LA MOSCA COMÚN

Atrás queda la hora de la comida en un ardiente día de verano. Un hombre cansado se dispone a echarse una breve y bien merecida siesta. Sus pensamientos atraviesan ya las puertas que conducen del reino de la realidad al país de los sueños. Pero una mosca común, también llamada doméstica, que ejecuta sus vueltas aéreas por la alcoba, elige precisamente la frente del buen hombre como lugar de descanso. No muerde, no pica, pero le hace cosquillas. Demasiado ágil como para dejarse matar de un manotazo, no lo suficientemente lista como para buscarse otro sitio de reposo después de varias experiencias adversas, puede llevar hasta el paroxismo de la furia a aquellas personas con tendencia a perder los estribos. Sin lugar a dudas: ¡una criatura insoportable!

Cuando llega el invierno y han caído las primeras nieves, quizá sienta nuestro hombre una predisposición más benévola, pues, en el fondo, se interesa por todo cuanto esté animado. Afuera, el reino de las plantas está sumido en su largo sueño hibernal, las alegres avecillas, con esa movilidad que nosotros envidiamos, han emigrado en su mayoría, y retozan y revolotean en algún lugar del sur, bajo un cielo azul y soleado; lo que puebla los aires en el estío, como las mariposas y otros pequeños seres por el estilo, parece haberse extinguido; y así, ante estas circunstancias, casi se siente uno agradecido cuando una mosca solitaria hace acto de presencia en la habitación. Se tiende entonces a no ver en esa «insoportable criatura» una plaga del demonio, sino una creación de la naturaleza, y a preguntarse si no tendrá también sus aspectos agradables.

Una cierta gracilidad no se le podrá negar a la mosca. Parece estar preocupada también por la limpieza; al menos puede observarse, y no en raras ocasiones, cómo se acicala, ágil y minuciosamente, cabeza, alas y patas. Hasta se estaría dispuesto a extenderle sin reparos un certificado de aptitud en lo que a eso respecta. Mas, por otra parte, se distingue por algunas malas costumbres que hacen de ella un ser francamente peligroso. No vamos a cantar, por tanto, con demasiada anticipación sus alabanzas, sino que investigaremos primero cuáles son sus modos y costumbres. Como gente ordenada que somos, trataremos ante todo de clasificarla dentro del reino animal.

DÓNDE HEMOS DE COLOCAR A LA MOSCA Y EN QUÉ SE DIFERENCIA DEL HOMBRE

Los naturalistas son personas muy dadas a curiosear. No se conforman con observar el aspecto externo de los animales, sino que pretenden saber también en todo momento cómo son por dentro. Desde hace siglos se han dedicado a abrir con sus escalpelos a todo bicho viviente y a estudiarlo desde todos los ángulos posibles. Los conocimientos acumulados llenan tomos. Dejaremos toda esa riqueza para la ciencia y nos reservaremos tan sólo un poco para nosotros.

Si disecamos el cadáver de un perro o una corneja, una lagartija, una salamandra o una carpa, por doquier encontraremos huesos en el interior; son ellos los que otorgan al cuerpo su firmeza y le permiten conservar su figura. La columna vertebral representa el eje del esqueleto. De ella parten las costillas, que conforman la caja torácica, ella es la que sujeta el cráneo por la parte delantera, y mediante las cinturas escapular y pélvica, los huesos de las extremidades se encuentran unidos a ella. Pese a toda la gran diversidad que presentan en detalle, los huesos de un perro, de un águila o de una carpa están dispuestos conforme al mismo plan de ordenación, por lo que no resulta difícil deducir las relaciones que existen entre ellos. También, en lo que a otros rasgos corporales respecta, resulta innegable un cierto parentesco. Debido a esto, los zoólogos, que son personas amantes del orden, se vieron en la necesidad de agrupar a los mamíferos (incluido el hombre), a las aves, a los reptiles, a los anfibios y a los peces en una rama común del tronco genealógico de los animales, denominándolos vertebrados, ya que tuvieron en cuenta la característica más destacada que tienen en común.

Con el fin de acabar de una vez con esa cuestión tan árida, digamos que siguiendo el mismo principio de agrupar lo semejante, además de los vertebrados han sido establecidas otras ramas comunes de animales, como la de los protozoarios o animales unicelulares, en la que se cuentan los animales más primitivos; muchos de ellos no son visibles a simple vista, y sólo el microscopio nos permite adentrarnos en ese mundo de formas tan hermosas. Tenemos además el tipo de los celentéreos, con los pólipos y las medusas del mar. Los gusanos y los moluscos, con los caracoles, los mejillones y los calamares, nos traen a la mente figuras mucho más conocidas. También los equinodermos, con las estrellas y los erizos de mar, tienen que resultarles conocidos a cualquiera.

El tipo mayor y más variado del reino animal está representado por los artrópodos, con los crustáceos, los miriápodos, los arácnidos y los insectos. Y entre estos últimos se encuentra nuestra mosca doméstica.

