Capítulo VII
Ah Chow volvió la cabeza, retorciendo su flaco cuello, que pareció más que nunca una simple piel seca llena de huesos. Margarita sólo tuvo que mover los ojos para ver a Ming Pei, que la contemplaba con amable ironía.
—Ming Pei… —murmuró el anciano—, ¿ya has terminado de hablar por la radio?
—Para ser tan viejo, Ah, tus preguntas resultan muy necias… —Se adelantó Ming Pei, tras el cual aparecieron Ni Lian y Tsui Cheng—. Y para ser tan viejo hablas demasiado.
—¿Me has oído? —Pareció apagarse la voz del anciano.
—He oído lo suficiente. Y mi curiosidad se ha despertado: ¿qué dirían en Pekín si les dijese que el viejo y muy apreciado Ah Chow se siente enfermo por participar en uno de los más grandes planes de China?
—¿Lo vas a decir? —Se tensó la voz del anciano.
—No lo sé.
—Ming, no lo hagas… —Sonó ahora temblorosa la voz de Ah Chow—. Por favor, no lo hagas. No he perjudicado a nadie, llevo más de cuarenta años trabajando para China fuera de allí, treinta años aquí… Por favor, te lo suplico…
—No suplique… —intervino Margarita—. Seguramente, a Ming Pei le satisfará mucho privar a un anciano de sus últimos platos de arroz. No suplique, Ah Chow.
—A veces —Ming Pei se acercó más a la cama donde yacía la divina espía—, las súplicas conmueven a las fieras, señorita Lucientes. ¿Nunca lo ha intentado?
—No.
—¿Nunca ha suplicado?
—No.
—¿Ni siquiera por su vida?
—Cada vez que salgo de casa me despido de mi vida.
—Pero usted… siempre ha vuelto.
—Yo siempre vuelvo, Ming Pei.
Éste se quedó mirando sonriente a la espía. Sonriente, desconcertado, admirado…
—¿Sabe usted lo que hizo el sabio Einstein con su cerebro, señorita Lucientes…? Después de muerto, se entiende.
—Lo donó, a la ciencia.
—Sí… Y muchos sabios científicos estuvieron estudiando, mucho tiempo ese cerebro prodigioso. ¿Qué dirá que encontraron?
—Nada realmente especial. Creo que pesaba sólo un poco más que el cerebro de cualquier otro hombre inteligente y que tenía unas pocas circunvoluciones más.
—Sí… En definitiva, su cerebro fue clasificado como inteligente, desde luego, pero nada que sorprendiese al mundo. Quizá su caso sea distinto.
—¿Mi caso?
—Sí… Como usted bien sabe, en muchas ocasiones nos ha… molestado mucho a los chinos. Especialmente, a los del servicio secreto, motivo por el cual, en general, no goza de muchas simpatías en China. Y siempre ha surgido la pregunta: ¿cómo puede, cómo ha podido una mujer, esa mujer, hacer tal o cual cosa? En ocasiones, usted ha solucionado complicadas situaciones a base de mucho valor; otras veces, con una inteligencia, una astucia…, una intuición verdaderamente asombrosas. Yo pienso que quizá muy pronto su corazón y su cerebro nos digan algo a los chinos que nos aclare sus grandes facultades en ambos sentidos.
—Eso quiere decir —sonrió Baby— que piensan estudiar mi corazón y mi cerebro.
—En efecto. Si no fuese por eso, ya estaría muerta.
—Bueno… Soy una chica afortunada, ¿verdad?
—Mucho… hasta ahora. ¿Por qué le interesa saber lo que está pasando ahí fuera?
—Era simple curiosidad.
—¿Le gustaría satisfacerla?
—¡Oh, sí!
Ming Pei se echó a reír.
—Tiene usted la extraordinaria cualidad de inspirar simpatía, señorita Lucientes. Y tengo la impresión de que cualquier hombre debe sentirse inclinado a complacerla. ¿Es así?
—He encontrado muchos hombres complacientes…, para desgracia de ellos.
—En ese caso, procuraré no ser demasiado complaciente. Sin embargo, si desea ver lo que está pasando ahí fuera, tendré mucho gusto en acompañarla.
—Acepto encantada. Gracias.
Brigitte puso los pies en el suelo y se incorporó. Ming Pei tuvo, por un instante, un significativo destello en sus negros ojos al contemplar aquel cuerpo que parecía de oro.
—Sí… —murmuró—. Cualquier hombre debe sentirse inclinado a complacerla.
