III
—¡Cucú!
—¡Once! —exclamó con voz solemne Adambis; y mientras el reloj repetía: «¡Cucú!», en vez de decir: «¡Doce!», Judas calló y oprimió el botón negro.
Los comisionados permanecieron inmóviles en sus respectivos asientos. El doctor y su esposa se miraron: pálido él y serio; ella, pálida también, pero sonriente.
—Te confieso —dijo Evelina— que al llegar el momento terrible temía que me jugaras una mala pasada.
Y apretó la mano de su marido, que tenía cogida por debajo de la mesa.
—¡Ya estamos solos en el mundo! —exclamó el doctor con voz de bajo profundo, ensimismado.
—¿Crees tú que no habrá quedado nadie más?…
—Absolutamente nadie.
Evelina se acercó a su marido. Aquella soledad del mundo le daba miedo.
—De modo que, por lo pronto, todos esos señores…
—Cadáveres. Ven, acércate.
—¡No, gracias!
El doctor descendió de su trono y se acercó a los bancos de los comisionados. Ninguno se había movido. Todos estaban perfectamente muertos.
—Los más de ellos dan señales de haber sucumbido antes de la descarga, de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a muchos en el resto del mundo.
—¡Qué horror! —gritó Evelina, que se había asomado a un balcón, del que se retiró corriendo. Adambis miró a la calle, y en la gran plaza que rodeaba el palacio vio un espectáculo tremendo, con el que no había contado, y que era, sin embargo, naturalísimo.
La multitud, cerca de 500 000 seres humanos que llenaban el círculo grandioso de la plaza, formando una masa compacta, apretada, de carne, no era ya más que un inmenso montón de cadáveres, casi todos en pie. Un millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con expresión de espanto en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos crispados. Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre estos se inclinaban otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres, y más adentro ya no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos unos a otros; muchos estaban todavía de puntillas, con las manos apoyadas en los hombros del que tenían delante. Ni un claro había en toda la plaza. Todo era una masa de carne muerta.
Balcones, ventanas, buhardillas y tejados, estaban cuajados de cadáveres también, y en las ramas de algunos árboles, y sobre los pedestales de las estatuas yacían pilluelos muertos, supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos. ¡Había asesinado a toda la humanidad! Dígase en su descargo que él había obrado de buena fe al proponer el suicidio universal.
¡Pero su mujer!… Evelina le tenía en un puño.
Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.
Cuando vio que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella matanza.
—¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?…
El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.
Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.
Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.
Merced a ciertos menjunjes, el doctor se aisló de la corriente mortífera; mas, para probar la fe de Evelina, no quiso untarla a ella con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en su palabra de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la conmoción mortal que debía acabar con el género humano.
Evelina estaba satisfecha de su marido. Pero aquello de quedarse a solas en el mundo con él, era muy aburrido.
—¿Y cómo vamos a salir de aquí? Imposible atravesar esa plaza; esa muralla de carne humana nos lo impedirá…
El doctor sonrió. Sacó del bolsillo del chaleco un pedacito de tela muy sutil; lo estiro entre los dedos, lo dobló varias veces y lo desdobló, como quien hace una pajarita de papel; resultó un poliedro regular; por un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después de meterse una pastilla en la boca, el poliedro fue hinchándose, se convirtió en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de bolsillo, mueble muy común en aquel tiempo.
—¡Ah! —dijo Evelina—, has sido previsor, te has traído el globo. Pues volemos, y vamos lejos; porque el espectáculo de tantos muertos, entre los que habrá muchos conocidos, no me divierte. La pareja entró en el globo, que tenía por dentro todo lo necesario para la dirección del aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.
Y volaron.
Se remontaron mucho.
Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.
Sabía Adambis que donde quiera que posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!
Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida… «Ver cadáveres extranjeros no la espantaría». Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul… menos mal; pero tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres… eso no; no se atrevía a tanto. ¡Todos muertos!, ¡qué horror! Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de Adambis a la tierra.
Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje. El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. No se estaba mal allí.
Pero de repente se acordó de algo. Volvióse al doctor, y dijo:
—Chico, tengo hambre.
El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie de petaca, y de esta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del doctor mismo. Con aquel cigarro-comestible se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.
—No; quiero comer de veras. Vuestra comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo; como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse, sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran preparados el Emperador y la Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia; anda, y a escape, a toda máquina!…
Adambis, pálido de emoción, con voz temblorosa; a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a decir:
—Evelina; ya sabes… que siempre he sido esclavo voluntario de tus caprichos… pero en esta ocasión… perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este globo, que descender a la tierra… a robarle la comida a cualquiera de mis víctimas. Asesino fui; pero no seré ladrón.
—¡Imbécil! Todo lo que hay en la tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante…
—Evelina, pide otra cosa. Yo no bajo.
—Y entonces… ¿nos vamos a morir aquí de hambre?
—Aquí tienes mis cigarros de alimento.
—Pero ¿y en concluyéndolos?
—Con un poco de agua y de aire, y de dos o tres cuerpos simples, que yo buscaré en lo más alto de algunas montañas poco habitadas, tendré lo suficiente para componer sustancia de la que hay en estos extractos.
—Pero eso es muy soso.
—Pero basta para no morirse.
—¿Y vamos a estar siempre en el aire?
—No sé hasta cuándo. Yo no bajo.
—¿De modo que yo no voy a ver el mundo entero? ¿No voy a apoderarme de todos los tesoros, de todos los museos, de todas las joyas, de todos los tronos de los grandes de la tierra? ¿De modo que en vano soy la mujer del Dictador in articulo mortis de la humanidad? ¿De modo que me has convertido en una pajarita… después de ofrecerme el imperio del mundo?…
—Yo no bajo.
