12
–Si me llevas en tu moto como a Maryse, haré todo lo que quieras…
Subir a la moto de Gérard es el sueño de todas las chicas de La Fresquière. Hace calor. De la fuente de la plaza mana un hilillo de agua que una ráfaga de aire desvía de vez en cuando. El abuelo, la abuela, los tíos y las tías, los primos y las primas, mamá y el hermanito duermen la siesta. La niña ha esperado en el banco, delante del garaje, que Gérard vuelva de Barcelo con su moto. Un problema de embrague, le dijo él esta mañana cuando se fue.
El sol le pega en el ojo, pega en el manillar, pega en el depósito, pega sobre la mecha grasienta que cubre la frente de Gérard.
Gérard se ríe y se incorpora sobre la moto.
—Incluso iré a tu habitación, si quieres…
Ella no ha bajado los ojos para decir eso. Le ha mirado de frente y se ha acercado hasta notar el manillar frío encajado en el vientre. Después, ha puesto los brazos a ambos lados del manillar y ha esperado la respuesta. Como las vampiresas del cine. Ante eso, Gérard ya no se ríe. Mira a la niña. Se mira la punta de las botas. Pregunta:
—Pero ¿tú qué edad tienes?
—Doce años. Trece dentro de cuatro meses…
Él se echa a reír y la mira de arriba abajo.
—¡Entonces no eres interesante!
Aprieta el pedal y hace que la moto petardee.
—¡Vuelve a verme cuando seas interesante!
El domingo hay baile. En el garaje. Ella le demostrará que es interesante.
El domingo hay baile. Gérard baila con Maryse. La niña se pega a la camisa rosa de un aprendiz de charcutero de Marsella, que ha venido a pasar el fin de semana. Para el baile. Ella no le ve la cabeza. Nota los brazos gruesos que la abrazan, el vientre fuerte que la oprime, el vello del torso que le hace cosquillas en la nariz.
—¿Vamos al granero? —dice él.
Se tumban sobre el heno. Él dice que se llama Lucien. Y le pregunta cómo se llama ella. Ella no contesta. Él le desabrocha los botones de la blusa. Ella no tiene miedo. Él le ha quitado la blusa y la mira. Luego se da la vuelta, le dice que vuelva a vestirse. Ella no lo entiende. Le agarra. Él se suelta. Se levanta. Se quita la paja del pantalón negro, de la camisa rosa. Ella corre hacia él con el torso desnudo. Se pega a él. Él la rechaza con brusquedad. Ella cae al suelo y grita. Se frota los codos, las rodillas.
—¿No estás un poco loco?
—¡Eres tú la que está loca! ¿Qué edad tienes? ¿Quieres que me detengan o qué? Venga, vamos, volvemos al baile.
En cuanto vuelven a la sala de baile, él la deja plantada sin decir nada. Ella se queda sola. En una silla. Con los primos, las primas y el hermano pequeño que no participan. Ella les desprecia. Solo saben hacer arcos y flechas y presas y tonterías. Ella se abanica un momento y luego se revuelve en la silla.
—Aquí no hay nada interesante… ¡Me vuelvo a casa!
Un día, cuando sea mayor, ¡ya verán!
Un día, ella tiene dieciséis años.
Su primo, el mayor, hace ciclismo. Se entrena para la carrera Dauphiné libéré. Tiene un amigo, André, con el que sube los puertos, engrasa los pedales, discute la desmultiplicación de la bicicleta. Una tarde de verano, el primo y André se paran en La Fresquière. Llueve. La capucha del anorak les enmarca la cara y en la punta de la nariz tienen gotas de lluvia que brillan. Están cansados. Tienen hambre. Quieren una sopa y dormir.
La abuela empuja la sopera hacia ella y le pide que sirva.
Ella les sirve. Ella mira a André y se sonroja. Ardiente. No se dicen una palabra. Él habla dirigiéndose a los demás pero su mirada siempre vuelve a ella. Ella está dispuesta a morir por él. No se atreve a levantar los ojos, y, cuando los levanta, él la espía. Sin hablar. Ella se ruboriza. Él es guapo. Es mayor. Tiene unos ojos negros que brillan. Las mejillas muy coloradas y el pelo húmedo.
