Capítulo VIII

Ah Chow se quedó mirando la vieja maleta abierta durante unos segundos. Luego, la cerró, salió del dormitorio, y pasó al recibidor-comedor-cocina de la pequeña casa que había estado ocupando durante treinta años.

Dejó la maleta sobre una silla, y miró a su alrededor, con expresión apagada. Pero, de pronto, sus ojos brillaron, y sonrió. Al fin y al cabo, volvía a China. Por fin, volvía a China. Y podría…

—No se mueva, Ah Chow.

La voz femenina llegó por detrás. Y Chow no se movió. Se quedó como si fuese de piedra, delante de la silla en la cual había dejado su vieja maleta, en la que sólo llevaba pequeñas cosas de muy personales recuerdos… Ni siquiera se movió cuando la hermosa mano femenina apareció por debajo de su axila izquierda, y palpó allí, y el pecho, estrujando la vieja chaqueta blanca que Ah Chow se ponía solamente en las grandes ocasiones. Siempre iba en mangas de camisa, o con algún viejo jersey, y con sandalias. Si la ocasión le parecía digna de ello, simplemente, se ponía la chaqueta, y eso era todo.

La mano recorrió su cuerpo ahora por la cintura…

—No llevo armas —musitó Ah Chow.

—Eso parece. Vuélvase.

Ah Chow se volvió. Lo primero que captó su cansada mirada fue el vestido que había llevado Ni Lian. Pero ahora no lo llevaba Ni Lian, ciertamente… Se quedó mirando los grandiosos ojos azules, la gran mata de negros cabellos alborotados…, y la boca y la nariz, hinchada la primera, machacada la segunda, pero ya sin señales de sangre seca. A lo que menos importancia concedió Ah Chow fue a la pistola que empuñaba la agente Baby.

—Ha conseguido escapar —dijo admirativamente—. ¿Cómo ha podido lograrlo?

—Ah Chow, no quiero lastimarlo, de verdad. Pero lo haré si me obliga a ello. Usted me entiende.

—Sí… Sí, la entiendo.

—Entonces, sin discusiones, sin ponernos desagradables, lléveme donde está la radio… ¿O la ha destruido ya?

—No. Tenía que esperar a que viniese Ming Pei, que haría la última llamada al submarino, para saber si todo iba bien, y avisar de que debían enviar la lancha a recogernos.

—En el submarino todo debe ir bien: recogerán los proyectiles, se los llevarán lejos de aquí, y eso es agradable para nosotros, ¿verdad, Ah Chow? Pero temo que no todas las personas que querían marchar podrán hacerlo. Vamos a la radio.

—¿Me va a impedir regresar a China?

—Yo, no. Pero, a poco que piense, comprenderá usted mismo que ya no puede volver allá. Si llega solo al submarino, será acusado de abandonar a sus compañeros. Y si dice que no los ha abandonado como parece, sino que yo le he obligado a ir al submarino, no le creerán; lo que sí creerían es que, sea como fuere, usted ha cometido traición, en un sentido u otro.

—Entonces… ¿no puedo volver?

—Me temo que no.

—¿Va a matarme?

—No diga tonterías… —sonrió Baby—. Lléveme donde está la radio, y luego solucionaremos su futuro.

Ah Chow bajó la cabeza, y pareció incapaz de moverse. La divina espía no se impacientó. Simplemente, miraba al viejo chino derrotado en su última esperanza: volver a China. Por fin, Ah Chow asintió con un gesto y comenzó a caminar, más cansado que nunca… Pasaron a la cocina, y allí, dentro de un armario que lógicamente debía contener utensilios para cocinar, Baby vio la radio cuando el anciano abrió las dos puertecillas de vieja y sucia madera.

—Colóquese ahí, donde yo pueda verlo en todo momento, y no se mueva pase lo que pase —murmuró Baby—. Ah Chow, por favor, sea sensato.

—No se preocupe; no pienso hacerme matar.

—Estupendo.

La espía se pasó la pistola a la mano izquierda, y con la derecha comenzó a mover el dial de sintonización de onda…, hasta que, de pronto, de la radio brotó la voz de hombre, tensa y esperanzada:

—¿Sí?

—Buenas noches, Simón.

—Dios mío… ¿Dónde está usted?

—Pues… Oh, un momento… —Se dirigió a Chow—. ¿Dónde estamos?

—En Cala Mareas.

—Simón, estoy en una casita pequeña y solitaria en Cala Mareas. ¿La conoce?

—Sí. ¡La hemos estado llamando para…!