—¿Pero, por qué?, ¡imbécil!
—Porque tengo miedo.
—¿A quién?
—A mi conciencia.
—¿Pero hay conciencia?
—Por lo visto.
—¿No estaba demostrado que la conciencia es una aprensión de la materia orgánica en cierto estado de desarrollo?
—Sí estaba.
—¿Y entonces?…
—Pero hay conciencia.
—¿Y qué te dice tu conciencia?
—Me habla de Dios.
—¡De Dios! ¿De qué Dios?
—¡Qué sé yo!, de Dios.
—Estás incapaz, hijo. No hay quien te entienda. Explícate. ¿No te burlabas tú de mí porque predicaba, porque iba a misa, y me confesaba a veces? Yo era y soy católica, como casi todas las señoras del mundo habían llegado a serlo. Pero eso no me impedía reconocer que tú, como casi todos los hombres del mundo, tendrías tus razones para ser ateo y racionalista, y recordarás que nunca te armé ningún caramillo por motivos religiosos.
—Es cierto.
—Pero, ahora, cuando menos falta hace, te vienes tú con la conciencia… y con Dios… Y a buena hora, cuando ya no hay quien te absuelva, porque las mujeres no podemos meternos en eso. Eres tonto, Judas, siempre lo he dicho, eres un sabio muy tonto.
—Pues yo no bajo.
—Pues yo no fumo. Yo no me alimento con esas porquerías que tú fabricas. Todo eso debe de ser veneno a la larga. A lo menos, hombre, descendamos donde no haya gente… en alguna región donde haya buena fruta… espontánea, ¡qué sé yo! Tú, que lo sabes todo, sabrás dónde hay de eso: guía.
—¿Te contentarías con eso… con buena fruta?
—Por ahora… sí, puede.
Adambis se quedó pensativo. Él recordaba que entre los modernísimos comentaristas de la Biblia, tanto católicos como protestantes, se había tratado, con gran erudición y copia de datos, la cuestión geográfico-teológica del lugar que ocuparía en la tierra el Paraíso.
Él, Adambis, que no creía en el Paraíso, había seguido la discusión por curiosidad de arqueólogo, y hasta había tomado partido, a reserva de pensar que el Paraíso no podía estar en ninguna parte, porque no lo había habido. Pero era lo cierto que, hipotéticamente, suponiendo fidedignos los datos del Génesis, y concordándolos con modernos descubrimientos hechos en Asia, resultaba que tenían razón los que colocaban el Jardín de Adán en tal paraje, y no los que le ponían en tal otro sitio. La conclusión de Adambis era que: «si el Paraíso hubiera existido, sin duda hubiera estado donde decían los doctores A. y B., y no donde aseguraban los PP., X. y Z.».
De esta famosa disensión y de sus opiniones acerca de ella, le hicieron acordarse las palabras de su mujer: «¡Si la Biblia tuviera razón! ¿Si todo eso hubiera sido verdad?». ¡Quién sabe! Por si acaso, busquemos.
Y después de pensar así, dijo en voz alta:
—Ea, Evelina, voy a darte gusto. Voy a buscar eso que pides: una región no habitada que produce espontáneos frutos y frutas de lo más delicado.
Y seguía pensado el doctor: «Dado que el Paraíso exista y que yo dé con él, ¿será lo que fue? ¿Seguirá Dios haciéndole producir tan sabrosos frutos? ¿No se habrá estropeado algo con las aguas del diluvio? Lo que es indudable, si la Biblia dice bien, es que allí no ha vuelto a poner su planta ser humano. Esos mismos sabios que han discutido dónde estaba el Paraíso no han tenido la ocurrencia de precisar el lugar, de ir allá, buscarlo, como yo voy a hacer.
»Ellos decían: debió de estar hacia tal parte, cerca de tal otra; pero no fueron a buscarle. Tal vez yo lo encuentre. Y bajando en globo, aunque los ángeles sigan a la puerta con espadas de fuego, no me impedirán la entrada.
»¡Oh, sí, busquemos el Paraíso! Paraíso para mí, porque será el único lugar de la tierra desierto: es decir, que no sea un cementerio; único lugar donde no encontraré el espectáculo horrendo de la humanidad muerta e insepulta».
Abreviemos. Buscando, buscando, desde el aire con un buen anteojo, comparando sus investigaciones con sus recuerdos de la famosa discusión teológico-geográfica, Adambis llegó a una región del Asia Central, donde, o mucho se engañaba, o estaba lo que buscaba. Lo primero que sintió fue una satisfacción del amor propio… La teoría de los suyos era la cierta… El Paraíso existía y estaba allí, donde él creía. Lo raro era que existiese el Paraíso.
El amor propio por este lado salía derrotado.
Y todavía quería defenderse gritándole a Judas en la cabeza: «¡Mira, no sea que te equivoques! No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un bajá de siete colas…».
El paisaje era delicioso; la frondosidad, como no la había visto jamás Adambis. Cuando él dudaba así, de repente, Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:
—¡Ah, Judas, Judas!, por aquel prado se pasea un señor… muy alto, sí, parece alto… de bata blanca… con muchas barbas, blancas también…
—¡Cáscaras! —exclamó el doctor, que sintió un escalofrío mortal.
Y dirigiendo su catalejo hacia la parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:
—No hay duda… es él. ¡Él, mejor dicho!
—Pero ¿quién?
—¡Yova Elohim! ¡Jehová! ¡El Señor Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!…