El primo dice que aún no han terminado, que se van a acostar porque mañana por la mañana, a las seis, seguirán entrenando. Tienen que cruzar la presa de Serre-Ponçon.
A la mañana siguiente, a las seis, ella se levanta, entreabre los postigos y les ve alejarse. André pedalea con la cabeza hacia atrás. La busca con la mirada. Pero ella se oculta en un rincón para que no la vea.
Durante todo el año, se escriben.
Cartas insensatas. Él quiere casarse. Ella besa la carta y la lleva debajo del jersey. Se niega a ir a bailar. Los chicos que se le acercan le dan asco. Se lava los dientes cada vez que la abrazan demasiado y tratan de besarla.
Ella espera.
Duerme con los brazos cruzados sobre el pecho para que su alma no parta hacia otro que no sea él. Por ella, él está dispuesto a todo. A trabajar duro, a aprobar la selectividad, a ir a una buena facultad, a construir fábricas, puentes, presas, todo con su nombre. El nombre de ella.
Una y otra vez, ella le escribe.
Él obtendrá un sobresaliente. Entrará el primero en la Politécnica. Y el día del baile de licenciatura, en el foyer de la Ópera, bailarán un vals. Ella y él. Señor y señora. Para toda la vida.
Ella besa la carta.
Para toda la vida.
Hasta la muerte.
Ella se acuesta en su cama. Ella espera.
Con los brazos cruzados sobre el pecho.
Mañana, él cruzará el puerto de Vars.
Mañana, él estará en La Fresquière. Ella se abrazará a él y le seguirá. Adonde sea. Tranquila, relajada. En silencio.
Está tan ansiosa que salta de la cama y va al espejo a comprobar si está bien guapa. Vuelve a acostarse, cruza los brazos sobre su alma por última vez. El sol se levanta a través de los postigos. Él va a venir. Ella se duerme. Dichosa.
Él deja la bicicleta y la mira.
Es su secreto. Nadie lo sabe. Ni la abuela, ni el primo, ni la mamá, ni el hermano pequeño. El primo cuenta cosas, los pequeños hacen preguntas. Sí, sí, contesta André entrelazando su mirada con la de ella. Aferrándose al manillar con los dedos. Encendiéndola con los ojos. Separados por los demás que zascandilean. Que hacen preguntas. ¡Un sobresaliente en la selectividad! ¡La Politécnica! ¡Eso es estupendo! ¡Oh, vaya, vaya!, dicen a coro las tías y los tíos, el abuelo y la abuela, la mamá y los primos. ¡Este André es un chico fantástico!
El hermano pequeño la mira y dice que está muy acalorada. Muy roja. ¿Por qué está tan roja? ¡Eh, que está muy colorada! ¡Cretino! ¡Imbécil! Ella le pellizca muy fuerte y se seca las manos húmedas en el short. Se aparta otro poco para que nadie más se fije en ellos.
En ellos.
Cierra los ojos.
Él está allí.
Él la mira.
Por encima de los demás. De lejos. Detrás del manillar. Detrás de su cabello negro. Detrás de las exclamaciones de los tíos y las tías.
La sopa está ardiendo. Ella dice que quiere servir.
Servirle.
Con la cabeza inclinada hacia el cucharón que vierte la sopa en su plato.
Ella vuelve a sentarse. Él busca su mano por debajo de la mesa. Ella le evita y pone las dos manos sobre el mantel. Él acerca una rodilla a la de ella y mira hacia otro lado. Ella le entrega su rodilla, pega el muslo al de él y gira la cabeza.
Ella le escucha hablar. De los puertos, de la montaña, de París, de la escuela. De su afición por el esfuerzo, por el trabajo. Feliz, silenciosa.
Llega la hora de acostarse. Los chicos han plantado una tienda en el granero. El abuelo dice que es una buena idea. La abuela teme que haya víboras en la paja fresca. Los pequeños bostezan. Los tíos y las tías juegan al bridge. Mamá bebe su infusión de hisopo. Ella se retira sin mirarle.
