EL MOSQUITO
También los mosquitos son «moscas». Bien es verdad que con su esbelto abdomen y sus largas y delicadas patas tienen un aspecto completamente distinto al de las gordas moscardas zumbadoras. Pero no vamos a dejarnos confundir por tales apariencias. No tienen más que dos alas, por lo que son moscas. Como en todos los de su estirpe, en el lugar donde deberían estar las alas posteriores se encuentran los pequeños halterios.
Las moscas comunes, cuando se presentan aisladas y cuando uno se encuentra con el estado de ánimo apropiado, pueden llegar a despertar ciertas simpatías. Los mosquitos, también llamados cínifes o cénzalos, es muy difícil que tengan amigos. Solapada y alevosamente, con frecuencia imperceptibles, se acercan volando, e introducen, sin que nos demos cuenta, sus finos picos chupadores a través de nuestra piel,[1] y tanto más persistente es entonces el escozor que ocasionan sus picaduras.
¿POR QUÉ ESCUECEN LAS PICADURAS DE LOS MOSQUITOS?
Muchas personas suelen diferenciar entre dos tipos de animales: los útiles y los dañinos. En el fondo se asombran de que existan estos últimos. Y es que no pueden renunciar a la idea de que el hombre deambula sobre la Tierra como la figura principal, por lo que el único sentido que tienen todas las demás cosas es el de estar a su servicio.
Quien se contemple a sí mismo con los ojos abiertos, llegará a una conclusión bien distinta. Advertirá que hasta los más insignificantes seres vivos se encuentran provistos, a su manera, con igual cuidado que el arrogante género humano, de todo cuanto es necesario para entablar la ruda lucha por la existencia. Hemos comparado ya, y no en favor nuestro, los órganos respiratorios de los insectos con los del hombre; los mosquitos poseen instrumentos de vuelo de una gran perfección; la construcción y el funcionamiento de sus probóscides picadoras causarían la admiración de cualquier mecánico. ¿Por qué ha dispuesto la naturaleza las cosas de tal modo que sus picaduras causen escozor? ¿No sería mucho mejor para ellos que sus relaciones con nosotros transcurrieran de un modo indoloro? Nada nos movería entonces a matarlos mientras están chupando. No obstante, hay muchos y fuertes indicios de que el escozor no es más que la consecuencia necesaria de un proceso muy conveniente para el mosquito.
Cuando contemplamos una comida apetitosa, la boca se nos hace agua; es decir, las glándulas salivales producen la cantidad de líquido que sería necesario para afrontar el bocado que se espera, dándole la debida viscosidad para su deglución e iniciando su digestión. También el mosquito tiene glándulas salivales, también a él se le hace la boca agua cuando se sienta a la mesa sobre nuestra piel..., sólo que esto ocurre con otra finalidad: en la herida recién taladrada escupe a través de su pico una gotita de un líquido cuya acción es venenosa. Irrita así el tejido celular de los alrededores y produce rápidamente una inflamación local, que va acompañada de una dilatación de los vasos capilares y, por tanto, de un aumento en la afluencia de sangre. Este proceso es reconocible exteriormente por el enrojecimiento de la zona en que se ha producido la picadura. Sentimos el efecto del veneno en forma de dolor, y esto es algo que puede tener consecuencias funestas para el mosquito. No obstante, a través de esa gotita de tan graves consecuencias el mosquito logra que mane la fuente de la que habrá de beber. Sin ese aumento en la afluencia de sangre apenas podría llegar a cubrir sus necesidades con su trompa chupadora tan asombrosamente fina. Por cierto, esa saliva tiene la notable propiedad de impedir la interrupción del flujo sanguíneo, por lo que no habrá peligro de que un coágulo atasque el finísimo conducto interior de la probóscide.
Es una verdadera suerte para los mosquitos que las reses no sean tan sensibles como el hombre, por lo cual, y pese al escozor de las picaduras, tienen mayores oportunidades de terminar sus ágapes sin ser molestados.
