II

Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues curas nunca faltan; y don Fermín Zaldúa, siempre que veía unos manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él le había replicado.

Ese era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.

No se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno, para que haya quien gane. Si en los negocios se hicieran tablas como en el juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el otro negocio: «A Dios —se decía— no he de engañarle, y el caso no es buscar disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna, hay un Dios en los cielos, que es acreedor de todos; todos le deben todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que debo a sus deudores, unifico mi deuda, y para mayor comodidad me valgo del banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia. ¡Magnífico! Valor recibido y andando. Negocio hecho».

Comprendió Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus rentas en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el mejor reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para los pobres, para las cansas pías, no han de postular donde no hay de qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea de lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de dar. Ello fue que en cuanto quiso, Zaldúa vio su palacio lleno de levitas y tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró por las puertas tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel lujo empezó a oler así como al incienso; y los tapices y la plata y el oro labrados de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y grandezas de mil géneros, llegaron a parecer magnificencias de una catedral, de esas que enseñan con tanto orgullo los sacristanes de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, etc., etc.

Limosnas abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que se distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases, todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.

Mas, como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de contribuir con prestaciones personales, don Fermín, que cada día fue tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la práctica devota, y en manos de su director espiritual y administrador místico don Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral, fue convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del Corazón de Jesús; y lo que importaba más que todo, ayunó, frecuentó los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó cuanto le mandaron creer, aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó a ser el borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que don Mamerto, el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de tantos posibles, le llamaba para sus adentros el Toisón de Oro.