El hombre ha colocado la rama de los vertebrados en todo lo alto del árbol genealógico representado por ese sistema, y se considera a sí mismo como el non plus ultra de la creación. Podría discutirse si no han sido en realidad los insectos los que han logrado el mayor adelanto. Conocemos hoy en toda la tierra unas setenta mil especies distintas de vertebrados, pero también conocemos cerca de un millón de especies distintas de insectos. Más de las tres cuartas partes de todas las clases animales conocidas son insectos. En el uso de su fantasía creadora es evidente que la naturaleza otorgó su preferencia a los insectos. Y los bendijo además con cifras demográficas que no tienen punto de comparación. ¿Qué importancia tienen las masas humanas que se hacinan en una gran ciudad, y hasta los mismos inmensos bancos de arenques, frente a los insectos que pululan en un solo bosque? Allí se encuentran alineadas las construcciones de la hormiga de los bosques, nido tras nido, cada uno de los cuales alberga a cientos de miles de individuos; en las coronas de los árboles zumba y susurra el jabardillo de esos seres inquietos, bajo el musgo se advierte su constante ajetreo, a cada paso se encuentra el ojo atento con ellos o con sus huellas. La mayoría de los excursionistas, por supuesto, pasa sin fijarse en ellos.

Pero en el momento en que los insectos se inmiscuyen en los asuntos de los hombres, estos últimos se fijan muy bien en ellos. El rey de la creación trata de demostrar su superioridad con todos los medios a su alcance. No siempre lo consigue. Cuando la oruga de la monja o la de otras mariposas se extiende demasiado, el hombre la ataca con aviones y esparce sustancias venenosas sobre los bosques afectados por la plaga. Envía a todo un ejército de personas para impedir los avances de la dorífera, el terrible escarabajo de la patata, llega hasta a destruir la propia cosecha con tal de tener la certeza de haber aniquilado realmente a ese animal dañino, no escatima gastos ni retrocede ante el empleo de medios, y no puede, sin embargo, acabar con esos insectos que tan incómodos le resultan; ha de contentarse con mantenerlos a raya. A veces ni siquiera logra esto. Extensas zonas de Brasil, caracterizadas por uno de los suelos más fértiles del mundo, no pudieron ser colonizadas durante mucho tiempo porque en ellas tenían asentados sus reales las hormigas parasol. Estas hormigas cortan las hojas de los árboles con sus afiladas mandíbulas, cosa que ejecutan con especial minuciosidad y con evidente preferencia cuando se trata de las hojas tiernas de las plantas cultivadas por el hombre, se las llevan después a sus nidos y preparan con ellas un manto de abono para el cultivo de ciertos hongos que les sirven de alimento.

Ahora se acaba de descubrir por fin un insecticida eficaz (bromuro de metilo). Pero aún en nuestros días el hombre se encuentra impotente ante las densas nubes de mosquitos que convierten en inhabitables para el hombre civilizado durante la época de verano tundras inmensas en el norte de Asia. Algunas especies de termes tropicales, de régimen xilófago, atacan las construcciones de madera, excavando por dentro las vigas y hasta los muebles, dejándolos huecos sin que nada se note por fuera, hasta que llega el día en que se derrumban de repente. Los insectos diminutos han estado demostrando hasta ahora, en más de una ocasión, que ellos son los más fuertes.

Si en estos casos es el poder de las masas lo que le dificulta la lucha al hombre, en lo que respecta a la constitución del cuerpo del insecto en particular, ése es en muchos aspectos equiparable o superior al del hombre. Sólo que aquí la naturaleza ha resuelto la mayoría de los problemas de un modo distinto a como lo hizo con el cuerpo de los vertebrados.

Los insectos no tienen vértebras ni ningún otro tipo de huesos. En su interior todo es blando. Para corregir esto, su piel segrega, como envoltura externa, un esqueleto rígido, el llamado exoesqueleto, en el que se encuentran como un caballero medieval dentro de su armadura. Esa coraza no está hecha de metal. Han utilizado un material mucho mejor para vestirse: un revestimiento cutáneo de quitina y proteína. Es duro, como podrá apreciarse en cualquier escarabajo, pero tan ligero de peso, que no implica para el cuerpo durante el vuelo una carga digna de consideración.

Entre los vertebrados, tan sólo las aves y los murciélagos han llegado a dominar el vuelo. Para ello fueron necesarias muchas adaptaciones específicas y grandes transformaciones en su estructura corporal. Para los insectos, empero, ese elevado arte es, por así decirlo, algo que cae por su propio peso. Por lo común mueven sus alas con una frecuencia asombrosamente corta. Una mosca doméstica bate las alas cerca de doscientas veces por segundo. Cuando admiramos la habilidad de un violinista al tocar las cuerdas con sus dedos para ejecutar trinos, hemos de tener en cuenta que aquí la frecuencia no sobrepasa los siete u ocho golpes por segundo. El hecho de que la mosca se escape tan fácilmente cada vez que intentamos cazarla o matarla es algo directamente relacionado con su agilidad superior. ¿Tiene acaso más presencia de ánimo que nosotros? Lo probable es que su sentido del tiempo sea distinto, de tal forma que un segundo represente para ella un período de tiempo en el que se puede batir cómodamente las alas unas doscientas veces, remando así apaciblemente por los aires, o en el que se puede evitar, ¡con toda calma!, un peligro inminente.

