Capítulo 1
El problema de Darius Carsington era que no tenía corazón. Todos los miembros de la familia estaban de acuerdo en que el benjamín del conde de Hargate nació con uno. Todos estaban de acuerdo, al menos lo estuvieron en un principio, en que no parecía destinado a ser el más irritante de los cinco hijos de lord Hargate. En lo referente a su aspecto ciertamente no se diferenciaba mucho de sus hermanos. Dos de ellos, Benedict y Rupert, habían heredado el pelo oscuro de lady Hargate. Darius, al igual que Alistair y Geoffrey, tenía el cabello castaño claro y los ojos ambarinos de su padre. Al igual que sus hermanos, era alto y fuerte. Al igual que los otros, era apuesto.
A diferencia de los otros, era estudioso y siempre lo había sido. Comenzó a irritar a su padre cuando insistió en ir a Cambridge, a pesar de que todos los miembros de la familia habían asistido a Oxford. Cambridge tenía más rigor intelectual, afirmó. Se podía estudiar botánica, la fundición del acero y otros temas de filosofía natural o práctica. La verdad es que le había ido bien en Cambridge. Por desgracia, desde que terminó sus estudios parecía haber dejado que su intelecto gobernara tanto sus emociones como su moralidad.
En resumidas cuentas, Darius dividía su vida en dos partes: la primera en estudiar el comportamiento animal, en especial todo lo relacionado con la cría y con los rituales de apareamiento, y la segunda en dedicar sus horas de asueto a imitar dichos rituales.
Esa segunda parte era el problema.
Los otros cuatro hijos de lord Hargate no habían sido unos santos en sus relaciones con las mujeres... salvo Geoffrey, claro, que era monógamo desde el día de su nacimiento. En lo referente a la cantidad, sin embargo, ninguno se equiparaba a Darius. De todas maneras, el hecho de que fuera un libertino era un asumirlo sin importancia, ya que sus padres y el resto de la familia no tenían ni un pelo de puritanos. Dado que se negaba a seducir a inocentes, no podían reprocharle que fuera un canalla. Dado que era lo bastante astuto para limitar sus relaciones a las cortesanas y a las mujeres de mala vida, no podían reprocharle de que provocara escándalos. La moralidad no estaba en boga en esos círculos, y su comportamiento no resultaba sorprendente ni aparecía en los folletines de cotilleos.
Lo que molestaba a su familia era el afán metódico e impersonal que impulsaba su libertinaje.
Los animales a los que estudiaba eran muchísimo más importantes para él que las mujeres con quienes se acostaba. Era capaz de enumerar todas las diferencias, por insignificantes que fueran, entre las diferentes razas de ovejas. Sin embargo, era incapaz de recordar el nombre de su última conquista, y mucho menos el color de sus ojos.
Tras haber esperado en vano que su hijo de veintiocho años sentara la cabeza, se dejara de correrías o, al menos, mostrara algún atisbo de humanidad, lord Hargate decidió que ya era hora de tomar cartas en el asunto. Convocó a Darius a su despacho.
Todos los hijos de lord Hargate sabían que cuando el conde los convocaba a su despacho significaba una cosa: estaba a punto de caer sobre ellos como «una tonelada de ladrillos», tal como decía Rupert. Sin embargo, Darius entró en lo que Alistair llamaba la «Cámara de la Inquisición» como si fuera a dar una conferencia: hombros rectos, cabeza alta y un brillo inteligente en sus ojos dorados.
Rebosante de arrogancia y seguridad, se colocó delante del escritorio de su padre y lo miró a los ojos sin pestañear. Cualquier otra actitud supondría un error garrafal. Cualquiera que hubiera crecido con cuatro hermanos de fuerte carácter habría aprendido la lección, aunque fuera corto de entendederas, que no era el caso.
Además, se aseguró de aparentar que no se había tomado muchas molestias con su apariencia, dado que se entendería como un intento de apaciguar a la bestia. Darius siempre era muy consciente de lo que hacía y de la impresión que daba. Aunque solo se hubiera cepillado al descuido su pelo castaño, un buen observador se daría cuenta de que el corte resaltaba los mechones dorados, que habían adquirido un tono trigueño debido al tiempo que pasaba al aire libre (sin sombrero, casi siempre). El sol también había otorgado un tono bronceado a su rostro. El atuendo elegido, a simple vista sencillo, resaltaba su fornida complexión. No parecía un erudito ni mucho menos. Ni siquiera parecía estar civilizado. Y no por la complexión fuerte y por el aura de fuerza y de vitalidad, sino por la energía animal que exudaba, por la sensación de que algo salvaje acechaba bajo la superficie.
Lo que muchos observadores, sobre todo del género femenino, veían no era un caballero de buena cuna, sino una fuerza de la naturaleza. Las mujeres se dejaban arrastrar por dicha fuerza o intentaban domesticarla. Sin embargo, sería más fácil domesticar al viento, a la lluvia o al Mar del Norte. Darius aceptaba lo que le ofrecían sin preocuparse de quien se lo entregaba, lo mismo que haría el viento, la lluvia o el Mar del Norte.
