después.

—Visto de ese modo, lady Charlotte —replicó—, ¿cómo voy a negarme?

Charlotte decidió que definitivamente iba a matarlo. Sonrió con dulzura y dijo:

—Si al señor Carsington no le importa que acabemos con su tranquilidad, estaré encantada de ayudar. Será un reto muy interesante. Me parece que lady Margaret no hizo ninguna mejora en la construcción mientras vivió en la mansión, ¿verdad?

—Esa casa es una antigualla —afirmó la señora Badgely—. Está igualita que en los tiempos de su bisabuelo. Lithby Hall también estaba anticuada, pero no destartalada.

—Un poco pasada de moda, sí —reconoció lady Lithby.

—Era incómoda —precisó la esposa del rector—. Cuando llegué a la rectoría, descubrí que era mucho más moderna, y no estoy exagerando.

—La verdad es que tardé bastante en hacer cambios importantes —confesó lady Lithby.

Eso fue porque había pasado los tres primeros años de su matrimonio ocupándose de ella para salvarle la vida, y unos cuantos más dándole a su padre cuatro saludables hijos, reconoció Charlotte.

—Eres demasiado modesta —dijo—. Lograste que todo fuera más ordenado y cómodo desde el primer día.

Sin embargo, era un poco malicioso por parte de Lizzie involucrarla en el proyecto de renovar Beechwood House sin consultarle primero.

—La comodidad es esencial, pero los últimos cambios arquitectónicos que ha llevado a cabo son magníficos —afirmó la señora Badgely—. Ojalá hubiera podido ver Lithby Hall hace tres años, señor Carsington, para que pudiera comparar el antes y el después. Apenas reconocería la mansión.

Siendo un hombre, posiblemente ni siquiera se hubiera percatado de los errores e inconveniencias de la construcción, pensó Charlotte. No tenía ni la más remota idea de dónde se iba a meter si dejaba que Lizzie se hiciera cargo de todo. Su padre, desde luego, ni se lo había imaginado.

¡Había sido tan divertido!

Tal vez Lizzie le hubiera hecho un favor, después de todo. Un proyecto importante como ese le ofrecería una agradable distracción, aunque fuera temporal, de la inminente pesadilla de la fiesta campestre.

El proyecto ofrecería al señor Carsington una desagradable distracción, lo cual también sería muy divertido. Le encantaría ver la cara que pondría al comprender por fin lo que iba a pasar cuando Lizzie se hiciera con el control del proyecto.

Compuso su expresión más inocente.

—Hice algunos dibujos y acuarelas de la mansión antes, durante y después de la renovación —le dijo—. También tenemos planos de los arquitectos y pinturas de varios artistas donde comprobar las variaciones que la mansión ha ido sufriendo a lo largo del tiempo. Mi padre tiene un archivo donde guarda los planos de la propiedad y demás documentos. Ha llevado a cabo muchos cambios en ella, tal como ya le habrá dicho. ¿Le gustaría ver esos documentos?

El señor Carsington enarcó una ceja.

—Están en la biblioteca —prosiguió—. Estaré encantada de enseñárselos si le interesa verlos.

Lanzó una mirada fugaz a la señora Badgely antes de decir:

—Será un verdadero placer.