Si un insecto estuviese en condiciones de dedicarse a estudios de anatomía comparada, sólo podría otorgarle una sonrisa compasiva a nuestro aparato respiratorio. Aspiramos el aire en los pulmones a través de nuestras dos ventanas nasales; pero el elemento vital que contiene el aire, el oxígeno, se requiere por doquier en todo el cuerpo. Ningún músculo, ninguna célula glandular, ni el trocito más pequeño de nuestro cerebro, nada puede seguir viviendo ni funcionando sin oxígeno. De ahí que nuestro corazón se vea obligado a latir constantemente y a bombear la sangre por las venas. Ha de acarrear y transportar el oxígeno desde los pulmones hasta todas las partes del cuerpo. Veinticinco mil millones de glóbulos rojos son necesarios para llevar a cabo esa tarea. Un insecto, por el contrario, tiene muchas «ventanas nasales». Se encuentran dispuestas a ambos lados del cuerpo, desde la cabeza hasta el final del abdomen, son los pares de aberturas segmentarias llamadas espiráculos, que comunican con un sistema de tráqueas que va ramificándose hacia el interior, hasta convertirse en una fina malla de diminutos tubos capilares repletos de aire, que atraviesan todos los órganos, abasteciéndolos así directamente con el oxígeno necesario. ¡Qué simple es esa solución! Debido a esto, poco tiene que hacer el corazón; es una cámara delgada, que se contrae sin apresuramientos y que se limita a bombear los humores que contienen las sustancias nutritivas y que irrigan directamente los órganos y los tejidos del cuerpo. No existen venas como las nuestras, de ahí que desconozcan la arterioesclerosis y los padecimientos ocasionados por las perturbaciones de la circulación sanguínea.

¡Y qué obra tan maravillosa son los ojos de los insectos! En una mosca ocupan casi todo el cuerpo, en otras especies son bastante más pequeños, pero siempre están compuestos por un gran número —a veces de varios millares— de ojos individuales, los cuales, semejantes a telescopios diminutos, colocados en apretadas baterías y con los ejes longitudinales ligeramente divergentes, apuntan hacia todas las direcciones del espacio. Las imágenes a manera de puntos que transmiten los distintos ojos se ensamblan como las piedrecillas de un mosaico para formar una imagen global. Con respecto a nuestros ojos, con sus lentes reflectoras, se trata de un modo distinto, pero no peor, de observar el mundo. Desde otro punto de vista, y hasta en algo que resulta fundamental, esos ojos de los insectos superan en potencia a los nuestros, ya que debido a la finísima construcción y a la singular disposición de sus células fotorreceptoras pueden captar la dirección en que se propaga la luz polarizada. Los rayos de luz que provienen del cielo azul se mueven en un cierto ángulo con respecto al sol. Nosotros no podemos distinguir con nuestros ojos ese patrón de polarización en el cielo azul, pero las moscas, las abejas, las arañas y otros artrópodos pueden distinguirlo muy bien, por lo que de ese modo, incluso con el cielo encapotado, saben dónde se encuentra el sol al percibir tan sólo un jirón de cielo azul. Esto es de una gran importancia para ellos, ya que para su orientación utilizan el sol como brújula.

En los sentidos del gusto y del olfato muchos insectos son muy superiores a nosotros. Su excelente olfato nada tiene que ver con las muchas «ventanas nasales», puesto que sus órganos olfatorios se encuentran en las antenas y son completamente independientes del aparato respiratorio. La agudeza olfativa que caracteriza a las moscas es algo que podemos deducir perfectamente de las concentraciones masivas que se producen en breve tiempo allí donde hay carne podrida o acaban de ser expulsados excrementos. Estas son cosas que encantan y atraen a las moscas. Su sentido del gusto no sólo se distingue por su extraordinaria sensibilidad, sino aún más por el lugar en el que están enclavados sus órganos. Muchos insectos gustan no sólo con las partes bucales, sino también con los dedos de los pies. A una mosca doméstica que esté deambulando por la mesa en la que tenemos el desayuno le bastará con pisar una gotita de mermelada para advertir su sabor: un dispositivo de lo más práctico, sobre todo para seres que están acostumbrados a tomar sus alimentos del suelo.