—¿Usted no? Oh, perdón… Olvidaba que tiene tres complacientes concubinas… que son, a la vez, ejecutoras. Es de esperar que algún día se equivoquen y, en lugar de amarle, le corten el cuello.
—¡Pierda esa esperanza! —rió Pei—. ¿Vamos?
—¿No podría darme alguna ropa?
—Me pareció que usted no tenía frío.
—No, pero…
—Oh, vamos, señorita Lucientes… La noche es hermosa, la brisa agradable… Se sentirá muy bien tomando el fresco. Ah Chow, ve a la radio por si hay alguna llamada.
—Sí, Ming… —murmuró el anciano, retirándose rápidamente, arrastrando los pies.
—Es un pobre viejo… —susurró Baby—. ¿Le privará de la felicidad de sus últimos días en China, Pei?
—No se preocupe más que por usted… —Frunció el ceño Ming Pei—. Venga, verá…
—¿Qué pretendes? —masculló Tsui Cheng—. Esta mujer es demasiado peligrosa para jugar con ella, Ming.
—Pues no lo olvides cuando la lleves hacia el submarino en la lancha —replicó rápidamente Ming Pei—. Y mientras yo paseo con ella, vosotros dos id a ver si llegan Ti Lai, Wai Min y Chi Pa: ya deben haber terminado el trabajo en Santoña.
—¿Qué trabajo? —Palideció Margarita.
Ming Pei la miró, movió la cabeza y la tomó de un brazo.
Vamos allá. Y espero que su curiosidad quede satisfecha.
Salieron de la casa, y Margarita se volvió para mirarla cuando se hubieron alejado unos pasos en dirección opuesta a Tsui Cheng y Ni Lian. Una pequeña casa cerca de la playa, eso era todo. A un lado, distinguió la forma de una pequeña barca de pesca. Un poco más atrás había una camioneta grande con todas las luces apagadas.
Y, en efecto, había grandes formaciones rocosas hacia la parte sur de la cala. Del mar llegaba una brisa más bien fría, y la arena en la que hundía sus pies también estaba fría, pero era fina, como una caricia…
—¿Ve algo interesante? —preguntó Pei.
—No.
—Pronto lo verá. Naturalmente, escogimos un lugar adecuado para esta operación: por aquí no suele venir nadie, y menos de noche. Hacia el norte hay playas mucho mejores y limpias. A esta cala, debido a las corrientes, suele llegar toda la basura de esta parte de la costa. De noche parece… romántica. Pero de día es repugnante. ¿Todavía no ve nada interesante?
—Todavía no. Hay luna nueva, la noche es oscura… No veo nada que llame mi atención.
Caminaron un poco más, llegaron a las rocas, y Ming Pei la tomó de un brazo para ayudarla a subir por ellas. Por un instante, la divina espía tuvo la tentación de matar a Ming Pei… Podía hacerlo sólo con los pies. Lo único que tenía que hacer era aplicarle al chino un talonazo en la sien, en el punto preciso, y sabía que lo mataría en el acto. Podía hacerlo. Pero… ¿no sería eso precipitar las cosas? Si lo mataba en aquel momento, no obtendría ninguna ventaja, porque seguramente había muchos hombres por allí, y ella seguía atada. Aunque con menos fuerza. De cuando en cuando tensaba los brazos hacia el exterior y, salvo que estuviese muy equivocada, las cuerdas iban cediendo, muy poco, muy lentamente, pero lo suficiente para llevar a su ánimo la esperanza…
Dejó de pensar, de pronto, al ver aquellas formas en el agua. Grandes manchas un poco más claras que el mar, sólo iluminado por la luz de las estrellas… Eran bastante grandes, rectangulares. Debían ser las balsas desmontables. Y en seguida vio otras formas, más pequeñas, brillantes moviéndose alrededor de ellas.
Cuando miró a Ming Pei captó en los ojos de éste el brillo de las estrellas.
—Exactamente doce hombres —dijo el chino—. Vinieron en la camioneta, claro está. Son los destinados a esta operación en tierra firme, y durante muchos meses han estado colocando proyectiles atómicos en unas grutas… ¿Se lo ha contado Ah Chow?
—No —mintió Brigitte, en ayuda del anciano.
—Teníamos que lanzar esos proyectiles en determinadas circunstancias —murmuró Ming Pei—, pero usted lo ha estropeado todo.
—¿Qué objetivos tenían esos proyectiles? ¿Ciudades?
—Sí. Hay cuatro grandes proyectiles: cuatro ciudades… Las más importantes de San Santo.