—¡Pero dale un beso a André! ¡Dale un beso a André! —suelta un tío, y golpea el mantel con el mango del cuchillo.
Ella sale pitando del comedor y da un portazo. Los tíos se ríen.
—¡Qué tontos somos a esta edad! ¡Tenemos tanto pudor!
Ella corre hacia su habitación.
Él se reúne con ella. En el pasillo.
Él apaga la luz y la atrae hacia sí.
La besa.
Sin decir palabra.
Con las dos manos apoyadas en la pared y el cuerpo pegado al suyo. Su boca le come la boca y su boca se deja comer. Su boca, que baja por su cuello, sus manos que la retienen, y ella muy blanda, muy blanda…, se pega a él, hunde sus manos en él, una rodilla entre sus piernas, el vientre en el de él.
Rendida.
Muda y mudo.
Atentos a la misma respiración en la boca, la misma lengua, el mismo placer que aumenta, aumenta, aumenta. Él se retuerce sobre ella, quiere devorarla. Ella se retuerce debajo de él. Acerca el cuello, los labios, los senos.
Y de pronto, unos pasos…
El primo busca a André, le llama.
—¡Voy a decírselo, tiene que ayudarnos! Yo quiero dormir contigo esta noche. Solo él puede ayudarnos…
—¡No! ¡No! —suplica ella y le tapa la boca con la mano.
—¿Por qué?
—¡No! No tiene por qué saberlo…
—Voy a decírselo…
—¡No! ¡Te lo pido por favor!
Ella le mete en la habitación y cierra la puerta. Con llave. Se abraza a él. Le lleva a la cama. Acaricia su piel. Desea su piel desnuda pegada a su piel desnuda. Le desnuda. Se desnuda. Sin apartar la mano de su boca para que él no hable, no diga nada. Oyen los pasos del primo que se alejan. Su voz que grita «André» en el piso de arriba. Él suspira. Se tiende sobre ella. Está caliente y pesa.
Ella le ama. Solo le ama a él. Le abraza, muda y desesperada. Le estrecha fuerte en sus brazos por miedo a que se le escape. Tiembla al pensar que volverá a marcharse. Volverá a marcharse, seguro. Probablemente tuvo una decepción al verla. Ella no es tan brillante como las demás chicas que él frecuenta durante el año. Ni tan inteligente. O sea, que se marchará. No dice nada porque no quiere ponerla triste, pero ella no está a la altura. Entonces, ¿cuándo volverá a verle, cuándo?
Ella tiembla y se da la vuelta. A punto de llorar. Echa el cuello hacia atrás para que él tenga más piel para besar. Él la abraza y le susurra pegado al cuello:
—¡Te quiero! ¡Oh! ¡Te quiero! Nunca querré a nadie más. ¡Eres mi mujer! ¡Eres mi amor! ¡Lo eres todo para mí!
Ella se pone tensa. Aprieta los dientes. Le empuja con los dos brazos. Le empuja tan fuerte que él se cae. Ella se echa hacia atrás y se pone la sábana sobre los hombros. Le da la espalda.
Distante. Con la boca rebosante de odio, rechina entre dientes:
—¡Vete! ¡Vete! ¡Te odio! ¡No quiero verte nunca más! ¡Nunca más!
Y, como él no lo entiende e intenta volver a cogerla entre sus brazos, ella le empuja aún más fuerte. Se parte de risa al verle tan estúpido, con la boca abierta, completamente desnudo, con la piel irritada por sus besos, las marcas blancas del polo en los brazos bronceados.
—¡Pero si eres feo! ¡Eres feo…! ¡Y mira, mira, no te habías quitado los calcetines!
Ella se echa a reír a carcajadas, salta de la cama, le lanza la ropa, una pieza tras otra, para que vuelva a vestirse. Abre la puerta de par en par.
—¡Vete o le diré a todo el mundo que has intentado violarme! —Le empuja desnudo al rellano, donde él se viste a toda velocidad. Pero no lo suficientemente rápido como para que el primo no le vea.