Hasta ahora no hemos hablado ni mucho menos de todos los órganos. Tampoco estamos obligados a hacerlo. Tan sólo quería señalar que los insectos, en muchos aspectos, son más perfectos que nosotros. Pero en algo los superamos con creces: en la evolución del cerebro. En ellos se encuentra muy poco desarrollado. Sus acciones se realizan principalmente conforme a impulsos innatos, sin entendimiento ni raciocinio. También en esto se expresa el carácter distinto de esas especies animales. Con los vertebrados podemos mantener, en cierta medida, relaciones espirituales. Nuestro perro nos mira a los ojos con aire de intimidad, se puede entablar una amistad con un ave a la que se esté cuidando desde hace tiempo, es más, hasta un vertebrado tan primitivo como la salamandra llegará a conocernos y se dirigirá confiadamente hacia la mano que le da de comer. Pero con una mosca doméstica, incluso después de una larga convivencia en común, no estableceremos nunca una relación de carácter personal.

¿EN QUÉ SE RECONOCE UNA MOSCA?

No todas las moscas son iguales. Quien no se haya dado cuenta hasta ahora de que tienen figuras distintas y son de colores diversos, aún más, de que sus rostros no presentan las mismas facciones, habrá advertido, al menos, una cosa: que hay moscas grandes y moscas pequeñas. Esperemos que no esté convencido de que las pequeñas son las hijas de las grandes. En lo que a moscas respecta, las cosas no suceden de forma distinta que entre las mariposas, de cuyos huevos salen primero unas larvas que no se parecen en nada a los animales adultos; en el caso de las mariposas se llaman orugas; en las moscas, cresas, aun cuando algunos hablen de gusanos. Cuando han crecido se convierten en ninfas o pupas, las llamadas crisálidas de las mariposas. Después de un largo período de descanso emergen de ellas los insectos alados, que conservan su tamaño y figura hasta el fin de sus días. Esas moscardas grandes, gordas y de un azul brillante, que podemos encontrar con frecuencia en compañía de la mosca común, no son, por tanto, ejemplares viejos y bien cebados, sino que pertenecen a una especie diferente, así como los patos y las ocas son especies distintas entre las aves.

Todo el mundo sabe que hay coleccionistas de escarabajos o de mariposas que dedican toda su vida a ese pasatiempo. Pero no es tan conocido el hecho de que también hay coleccionistas de moscas. Dedicar toda una vida a cazar moscas domésticas y gordos moscardones, sería una ocupación de incentivos muy inciertos. Pero hasta el día de hoy han sido descritas más de ochenta y cinco mil especies distintas de moscas. Perseguirlas, observarlas, coleccionarlas y clasificarlas puede ser realmente un placer para un amante de la naturaleza; más aún, hasta puede llegar a convertirse en una pasión. Uno queda asombrado ante la gran variedad de modos de vida y ante la multiplicidad de las formas, aun cuando se tenga que recurrir a veces a la lupa con el fin de distinguir algo. Hay también gigantes entre ellas, animales grandes y peludos, que más bien parecen abejorros; otras, que con sus cuerpos adornados de franjas negras y amarillas nos recuerdan a las avispas; y nos encontramos con otras —las típulas— que tienen un cuerpo esbelto, con alas largas y estrechas y patas aún más largas, con las que uno se queda entre los dedos cuando intenta agarrarlas. Cuando las apresa un pájaro, hacen exactamente lo mismo y se desprenden rápidamente de la pata por la que han quedado sujetas, pues es mejor una vida con cinco patas que la muerte en el buche de un pájaro. En fin..., no puedo describir aquí toda esa inmensa variedad de formas que distingue a las moscas.

Por muy diverso que sea su aspecto, todas tienen un rasgo en común. Suele ser costumbre entre los insectos el poseer cuatro alas. Cualquier niño que haya dibujado una mariposa conocerá los contornos de sus amplias alas anteriores y posteriores. Entre las abejas y las avispas son más delicadas y no están tan claramente separadas; hay que observar ya con mayor detenimiento para percibir que hay cuatro. El escarabajo sanjuanero, en estado de reposo, oculta sus delgadas alas posteriores, de constitución membranosa, bajo el recio par de alas anteriores, llamadas cubiertas alares o élitros; pero, como quiera que sea, en todos nos encontramos con dos pares de alas, tan sólo las moscas se conforman con uno solo, de ahí que la gente del oficio llame dípteros a ese grupo de insectos, una palabra griega que equivaldría a «bialado», «que tiene dos alas». Ese nombre se lo dio ya hace más de dos mil años Aristóteles, el gran filósofo y naturalista heleno.

Para decirlo de una vez y exactamente: las moscas también tienen cuatro alas. Pero el par de alas posteriores se encuentra atrofiado como instrumento de vuelo, habiéndose convertido en pequeños «balancines», que sólo tienen importancia como portadores de órganos sensoriales.