No veía motivos para comportarse de otra manera. Sus relaciones con las mujeres eran, al fin y al cabo, temporales por definición. No tendrían el menor impacto en la sociedad, en la agricultura ni en ningún otro asunto de importancia. Su padre lo entendía de un modo diferente, como bien se lo hizo saber. Afirmó que el libertinaje era muy ordinario y una demostración de vulgaridad, y que la cantidad de relaciones que llevaba a sus espaldas lo ponía a la altura de otros muchos hombres sin oficio ni beneficio, incapaces de hacer nada de provecho con sus vidas.
El sermón siguió por esos derroteros un buen rato, con el estilo conciso y devastador que había convertido a lord Hargate en uno de los oradores más temidos del Parlamento.
La razón le decía a Darius que el sermón no era más que una diatriba ilógica. Aun así, resultaba hiriente, como su padre pretendía. Sin embargo, un hombre racional no dejaba que sus emociones dictaran sus actos, ni siquiera tras una provocación extrema. Si su gran delito era impedir que sus emociones dictaran sus actos, que así fuera. Hacía mucho tiempo que había aprendido que la lógica y la distancia eran armas muy poderosas. Evitaban que los miembros más abrumadores de la familia lo anularan con sus fuertes personalidades, impedían la manipulación (femenina, sobre todo) y le granjeaban respeto (de sus colegas intelectuales, al menos).
Por ello se desquitó con la respuesta más irritante que se le ocurrió con tan poco tiempo de preparación:
—Con todo respeto, señor, no veo qué relación tienen los sentimientos con estos asuntos. El macho tiene el instinto natural de copular con los miembros del sexo opuesto.
—También es cierto, tal como has afirmado en varios artículos sobre el cortejo animal, que el instinto natural de varias especies es elegir a una compañera y permanecer a su lado —replicó lord Hargate.
Bueno, por fin habían llegado al meollo de la cuestión... cosa que no lo tomó por sorpresa.
—En otras palabras, quieres que me case —dijo. Jamás le había gustado andarse por las ramas... otro de sus muchos rasgos irritantes.
—Decidiste no continuar una carrera académica en Cambridge —adujo su padre—. De haberlo hecho nadie habría esperado que te casaras, como es natural. Pero no tienes oficio ni beneficio.
¿Que no tenía oficio? Con tan solo veintiocho años, Darius Carsington era uno de los miembros más aclamados de la Sociedad Filosófica.
—Padre, si me permites decirlo, mi trabajo...
—Tal parece que la mitad de la aristocracia se pasa la vida escribiendo panfletos y estudios para impresionar a una sociedad u otra —lo interrumpió lord Hargate, que le restó importancia al asunto con un gesto de la mano—. Sin embargo, la mayor parte de esos caballeros tiene una fuente de ingresos... que no es el bolsillo de sus padres.
Ese comentario le molestó, y tuvo que morderse la lengua para no rechistar.
«¿Qué querías que hiciera con mi vida? —le habría gustado preguntar—. ¿Cómo iba a diferenciarme de los demás? Benedict es el parangón y el filántropo; Geoffrey, el perfecto padre de familia; Alistair, el héroe de guerra y el romántico empedernido; Rupert, el sinvergüenza encantador y, de un tiempo a esta parte, el arrojado aventurero. ¿Cómo iba a destacar sino cultivando mi única ventaja: mi intelecto? ¿Cómo si no iba a lograr que no me hicieran sombra?»
Aunque todas esas preguntas eran más que razonables, no las hizo en voz alta. Se negaba a morder el anzuelo y defenderse de una acusación tan injusta ilógica. En cambio, compuso una expresión socarrona.
—En ese caso, padre, podrías hacerme el favor de buscarme una novia con una buena dote. Mis hermanos parecen satisfechos con las damas que elegiste para ellos, y a mí me trae sin cuidado.
Y realmente le daba igual. Cosa que, estaba seguro, molestaba muchísimo a su padre. Era un consuelo, aunque mejor, dado que lord Hargate era un experto en ocultar sus sentimientos.
—No he tenido tiempo de buscarte una novia adecuada —replicó Su Ilustrísima—. De cualquier modo, no comenté el tema del matrimonio con tus hermanos hasta que llegaron a los treinta. Para ser justos, tengo que concederte otro año. También debo darte la oportunidad de hacer algo de provecho, al igual que hice con mis demás hijos salvo con el primogénito.
El primogénito, Benedict, no tenía que buscarse una profesión ni una esposa rica dado que lo heredaría todo. Hasta la fecha, sus otros hermanos se habían casado con mujeres adineradas. También se habían casado por amor, pero lord Hargate se guardaba mucho de mencionar ese asunto.
Darius clasificaba el amor romántico en la categoría denominada «Superstición, mitos y otras tonterías poéticas». A diferencia de la atracción, de la lujuria e incluso del amor filial y del afecto, cosas que podían observarse en el reino animal, el amor romántico se le antojaba una emoción concebida principalmente en la imaginación.