—Le dije que no se preocupase, ¿verdad? Pero todo eso ya no importa ahora. Escuche atentamente, Simón; conseguí el contenido del portafolios, desde luego, pero después me vi en tales apuros que tuve que deshacerme de él…

—¡Si estaba en apuros debió…!

—No. Lo pensé, pero habría sido una auténtica batalla en el Barrio Viejo. Oh, todo eso ya no importa ahora, Simón. Lo que importa es que usted escuche bien esto, lo entienda, y pase el informe inmediatamente a quien pueda cursarlo a la Central: Emilio Palermo no debe ser elegido.

—Querrá usted decir que sí debe ser…

—He dicho que Emilio Palermo NO debe ser elegido. Así que toda nuestra presión debe ser encaminada en ese sentido. Dentro de poco, espero estar de vuelta en Washington, y yo explicaré por qué hay que orientar las elecciones hacia Apolinar Robledo. Pero si por cualquier causa, yo tuviese todavía algún tropiezo que me impida salir de Cala Mareas, envíe a alguien o vaya usted personalmente a la pensión El portalón. A esa pensión llegará mañana mismo una carta dirigida a una tal Brigitte Montfort, que es uno de los nombres que suelo utilizar en mis viajes. Si algo me ha ocurrido a mí, recoja esa carta y llévela con las máximas precauciones a nuestro jefe de Grupo, y en cuanto la lea, él comprenderá por qué Emilio Palermo NO debe ser elegido, y sí en su lugar Apolinar Robledo, el otro único candidato. ¿Lo ha entendido, Simón?

—Sí, sí.

—De acuerdo. Ahora, en cuanto cortemos este contacto, pase esta información con la indicación de máxima urgencia: Emilio Palermo NO debe ser elegido. NO. Pase lo que pase, crean lo que crean todos. Y ahora, otra cosa: respecto a Eulalio Urrea: es un traidor, así que…

—Lo han matado.

Baby se irguió bruscamente.

—¿Han matado a Urrea? ¿Quién, cuándo…?

—Esta misma noche. Y lo hemos sabido gracias al micrófono que usted dejó en su casa. Uno de los nuestros estaba continuamente a la escucha, tal como usted ordenó. Los Urrea conversaban normalmente, se retiraron a descansar… Luego, un buen rato de silencio, lógicamente. Nuestro compañero estuvo tentado de descansar él también, pero, por suerte, recordó que estaba trabajando directamente para usted… Bien, el caso es que de pronto, sonó un timbre… Alguien llamaba a la puerta. Al poco oímos otro timbrazo. Luego, la voz de Urrea gritando que ya estaba bien, que iba a abrir… En seguida su voz, muy sorprendida, incluso alarmada… Se le oye claramente preguntar: «¿Vosotras aquí? ¿Qué queréis? Esto es una…». Luego, se oyen disparos con silenciador. Se oyen perfectamente, tengo la grabación a su disposición. Luego, nada más.

—Creo saber quiénes lo han matado: las hijas de Ming Pei, Simón. Evidentemente, Eulalio Urrea me traicionó, los avisó de que yo podía ser una chica rubia. Bueno, lo siento por su mujer y su hijo, pero bien muerto está. No se debe jugar nunca doble, en espionaje. Como ya no lo necesitaban y quizá sabía demasiado, fueron las tres chinitas a matarlo. Aunque quizá sólo lo hirieron, o…

—No, no. Está muerto. Ya le digo que la estuve llamando para decírselo. Como no contestaba, decidí ir allá, por mi cuenta, y encontré…

—¿Por su cuenta? ¡Le dije que no hiciesen nada!

—Bueno, no hemos hecho nada en cuanto a complicarnos la vida, ni preocuparnos demasiado por el silencio de usted, pero lo de Urrea me pareció que era conveniente… No sé… Bien, el caso es que fui, y los vi. Están muertos, desde luego.

—¿Están muertos? ¿A quién más han matado?

—Pues… Bien…

Brigitte Montfort quedó pálida como un cadáver.

—No… —jadeó—. Dios mío, no… ¡No!

—Lo siento… Nosotros no podíamos saber… Quiero decir que nos pilló de sorpresa, no podíamos…

—Simón, ¿han… han matado también… a la mujer de Urrea?

—Sí… Sí.

—¿Y… y Lalito…?

—Sí. También. A los tres.

La voz de Simón era seca, ronca, pero muy clara, muy fácil de oír y de entender. Sin embargo, Brigitte tuvo la impresión de que la oía muy lejana, como algo irreal. Irreal como su vida misma, como su cuerpo, como su cabeza, que pareció encontrarse de pronto en una zona fría y oscura donde todo giraba, giraba, giraba… Las piernas de la espía comenzaron a temblar. Y las manos, la barbilla… Toda ella estaba temblando tan violentamente que se oía el chasquido de sus dientes unos contra otros al vibrar la mandíbula inferior como si estuviese recibiendo sacudidas eléctricas…

—Baby… ¡Baby!

