7
A la mañana siguiente, Allan telefonea. Para invitarme a cenar.
—Esta noche a las ocho en casa de Bonnie —dice. Y después añade—: Si estás libre.
Yo no contesto enseguida. No es que consulte mi agenda, pero sospecho que veo visiones. Ayer le dejé, anónimo y refinado, el acompañante de esmoquin de Bonnie, y ahora me propone un tentempié mano a mano. Me pregunto si alucino. Es muy posible, dado mi estado. Se puede dudar de todo lo relacionado con una chica que gasta las suelas de sus zapatos para recuperar el gusto por el yogur de plátano, que increpa a Dios en las iglesias, que sorprende a su papá difunto en plena calle y hurga en los espejos buscando su alma.
Para conseguir un corazón puro solo me queda una solución: enfrentarme a la realidad. Ver si estoy dentro o fuera. No vacilo ni un segundo. Cojo impulso y adelanto el pie derecho, sin calcetín ni zapatilla, el pie desnudo y caliente, contra el canto de la mesa de mármol del teléfono. Sin escatimar el impacto.
Es inmediato. Una descarga eléctrica me parte el cuerpo en dos. Un tormento espectacular. Lanzo un alarido y suelto el auricular. Me aferro a mi corazón por miedo a que me plante. Chamuscado. Entonces empieza a latir por todas partes. En la oreja, en la pierna, en los costados, en el dedo del pie. Ya no sabe dónde está. Mi pierna derecha hierve y amenaza con explotar. La piel del dedo pequeño del pie se quiebra, estalla, y la sangre gotea sobre la moqueta blanca. Yo constato todo esto y me digo, loca de alegría, ebria de felicidad, que no es un sueño. NO SUEÑO. Él me invita a cenar. ¡ESTA NOCHE! ¡ÉL Y YO! ¡ESTA NOCHE! ¡O sea que me vio! ¡Él me vio! Una llamada como esta no es baladí. A las ocho de la mañana. No es baladí. Esto significa algo. Él tenía miedo de no encontrarme si llamaba más tarde. Es verdad, ¿no? Y además, igual me quiere…
Él me quiere…
Acuno mi pie ensangrentado contra mi cuerpo, me prosterno, doy gracias a Dios por tanta bondad. Gracias, Dios mío, gracias. Vos, a quien insulto durante todo el día, con quien la emprendo por cualquier cosa, a quien culpo de todos los pecados del mundo, a quien acuso al menor contratiempo. Realmente Vos no sois rencoroso. Realmente sois un tipo formidable… ¡Como pocos!
—Hey? What’s happening there?
Es la voz de Allan que sale del auricular tirado en el suelo.
—Acabo de darme un golpe en el pie contra la mesa de mármol de Bonnie… —vocifero sin aliento y la boca redonda.
—Qué…, qué… —grazna su voz sobre la moqueta.
Yo me ajusto el auricular a la oreja y lo repito.
—¡Ve corriendo a meter el pie en hielo, si no no podrás calzarte durante quince días! ¡Y déjalo en remojo una media hora! Y después ponte una venda muy prieta…
¡Él se ocupa de mí! ¡Me cura el pie a distancia! ¡Acuna mi corazón turbado! ¡Se pone en el papel del enfermero! Yo vuelvo a ser pequeña y pongo mi suerte en sus manos. Cierro los ojos y me regodeo. Más órdenes… Más… Tengo ganas de obedecerle. De pertenecerle. De convertirme en llavero y colgarme de su cintura.
—Allan… —apunto en un susurro.
—Sí.
—Allan…
—¿Sí?
Pero me echo atrás. Un exceso de complacencia podría parecerle sospechoso.
—De acuerdo con lo de esta noche.
—¿Estás segura de que podrás?
Yo musito sí, sí. No puedo decir más. Palpito de dolor y de felicidad, herida sobre la moqueta.
Es después cuando constato la catástrofe.
Acabo de colgar con una mano, sostengo mi pie ensangrentado con la otra, y respiro dilatando los bronquios para atenuar el dolor, cuando veo la mancha. Una enorme mancha de sangre roja, densa y, en la superficie, pequeñas burbujas marrones que coagulan y aprisionan los hilos de la moqueta blanca. La impregnan. Penetran la fibra, la levantan un poco y depositan un pequeño lote de coágulos rubí oscuro al fondo de todo. Y después, pasan a la siguiente. Siempre acompañadas de pequeñas y vivarachas burbujas que acaban reventando en la superficie. Misión cumplida.