—¡Pero bueno…, André!
—Sí —dice ella—, tu amigo es un fresco… ¡Venga, largaos los dos! ¡Que tengo sueño!
Cierra la puerta. Aliviada. Ha escapado por los pelos. ¡Menudo idiota! ¡Y decir que quería casarse con ella! ¡Tenerla para él solo! No, pero ¿quién se cree que es ese? ¡Menuda tontería esta historia! ¿Cómo puedo haberme creído todo esto? ¡Imaginar que podría vivir con este imbécil con las mejillas coloradas y esa cara de empollón!
Se deja caer sobre la cama y suspira. Le duele el estómago. Le duele el estómago toda la noche. Corre de la cama al lavabo. Finalmente se duerme cuando el sol se cuela por los postigos.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, él está triste.
Y blanco.
Apenas habla. La evita.
¡Qué guapo es!, se dice ella mientras unta la miel en la tostada. ¡Qué guapo está cuando está triste! ¡Y tan misterioso! Se echa a temblar y moja la tostada en el café con leche.
Ya no quiere que él se vaya.
Él habla de reemprender la marcha, pero los tíos y las tías insisten. ¡Para qué tanta prisa! ¡Debería quedarse un poco más!
—¡No! ¡No! —contesta él sin mirarla—. Tengo cosas que hacer. Tengo trabajo. He de preparar cosas y más vale que… Así que iré a comprobar que mi bicicleta está bien y, después de comer, me iré…
—¡Oh! —dicen los tíos y las tías y mueven la cabeza, decepcionados—. Entonces os prepararemos una buena comida.
Él se aleja y va a reunirse con el primo junto a la bicicleta.
Ella le ve marchar.
Le gusta cuando está triste. Que no la mire. Que se aleje por la carretera. Ella corre hacia él, le agarra del brazo. Le pide perdón. Dice que está loca. Que puede castigarla si le apetece, pero que sobre todo, sobre todo siga con ella. Él se resiste, la empuja. Ella se acerca, él vuelve a resistirse, está a punto de darle un golpe que la mandaría al quinto pino, pero ella pega la boca a su boca y él aminora el paso. Ella se aferra a él y suplica:
—No me dejes, no me dejes… No me dejes. No me dejes…
Él sigue sin contestar pero con paso vacilante.
Ella se le cuelga del brazo y apoya todo su peso en él.
—Te quiero, ¿sabes?, yo te quiero.
Él se encoge de hombros y le pide que deje de decir tonterías.
Ella tiembla. No son tonterías. Lo de ayer no pudo evitarlo. Ni siquiera ella puede entenderlo. No volverá a pasar. Prometido.
Pasan junto al granero, delante de la tienda. Ella ha deslizado el brazo alrededor de su cintura y él no ha dicho nada. Avanza al mismo paso que él.
—¿No me crees? —dice. Levanta la cabeza y le mira directamente a los ojos.
Él no contesta. Sigue teniendo un aire triste y misterioso.
Entonces ella le arrastra hacia la tienda. Dentro del granero. Se tiende sobre la alfombra de tierra, se sube el vestido y extiende los brazos hacia él.
—Ven…
Él la mira. No se atreve. Sigue de pie, y ella ve sus piernas largas y luego su nariz. Sus mejillas coloradas. Y nada más. Vuelve a levantarse, le coge la mano y la apoya sobre su vientre.
Su vientre desnudo.
Él se arrodilla junto a ella y cierra los ojos.
Se deja caer a su lado. Un poco más cerca.
Ella le sujeta con sus brazos y le aprieta hasta asfixiarle.
—¡Oh! Perdón, perdón… Haré todo lo que quieras. ¿Me crees?
Él no contesta ni sí ni no. Ella le coge la mano y la desliza muy despacio entre sus piernas. Él duda. Luego sus dedos rozan el interior de sus muslos. Se envalentonan. La acarician.
Ella dice sí, sí y cierra los ojos.
Pero antes, justo antes de que él se tumbe sobre ella, ella pega la boca a su oreja y suplica:
—No hables, por favor, no hables…