—Eso quiere decir, contando la capital, que habrían disparado hacia unos objetivos donde hay… alrededor de un millón de personas en total.
—Sí.
Baby se estremeció y no de frío. Clavó la mirada en el mar, y a cada segundo que pasaba iba viendo con más claridad a los hombres-rana, remolcando grandes piezas cilindricas que iban acomodando en las dos balsas. Bien… Al menos, de algo había servido su intervención. ¿Sabría alguien alguna vez, aparte de los chinos, que un millón de habitantes de San Santo debían la vida a una muchacha norteamericana llamada Brigitte Montfort? ¿Realmente…?
El rumor de un motor llegó de pronto hasta ella. Miró hacia el norte, pero todavía tardó unos segundos en ver la blanca cola de espuma sobre las aguas.
—Ahí llega la lancha para llegar hasta el submarino —dijo Ming Pei—. Primero se irán usted, Tsui Cheng y Ni Lian. Luego, un tripulante del submarino vendrá con la lancha a recogernos a mí y a mis tres… hijas.
Se echó a reír, y empujó suavemente a Margarita hacia la playa.
Poco después, llegaron adonde se había detenido la lancha, varada en la arena. Junto a ella había un hombre que, tras cambiar unas palabras con Ming Pei, se dirigió hacia la camioneta…
Ming Pei deslizó ambas manos por el cuerpo de Baby.
—Me parece que tiene usted frío. Será mejor que volvamos a la casa.
—Es usted muy considerado.
—Quizá tenga razón… —Se quedó él mirándola dubitativo—. Quizá estoy siendo incluso un poco estúpido teniendo a mi disposición una mujer tan hermosa…
La empujó, de pronto, trabándole un pie, y Margarita, desprevenida, cayó sobre la arena, de espaldas. Inmediatamente, Ming Pei saltó sobre ella y le puso las manos en los hombros, apretando con fuerza.
—De vez en cuando… —jadeó— me gusta embrutecerme con una mujer blanca…
Sucedió lo que menos esperaba: Margarita alzó la cabeza fuertemente y golpeó con su frente en la de Ming Pei, que lanzó un grito y dejó de presionar los hombros femeninos. En el acto, no supo cómo, se encontró volando de lado, para caer poco menos que hundiendo la cara en la arena. Por instinto, Ming Pei comprendió que no podía entretenerse en pequeñeces. Giró en seguida, y así, el puntapié que le habría alcanzado de lleno en la sien, matándolo en el acto, pasó rozando su nuca. Comenzó a ponerse en pie, y la pantera de piel dorada fue tras él, lanzando otro atemi con el pie.
Esta vez, Ming Pei no había sido lo bastante rápido: el golpe le alcanzó de lleno en la boca y la nariz, con una potencia escalofriante, tirándolo de espaldas, echando un chorro de sangre.
Y la pantera no iba a tener piedad alguna, desde luego.
Otro puntapié hubiese alcanzado a Pei si éste, sobreponiéndose a todo dolor, no hubiera girado de nuevo, para ponerse rápidamente de rodillas. Y tras él, la pantera…, que se detuvo en seco al ver aparecer la pistola en la mano del chino.
—Te voy a matar… —jadeó Pei—. ¡Te voy a matar, puerca maldita…!
Justo en aquel instante, se oyó el sonido de un claxon.
Pero ninguno de los dos miró hacia el camino. En la oscuridad, sólo disipada levemente por la luz estelar, ambos se quedaron mirando fijamente. Ming Pei, vacilando entre matarla o no. Baby, lista para saltar en cuanto viese en el reflejo de aquellos ojos la decisión de hacerlo…
¡Moc-moc!, sonó de nuevo el claxon.
Un par de destellos de las luces del coche pasaron brevísimamente por encima de ellos. Se oía ya el motor del coche.
Lentamente, Ming Pei se puso en pie, y se guardó la pistola. Cuando habló, su tono era tan natural, tan suave, que la piel de Brigitte Montfort vibró en un frío repeluzno.
—Será mejor que vayamos hacia la casa, señorita Lucientes; mis hijas ya han llegado.
Margarita no se hizo repetir la orden. Si Ming Pei se tomaba las cosas así, mejor. No sería ella quien se hiciese matar estúpidamente…, sobre todo cuando estaba notando que las cuerdas que la sujetaban iban cediendo ya de un modo indudable.