¡Bonnie! ¡Bonnie Mailer!
Me veo en la calle. Obligada a instalarme en el YWCA de Lexington con la 51. Con la Biblia en el cajón de la mesilla de noche, y un mano a mano con Job. En las duchas colectivas, con los pies resbalando sobre las cucarachas y unos trozos de jabón pegajoso en la pila grisácea. Los retretes con un papel que raspa. El refugio de todos los perdedores del mundo que desean darse la mano. Sé lo que es. Viví dos semanas allí cuando no tenía alojamiento. Oigo a Bonnie Mailer moverse arriba, en su habitación. Cojo el New York Post. Me envuelvo el pie. Me pongo un calcetín, luego el otro. Me fajo el otro pie para fingir que no pasa nada. Y mi cerebro maquina a toda velocidad. Primero esconder la mancha. Después quitarla con paciencia. En cuanto Bonnie se dé media vuelta. Si no, ya puedo comprarle un trozo de moqueta nuevo. Durante mi última estancia, ya le rompí una oreja a su estatuilla maya al entreabrir la falleba. Tuve que correr a la parte baja de la ciudad, con el maya bajo el brazo y la oreja en una bolsa de plástico. ¡Trescientos dólares por el injerto! ¡Y el viejo enano que tuvo que operar, encima protestó! ¡Aquello era trabajo de un cirujano plástico! ¡Que no tenía ningún sentido!, decía. ¡Que sería más caro que la estatuilla! Y ¿por qué no le compraba otra a mi amiga? Ella no se enteraría de nada. Puedes encontrar montones de estatuillas mayas en Canal Street. No puedo, le respondí yo, es una cuestión sentimental. ¡Bonnie trajo ese maya de orejas grandes de Palenque! Durante su viaje de novios. Después de haber subido de la mano de Ronald la enorme pirámide, ya sabe, esa cubierta de latas de Coca-Cola y de Kleenex. Se lo olerá, si le llevo un maya que huele a nuevo. No, se lo aseguro, no tengo alternativa. ¡Ah, vaya!, concluyó él, asqueado. ¡Pues le cuestan caros los sentimientos a usted! Cojo un libro de arte muy grueso y lo pongo sobre la mancha de sangre. Me levanto cojeando, renqueo hasta la cocina para prepararle el desayuno a Bonnie. Un café sin azúcar, una tostada ultrafina con mantequilla, y empujo la puerta de su habitación con mi bandeja.
Esta noche, ella ha vuelto con Martin. Yo he fingido que dormía para no molestarles. Cuando entro en su habitación, Martin ya no está. Siempre se separan después de haber hecho el amor. Para ir en forma a la oficina al día siguiente. Bonnie sonríe con una mueca, ve la bandeja, pregunta la hora. Yo abro las cortinas y voy a sentarme en la cama. Sin darme tiempo de abrir la boca siquiera, ella procede a describirme la velada de la víspera. Un gran éxito para las bolitas Kriskies. Todo el mundo estaba allí. Todos los políticos mediáticos, y los exilados decorativos, poetas y poetisas, estrellas y aspirantes a estrella, banqueros y banqueteros, viejas emperifolladas y caraduras que hay que tener en cuenta en Nueva York. Un éxito en toda regla. El presidente de las bolitas en persona la felicitó al final del acto. Ella estaba sentada en la misma mesa que Brooke Shields. Se pregunta si no debería hacerse unas ligeras mechas rubias en el pelo. Como Brooke.
—¿No crees, eh? ¿Qué me dices? ¿Qué harías tú? Quizás debería aclarármelo un poco… ¿Tú qué piensas?
Telefonea a su peluquero sin esperar mi respuesta. Yo noto que le irrita que no tenga opinión. Ha debido de pasarse toda la noche meditándolo. Todo ese tiempo, mientras Martin la aplastaba, su linda cabecita ladeada se atormentaba con eso. «¿Me aclaro el pelo o no?». Entonces le doy mi opinión: a mí me gusta mucho tal como está. Y además, se parecerá a todas las rubias que se ven por las calles.
