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Dieciocho

—¡Ah! ¡Qué bien! Ya estáis levantado —dijo Rian al entrar en el comedor al día siguiente—. ¿Qué me aconsejáis que vaya a ver primero? ¿La Torre de Londres? He oído que hay leones y tigres allí.

—No os molestéis en seguir con esa absurda actuación, Rian —le dijo Jack con voz cansada mientras le hacía un gesto para que se sentara frente a él—. El correo de la mañana acaba de llegar y me he tomado la libertad de abrir la carta que vuestra hermana le escribió a Eleanor. Los bebés nacieron el día después de que saliéramos para Londres, no hace tres días.

—¡Fanny! ¡Maldita sea!

—No, la verdad es que ha sido Cassandra. Alguien debería tomarse la molestia de enseñar algunas cosas a esa jovencita, su ortografía es atroz. En fin, Rian, ¿cuánto tiempo lleváis en Londres y a las órdenes de Jacko? ¿Cuánto tiempo lleváis siguiéndome?

Rian no parecía preocupado al ver que su juego había quedado al descubierto. Se imaginó que su juventud lo hacía así de confiado o estúpido.

—Poco tiempo. Al principio fui a… Pero, ¿quién dice que os he estado siguiendo?

—Bueno, no ha sido mi buen amigo Cluny, eso está claro —repuso con sarcasmo—. ¿Queréis decirme por qué me habéis estado siguiendo? Y, ¿por qué decidisteis aparecer en la casa anoche?

—Bueno, la segunda pregunta es la más sencilla de contestar. La posada era horrible y la comida peor. Me imaginé que vos y Elly viviríais mejor, así que decidí aprovecharme de vuestra hospitalidad. Decidí que aparecería portando buenas nuevas y que no me preguntaríais nada más. Morgan quería que los bebés fueran una sorpresa para Elly cuando volviera a casa, supongo que no contábamos con que Cassandra se le adelantara.

—Y, ¿por qué me habéis estado siguiendo?

—Os diría que Jacko quería que os vigilara para asegurarme de que estabais tratando bien a mi hermana, pero supongo que no os tragaríais eso de nuevo, ¿verdad?

—No, creo que no —admitió Jack con una sonrisa.

—Muy bien, tendré que deciros entonces la verdad, aunque no va a gustaros demasiado. Estoy aquí para asegurarme de que, si perecéis durante esta misión, haya alguien que se ocupe de sacar a Elly de Londres y devolverla sana y salva a Becket Hall.

—Es increíble la confianza que tenéis los Becket en mí. Tendré que darle las gracias a Jacko cuando lo vea —le dijo mientras observaba al joven servirse comida.

—Ya os he dicho que Jacko siempre ha sido muy protector con Eleanor. Y la verdad es que estaba deseando venir a Londres. Por cierto, ¿quién es ese irlandés? Tenéis que decirle que meta la barriga cuando se esconde detrás de las puertas porque ese tremendo bulto lo delata. No tenía que seguiros, Jack, me ha bastado con seguirlo a él.

—Por eso él nunca vio a nadie detrás de mí… —murmuró él—. Bueno, supongo que ahora que estáis aquí, querréis hacer algo de utilidad, ¿no?

Rian se sentó y comenzó a untar mantequilla en una tostada.

—¿Hay mermelada?

—¿Mermelada? Sí, tomad —dijo pasándole un tarro de cristal.

—¡De fresa! ¡Qué bien! ¿Qué me habéis preguntado? ¿Qué si quiero ayudar? Por supuesto. ¿Qué puedo hacer?

Sabía que su vida no valdría nada si algo le pasaba a Rian, pero pensó que el joven podría serles de ayuda.

—Los zapatos de vuestra hermana son un desastre con esos tacones que les han puesto.

—¿De verdad? Tenemos un zapatero en Becket Hall, ¿lo sabíais? Es Ollie. Un buen hombre —le explicó Rian—. Él le hizo esas botas a Elly y siempre me han parecido que estaban muy bien. ¿Qué habéis dicho que les pasa?

—El zapatero colocó tacones de distintos tamaños en cada zapato, poniendo uno más alto en su pie… Es su pierna mala. He notado que está mucho más cómoda descalza y no entiendo por qué tiene que llevar ese tipo de zapatos. Estaría mejor con botas a la misma altura, aunque su cojera se disimulara peor. No me hace gracia saber que sufre con esas botas.

—No, a mí tampoco —repuso Rian—. Y, ¿adónde debería llevarla de compras? ¿A la calle Bond? ¿Hoy mismo?