Aunque en esos momentos no pensaba en el amor. Se preguntaba qué estaba tramando su maquiavélico padre.
—¿Qué clase de oportunidad?
—Hace poco he conseguido hacerme con las escrituras de una propiedad —respondió lord Hargate—. Te concederé un año para que consigas hacerla productiva. Si lo haces, no tendrás que casarte nunca.
El corazón le dio un vuelco. Un desafío, un desafío en toda regla. ¿Había descubierto por fin su padre de lo que era capaz? No, claro que no. Eso era imposible.
—No puede ser tan sencillo —repuso—. Me pregunto dónde está la trampa. — No será sencillo en absoluto —replicó su padre—. La propiedad ha estado en manos de la Cancillería durante diez años. La Cancillería era el tribunal de equidad de Londres. Era fácil llevar un caso ante la Cancillería, pero mucho más difícil lograr una sentencia al respecto, según habían comprobado a su pesar muchos interesados. — ¿Diez años? —preguntó—. Entonces te refieres a la propiedad de Cheshire. Las tierras de esa vieja loca. ¿Cómo se llama?
—Beechwood. La «vieja loca» era prima de lord Hargate, una tal lady Margaret Andover que cuando murió no se hablaba con ningún miembro de su familia, ningún vecino ni ninguna persona, al parecer. Solo con su perro faldero, Galahad (muerto hacía ya varios años), a quien le había legado la propiedad en un codicilo de un testamento de doscientas ochenta páginas. Dichos codicilos se contradecían unos a otros, como sucedía con los numerosos testamentos que la dama había redactado en los últimos años de su vida. Por esa razón la propiedad había acabado en manos de la Cancillería. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.
—¿Sigue en pie la casa? —preguntó.
—A duras penas.
—¿Y las tierras?
—¿En qué estado te imaginas que están después de una década de desatención?
Asintió con la cabeza.
—Entiendo. Me estás ofreciendo uno de los trabajos de Hércules.
—Precisamente.
—Debes de estar convencido de que requerirá no uno, sino varios años reparar el daño — dijo—. Esa es la guinda del pastel.
—En otra época fueron tierras muy productivas y aún conservan el potencial de volver a serlo —replicó su padre—. Lord Lithby, que posee la propiedad colindante al este de Beechwood, lleva años intentando hacerse con ella. Si no te sientes a la altura del desafío, estará encantado de quitártela de las manos.
Eso, como bien sabía ese demonio manipulador, le dio en la fibra sensible. Y funcionó, como dicho demonio sabía que haría. Ni el más poderoso intelecto le ganaba la partida al orgullo masculino.
—Sabes perfectamente que no me negaré, que no puedo negarme, si me lo planteas así — afirmó—. ¿Cuándo comienza mi año?
—Ahora —contestó lord Hargate.
Cheshire, sábado 15 de junio de 1822
La cerda se llamaba Jacinta.
Estaba en su pocilga amamantando con paciencia a su numerosa prole. Dado que era la cerda más gorda y más prolífica del condado, era el orgullo de su propietario, el marqués de Lithby, y la envidia de sus vecinos.
Lord Lithby estaba apoyado en la cerca, admirando a su cerda preferida. La joven que estaba su lado pensaba que ese animal y ella tenían muchas cosas en común, ya que ambas eran especímenes codiciados y mimados por Su Ilustrísima.
Lady Charlotte Hayward tenía veintisiete años. Era la única hija del primer matrimonio de lord Lithby. De hecho, era la única hija de lord Lithby, y también su mayor tesoro.
Las arpías de la alta sociedad no podían encontrarle defectos a su apariencia. Coincidían en que no era demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado regordeta ni demasiado delgada. Su cabello dorado enmarcaba un rostro que aglutinaba los estándares de la belleza clásica: ojos azul cielo, nariz elegante y labios carnosos, rasgos resaltados a la perfección por un cutis de alabastro. Las mujeres que la envidaban acababan descubriendo, para su total exasperación, que resultaba imposible odiarla, ya que era amable, generosa y muy agradable. No tenían la menor idea del esfuerzo que representaba ser lady Charlotte Hayward, y se quedarían de piedra si llegaran a averiguar qué envidiaba a una cerda.
Se estaba preguntando qué se sentiría al revolcarse por el barro y hocicar entre la basura sin importarle lo que opinaran los demás cuando su padre habló:
—Charlotte, tienes que casarte, lo sabes, ¿verdad?
Se quedó paralizada. «Lo que tengo que hacer es suicidarme», pensó.
Tuvo la sensación de estar mirando por el borde de un abismo hacia la nada. Sin embargo, no mostró signo alguno de intranquilidad. Al fin y al cabo, ocultar emociones indeseadas le resultaba tan natural como respirar. Miró a su padre con una sonrisa cariñosa. Sabía que la quería con locura. No era su intención hacer que se sintiera desesperada. Pero no tenía ni idea de lo que le estaba pidiendo.