La espía quiso hablar, pero de su boca sólo brotó un gemido ahogado. Se sentía tan agarrotada, tan helada, como si llevase miles de años encerrada en una cámara frigorífica.

—¡Baby…!

—E… e… estoy… bien, Si… Simón…

—¿Qué le ocurre? Parece…

—No…, no se preocupe… Ya… ya pasará…, supongo…

—Lo siento. Siento haber tenido que decírselo, pero…

—No se preocupe… Podré sobreponerme, se lo aseguro… Nos veremos luego. Ah, Simón, llevaré conmigo a un viejo chino, llamado Ah Chow. Es… es un pobre diablo que quiero enviar a casa… A la nuestra, quiero decir, a Estados Unidos, o los suyos lo matarían, seguramente. Ya le explicaré… Se lo digo para que si lo ven conmigo no se alarmen y lo maten.

—Lo tendremos en cuenta.

—Gracias… Volveré a llamarle… Ahora, envíen ese mensaje respecto a la no elección de Palermo. Hasta luego.

Cortó la comunicación, y se quedó mirando a Ah Chow, cuyo arrugado rostro estaba impasible. Se pasó una mano por la frente, y la encontró helada y perlada en sudor a la vez. Con la pistola señaló fuera de la cocina, y Ah Chow emprendió la marcha hacia la pieza grande, el recibidor-comedor-cocina. Baby llegó tras él, y se dejó caer en una silla, quedando inmóvil, con la mirada perdida. Chow miraba aquellos hermosísimos ojos, tan abiertos…, y parpadeó como sorprendido al ver aparecer las lágrimas en ellos. Grandes lágrimas brillantes, que se deslizaron por las lívidas mejillas de la mejor espía del mundo…

Durante un tiempo que pareció una eternidad, los dos permanecieron así, inmóviles, en silencio. Las lágrimas dejaron de brotar de los ojos color cielo, pero la palidez persistió, y en el surco de las mejillas todavía se veía el brillo de…

¡Moc-moc!

Baby alzó vivamente la cabeza y Ah Chow tuvo el escalofriante privilegio de presenciar el cambio en aquellas dulces facciones humedecidas por las lágrimas. La angustia, la pena, el dolor, desaparecieron bruscamente, y los ojos parecieron congelarse. Se volvieron hacia él, de pronto, con un movimiento vivo, alerta…, como un impacto.

Se puso en pie, fue hacia él, pareció vacilar, y por fin puso la mano sobre el hombro del anciano, hacia el cuello. Los finos dedos apretaron, y Ah Chow puso los ojos en blanco, y se desplomó en brazos de Baby, que lo dejó con cuidado en el suelo.

¡Moc-moc!, sonó otra vez la señal.

Brigitte Montfort se colocó a un lado de la puerta, y esperó. Oyó la llegada del coche. Luego, el silencio… Al poco, los pasos sobre el arenoso suelo, acercándose.

Y en seguida Ming Pei apareció en la casa.

—Ah Chow, ¿no has oído…?

Aspiró fuertemente el aire, su rostro se aclaró, sus ojos se abrieron mucho al ver ante él a la agente Baby, con la pistola en la mano, el brazo extendido. Y por encima de la pistola, los dos ojos, como pedazos de hielo azul.

Plop.

Ming Pei recibió la bala entre las dos cejas, y saltó hacia atrás, muerto en el acto, cayendo en brazos de la sobresaltada Chi Pa, que era la que le seguía más cerca. Tras el choque, el cadáver de Ming Pei cayó al suelo, y Chi Pa se quedó como paralizada mirando aquella pistola que apuntaba a su cabeza. Detrás de ella, casi echándosele encima al detenerse tan bruscamente, llegaron Wai Min y Ti Lai, que se quedaron tan inmóviles como su compañera de asesinatos. Las tres ejecutoras parecían estatuas, mirando aquella pistola que las apuntaba…

—Salid… —dijo Baby—. Hacia la playa. Salid.

Las tres chinitas obedecieron, siempre en silencio. Se dirigieron hacia la playa, caminando tan suavemente que podían oír a la espía americana tras ellas. Estaban ya muy cerca del agua cuando volvieron a oír su voz:

—Aquí está bien. ¿Queréis enseñarme un poco de Kempo? La otra vez no pude comprender bien la lección.