CONSIDERACIONES DIVERSAS SOBRE EL ACTO DE CHUPAR SANGRE
Los mosquitos son, en cierto sentido, especialistas de la nutrición. No se les ve, como a las moscas comunes, cayendo de repente sobre el azúcar o el pan, para lanzarse después sobre la carne o unos asquerosos restos de basura. Quieren sangre como alimento, y sólo de los animales de sangre caliente. Las salamandras o los lagartos no son lo suficientemente buenos para ellos. El hecho de que se trate de un hombre o de una vaca, de un ratón o de un pájaro, es algo a lo que no otorgan excesiva importancia. El hombre no es, en modo alguno, la única víctima de la plaga de los mosquitos.
Pero las ansias de sangre de las que hemos hablado tienen una excepción fundamental: sólo son chupadores de sangre las hembras de los mosquitos. Ni siquiera puede afirmarse que representen una deshonrosa excepción. Tenemos toda una serie de casos similares. Así, por ejemplo, los tábanos chupadores de sangre, que atormentan a los bañistas en algunos lugares, al igual que las grandes y gordas moscardas de las reses y de las caballerías, que pueden llegar a convertirse en una auténtica plaga en las cercanías de los campos de pastoreo, todos ellos son exclusivamente del género femenino. Los machos deambulan entre las flores y se alimentan de néctar.
¿Es esto acaso la expresión de una malignidad especial en el ánimo femenino? ¡En modo alguno! La hembra necesita la ingesta de sangre porque sin ella no podría hacer que madurasen sus huevos.
UNA PESTE QUE PROVIENE DEL AGUA
Las plagas de mosquitos sólo se dan en las inmediaciones de aquellos sitios en los que hay grandes concentraciones de agua. La relación que existe entre ambos fenómenos es de una naturaleza muy simple: para su reproducción, los mosquitos dependen absolutamente del agua. Las hembras depositan sus huevos en la superficie del agua, algunas especies lo hacen también en el suelo húmedo, desde donde pueden ser llevados por las lluvias hacia charcas y pantanos; las larvas que salen de esos huevos se sumergen en el agua y en ella pasan todo su período de desarrollo. Bajo condiciones favorables, sólo necesitan para ello unos ocho días; cuando la alimentación es deficiente o el tiempo es frío, ha de transcurrir mucho más tiempo antes de que hayan completado su crecimiento. Al contrario de la madre, llevan una existencia pacífica como vegetarianas e ingieren con especial deleite restos de plantas en descomposición; algunas especies prefieren los platos fuertes, los de carne, y aquí es el pequeño mundo microscópico de las aguas el que les proporcionará una variada minuta. Por uno de los extremos de sus pequeños cuerpecillos siguen relacionadas con el aire del cual provienen. Sus órganos respiratorios han de recibir aire también debajo del agua. Las larvas del mosquito picador más frecuente en nuestras latitudes, las del género Culex o mosquito por antonomasia, ya que tal era su nombre en latín, aspiran el aire por un fino y delgado tubo del que suelen quedar colgadas de la superficie. Desde ese punto realizan de vez en cuando, entre agitados movimientos y violentas contracciones, cortos viajes de exploración hacia las profundidades.
Las ninfas de los mosquitos no son ningunos tonelillos rígidos como las de las moscas, sino pequeños diablillos de una gran movilidad. Mientras que la larva respira por la parte posterior, en la ninfa encontramos dos cortos tubitos respiratorios situados en la parte anterior dorsal, como los cuernos del diablo en la punta de la cabeza. Unos dos o tres días después de haberse convertido en ninfa emerge el insecto alado. Sobre la envoltura vacía de la ninfa, que flota en la superficie como una balsa, permanece reposando el insecto adulto hasta que se secan sus alas y se hacen lo suficientemente firmes como para remontar el vuelo y emprender el viaje hacia el reino de la tierra.
Los enjambres de mosquitos danzarines, que se elevan a veces por los aires como columnas de humo, están integrados exclusivamente por machos. Las hembras sólo se zambullen en esa nube para apoderarse rápidamente de un macho y salir volando con él, con el fin de realizar su breve apareamiento.