¿Cómo iba a casarse y a arriesgarse a que se descubriera su secreto en la noche de boda? Y el hombre que sería su esposo... ¿cómo iba a reaccionar si descubría que su novia no era virgen? ¿Cómo reaccionaría ella? ¿Sería capaz de mentir lo bastante bien para convencerlo de que se había equivocado? ¿Estaba dispuesta a comenzar su matrimonio con una mentira? Pero ¿cómo confiar la verdad a un hombre? ¿Cómo revelarle semejante secreto? ¿Cómo admitir todas las traiciones que había cometido y arriesgarse a traicionar aún más a sus seres queridos?
Eran preguntas que se había formulado hacía muchos años. Junto con otras muchas. Había imaginado todos los resultados posibles.
Y había llegado a la conclusión de que era preferible morirse como una solterona. Claro que no podía decirle eso a su padre. Era antinatural que una mujer quisiera quedarse soltera.
Dado que resultaba igual de antinatural que un padre deseara semejante destino para su hija, era imposible que ella se sorprendiera porque hubiera sacado a colación el tema. Cualquier otro padre lo habría hecho años atrás. Debería dar las gracias por el intervalo de libertad del que había disfrutado. Aun así, se preguntaba por qué en ese momento. Y tampoco podía dejar de preguntarse, por desgracia, por qué no podía esperar para siempre.
—Una muchacha debe casarse, ya lo sé, papá —dijo.
«Pero yo no —pensó—. No puedo casarme con este secreto a mis espaldas y tampoco puedo revelarlo.»
—Has sido generosa durante mucho tiempo —comentó su padre, ajeno por completo a lo mucho que sus palabras aguijoneaban su conciencia—. Sé que has dejado de lado tu propia felicidad para ayudar a tu madrastra durante sus embarazos. Sé que la quieres mucho. Sé que quieres mucho a tus hermanos. Pero, querida, ya es hora de que tengas una casa propia, de que tengas hijos propios.
En ese momento la pena y el dolor la atravesaron con más fuerza que en el pasado.
Hijos propios.
El problema era que su padre desconocía lo que había sucedido diez años antes. No sabía lo que le estaba diciendo. No sabía lo mucho que le dolía. No podía saberlo nunca.
—Y sé que yo tengo la culpa —prosiguió—. Adopté la mala costumbre de tratarte como el hijo que creí que nunca tendría. Incluso ahora, a pesar de que tienes cuatro hermanos en la habitación infantil, es una costumbre muy difícil de cambiar.
—Me has malcriado, ese es el problema —prosiguió su padre—. No me has dado ni un solo disgusto desde la espantosa época de tu enfermedad. Al contrario, te has entregado a todos nosotros.
Después de dar a luz al bebé cuya existencia su padre desconocía, había estado enferma, muy enferma, durante mucho tiempo. Pasada esa espantosa época de su vida, se juró que jamás volvería a causarles dolor, ni ansiedad ni vergüenza a sus seres queridos. Ya había hecho demasiado daño, un daño que jamás podría reparar en toda una vida.
—Tal vez porque creí que ninguno de los caballeros que revoloteaban a tu alrededor pudieran apreciarte cómo te mereces —aventuró su padre, explicándole lo que pensaba como siempre había hecho con ella—. Por supuesto, eres amable con todos tus pretendientes; lo justo, claro, ya que tu comportamiento siempre ha sido intachable. Sin embargo, ninguno ha logrado llegarte al corazón, ¿verdad?
—Ninguno —contestó—. Supongo que es cosa del destino.
—No estoy muy seguro de que se deba confiar en el destino —replicó él—. Admito que sin duda jugó a mi favor. Me sentía muy solo después de la muerte de tu madre. Pero podría haber cometido un error.
Ella también se había sentido sola después de la muerte de su madre. Cuando su padre volvió a casarse, se había sentido... Bueno, apenas lo recordaba con claridad, salvo que todo le parecía muy triste. Había sido vulnerable, cuanto menos. Y Geordie Blaine había aprovechado la oportunidad.
Su padre era demasiado bueno para recordarle el error que creía que había estado a punto de cometer. Porque estaba convencido de haberse librado de Blaine antes de que pudiera hacer algo irreparable.
Ni siquiera las dos personas que sabían la verdad se lo recordaban.
No necesitaba recordatorios.
Su padre se volvió hacia ella con una expresión inusualmente seria en sus ojos grises. Lord Lithby era un hombre risueño, y el buen humor solía brillar en sus ojos.
—La vida es impredecible, querida. No podemos estar seguros de nada, salvo de que algún día nos llegará la muerte.
Una fiebre había estado a punto de matarlo pocos meses antes.
Charlotte se aferró a la cerca con fuerza.
—Ay, papá, no me gusta que digas esas cosas.
—La muerte es inevitable —le recordó él—. Este invierno, cuando estuve tan enfermo, pensé en todo lo que me quedaba por hacer. Una de mis mayores preocupaciones eras tú. ¿Quién iba a cuidar de ti cuando yo ya no estuviera?
Los criados, pensó. Los abogados. Los albaceas. Una heredera podría pagar a cualquiera para que la cuidase, y nunca faltaría gente ansiosa por aceptar el trabajo. Una muchacha rica era la última mujer que necesitaba un marido en ese mundo.