EL CICLO VITAL

Volvamos a nuestra mosca común. La conocemos cuando traza sus círculos alrededor de la lámpara, la vemos desplazarse con toda seguridad y rapidez por la lisa superficie del cristal de la ventana, para lo que hace uso de las ventosas adhesivas que tiene en los artejos terminales de las patas, nos resulta familiar como huésped goloso en la mesa dispuesta para el desayuno, pero ¿dónde ha tenido su cuna? y ¿hacia dónde se dirige la mosca madre cuando desea poner sus huevos?... Le hemos cobrado ya tanto cariño a ese diminuto animal, que me avergüenza decirlo: con preferencia, ¡hacia los excrementos de los cerdos! Cuando no los encuentra, busca la bosta del caballo o cualquier otro montón de estiércol al aire libre. En caso de lluvia o cuando el tiempo es frío, elegirá el abono en una cuadra caldeada. Y si no encuentra ninguna cuadra, se encaminará hacia otras sustancias en fermentación o putrefacción, que no resultarán en modo alguno más apetitosas. Como no conservamos en nuestra alcoba excrementos de cerdos y materia putrefacta, nada vemos en ella de todo el proceso de la reproducción, con excepción de las breves uniones entre los machos y las hembras, que celebran sus bodas entre sibilantes vuelos.

De los huevos que pone la mosca salen al cabo de un día —o de unas doce horas si el tiempo es caluroso— las pálidas cresas y se dedican a saborear la materia putrefacta en la que su madre tuvo el cuidado de prepararles la cama. Les sienta perfectamente. Después de unos seis días han terminado de crecer y han aumentado ochocientas veces el peso de su cuerpo. Imaginémonos que un bebé humano, con un peso de tres kilogramos a la hora de nacer, se convirtiese en menos de una semana en un mozarrón de veinticuatro quintales métricos. De nuevo las facultades humanas se quedan muy por debajo de las de los insectos.

Nunca se ve a las cresas mientras están creciendo. Esas larvas se mantienen bajo la superficie del montón de estiércol, o de lo que la madre haya elegido para poner sus huevos. Si se las pone al descubierto, esa canalla que aborrece la luz se dirige de nuevo hacia las profundidades con violentos culebreos, ¡por muy buenas razones! No sólo pueden escapar allí más fácilmente del ávido ojo avizor de las aves, para las que representarían unos sabrosos bocados, sino que necesitan además calor y humedad, por lo que se secarían en breve tiempo si quedasen expuestas al aire.

Cuando la cresa ha terminado de crecer, su piel externa se solidifica y se convierte en una especie de barrilillo pardo, alargado y redondeado, que alberga en su interior a la pupa. Todo tipo de vida parece haberse extinguido. No obstante, bajo esa envoltura rígida actúan fuerzas misteriosas que convierten el dormido cuerpo de la larva en un insecto alado. Pasada una semana está concluida la metamorfosis, la mosca rompe el capullo y sale a la luz del día.

Como criaturas aladas, muchos insectos sólo viven unos pocos días u horas. Algunos ni siquiera han sido provistos por la naturaleza con piezas bucales para ese último estadio de desarrollo, por lo que no están en condiciones de ingerir ningún tipo de alimento. No se trata en modo alguno de perder el tiempo con la comida cuando la vida sólo se cuenta ya por horas y pierde su significado después de la rápida puesta de huevos. Nuestra mosca común no es una de esas efímeras criaturas. Unos tres días después de haber salido del capullo comienza a poner huevos, y dos meses después puede seguir engendrando descendencia. Ante estas perspectivas debe tomar, como es lógico, el suficiente alimento; podemos ver perfectamente todos los días que no tiene la más mínima intención de ayunar. O bien está goloseando los zumos de frutas o deleitándose con el poso dulce de una taza de té, o se acomoda sobre un trozo de azúcar seco y se dedica asiduamente a darle ligeros toquecillos con la trompa, para lo que escupe encima con el fin de absorber esta saliva de nuevo junto con el azúcar diluido, o bien está probando otro tipo de sustancias, cuya digestibilidad y buen sabor nos resultan incomprensibles.

Una mosca común puede poner cien huevos de una vez, y puede alcanzar los mil en el curso de su vida. Si todos los huevos hiciesen eclosión y las cresas que de ellos saliesen se convirtieran en moscas y se reprodujeran del mismo modo, una única pareja arrojaría ya en la segunda generación 500.000 individuos, 250 millones en la tercera, 125.000 millones en la cuarta; o sea: muchas más moscas que hombres viven sobre la tierra. Debido a la rápida sucesión de las generaciones, la descendencia que surgiera ya a los pocos meses oscurecería totalmente el cielo, tendríamos que abrirnos paso a través de paredes de moscas, y nos asfixiaríamos bajo su peso. Esto no ocurre porque la mayoría de ellas perece ya en estado larval, en parte como presa de sus incontables perseguidores, en parte por las inclemencias del tiempo y otras calamidades. Una vez que nos hayamos explicado, mediante un cálculo tan simple como el anterior, cómo podría ser la reproducción de esas criaturitas si encontrasen condiciones favorables para ello, dejaremos de sorprendernos por las proporciones que adquiere la plaga de moscas en las zonas cercanas a los corrales, con sus atractivos lugares de cría, o en los países del sur, cuando la suciedad y el calor favorecen y aceleran el proceso evolutivo.

¿DÓNDE PASA EL INVIERNO LA MOSCA COMÚN?