Las aguas estancadas de los ríos, de los lagos y lagunas, pero también incluso los charcos más pequeños y los bidones cubiertos por agua de lluvia son los lugares de cría preferidos. Y así como el tonel de agua de lluvia es muy importante para el jardín, puede convertirse a veces en una fuente de tormentos para el jardinero. Tan sólo el descenso de las temperaturas en el otoño pondrá fin al terrible ajetreo proveniente de algún oculto depósito de agua, desde el que habrán remontado el vuelo generaciones enteras de esas martirizadoras criaturas. Los mosquitos buscan entonces lugares resguardados, otorgando su preferencia a los sótanos de las casas, sitios en los que se les puede ver por millares, pegados a las paredes y a los techos, cuando se entregan a su sueño invernal. Y de este modo, en una estación del año en la que, por fortuna, no se encuentran sedientos de sangre, los mosquitos se convierten realmente en nuestros huéspedes.
Las plagas de mosquitos alcanzan sus mayores dimensiones en las tundras y en las llanuras ricas en agua del norte de Asia, Laponia y América del Norte, donde hacen inhabitables para el hombre grandes extensiones de tierra, así como en algunos países de América del Sur y del Sudeste asiático; allí acampan en sus lares los temibles zancudos, que son parientes cercanos de nuestras especies autóctonas de mosquitos picadores. El extraordinario florecimiento de las especies tropicales resulta fácilmente comprensible dada la gran necesidad de agua y calor que tienen los mosquitos. Pero no podemos menos de sorprendernos ante su presencia masiva en las regiones árticas. ¿Por qué entonces se sienten tan bien esas endemoniadas criaturas en un lugar donde buscarían inútilmente algún sótano protegido para pasar el duro invierno, donde el breve verano trae lluvias muy escasas y donde en distancias inmensas no puede divisarse ni un hombre ni ninguna res con los que poder calmar el hambre?
Estas cuestiones han sido estudiadas precisamente en Laponia, y allí se encontró la solución al enigma. Esas especies de mosquitos no sobreviven al invierno. Sólo perduran sus huevos, que son depositados por las hembras en el húmedo suelo. En la primavera esos huevos van a parar a los innumerables charcales que se forman con el agua derretida de las nieves. Esas charcas se mantienen durante mucho tiempo, pese a que el suelo es de turba porosa y no son alimentadas por precipitaciones tropicales. Un palo que introduzcamos en ese terreno tan suelto nos dará la explicación. A menos de medio metro de profundidad toparemos con una dura resistencia. Allí abajo reinan todavía los fríos invernales; el subsuelo helado impide que el agua se filtre hacia estratos más profundos. Pero por encima de ese gélido suelo se calientan las capas de agua, alcanzando temperaturas inverosímiles, ya que en esas latitudes están expuestas al sol de día y de noche. Han de pasar aún muchas semanas antes de que esas vadea— bles lagunas se sequen totalmente. Entretanto, los mosquitos han proliferado de un modo francamente exuberante, y cuando sus bandadas oscurecen el cielo, encuentran pocos hombres y renos a los que poder atacar, pero, en compensación, millones de lemmings y de ratones de campo..., los últimos seres en los que pensaría el despreocupado viajero que recorre Laponia cuando le da vueltas a la cabeza y reflexiona sobre las posibles causas de esa inmensa riqueza en mosquitos.
EL MOSQUITO ANOFELES
Quien tome el ferrocarril en Roma y viaje hacia el sur en dirección a Nápoles, será conducido por el calmoso tren a través de la región de las Lagunas Pontinas. Lo que hasta hace muy pocas décadas no era más que una región pantanosa, azotada por las fiebres y escasamente poblada por pobres pastores, es decir, que no había cambiado desde los tiempos de los antiguos romanos, es hoy en día una provincia floreciente. Mediante vastos programas de drenaje pudieron ser desecados los pantanos, fértiles campos de labranza surgieron en los lugares que antes ocupaban los tristes pastizales, ciudades y poblados parecieron brotar del suelo.