Y ella era muy rica. La dote de su madre había incluido un fideicomiso muy generoso para sus descendientes. Como el matrimonio solo había tenido un descendiente, ella, la parte que le correspondía era inmensa, incluso para la hija de un marqués.
—Siento ser una carga para ti —dijo.
Su padre restó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.
—Se supone que los padres deben preocuparse por sus hijos. Pero no es una carga. Solo es un problema que tengo que resolver. Aunque jamás he hecho de casamentero, le he dado muchas vueltas a la idea. En cuanto me recuperé, comencé a prestar mucha atención a los eventos de la temporada social.
La temporada social londinense era, entre otras muchas cosas, el momento que aprovechaban los aristócratas solteros para encontrar pareja. Al igual que otras damas solteras, Charlotte asistía como era su deber a todos los eventos sociales en los que se requería su presencia. Al igual que las demás, se dejaba ver en los bailes que se celebraban todas las semanas en Almack's, donde solo estaba admitida la flor y nata de la sociedad... con el único y meritorio propósito (o al menos esa era su impresión) de atormentar con el aburrimiento a un selecto y minúsculo grupo de personas.
—La mayoría de las jóvenes encuentra marido durante la temporada social —siguió su padre—. Pero tú ya has pasado por ocho temporadas. Como tu comportamiento es irreprochable, el problema debe de ser otro. Tras haber estudiado el asunto, he llegado a dos conclusiones: la primera es que el método es del todo imprevisible y la segunda es que Londres ofrece demasiadas distracciones. Verás, tenemos que afrontar el problema de forma científica.
Lord Lithby era un agrónomo. Como miembro de la Sociedad Filosófica, leía un sinfín de artículos sobre agricultura. A continuación, procedió a explicar cómo algunos de los principios utilizados en esa materia podían aplicarse a los seres humanos. Lo que hacía falta era un sistema, y él había diseñado uno.
No podía imaginarse el esmero con el que su hija había evitado conseguir el desenlace deseado. No podía imaginarse el método tan científico con el que había encarado su particular problema: eludir el matrimonio. Charlotte había diseñado un plan años atrás y no dejaba de mejorarlo.
En una ocasión la cegó un hombre. Nunca más.
Gracias a la prolongada enfermedad (mental y física) resultante de su error, había efectuado su presentación en sociedad a la avanzada edad de veinte años. Sin embargo, llevaba mucho tiempo estudiando a los caballeros de su mismo círculo social, sopesando sus caracteres con el mismo cuidado con el que su padre sopesaba las características de sus nabos y sus guisantes, de sus vacas, sus ovejas y sus cerdos. Mientras su padre estudiaba la forma de hacer que sus cosechas y sus rebaños crecieran, ella estudiaba la manera de hacer que los hombres perdieran el interés en ella. Aprendió a ser aburridísima con este, indiferente hasta hacerse invisible con aquel. Con uno hablaba por los codos. Con otros no decía absolutamente nada. En ocasiones perdía el hilo de la conversación y se distraía con el vuelo de una mosca. Alguna que otra vez se le olvidó reconocer a un hombre al que conocía de hacía tiempo. Y en más de una oportunidad condujo a su pretendiente a los brazos de otra mujer.
Esa última maniobra requería extrema pericia y sutileza.
Todas requerían extrema pericia y sutileza, de hecho. Con indiferencia de la técnica que usara, siempre debía parecer dulce y agradable.
Para una joven atractiva y rica era una tarea muy ardua evitar casarse y, además, evitar que la pillaran intentando no casarse.
Debería avergonzarse por engañar a su padre de esa manera, pero la verdad era muchísimo más vergonzosa.
—Lizzie y yo hemos redactado una lista de caballeros que creemos que serán de tu agrado —dijo su padre—. En cuestión de un mes llegarán a Lithby Hall para quedarse dos semanas. Por supuesto, algunas de tus primas y amigas también vendrán para igualar las filas. Así tendrás la oportunidad de conocer a los caballeros. Además, sin las distracciones de la capital, ellos tendrán una oportunidad de ganarse tu afecto. —La miró con una sonrisa radiante.
Cuando lord Lithby sonreía así, daba la sensación de que los rayos del sol brotaban de su alma.
Le devolvió la sonrisa. ¿Cómo no hacerlo cuando su padre estaba encantadísimo con su aterradora idea?
—Si no sale bien esta vez, lo volveremos a intentar durante la temporada de caza — prosiguió—. Tampoco es tan raro que tengamos invitados en algunos eventos.
Aunque no había añadido un «pero», supo que había uno.
Se había propuesto encontrarle un esposo gracias a su método, y dijera lo que dijese, estaba seguro de que lo conseguiría a la primera. Se llevaría una terrible desilusión si no era así.
Decepcionarlo la mataría.
Complacerlo la mataría igualmente.
—Estoy segura de que saldrá bien, papá —afirmó—. Por supuesto que confío en tu buen juicio.
—Buena chica. —Le dio unas palmaditas en el hombro.