El otoño es una estación funesta para nuestras moscas comunes. El continuo descenso de las temperaturas no les sienta nada bien. Pero aún peor es una epidemia que ocasiona grandes estragos entre ellas, año tras año, con toda regularidad, a finales del verano y en el otoño. Podemos ver entonces con frecuencia moscas muertas, con las patas deformadas, pegadas por finos filamentos micélicos a los cristales de las ventanas o a las paredes. Son las víctimas del «moho de la mosca». El hongo las ha atacado; apenas perceptible, ha ido creciendo en su interior, chupando sangre y fuerza, volviéndose cada vez más exuberante, hasta rebosar los cadáveres de las moscas, esparciendo, para su reproducción, una corte de esporas microscópicas, que habrá de caer como una maldición sobre otras moscas.

Pero la peor de las pestes no llegó nunca a exterminar a todos los hombres; y de igual modo, la enfermedad parasitaria que provoca ese hongo en el otoño no elimina a todas las moscas domésticas. Las supervivientes tienen que procurar salvar su estirpe a lo largo del invierno.

Los animales se han adaptado a la estación fría de muy diversos modos. Muchas aves la evitan y emigran hacia el sur, otras se las arreglan como pueden, contentándose con una alimentación bastante parca; tan sólo el piquituerto ha elegido como manjar principal las semillas de las coniferas, de tal forma que, cuando éstas se han dado bien, hasta puede empollar en pleno invierno y sacar adelante su cría. Los ciervos y los corzos pasan durante esos meses una vida de penuria y miseria, el hámster consume las provisiones que ha recolectado durante el verano. Entre los insectos, las abejas hacen algo parecido, y no lo pasan en modo alguno mal, a no ser que el hombre les quite demasiada miel. Los lirones, las lagartijas y las ranas se sumen en un largo y profundo sueño hibernal; todos los procesos metabólicos del cuerpo se encuentran reducidos al mínimo, por lo que no necesitan comer, sino que van consumiendo las reservas de grasa que habían acumulado antes en sus propios cuerpos a base de cebarse bien. Muchísimos insectos pasan el invierno en sitios protegidos y resguardados, en estado pupal, que es, a fin de cuentas, un período de descanso. Lo mismo se pensaba que hacía la mosca común. No obstante, de innumerables ninfas de moscas que fueron recogidas en el campo durante el período de invierno lograron criarse un gran número de especies de moscas distintas, pero ni una sola mosca doméstica. Según parece, son realmente sensibles al frío y, al menos en los países de clima riguroso, no pueden sobrevivir al aire libre durante los períodos de nieve y heladas. Son, a fin de cuentas, moscas domésticas las que en esa estación, con más razón que en el verano, se ven atraídas por las habitaciones y los corrales. En el estiércol de los establos pueden reproducirse también durante el invierno, aunque la cosa no suceda con tanta rapidez como bajo el calor veraniego. O sea, que esos huéspedes nuestros se cuentan entre los pocos insectos que no necesitan matar el tiempo durante las estaciones frías, entregándose a un sueño continuo.

En las grandes ciudades encontrarán en el invierno contadas oportunidades para poner su cría. Y en el campo se verán acosadas por las enfermedades y las inclemencias del tiempo. ¿Cómo es posible entonces que se hallen por todas partes al poco tiempo de empezar la primavera?

La explicación consiste en que, si bien son domésticas, no son caseras ni trashogueras. Cuando les entran las ganas de viajar, sobrevuelan distancias considerables. De ahí que cuando viene el buen tiempo puedan expandirse rápidamente desde los sitios en los que han pasado el invierno. Dos naturalistas norteamericanos se tomaron la molestia de señalar con pintura a un cuarto de millón de moscas comunes. Cubriendo una amplia zona y a distintas distancias del lugar donde fue dejada en libertad la horda de moscas coloreadas, se colocaron trampas, en las que fueron cazadas una mayoría de las mismas. Miles de ellas se habían alejado cerca de un kilómetro, y hasta fueron atrapadas algunas a más de veinte kilómetros del punto de partida. Para unos seres de tan fantástica movilidad no es nada difícil, partiendo de los establos de las provincias rurales, extenderse rápidamente por toda una ciudad, cosa que ha podido ser comprobada realmente.

¿POR QUÉ PUEDEN RESULTAR PELIGROSAS LAS MOSCAS COMUNES?

Cuando las moscas comunes se presentan en grandes masas resultan muy desagradables para el hombre; pero son... ¿peligrosas?

En los objetos sobre los que se posan con frecuencia pueden verse unos pequeños puntitos negros: son las huellas de su digestión. No tan claramente visibles, pero detectables con idéntica facilidad, son otras huellas que van dejando en sus lugares de descanso, que tienen su origen en la costumbre de regurgitar pequeñas gotitas de los alimentos ingeridos en el buche y depositarlas sobre la superficie en que se encuentran. El hecho de que al posarse golosamente sobre el pan o el azúcar, los embutidos o las pastas, rieguen de igual modo esos alimentos nuestros con los productos de sus intestinos o de sus esófagos es algo que resulta francamente asqueroso. La repugnancia suele tener como base un instinto bastante sano. Y la verdad es que esa mala costumbre de las moscas puede llegar a convertirse en un asunto peligroso para nosotros.