Cuando llegaron ante la casa, un coche estaba estacionado junto a la camioneta, y Ni Lian, Tsui Cheng y las «hijas» de Pei, que les habían visto acercarse, les esperaban delante de la puerta.
Ming Pei preguntó algo, recibió respuesta de Wai Min, y asintió con la cabeza. Al acercarse más, la luz dio de lleno en su rostro, y, en el acto, todas las miradas fueron hacia Margarita. Ni Lian preguntó, y Ming Pei hizo un gesto brusco con la mano, y entró en la casa.
Detrás de él, tras ligera vacilación, entraron Cheng y Ni Lian. Wai Min señaló hacia dentro, y Margarita se dirigió hacia la puerta… Recibió en los riñones tal golpe que cayó de rodillas, desencajado el rostro, desorbitados los ojos… Y en seguida, recibió otro golpe, debajo de la oreja derecha y hacia la nuca, que la tiró de bruces, desvanecida.
Al parecer, las «hijas» de Ming Pei se sentían disgustadas por lo sucedido a su «padre».
La despertó el rumor de unas voces. Abrió los ojos, y vio miles de estrellas en el negro cielo. Volvió la cabeza y vio al viejo Ah Chow, acuclillado junto a ella.
—Todavía está viva… —musitó el anciano—. Tiene que ser usted muy fuerte, Baby.
Ella movió la cabeza para mirar detrás de Ah Chow, y vio a las tres personas que estaban hablando de pie. Eran Ni Lian, Tsui Cheng y otro chino.
—¿Dónde está Ming Pei? —musitó.
—Ha regresado a Santoña, a recoger algunas cosas. Luego él, sus tres concubinas y yo nos iremos con la lancha… No va a quedar en San Santo prácticamente ninguno de los que hemos intervenido en esto. Los hombres que han cargado los proyectiles se van a ir en seguida con la camioneta hacia la ciudad, y desde allí, irán abandonando el país, por medios diferentes y espaciados. Usted, Ni Lian y Tsui Cheng van a partir ahora mismo hacia el submarino.
—¿Y las balsas con los proyectiles?
—Están ya lejos, en el mar, con dos hombres en cada una. Ésos se quedarán en el submarino.
—¿Y por qué no se van todos en el submarino?
—Porque los demás seguirán trabajando en el continente sudamericano. Hablan muy bien el español, están muy bien entrenados.
—Entiendo. Señor Chow, todavía está usted a tiempo…
—¿De qué?
—De salir con bien de esta situación. Creo que conozco ya a Ming Pei. Él le buscará molestias a usted en China.
—Sí… Me temo que así lo hará.
—Ayúdeme… Ayúdeme a escapar, y lo llevaré a Estados Unidos conmigo. Allí, hasta el fin de su vida, tendrá mucho más que un plato de arroz… Le aseguro…
—No siga… —cortó el anciano, con voz tensa—. La creo a usted, pero… no puedo hacerlo. ¡No puedo!
—Sí puede. Sólo tiene que soltar mis manos. Ah Chow, sólo eso… Suelte mis manos, y su vida tendrá un lento y plácido final en el lugar que usted elija de Estados Unidos.
—Creí… que usted nunca suplicaba…
—No estoy suplicando; le estoy proponiendo un trato que nos beneficiará a ambos.
—No… ¡Y no hable más de esto! ¡No puedo hacerlo! Quizá lo habría hecho si además de salvar su vida, hubiese evitado el lanzamiento de esos proyectiles. Pero los proyectiles están ya lejos, no serán disparados… ¡No puedo traicionar a China por la vida de usted!
—¿Y la suya propia?
—¿Mi vida? —Ah Chow sonrió, de pronto—. Bueno, si no he perdido la cuenta tengo noventa y dos años… ¿Qué encontraría yo, a esta edad, en Estados Unidos? No… Se lo agradezco, de veras, pero no puedo hacerlo… Han sido muchos años de vivir lejos de China… No. Ahora, voy a volver, a por mi plato de arroz… Y si no me lo dan… lloraré por todos ellos. Lo siento.
—Espero que le den su plato de arroz —murmuró Brigitte Montfort.
Quedaron silenciosos, mirándose. Por fin, el viejo Ah Chow bajó la mirada…, y con ello, se perdió la temblorosa pero comprensiva sonrisa de la espía más hermosa del mundo.
—Ah Chow —llamó Tsui Cheng.
El viejo se puso en pie y se reunió con sus amigos. Todavía charlaron un par de minutos más. Luego, el chino desconocido se alejó, y al poco se oyó el motor de la camioneta, que se fue perdiendo en la distancia… Finalmente, todo quedó en silencio. Excepto el rumor del mar, suave, monótono, sedante.