Pero no es eso en absoluto lo que ella quería oír. Me fulmina con la mirada. Y leo en ese cañón apuntado hacia mí que no cumplo con mi papel de pariente pobre, cuya obligación es aplaudir todas las iniciativas de la mano que la alimenta. ¿Con qué derecho expreso una opinión contraria, yo que dispongo de casa, ropa y comida a su costa? ¿Eh? He olvidado las reglas del juego. Yo estoy aquí para darle confianza. Para animarla en su lucha contra los estragos de la edad. Bonnie Mailer es una joven tenaz.
Me manoseo el pie, incómoda, y reprimo un aullido de dolor.
—Hola, Pierre… —gimotea ella.
Pierre es su peluquero. Va a verle cada dos días, y le da por hablarle con voz de niñita sumisa.
—Anoche cené con Brooke Shields y… sí, ¿sabes ese color que lleva? Y me preguntaba… Sí, eso es. ¿Lo crees en serio? ¿Crees que me sentaría bien? ¿Estás seguro? ¡Oh, Pierre, eso será estupendo!
Abraza el teléfono, con las pestañas empañadas. Y de repente, yo experimento un arrebato de simpatía por Bonnie, que trabaja tanto para seguir estando guapa. ¡Al fin y al cabo, es un trabajo! ¡Un maldito trabajo! No puedes bajar la guardia ni un segundo, ni ceder a la tentación de darte un gusto. De zamparte una tableta entera de chocolate o un bote de nata fresca. Porque al placer uno se acostumbra enseguida, y cada vez hacen falta más y más tabletas o terrinas para saciarse. Más vale renunciar de una vez por todas. Tragar sin rechistar yogures bajos en calorías, Coca-Cola con sacarina, ramas de apio y bastoncitos de zanahoria. Aprender también a sonreír con los ojos muy abiertos. Para evitar las arruguitas. Una supervisión constante. Un trabajo a tiempo completo. Y luego, lo más duro, ¡estar siempre alerta! ¡Un momento de relajación, de placer, y la edad te salta al gaznate! Lo que yo no acabo de entender es por qué Bonnie Mailer se somete a toda esta tortura. No es por los hombres, eso seguro. ¿Para hacer rabiar a sus amigas? ¿Por ella? Tal vez es por ambas cosas…
—¿Quién ha llamado esta mañana? —pregunta, después de haber anotado en su agenda la cita con Pierre.
—Esto… Era Allan. Ceno con él esta noche.
Me pongo de puntillas con los calcetines, orgullosa de soltarle esa sorpresa tan temprano.
—Ah, ¿lo ves?… Cuando me escuchas… Esto te hará mucho bien…
Se pavonea. Se alegra. Tiene razón. Y además, por encima de todo, le gusta que le dé la razón. Me dirige una mirada maternal y tierna. Y a mí me embarga un agradecimiento melifluo hacia Bonnie la proveedora. Hipócrita y servil ante aquella que sirve tan bien mis intereses. Dispuesta a traerle otra taza de café, a ir a buscar el periódico al felpudo, a desplegárselo. A prepararle el baño. A afilar la cuchilla de afeitar cotidiana para pelos superfluos, a abrirle el peinador. A alabar la firmeza de su vientre, de sus senos, de sus muslos…
—Así que ha telefoneado. Eso está bien. Por otro lado, Allan está muy bien…
Yo respondo en consecuencia. Me uno al coro de hembras víctimas de la gracia, la belleza, la seguridad varonil de este hombre. ¡Y la clase también! Porque guapos, aquí los hay a montones. Sobre todo esos importados de la costa oeste. Los hay a montones, pero más vale no mirarles para no convertirnos en zánganos. Ese es el nivel más bajo de la belleza, donde el alma lleva tumbada mucho tiempo, hastiada de conversaciones. En todos esos músculos ya no queda ni un milímetro para albergar una idea. Lo cierto es que, si somos sinceros, lograr la belleza de cuerpo y mente exige un esfuerzo continuo. No sé por qué, pero algo me dice que Allan es bueno en todo.
—Hablamos de ti ayer noche durante la cena…
Lo dice mientras despedaza delicadamente el contorno dentado de su tostada ultraligera y saborea un sorbo de café.
—Yo le pedí que te sacara un poco por ahí. Para que dejes de estar deprimida…
¡Qué!