Las tres asesinas se volvieron y miraron incrédulamente las manos vacías de la espía americana. ¿Dónde estaba la pistola…?

—Estoy esperando.

Las esperaba. Cara al mar, erguida, sin guardia alguna, sin aspavientos ni bellos movimientos de lucha oriental. Las miraba y las esperaba. Eso era todo.

Ti Lai se dijo que jamás en su vida había estado tan cerca de la muerte, y que jamás nadie le volvería a conceder una oportunidad como aquélla de escapar de ella. ¿La americana esperaba que jugasen limpio…? Estaba loca.

Se dejó caer de rodillas y alzó las manos.

—Espera… —dijo—. Espera a escucharnos antes de…

Apoyó las manos en el suelo, alzó el puñado de arena y se dispuso a lanzarla a los ojos de Baby… Cuando se erguía para hacerlo, vio algo fugaz, algo brillante, como cobre… El pie derecho de Baby la golpeó en el centro de la frente, el hueso se partió, y Tai Lai cayó hacia atrás, muerta fulminantemente.

Se oyó el grito de las otras dos chinas, que reaccionaron a la vez, comprendiendo que era lo único que podían hacer, que aquella mujer quería matarlas. Se lanzaron contra ella blandiendo los puños, duros como piedras, fortísimos, capaz de partir un ladrillo de un solo golpe, entrenados a conciencia… Dispuestas a golpear a muerte, adoptaron la postura de quien pretende acorralar a la supuesta víctima, pero, efectivamente, la espía americana debía estar loca, porque, en vez de ponerse en guardia y afrontarlas adecuadamente, dio un paso hacia ellas, se introdujo entre los brazos de Chi Pa tras desviar el golpe lanzado con el derecho, y, colocándose de lado, sacudió el antebrazo derecho, como si fuese un látigo, con el dorso hacia la cara de la china.

El escalofriante ura ken alcanzó a Chi Pa en el ojo derecho, y lo reventó, como si hubiese sido un grano de uva; el nudillo del dedo corazón se incrustó brevísimamente allí, como si rebotase, como si el golpe no tuviese importancia. Pero el ura ken, uno de los más crueles atemis del judo, fue efectivo; el ojo reventó, Chi Pa lanzó un alarido, y cayó de rodillas, aullando, con las manos ante el reventado globo ocular…

Mientras Brigitte Montfort, con la frialdad de una máquina, desviaba ahora el golpe de Wai Min, le asía el brazo con las dos manos y saltaba en el aire, girando ya con fuerte impulso hacia su izquierda… Su pierna derecha pasó bajo la axila derecha de Wai Min, y se apoyó en los senos, mientras la izquierda pasaba por encima del hombro y se incrustaba en la garganta de la china. Simultáneamente, Baby giraba a la izquierda, con lo que llevó sobre la arena a la china, con duro golpe, y siempre sin soltar su brazo. Y aún estaban prácticamente en el aire las dos cuando Baby tiraba de aquel brazo hacia sí, girándolo de modo que el codo quedó apoyado en su vientre, que se curvó hacia afuera, mientras sus manos tiraban hacia abajo de la de Wai Min.

El crujido del codo al romperse fue espeluznante, y Wai Min lanzó un grito que sofocó los de Chi Pa, todavía arrodillada y lamentándose agudamente en chino. Baby soltó el brazo, giró hacia atrás, quedó de rodillas cerca de Wai Min, que yacía boca arriba, y se desplazó hacia ella… El atemi fue directo a la sien, y los gritos de Wai Min cesaron en el acto.

Luego, la espía fue hacia Chi Pa, se colocó a su lado y disparó el pie derecho, hacia la nuca de la china, en un golpe lateral, girando para darle más potencia.

También Chi Pa enmudeció, cayendo de bruces sobre la arena.

Durante unos segundos, Brigitte Montfort, alias Baby, permaneció allí, inmóvil, mirando el mar, que proseguía imperturbable su monótono canto acuático, ola tras ola…

Luego, tranquilamente, como si nada hubiese sucedido, como si nada hubiese hecho, la espía más peligrosa del mundo regresó a la casa de Ah Chow, pensando que quizá debía haber arrojado al mar el cadáver de Ni Lian, en lugar de dejarlo en la lancha, con la que había regresado efectuando el último recorrido con el motor apagado, utilizando los remos de emergencia, a fin de no hacer ruido y no alarmar al viejo chino… Pero ¿qué más daba? Si habían de encontrar los cadáveres de Ming Pei y las tres asesinas, ¿qué importancia podía tener que también encontrasen el de Ni Lian en la lancha?