Lo que impidió en realidad durante siglos el aprovechamiento de esa zona no fueron los pantanos en sí. Había entre ellos el espacio suficiente como para desplegar una actividad campesina. Pero el que se asentaba en esos lugares se veía inevitablemente atacado de fiebres intensas. Esto era achacado en otros tiempos a las emanaciones de los pantanos. Pero en realidad el nexo causal existente es bien distinto, y lo suficientemente interesante como para que lo observemos de cerca.
La enfermedad de que aquí se trataba se llama malaria, también conocida como paludismo o fiebre de los pantanos. No está circunscrita a las Lagunas Pontinas, sino que se encuentra ampliamente extendida aún hoy en día por otras partes del sur de Europa; en la Unión Soviética, en Holanda, en ciertas zonas de Yugoslavia, Bulgaria y Rumania, en parte todavía en la Europa central, y en los países tropicales de todas las regiones del globo terráqueo representa una de las pandemias más terribles. Lleva también el nombre de cuartana o terciana, ya que se caracteriza por una fiebre intermitente cuyos accesos se producen con algunos días de intervalo. Muchas personas mueren a causa de la enfermedad, otras sobreviven, pero sufriendo afecciones crónicas. Como causa de las fiebres palúdicas han sido detectados unos animales microscópicos unicelulares, de muy simple constitución, que hacen de las suyas en la sangre de la persona enferma. La simpleza en la forma no siempre está unida a la simpleza en la vida. Los pequeños agentes patógenos exigen de la vida cosas muy singulares, y si estas cosas no suceden exactamente tal como ellos están acostumbrados, perecen entonces irremisiblemente.
Exigen ante todo como habitáculo los glóbulos rojos de un ser humano. Se trata de células muy pequeñas a cuyo gran número debe nuestra sangre su color rojo. A simple vista es imposible que los veamos, pero esos parásitos son más pequeños aún y encuentran en ellos el espacio suficiente para crecer y multiplicarse. Cuando se han comido todo el interior de un glóbulo rojo, se pasan a otro, y como quiera que ese desarrollo en la sangre del cuerpo humano se produce en condiciones constantes de temperatura, será muy regular desde el inicio de la enfermedad, por lo que la mudanza de todos los parásitos se lleva a cabo también con una sincronización bastante aproximada. Estas son las horas de los accesos de fiebre. La fiebre es la respuesta del cuerpo ante las sustancias venenosas que quedan liberadas al ser destruidas las células sanguíneas en el momento en el que los parásitos las abandonan. Cuando éstos se encuentran en sus nuevas casas, o sea, cuando se han instalado en otros glóbulos rojos, el enfermo puede descansar hasta la próxima mudanza. Debido a su animado ritmo reproductivo, pronto son tan numerosos, que pueden ser detectados en la más pequeña gota de sangre.
Ese tipo de vida parasitaria tiene sus dos caras como una moneda. Cuanto más florezca el indeseado inquilino, más pondrá en peligro la vida de su huésped, y cuando lo asesine, él mismo se habrá quitado el pan de la boca. Desde el punto de vista de los parásitos resulta entonces muy conveniente que una parte de ellos abandone a tiempo el cuerpo de un hombre y se pase al de otro. Como vehículo para el viaje utilizan a un mosquito picador. Cuando éste chupa la sangre de un hombre enfermo y se traga con ella también a los parásitos, éstos se aposentan tranquilamente durante un tiempo en las paredes estomacales del mosquito y se reproducen a sus expensas. Luego, dirigidos por un poder invisible, se encaminan hacia sus glándulas salivales, con lo que pueden pasar así junto con la saliva del mosquito a la sangre de un hombre sano y ocasionar la enfermedad. Sólo de ese modo puede enfermar uno de fiebre palúdica. Y sólo un género muy determinado de mosquitos (el Anopheles, el mosquito de la fiebre) ha de ser tomado en cuenta como vector o agente transmisor de la enfermedad. Nadie sabe por qué tanto en nuestras latitudes como en los trópicos al agente patógeno de la malaria no le gusta ninguna de las otras especies tan similares de mosquitos.