—Póngase en pie. Nos vamos.
Margarita se puso en pie y miró a Ah Chow, que bajó la cabeza, dio media vuelta, y entró en la casa…, mientras Tsui Cheng empujaba rudamente a la espía norteamericana.
—Hacia la playa; nos vamos en la lancha.
Comenzó a caminar, procurando no mover las manos, porque ellos podían, quizá, darse cuenta de que tenían una cierta libertad. Se concentró con todas sus fuerzas en no mover las manos mientras Ni Lian y Tsui Cheng caminasen tras ella… Sus pies se hundieron en el agua, sólo hasta los tobillos. Una agua espumosa, que, sorprendentemente, estaba un poco tibia. Seguramente, conservaba el calor de todo un día de sol…
Subió a la lancha, y Tsui Cheng lo hizo tras ella, empujándola hasta sentarse en la pequeña cubierta de popa. Luego, sacó una pistola, que entregó a Ni Lian, murmurando algo. La china se sentó en el banquillo lateral, mirando fijamente a Baby. Tsui Cheng puso en marcha la lancha, que partió como saltando, con poderoso zumbido. Pero en seguida aminoró la velocidad, manteniendo el motor a menos revoluciones…
Baby cerró los ojos para evitar que Ni Lian pudiera ver en ellos la expresión de la esperanza, casi del triunfo…, mientras movía las manos lentamente, con gran cuidado, soltando sus ligaduras, que estaban cediendo ya definitivamente. En menos de dos minutos, supo que podría mover sus manos con toda libertad. Sólo entonces abrió los ojos, y miró a Ni Lian, que seguía observándola con gran fijeza.
—Tengo frío… —dijo la divina espía—. ¿No podría taparme con algo? Una manta o un saco…
—Llegaremos pronto al submarino —dijo Ni Lian.
Tsui Cheng volvió la cabeza, miró a ambas y luego se dedicó de nuevo a los mandos.
—Por favor… —pidió Brigitte—. ¡Voy a morirme de frío, a esta velocidad el viento me está atravesando!
—Cállese. Ya le he dicho que llegaremos pronto.
—Puerca… —Insultó Baby—. ¡Puerca y asquerosa china! ¡Sois la raza más repugnante que…!
No tuvo por qué seguir mintiendo insultos que no sentía hacia la raza china. Su objetivo se cumplió: Ni Lian lanzó una exclamación de furia, y se acercó a ella, alzando la pistola sobre su cabeza.
En realidad, se dio cuenta, vio la mano de Baby subiendo hacia ella… Pero fue sólo algo fugaz, tan veloz, que Ni Lian no pudo hacer nada por evitarlo: el tremendo shuto la alcanzó de lleno en la garganta, de abajo a arriba, como un lanzazo; los dedos índice, corazón y anular de la mano de Brigitte Montfort, juntos, rígidos y duros como una pieza de acero, se le clavaron por debajo de la barbilla, matándola en el acto, y tirándola de espaldas hacia Tsui Cheng, que había vuelto la cabeza al oír los insultos, y comenzando a sonreír al observar la furiosa reacción de Ni Lian, que, esperaba, iba a tener dolorosas consecuencias para Margarita Lucientes.
Lo sucedido, en menos de medio segundo, lo dejó tan paralizado de asombro que ni siquiera pudo evitar que Ni Lian chocase contra él y rebotase, cayendo de bruces sobre la cubierta.
Y para cuando Tsui Cheng quiso reaccionar, también era demasiado tarde. La pantera saltó en su dirección, alzó la mano derecha, y descargó un fortísimo hachazo hacia la cabeza de Cheng, que lo único que pudo hacer fue alzar su brazo derecho para protegerse.
Lo consiguió ciertamente…, pero el hueso de la muñeca crujió, y la mano pareció quedar colgando como si no perteneciese a aquel brazo. El alarido de Tsui Cheng fue tan fuerte que bien pudo llegar a los más alejados confines del mar…, si no hubiese sido cortado rápidamente por el siguiente golpe, ahora de, revés, también con el canto de la mano, sobre su oreja derecha… Cheng saltó violentamente hacia la izquierda, chocó contra la borda, se volvió, para mirar a Margarita Lucientes con los ojos casi fuera de las órbitas… y recibió el ura tsuki en la frente.
Cuando pasó por encima de la borda, hacia el mar, ya estaba muerto.