LAS MANCHAS DE SIMÓN

Mircia y Simón, madre e hijo, trabajaban como sirvientes libres en el palacio del gobernador de Galilea.

Mircia había enviudado y por eso aquel rincón de servidumbre, donde permanecía gracias a que su hijo ya estaba en edad de trabajar, era una buena estrella.

Aquel día de verano, Simón se dirigía a las caballerizas cargando unos aperos.

Cuando vio al eunuco ya era demasiado tarde para desviar el camino, cosa que de buena gana hubiese hecho porque lo avergonzaba pasar frente a él sin dirigirle la palabra, y lo apenaba apartar con brusquedad a Disys cuando el perro se acercaba a saludarlo. Pero ambas cosas debía hacer puesto que Mircia se lo exigía.

Algunas veces, Simón se había sentado junto al eunuco para escucharlo contar su historia de amor. Pero eso se había acabado.

—Mantente lejos de la impureza, Simón. Lo más lejos posible —le había ordenado su madre.

Eran difíciles los pasos que debía dar hasta el sitio donde estaba Diamel, que lo miraría pasar sin rabia ni altanería, tan solo cansado de su destino.

Tal vez por culpa de la viudez temprana, Mircia se había transformado en una mujer dura, inflexible a la hora de señalar las más mínimas faltas a las normas, cualquier corrimiento de la disciplina, cualquier mota de polvo.

Y Simón, por ser el más amado, era también el más exigido.

—Jamás vuelvas a acercarte al eunuco.

A los catorce años, Simón era lo que toda la ciudad de Nazareth consideraba un buen hijo. Y obraba a diario como el cielo de Nazareth lo pedía. Pero Mircia no veía en ello nada más que el cumplimiento de un deber.

Por todo eso, Simón pasó frente al eunuco sin mirarlo, y empujó a Disys con el pie.

—Si así fue castigado —decía Mircia— ha de merecerlo. Y si lo merece, nosotros debemos alejarnos de su mal. ¿Lo comprendes?

Simón cargaba el fardo a sus espaldas, sosteniéndolo con ambos brazos.

A Simón le gustaba el calor del verano y, aquella tarde, el calor sobraba. Cuando terminara la tarea, podría jugar con las bolitas de mármol.

En las noches calurosas, su madre dejaba abierta la puerta de la pequeña casa de piedra que, junto a otras, se alzaban en la parte trasera del palacio. La puerta abierta a la noche era, para Simón, un tesoro más valioso que las caballerizas del gobernador.

Por sostener los aperos a las espaldas, los brazos de Simón estaban muy cerca de su rostro. Por esa causa, notó una mancha de harina, de polvo, una blancura que iba a sacudirse apenas dejara su carga.

Descargó. Acarició a un caballo que quería especialmente.

Al salir de la caballeriza, volvió a ver la mancha de harina, de polvo, de alguna cosa que sacudió y sacudió, pero que no se iba...

Simón se detuvo para mirarla bien. Era blanquecina y estaba ligeramente hundida.

Esa noche, sin embargo, Mircia abrió la puerta. La noche de verano era bella, y Simón olvidó el asunto.

Lo recordó a la mañana siguiente, cuando fue a lavarse.

Lo olvidó durante los trabajos de la mañana.

Lo recordó mientras comía una pera y el jugo le chorreó por el antebrazo.

Lo olvidó hasta el otro día.

En el río, cuando se bañaba, se encontró otras manchas semejantes en el muslo derecho.

Lo olvidó jugando con las bolitas de mármol.

Esa noche, su madre le preguntó por qué hacía ruido para respirar, y él no quiso contarle que sentía dolor en el interior de la nariz. Pero luego Mircia volvió a abrir la puerta y él volvió a olvidarlo.

Lo recordó al levantarse con los pies entumecidos.

Lo olvidó mientras cepillaba los caballos.

Lo recordó cuando se le durmió la lengua.

Quiso olvidarlo y ya no pudo.

Porque a partir de entonces solo quiso olvidarlo, Simón solo quiso evitar que la palabra se completara en su cabeza, lo impronunciable no debía pronunciarse, lo impensable no debía pensarse, había una palabra que olvidar, solo taparse los brazos para que nadie lo viera, que no lo vieran hasta que se sanara, porque sanaría, no era eso, esa palabra, era otra cosa, otra cosa, otra cosa, un día, mañana mismo, se irían las manchas, se irían los bultos que le habían crecido adentro de la nariz y sobre los dientes, no la pronuncies, no la pienses, Mircia lo decía a diario, quien recibe tales sufrimientos merecidos los tiene, nadie, ni su propia madre..., ¿a quién podía mostrarle aquello para que le dijeran no temas, Simón, ya pasará? Nadie, ni su propia madre que siempre decía lo que decía, Diamel, solo a Diamel, él sabía de esas soledades, corre para que el eunuco te diga que no es nada, que sanarás pronto, no pronuncies la palabra, no la pienses...

Simón llegó temblando adonde Diamel acostumbraba sentarse, por las tardes, a componer canciones.

Esta vez, Disys se quedó escondido tras las piernas de su dueño.

El eunuco esperaba, intentando no reflejar en sus ojos el aspecto desolador que Simón traía consigo. Pero la voz de Mircia se interpuso de nuevo entre Simón y Diamel:

“Aléjate del impuro” “Aléjate del perverso que se ha ganado el dolor con sus pecados”.

Y Simón corrió lejos de allí, sin decir nada.

Él no era un eunuco, no era un impuro, no era un leproso.