Ya nos hemos podido enterar de que saben apreciar muy bien la variedad en sus comidas. O bien chupan de una bosta de vaca o de cualquier otro excremento, o bien de nuestra taza de leche o de nuestros embutidos. Con el fin de dilucidar la cuestión, dejemos a un lado las objeciones que nos imponen el buen tacto y la buena crianza, cojamos un poquito de nuestros propios excrementos y observémoslos bajo un microscopio de gran aumento. Si miramos con detenimiento advertiremos, entre los irreconocibles restos de alimentos, una masa ingente de pequeños seres vivientes: son plantas muy primitivas, esquizomicetos, llamados también bacterias o bacilos, que albergamos en nuestros intestinos en calidad de ocultos huéspedes usufructuarios. Se reproducen con tan increíble rapidez, que cada vez que se defeca son expulsados miles de millones de ellos. Son tan pequeños, que habría que ensartar unos cinco mil individuos para hacer una diadema con la que pudiésemos ceñir la cabeza de una mosca doméstica. Por muy delgada que sea la trompa de una mosca, los esquizomicetos son mucho más delgados aún, por lo que son absorbidos con gran facilidad, y llevados luego a nuestros alimentos junto con las dichosas gotitas de que hemos hablado, que provienen de la boca y del ano. Sin intuirlo siquiera, ingerimos de este modo las bacterias que han sido recogidas por las moscas de sus sucias fuentes de alimento. Esto es, por lo demás, algo que carece de importancia en la mayoría de los casos, pero no siempre. Las bacterias que se encuentran por regla general en los intestinos del hombre y de los animales no suelen ser perjudiciales. Pero hay también entre ellas agentes patógenos virulentos. La fiebre tifoidea, por ejemplo, es causada por un tipo determinado de bacilos, que se reproducen masivamente en la persona enferma y son detectados en sus excrementos, a veces en grandes cantidades. Poseen una resistencia tan grande que no pueden ser digeridos por una mosca, sino que son expulsados por la boca del recto, sanos y salvos, a la luz del día. Lo mismo sucede con los bacilos de la tuberculosis y otros seres de la misma ralea.

De ahí que una mosca doméstica nos pueda acarrear un contagio mortal. El peligro es tanto más inminente cuanto que puede transmitir con gran facilidad, y por vía directa, los agentes patógenos que transporta con las patas y con las piezas bucales externas. Tendrá pocas oportunidades de hacerlo, como es lógico, allí donde impere la limpieza, donde un dispositivo moderno haga desaparecer rápidamente, con sólo tirar de la cadena, muchas de las cosas apetitosas para una mosca. Pero piénsese en las costumbres campesinas, piénsese en la miseria y en la guerra, y se entenderá el diagnóstico de aquellos médicos que vieron en la plaga de moscas el principal factor de las grandes pérdidas que sufrió el ejército norteamericano durante los enfrentamientos de 1898 entre Estados Unidos y España. En aquellos tiempos fueron diez veces más los soldados que cayeron víctimas del tifus que de las balas enemigas, y las moscas habían sido los principales agentes transmisores de la enfermedad.

De esto hace ya mucho tiempo, algunas cosas han mejorado desde entonces. No obstante, aunque en términos limitados, aún hoy en día nos amenaza el mismo peligro. Las personas sanas pueden ser infectadas por las moscas con los agentes del tifus, de la disentería y de otras enfermedades contagiosas.

LAS MOSCAS COMO AYUDANTES SANITARIOS

A la censura debe seguir la alabanza. Las moscas pueden ser útiles también dentro de unos marcos muy modestos. Pero ahora no hablaremos tanto de nuestra mosca doméstica, sino de sus parientas cercanas, la gorda mosca azul de la carne y la voluminosa moscarda gris. Para resguardar su cría sienten preferencia por los cadáveres de animales en descomposición, la carne podrida y otras cosas por el estilo. Cuando el ama de casa, horrorizada, descubre un montón de gusanos que culebrean bajo el trozo de carne que dejó reposando durante bastante tiempo, está viendo, por regla general, las cresas de la moscarda gris o de la moscarda azul de la carne.

Algunos insectos toman exclusivamente aquellos alimentos de los que han estado viviendo durante siglos sus padres y sus incontables antepasados. Algunas orugas de mariposas comen sólo un tipo muy determinado de planta y hasta se morirían de hambre sobre las hojas de las especies de plantas más estrechamente emparentadas con la suya. Las moscas no son tan melindrosas. Allí donde no encuentran carne podrida, les puede servir muy bien de cuna un queso maloliente o una herida purulenta.