¡Él me invita a cenar porque Bonnie Mailer se lo ha pedido! ¡Se inmola a lo boy scout eternamente dispuesto, y anota su Buena Obra en su carnet de puntos para conseguir el paraíso! ¡Y yo que me estremecía como una sílfide ante la idea de seducirle! ¡Ofrecía mi pie como sacrificio! ¡Ofrecía mi dolor al Estafador! ¡Me inclinaba ante Su excesiva e inmensa bondad y Su juego limpio!
Sé bueno, debió de susurrarle Bonnie entre una sonrisa libre de arrugas a los poetas huidos de cárceles totalitarias y un vistazo al Régé Color de Brooke Shields, ella no está bien. Sácala por ahí una noche. Eso la distraerá. Y además, ¿qué te cuesta, eh? Matarás dos pájaros de un tiro. Una buena acción y una clase de francés. Estoy convencida de que has olvidado tu francés. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Eres fantástica, Bonnie!, le respondió el boy scout siempre dispuesto, con los dientes blancos, los músculos tensos y las espaldas anchas preparados para proteger a la humanidad doliente y raquítica. Nunca he visto a nadie con un espíritu tan práctico. Y, ¿sabes?, ¡además eres buena! Sí, sí, te lo aseguro. Eres francamente buena. Generosa, incluso. Sensible al sufrimiento de tu pobre amiga. Y ella protesta, encantada de que le atribuya un atisbo de alma. Exagera los detalles horribles para demostrar que es compasiva, le endiña algo sobre la agonía de mi papá en el hospital Ambroise-Paré. Diez centímetros de tubo en la nariz, los estertores del pulmón izquierdo. Es horrible, ¿sabes?, el cáncer de pulmón. No te mueres, te asfixias. Te ahogas. Escupes la vida poco a poco. Él debió de sufrir muchísimo. Y ella, a su cabecera, también, forzosamente… Esas mechas rubias no están nada mal, la verdad. Mañana telefonearé a Pierre. Y además, ella no sale con nadie aquí. Con nadie. De acuerdo. La invito, replicó él para cortar por lo sano con el hospital y el gota a gota. De todos modos y entre nosotros, no sé de qué puede servir el francés a estas alturas. ¿No tendrás una japonesa alojada?
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Lo ha hecho por compasión. Se ofrece a cargar con una lisiada en el corazón y el pie por los bonitos ojos de la señora Kriskies. En recuerdo de Ray’s Pizza y de Columbia University. Yo siento que la sangre late a toda pastilla en el dedo del pie y observo mi calcetín. Hago una mueca y me compadezco de mí misma hasta ponerme enferma. Si Bonnie no estuviera presidiendo ante mí, en su cama, me hundiría en los cojines y lloraría hasta vaciarme el alma. Gotearía por todas partes y haría responsable al mundo entero. Apelaría a las más altas jerarquías; reclamaría, porque no es normal que solo me pasen desgracias.
Debe de ser una lección de papá, desde allá arriba. O de Dios. Esos dos están conchabados. Así aprenderé a no librarme del duelo tan deprisa. Una pequeña jugarreta para animarme a seguir el único camino digno de mí, el del dolor y el esfuerzo. Porque sin esfuerzo no se consigue nada. Y yo, durante un segundo, he creído que… ¡Paf!, se acabó. Visto y no visto. Que me liberaba de mis atavíos negros y me sumergía en el rosa. Demasiado fácil, amiga mía. ¿Adónde iríamos a parar si el mundo funcionara así, eh? ¿Cómo contendríamos a los hombres entonces? Lo exigirían todo. Un pedacito de dulzura, y otro, y luego otro, y se zamparían la tableta entera como si tuvieran todo el derecho. ¡No! ¡No! No funciona así… Hay que sufrir. En fin, tú lo sabes muy bien.
Los dos me sermonean abriendo con el codo sus largas togas blancas. Pero tú crees que sí, no puedes evitarlo, añade mi papá, que se empeña en hacerse ver. Este es tu problema. Y por mucho que yo me empeñé en desanimarte, tú te obcecabas. Te obcecabas en esperar. En esperar que yo volvería y me quedaría. Para siempre… ¿Quieres que te diga la verdad? Resulta que no vales más que ese ingenuo de Job. Se os puede meter a los dos en el mismo saco. Se os puede hacer la misma jugarreta del visto y no visto. Sois víctimas propiciatorias, siempre que no os impidan creer. En el Amor… Tú te inventas historias, hija mía. Siempre te has inventado historias.
Siempre…