Una vez zanjado el asunto, y ajeno por completo a la bomba que había lanzado, siguió con otros temas: algo acerca de una propiedad colindante... La Cancillería había resuelto el asunto con milagrosa rapidez... pero lord Hargate... sus hijos... el artículo de Carsington sobre la sal... el gabarro en las ovejas...
Charlotte intentó prestarle atención, pero su cabeza era un hervidero y le resultaba imposible. Pasaba de un pensamiento aterrador a otro, de un recuerdo indeseado a otro. Miró a la cerda y envidió su felicidad porcina. Envidió la certeza inamovible que tenía Jacinta acerca de su lugar y de su función en el mundo.
Lord Lithby se marchó enseguida para hablar con el guardabosque y Charlotte se fue por su lado, llevándose su atribulada mente con ella.
Lord Lithby había intentado hablar a su hija acerca de la propiedad colindante y de su nuevo propietario, Darius Carsington.
Dado que Darius no provocaba escándalos y que lord Lithby no prestaba atención a los rumores, no sabía (y en caso de saberlo, tampoco le importaría demasiado) que su flamante vecino era un libertino, impersonal o de cualquier otro tipo. Lo único que le importaba a lord Lithby era que el hijo menor de lord Hargate era un colega de la Sociedad Filosófica que había escrito varios artículos interesantísimos y varios estudios encomiables sobre la ganadería. Lord Lithby poseía todos y cada uno de esos estudios. Uno sobre la cría de cerdos, en concreto, era para él una obra de arte.
Por supuesto, estaba encantado de que ese colega tan brillante se hubiera hecho cargo de la propiedad en ruinas que lindaba con la suya al oeste.
A su hija, lord Lithby le había hablado de la denuncia existente en la Cancillería y de la increíble hazaña de lord Hargate al haber conseguido que se resolviera en cuestión de diez años. Le habló con entusiasmo de los estudios del señor Carsington acerca del gabarro y de sus puntos de vista sobre la importancia de la sal en la dieta del ganado. Le haría una visita a, su nuevo vecino y lo invitaría a cenar, anunció.
Su Ilustrísima bien podría haberle hablado a la cerda.
Mientras tanto, a tres kilómetros de distancia, Darius, que intentaba relacionarse lo menos posible con la alta sociedad y que preferiría que lo destriparan vivo antes que poner un pie en Almack's, no tenía ni idea de los planes de lord Lithby, de la emoción que Su Ilustrísima sentía, ni de la existencia de su hija.
El irritante hijo de lord Hargate había llegado la tarde anterior y había pasado la noche en la posada El Unicornio, en el pueblo de Altrincham, a unos cuatro kilómetros de allí. Aunque su madre había insistido en enviar criados para adecentar la mansión o por lo menos hacerla habitable, tenía la intención de no pisarla.
Restaurar el edificio era ilógico. Sería un gasto de dinero que no reportaría nada. Alojarse en la posada era más barato y más sencillo. Solo tenía que pagar la factura. No le hacía falta contratar criados, aparte de su ayuda de cámara, Goodbody. No necesitaba reparar nada. Los criados, las provisiones y el mantenimiento eran problemas del posadero. Además, su procurador, Quested, tenía su despacho en Altrincham.
La tierra era su prioridad. Así que a primera hora de la mañana recorrió la propiedad con su procurador.
La situación era más o menos como cabía esperar. Mientras hubiera un litigio abierto sobre la propiedad, no se podía hacer nada con ella o en ella.
Los insectos, los pájaros y un sinfín de pequeños roedores habían invadido muchas de las construcciones externas, que se encontraban en diferentes estados de ruina. Los jardines estaban descuidados y las plantas habían crecido sin control allí donde las malas hierbas las habían dejado. La vida salvaje también parecía florecer, si bien la población de alimañas era menor de lo que había esperado.
Lo más sorprendente fueron las tierras de labor que abastecían a la mansión. No eran la ruina abandonada que había previsto. Alguien (su padre, seguramente) debía de haber pasado por alto las órdenes de la Cancillería y haber pagado a algunos hombres para que las atendieran.
De todas formas, cuando Quested se marchó varias horas después, se llevó consigo una larga lista de recados, casi todos relacionados con la contratación de jornaleros.
A fin de que su cerebro descansara de las medidas, las preocupaciones y los cálculos, dio un paseo por la jungla que en otro tiempo fue un jardín cuidado y enfiló un sendero cubierto de malas hierbas que conducía a un estanque de agua sucia. Una vez allí, se detuvo mientras observaba las libélulas.
Uno de sus colegas de la Sociedad Filosófica había escrito un artículo sobre los rituales de apareamiento de las libélulas que a él se le antojó fantasioso. Los insectos, salvo aquellos que molestaban al ganado, no le interesaban demasiado. A pesar de ello, miró de pasada a las libélulas. Después, como solía ocurrir, la curiosidad le ganó la mano.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo echado boca abajo entre los hierbajos, concentrado por completo en las etéreas criaturas que revoloteaban sobre el agua. Tan ensimismado estaba en la tarea de distinguir los machos de las hembras con la ayuda de un catalejo que ni oía ni escuchaba ni sentía nada más.