—Sí, hoy. Buscad a alguien que pueda arreglarle los tacones en uno o dos de sus pares de zapatos y encargar más zapatos y botas para que los envíen aquí. Siempre puedo hacer que alguien se los lleve a Becket Hall si ya no estamos en Londres. Una docena de pares. Comprad zapatillas, zapatos de vestir, botas… Lo que vaya a necesitar y alguno más. Y con cargo a mi cuenta, por supuesto.

—Ella no me va a dejar que haga algo así, Jack. No querrá que paguéis.

—Pero sois su hermano. Sois el hombre, el que está a cargo de la situación —lo animó Jack mientras se levantaba—. Ahora tengo que salir, no creo que vuelva antes de que salgáis. No os vayáis hasta mediodía, Rian, ¿de acuerdo? Es importante. Esperad a que sean al menos las doce.

—No, no lo entiendo —admitió con sinceridad el joven—. Elly siempre se levanta temprano. No sé por qué no se ha despertado aún, no suele ser perezosa.

Él sabía muy bien por qué dormía aún, pero no podía decírselo a su hermano. No podía decirle cómo se habían abrazado la noche anterior, después de que ella le contara un secreto que había estado guardando durante demasiado tiempo en su corazón. Se había deshecho en lágrimas y él la había consolado. Después la subió a sus aposentos y le hizo el amor. Primero con ternura, después con desatada pasión hasta bien entrada la madrugada.

—Bueno, supongo que en Londres seguimos otros horarios distintos a los de las zonas rurales —le dijo a modo de explicación—. Vigiladla bien, Rian. No creo que vaya a pasar nada, pero no la perdáis de vista. Tomad mi calesa y que os acompañen dos lacayos, ¿de acuerdo?

Rian, con la boca llena de nuevo, asintió con la cabeza.

Jack sonrió al verlo y recordó su propia juventud, los tiempos en los que se levantaba muerto de hambre y tenía que sufrir las quejas de su tío cada vez que intentaba servirse un poco más de pan u otro huevo revuelto.

Pensar en su tío, ya fallecido, le hizo acordarse de su primo y de los secretos que no había compartido aún con Eleanor.

Ya no sabía si aún iba a importarle. Las razones por las que había entrado en contacto con los Becket le parecían ya agua pasada, como si hubiera pasado media vida desde entonces.

Sentía ya que era uno de ellos o tan cercano a la familia como un forastero podía llegar a estarlo. Estaba claro que Ethan había sido aceptado entre ellos, de otro modo no les habría acompañado en su última operación de contrabando. Creía que si Ethan había sido admitido, también lo aceptarían a él. No sería sólo tolerado o usado por su experiencia, sino aceptado.

Sabía que nunca los traicionaría porque nunca podría traicionar a Eleanor. Los secretos de esa familia, fueran los que fueran, estaban a buen recaudo con él. Era simple, pero también muy complicado, porque ya no podía racionalizar por qué participaba en sus ilegales operaciones, ya estaba completamente involucrado.

Estuvo pensando en sus lealtades, en lo que hacía y dejaba de hacer hasta que llegó a los tres escalones frontales de la mansión del conde de Chelfham.

Dudó un momento. Sacó el reloj y miró la hora. Las diez en punto. Más que tiempo suficiente para decir lo que tenía que decirle y dejar a Eleanor a salvo, de compras con su hermano en la calle Bond. Después de todo, no iba nadie a arriesgarse a secuestrarla a la vista de todo el mundo cuando era mucho más fácil hacerlo en una calesa de alguna aislada carretera.

Todo lo que tenía que hacer era controlarse y prepararse para enfrentarse con Rawley Maddox, el criminal conde de Chelfham.

«El padre de Eleanor… ¡Cielo Santo!», pensó angustiado mientras se abría la puerta.

—Soy el señor Eastwood, vengo a ver a su señoría —anunció al mayordomo.

Entró en el vestíbulo. Le satisfizo ver que la decoración de su casa era mucho mejor que la del conde. Era un detalle sin importancia, pero hizo que se sintiera mejor.

—Su señoría está aún desayunando, señor —dijo el mayordomo mientras alargaba la mano para recoger su sombrero y sus guantes.

—Lo sé, amigo —mintió Jack mientras dejaba una moneda de oro dentro del sombrero—. Su señoría me pidió que me uniera a él para desayunar. Estoy seguro de que te informó de ello.

—Sí, señor, así es —repuso el mayordomo—. El señor Eastwood, por supuesto. Aceptad mis disculpas, por favor. Ahora, ¿si hacéis el favor de seguirme?

Siguió al mayordomo hasta el comedor. Le parecía increíble que hubiera podido comprar la lealtad de ese criado con una simple moneda.

El conde de Chelfham estaba desayunando cuando el mayordomo anunció su presencia. Una gran servilleta de lino estaba colocada bajo su barbilla y había tres platos llenos de comida frente a él.