El mosquito anofeles se encuentra también muy extendido por toda Europa central, pero no es tan peligroso en esas latitudes. Para ello han de darse otro tipo de premisas: un determinado grado de calor, para que los parásitos puedan desarrollarse con la rapidez suficiente, y una población en cuyo seno se encuentren portadores de los gérmenes de la malaria; pues allí donde los mosquitos no tienen la oportunidad de infectarse con los agentes patógenos, tampoco pueden transmitirlos, y su picadura entonces es inocua.
Fue una magna obra por parte del Gobierno italiano el haber saneado las Lagunas Pontinas, dejando así a los mosquitos anofeles sin sus centros de incubación. Y fue también labor aún más extraordinaria la que realizaron calladamente los investigadores para poner al descubierto los nexos causales, sin cuyo conocimiento no hubiese sido posible la lucha contra la enfermedad. Los esfuerzos han de estar orientados hacia la aniquilación de los mosquitos transmisores de la fiebre, pues allí donde no existe el insecto vector, desaparece también el paludismo. Hay muchos caminos para llegar a esa meta o para acercarnos al menos a ella. Las Lagunas Pontinas fueron desecadas, con lo que se les quitó a los mosquitos la oportunidad de depositar sus huevos en aquellas aguas.
También se pueden respetar las lagunas y emplear enemigos naturales, implantando, por ejemplo, peces o ditíscidos, que son coleópteros muy carniceros y adaptados a la vida acuática, o larvas de libélulas, que caerán sobre la cría de los mosquitos. En nuestras latitudes han dado excelentes resultados los voraces peces espinosos y las especies pequeñas de carpas; en los países de clima más cálido han sido utilizados individuos de la familia de los poecílidos, unos peces de tamaño pequeño y de vivos colores que empezaron a ser importados de su patria americana a principios de siglo para los aficionados a la cría de peces en acuarios, y esto es justamente lo que han estado haciendo asiduamente desde entonces con esos pececillos. Como veremos, son merecedores del gran interés que han despertado: presentan un notable dimorfismo sexual, ya que en los machos la porción posterior de la aleta anal se halla transformada en un órgano copulador, a veces larguísimo, por lo que tienen fecundación interna; los huevos se desarrollan en el seno de las hembras, por lo que, además, son vivíparos. Son modestos en sus pretensiones y se reproducen con asombrosa rapidez. Entre los aficionados a los peces de acuario son muy conocidos el gambusino (Gambusia bolbrooki) y el guppy (Lebistes reticulatus), que han demostrado especialmente su eficacia como exterminadores de larvas de mosquitos. Los hombres los han transplantado a las aguas contaminadas por los zancudos en todas las regiones cálidas de la tierra.
En muchas ocasiones se ha vertido también petróleo en el agua, ya que esta sustancia se extiende por la superficie y obstruye las aberturas respiratorias de larvas y ninfas, por lo que perecen asfixiadas. Pero con esto se contaminan las aguas y se pone en peligro a toda la población acuática al impedir la entrada de aire. También han sido vertidos en las aguas venenos de fabricación sintética con el fin de destruir las larvas, pero no puede decirse que afecten exclusivamente a éstas, por lo que pueden perjudicar también a otros seres vivos. De ahí que esté aumentando de nuevo el prestigio de los peces como policía acuática. En todo caso, los métodos que sean utilizados dependerán de los medios económicos disponibles y de las circunstancias locales.
Donde no haya amenaza de paludismo, no será necesario combatir a los mosquitos con tan costosos métodos. Y, sin embargo, a uno le gustaría descansar en el jardín o en la playa sin ser molestado por ellos o por sus gordos parientes, los tábanos. Se puede uno untar la piel con aceites repelentes que otorgan protección durante algunas horas. En droguerías y farmacias podemos comprar tales cosas (por ejemplo, en forma de pulverizadores, que contienen diclorobenceno, piretrina[2] y otras sustancias venenosas). Pero recomendamos cuidado en su elección.