Una estampida de vacas tal vez habría conseguido sacarlo de su ensimismamiento, pero solo si el rebaño era muy grande.
De ahí que tardara tanto tiempo en darse cuenta.
Oyó a lo lejos un murmullo que poco a poco fue acercándose. Después, oyó el crujido de una rama. Levantó la cabeza y miró hacia el lugar del que procedía el ruido.
Era una muchacha, que estaba a unos diez pasos de él y que cuando lo vio levantar la cabeza por encima de los hierbajos dio un grito y un respingo. La vio tropezar y agitar los brazos de forma enloquecida en un intento por recuperar el equilibrio, pero el terreno estaba resbaladizo y se fue de bruces al agua empantanada. Se puso en pie de un salto y corrió hacia ella mientras los pájaros salían espantados de los árboles y sus graznidos acallaban el murmullo de los insectos.
Consiguió atraparla por la cintura antes de que llegara al agua pero la muchacha volvió a gritar al sentir que la tocaba y lo asustó de tal modo que estuvieron a punto de acabar los dos en el apestoso estanque. Tiró de ella con fuerza y el tacón de su botín le golpeó la espinilla. A pesar de que llevaba botas, acusó el golpe y casi perdió el equilibrio. Soltó un juramento.
—¡Tranquilícese, maldita sea! —bramó—. ¿Es que quiere que nos ahoguemos?
—Deje de tocarme el pecho, pedazo de... de... —La muchacha intentó zafarse de sus manos y de nuevo se inclinaron hacia el agua.
—No estoy...
—¡Suélteme!
Volvió a tirar de ella, con fuerza, para llevarla hacia una zona más firme.
—¡Suélteme! ¡Suélteme! —Se retorció y le clavó el codo en el estómago.
La soltó con tanta brusquedad que la muchacha se tambaleó.
Estiró la mano y se agarró a su brazo para no caerse.
—¡Animal! ¡Lo ha hecho a propósito! —Se dobló por la cintura, entre jadeos, sin soltarle el brazo.
—Me ha dicho que la soltara —replicó él.
En ese momento ella levantó la cabeza y Darius se encontró con un extraordinario par de ojos azules. Todo lo demás se desvaneció mientras intentaba asimilar lo que veía: el inmaculado rostro, tan perfecto como un camafeo... la piel de alabastro teñida de rosa en las delicadas mejillas... la carnosa curva de sus labios entreabiertos...
Se percató de que esos extraordinarios ojos azules se abrían de par en par y por un momento se olvidó de todo: de dónde estaba y de quién y de qué era. A continuación, se pasó una mano por el pelo mientras se preguntaba si se habría golpeado la cabeza sin darse cuenta.
La muchacha apartó la vista rápidamente y la clavó en la mano enguantada que seguía sujetándola por el brazo. Acto seguido se zafó de dicha mano dándole un empujón en el proceso.
Podría haber retrocedido un paso, como ella quería, pero se mantuvo en su sitio, demasiado cerca de ella.
—Esto me enseñará a ir rescatando damiselas en apuros —comentó.
—No tenía derecho a saltar sobre mí de esa manera, como un... como un... —Se llevó una mano al desastrado recogido que tenía en la coronilla y frunció el ceño mientras miraba a su alrededor—. Mi sombrero. ¿Dónde está mi sombrero? Ay, no.
Su sombrero, una ridiculez de paja y encaje, había caído en la orilla del estanque.
Darius disimuló una sonrisa y fue a por él.
—No se moleste —dijo ella, que salió disparada al mismo tiempo.
—¡No diga tonterías! —protestó él.
Sus largas zancadas lo ayudaron a alcanzarla y ambos se agacharon para coger el sombrero a la vez. Gracias a que tenía los brazos más largos, lo cogió primero, pero cuando se levantó, sus cabezas chocaron entre sí.
—¡Ay! —La muchacha se apartó, tocándose la frente. Sus pies resbalaron y cayó al suelo entre un revuelo de faldas y enaguas.
Hizo ademán de ponerse en pie, pero no antes de que Darius pudiera atisbar la preciosa pantorrilla que había quedado brevemente a la vista. En esa ocasión, plantó los pies en el resbaladizo suelo, extendió las manos, la cogió por debajo de los brazos y tiró de ella antes de pegarla con fuerza contra su cuerpo mientras abandonaba la peligrosa orilla.
Sintió un redondeado trasero contra la entrepierna. Captó un aroma mucho más dulce y decididamente femenino mezclado con el hedor del estanque. Se percató de que una manchita de barro mancillaba la blancura de esa nuca. Reprimió el impulso justo a tiempo, un momento antes de sacar la lengua para... ¿lamerla como un gato?
La muchacha le dio un pisotón y le clavó un codo en el estómago.
La soltó.
—Si insiste en su comportamiento, me veré obligado a llamar al alguacil —la avisó.
La advertencia hizo que ella se volviera hacia él con brusquedad.
—¿Al alguacil?
—Podría acusarla de intrusión —adujo—. Y de asalto.