Ya en los tiempos de Napoleón se habían dado cuenta los médicos militares de que las heridas descuidadas y abiertas de los soldados sanaban extraordinariamente bien y con asombrosa rapidez si en ellas pululaban las larvas de mosca; quizá porque las cresas se alimentaban de los tejidos inflamados y muertos, limpiando y desinfectando así las heridas. Además de esto, sus deyecciones sobre la superficie inflamada actúan como estímulos que fomentan el crecimiento de los tejidos y, con ello, la cicatrización de la herida.

Animados por tales observaciones, algunos médicos norteamericanos se atrevieron después a implantar intencionadamente larvas de mosca en heridas que se resistían a cicatrizar, especialmente también en casos de osteomielitis aguda, es decir, de inflamación patógena del hueso. Como es natural, esas pobres cresas tuvieron que soportar antes todo tipo de baños y de procedimientos desinfectantes, a los que no estaban en modo alguno acostumbradas en su vida habitual. Y con este tratamiento se lograron buenos éxitos. Hoy en día, por supuesto, se dispone de métodos mejores y más certeros, por lo que las moscas dejaron de ser empleadas como ayudantes sanitarios.

MOSCAS QUE PICAN

¿Quién no se ha dado cuenta de que existen «moscas domésticas picadoras»?

En realidad, no se trata de individuos malignos de la mosca doméstica, sino de una especie distinta, pero que es muy parecida a la primera en lo que al tamaño, el color y la figura se refiere. La mosca común lleva el nombre científico de Musca domestica, designación que se utiliza igualmente en castellano. A la otra especie los zoólogos le han dado el respetable nombre de Stomoxys calcitrans. Stomoxys significa «boca aguda», y es recalcitrante por añadidura. Esto nos conduce ya a la diferencia fundamental. En lugar del aparato bucal de tipo chupador de la mosca doméstica, consistente en una trompa o probóscide con ápice en forma de esponja —la inocente labela, que sirve para empapar las gotitas de líquido nutricio—, nos encontramos aquí con una probóscide sobresaliente, idónea para taladrar tejidos, por la que se puede reconocer fácilmente esa especie. Además, mantiene las alas algo más desplegadas en estado de reposo. Tiene en común con la mosca doméstica la insistencia pertinaz. Podremos expulsarla diez veces seguidas de nuestra pantorrilla, y diez veces seguidas nos volverá a picar. No lo hace para disgustarnos, sino para alimentarse de sangre, tal como le ha sido prescrito por la naturaleza.

Para nuestra felicidad, esa llamada mosca de los establos siente mayor preferencia por las reses que por el hombre. Las vacas se ven a veces tan acosadas por la mosca de los establos que desciende su producción de leche. Chupan también con gran deleite a los caballos y a otros animales domésticos, y a veces, muy inocentemente, las frutas jugosas. La afición que sienten por el calor las lleva en el otoño a nuestras viviendas, con lo que su presencia se torna fuertemente perceptible para nosotros. De ahí la leyenda de que las moscas caseras comienzan a picar en otoño.

El modo de vida y su ciclo vital son similares a los de la mosca común. Y como quiera que ya hemos salvado su honor, habiendo dejado establecido que las dos no son idénticas, no nos ocuparemos más de esa pareja tan perversa.

¿CÓMO COMBATIR EN EL HOGAR LA PLAGA DE LAS MOSCAS?

En las inmediaciones de establos, montones de estiércol y otros semejantes y apropiados lugares de incubación, las moscas pueden convertirse en una auténtica plaga del hogar. No vamos a hablar aquí de cómo se puede combatir la cría de moscas mediante las correspondientes medidas higiénicas en los establos o con el tratamiento apropiado de los montones de estiércol. Vamos a dar por sentada su existencia y preguntémonos cómo podemos mantenerlas alejadas de nuestras casas.

Un medio bastante acreditado es la brea para cazar moscas. Consiste en una parte de miel, tres de aceite de ricino y seis de colofonia. Las cintas de papel untadas con esa cola se colocan preferentemente debajo de las lámparas o en otros sitios apropiados, de modo que cuelguen libremente en la habitación.

En lugar de atraer a las moscas hacia la cola, se las puede asesinar con alguno de los eficaces insecticidas ideados con tal propósito. Hoy en día se dispone de una rica oferta. Pueden obtenerse en forma de pulverizadores o como líquido para fumigar, también como pastillas para hacer humo o en forma de cintas que se extienden por la alcoba o de bolitas que se cuelgan debajo de una lámpara. Se pueden comprar en las farmacias y en las droguerías. No todos son buenos. Sólo deberían comprarse aquellos que han sido aprobados y recomendados por las autoridades sanitarias.

Pero quien opte por no dejar entrar las moscas en su casa, en lugar de combatirlas después, tendrá que poner una tela metálica delante de las ventanas, con lo que renuncia a bastante luz y aire, por supuesto. También sin tela metálica puede recurrirse al truco de cerrar las ventanas antes de que el sol dé en ellas, pues las moscas entran preferentemente a través de las ventanas soleadas. Quien prefiera el sol, tendrá que soportar a esos alados huéspedes.