—¡Eastwood! ¡Sabía que apareceríais por aquí! ¡Espléndido! Sentaos y comed.

—Ya he desayunado, pero muchas gracias —repuso Jack mientras se sentaba en una de las sillas—. Pero me temo que aún estoy algo confuso, ¿es que ya somos colegas, Chelfham?

—¡Como si un hombre como tú pudiera permitirse otra alternativa! No me molesta la fanfarronería, yo también lo he hecho de vez en cuando. Pero sabía que acabaríais por aceptar mis condiciones. Muy bien. Entonces, ¿cuándo sale la lisiada de camino a vuestra casa de campo? Es en Sussex, ¿no es así?

Ya era bastante doloroso que el conde la llamara de una manera tan despectiva, pero ahora que sabía toda la verdad, le costaba más aún oírlo.

—Su nombre es Eleanor, Chelfham.

—Y su lugar es lejos de aquí —replicó él con repentina dureza—. Era parte de nuestro trato.

Se quitó la servilleta de un tirón y lo fulminó con la mirada.

—¿Y bien?

Jack intentó parecer sumiso, tal y como el conde esperaba, pero no era fácil.

—Mi esposa saldrá mañana a mediodía. Habría hecho que se fuera antes, pero no se encuentra muy bien y tuvimos que retrasar el viaje. Sé muy bien lo que me pedisteis. Pero ahora ha llegado el momento de que, en muestra de vuestra buena voluntad, me deis algo a cambio.

—¿Cómo muestra de buena voluntad? Muy bien, supongo que no os valdrá con un apretón de manos. A mí, tampoco. Pero, antes, ¿por qué no me mostráis algo de lo que de verdad me interesa? Ya he oído hablar de él y lo sabréis, pero quiero verlo con mis propios ojos.

Jack se sacó un pequeño diario del bolsillo de su chaqueta y lo tiró sobre la mesa. Se había pasado horas la noche anterior rellenando un diario con falsos nombres, direcciones, cargas, fechas de entregas, etcétera. Era todo lo que el conde necesitaba saber después de que decidiera deshacerse de su nuevo colega.

—Como veis, ya he hecho mi parte. Es hora de que compartamos. No soy estúpido, Chelfham. Espero algo de vos o esta asociación va a terminar antes de que empecemos a hacer negocios juntos.

El conde sonrió con malicia. Jack sabía muy bien lo que estaba pensando, ya estaba planeando su muerte.

—Muy bien, muy bien, sois un duro negociador, Eastwood. Pero supongo que es lo más justo. Supongo que es normal que queráis que os muestre que sé lo que hago. ¿Os parece que continuemos hablando en mi despacho?

Durante la siguiente media hora, fingió estar satisfecho con las páginas de los libros de cuentas y entregas que el conde le fue enseñando. Más que nada, eran cifras y cifras acompañadas de textos en clave. El conde fue lo suficientemente amable como para descifrarle esos códigos. Así pudo saber que importaba, por llamarlo de alguna manera, té, seda y coñac y que después exportaba, sobre todo, monedas de oro.

Sabía que no debía intentar excusar lo que estaba mal, pero tenía claro que vender la lana de los ganaderos de Romney Marsh para que pudieran comer era mucho menos censurable que enviar las monedas de la Corona al otro lado del Canal. Era dinero del país que iba a terminar en las arcas de Napoleón Bonaparte. Dinero con el que éste pagaba sus invasiones y guerras.

Chelfham sólo le mostró una pequeña parte de sus diarios, había muchos más encerrados en su escritorio. Cada uno con las actividades de una banda. Y cada banda con su propio nombre. Estaba la banda de los Hombres de Verde, la banda de los Hombres de Amarillo y, sobre todo, la banda de los Hombres de Rojo. Todo estaba mucho mejor organizado de lo que había pensado.

—¿Y estáis a cargo de todo esto? Me dejáis impresionado, la verdad. Vuestros beneficios deben de ser extraordinarios —le dijo después.

Chelfham lo miraba desde uno de los sofás de su despacho. Las ventanas daban a los jardines de atrás. Había una puerta que daba directamente al exterior, algo que no se le había pasado por alto.

—Sí, pero no son para mí todos los beneficios. Me temo que vuestra pequeña empresa os debe de dar tantos beneficios como a mí toda esta extensa organización.

—Pero en mi caso soy yo el que asumo todos los riesgos —dijo mientras Chelfham recogía los diarios y volvía a guardarlos bajo llave en el cajón—. Perdonadme que os lo diga así, pero da la impresión de que no sois más que un contable.

—Eso es lo que os puede parecer, pero tengo más talentos y habilidades.