—Intru... ¿¡Asalto!? Me ha tocado el... —Se señaló el pecho, que era bastante espectacular y con el que su mano se había encontrado durante el forcejeo, quizá no por casualidad—. Me ha puesto las manos encima. —Tenía el rostro muy colorado.
—Y tal vez vuelva a hacerlo —la amenazó— si no deja de deambular por el lugar, asustando a la vida salvaje.
Aunque era casi imposible que pudiera abrir aún más los ojos, lo hizo.
—¿Deambular?
—Me temo que ha molestado a las libélulas durante un proceso extremadamente delicado —explicó—. Las pobrecillas se estaban apareando y les ha dado un susto de muerte. Tal vez no sea consciente de ello, pero cuando el macho se asusta, sus habilidades procreadoras se ven severamente afectadas.
La muchacha lo miró, atónita. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. — Ahora entiendo por qué solo sobreviven los ejemplares más robustos —continuó él—. Usted debe de haberlos asustado o tal vez haya dañado de forma permanente sus habilidades reproductivas.
—Dañado sus... No he hecho eso. Yo estaba... —Bajó la vista hacia el sombrero que él aún tenía en la mano—. Devuélvame mi sombrero.
Le dio la vuelta para observarlo.
—Es el sombrero más frívolo que he visto en la vida. —Tal vez lo fuera o tal vez no. No tenía ni idea. Jamás se había fijado en la ropa femenina, salvo para considerarla un obstáculo a apartar en el menor tiempo posible.
Sin embargo, se daba cuenta de que el objeto que tenía entre las manos era una frivolidad: un trocito de paja, pequeños encajes y cintas.
—¿Para qué sirve? No protege del sol ni de la lluvia.
—Es un sombrero —contestó ella—. No tiene que servir para nada.
—¿Y para qué lo lleva entonces?
—¿Para qué? —repitió ella—. ¿Para qué? Es para... Es para...
Darius vio cómo ella fruncía el ceño. Esperó.
La muchacha se mordió el labio para reflexionar.
—Adornar. Devuélvamelo. Tengo que irme.
—¿Cómo? ¿No me lo pide por favor?
Aquellos ojos azules lo miraron echando chispas.
—No —respondió ella.
—Veo que los modales recaen sobre mi persona —comentó.
—Devuélvame mi sombrero.
Hizo ademán de cogerlo, pero él se colocó ese trocito inservible de tela a la espalda.
—Me llamo Darius Carsington —se presentó al tiempo que hacía una reverencia.
—No me importa —replicó ella.
—Acabo de obtener la propiedad de Beechwood —prosiguió.
La muchacha se apartó de él.
—Da igual. Quédese con el sombrero si tanto le gusta. Tengo más.
Comenzó a alejarse de él.
Ni hablar. Era muy guapa. Y el pecho que había acabado más o menos de forma accidental en su mano era muy agradable al tacto.
La siguió.
—Supongo que vive cerca —comentó.
—Al parecer no vivo lo bastante lejos —repuso ella.
—Este lugar lleva años deshabitado —continuó—. Tal vez no se ha enterado del reciente cambio de circunstancias.
—Mi padre me lo dijo. Yo... lo olvidé.
—Su padre —repitió, y su buen humor comenzó a desaparecer—. ¿Y su padre es...?
—Lord Lithby —contestó ella con voz tensa—. Regresamos ayer de Londres. El arroyo es la linde occidental. Suelo venir aquí y... Pero no importa.
No, no importaba, ya no.
Su dicción, su vestido, sus modales... todo le indicaba que se trataba de una dama. No tenía problemas con las damas. A diferencia de muchos, no se sentía atraído únicamente por las mujeres de más baja condición. Cierto que parecía un poco lenta de entendederas y que no tenía sentido del humor, pero eso no era tan importante. La existencia o la ausencia de cerebro en la mujer no le importaba en lo más mínimo. Lo que quería de ellas no tenía nada que ver con el intelecto ni con el sentido del humor.
Lo que sí le importaba era que la dama había hablado de la propiedad de su padre como adyacente a la suya. No de la de su marido.
Por tanto debía de ser la hija soltera del marqués de Lithby.
Era raro, por no decir de lo más inconveniente, que la hubiera confundido. Por regla general solía detectar a las vírgenes a cincuenta pasos. De haberse dado cuenta de que era virgen en lugar de haberla confundido con una mujer con experiencia, la habría ayudado y la habría despachado con viento fresco de inmediato. Aunque no le gustaban las ilógicas reglas de la alta sociedad, tenía una propia que le impedía seducir a inocentes jovencitas.
Como la seducción estaba fuera de discusión, no vio motivo alguno para seguir hablando con ella. Ya había malgastado demasiado tiempo.
Le tendió el sombrero.
Ella lo aceptó con expresión recelosa.
—Discúlpeme por haberla asustado o por haberla interrumpido o lo que sea que haya hecho —dijo con indiferencia—. Por supuesto, es bienvenida a mi propiedad para pasear como está acostumbrada. Me da lo mismo. Adiós y buenos días.