Jack fingió sorpresa, como si acabara de decirle algo que no sabía.

—Sois el que busca inversores para comprar los bienes en Francia, ¿no es así? —le dijo como si se le estuviera ocurriendo en ese instante—. Sois el que se mueve en las altas esferas y elige a gente para invertir en la organización, ¿verdad? Ahora entiendo vuestro papel.

—Bueno, ya basta —lo interrumpió el conde con seriedad—. Sólo necesitáis saber que yo aporto los fondos y vos haréis el resto. En un año, nuestros beneficios se habrán multiplicado por diez. ¿Estáis de acuerdo?

—Estoy de acuerdo —repuso él poniéndose en pie—. Sólo tengo otra pregunta. ¿Qué pasa si el líder de la organización descubre que estamos operando a espaldas de él y sin su conocimiento en la zona de Romney Marsh?

—Es una pregunta simple con una respuesta simple, Eastwood. Entonces seríamos hombres muertos.

—Ya… Eso me imaginaba. Os arriesgáis mucho, Chelfham. Y sólo por conseguir algo más de dinero…

—Nunca es suficiente —contestó el conde sonriendo de nuevo—. Pero no tengáis prisa por marchar, Eastwood. Si no se os ha olvidado, aún tenemos pendiente el tema de mis antiguos colegas.

Le estaba costando trabajo hacerse el tonto.

—Llevará un tiempo, Chelfham. Y lo haré a mi manera.

—La verdad es que ya no hay necesidad de que hagáis nada, Eastwood. Me pareció que no era una tarea que os agradaba. Así que, anoche, cuando tuve la oportunidad que había estado esperando, la aproveché.

—¿Qué queréis decir?

—Que ayer les regalé un barril de coñac que había conseguido en una de las operaciones, me lo habían traído directamente desde Francia. Le dije a Harris que lo había enviado a la residencia de sir Gilbert en la calle Half Moon, donde podrían beber sin que los molestara la señora Phelps.

—¿Un barril de Francia?

—Así es. Coñac francés tan puro y transparente como el agua. Es un regalo muy especial y difícil de encontrar. Había una nota con el barril en la que les contaba que iba a aumentar su parte en los beneficios. Así que tenían mucho que celebrar, muchas razones para beberse todo el barril. Y ahora están borrachos. Más que borrachos… —comentó riendo.

Lo entendió perfectamente. Para hacer más sencillo su traslado, el coñac se ponía muchas veces en pequeños barriles tal y como salía del alambique, con una altísima graduación alcohólica. Para tomarlo, era necesario diluirlo con agua y añadir a veces azúcar requemada para darle color. El líquido que trasladaban en esos barriles era transparente y bastante sabroso, pero mortal si se tomaba directamente.

—¿Enviasteis a Eccles un barril de los que llegan de Francia? Le advertisteis que lo diluyeran, ¿no?

—¿Para qué? ¿Para frustrar el objetivo del regalo? No, claro que no. Supongo que mañana nos enteraremos de la triste noticia. Bueno, ¿qué os parece, Eastwood? ¿Cuánto tiempo creéis que deberé seguir teniendo en mi casa a la aburrida viuda de mi cuñado? Bueno, supongo que puedo ser magnánimo. Dejaré que se quedé un par de semanas —dijo Chelfham riendo—. Ahora, haced el favor de ir a la residencia de sir Gilbert y recoged mi nota antes de que la doncella aparezca mañana para hacer la limpieza. Así todo quedará solucionado.

—No soy vuestro criado, Chelfham —replicó.

—No, claro que no. Somos colegas y seguro que sacamos muchos beneficios con la combinación de mi cerebro y vuestros… Vuestros otros talentos. Sabéis que estoy en lo cierto, Eastwood. En nuestra situación, es normal que nos hagamos favores.

—Somos colegas, pero no amigos. Los dos tenemos algo que podemos usar en contra del otro y estamos dispuestos a mencionarlo cada vez que es necesario, ¿no es así?

—Sí. De hecho, es una lección que aprendí hace muchos años. Sed honesto conmigo, Eastwood, ¿hay algo que queráis de mí? Decidme.

Decidió que iba a ponerlo a prueba.

—Muy bien. Quiero que mi esposa se quede en Londres.

El conde perdió la sonrisa al instante.

—No, Eastwood. No puede ser. Ya os habéis comprometido a que se fuera.

—Sí, claro. Lo había olvidado. Somos colegas, pero no estamos al mismo nivel —repuso él.

—No os enfurruñéis, Eastwood. Os encontraremos alguna otra —le dijo el conde sonriendo otra vez—. ¡Por Dios, hombre! Mira qué mujer he encontrado yo. Os sorprenderá ver lo que el dinero puede comprar.