CAPITULO PRIMERO
Donald Cavanangh, de cincuenta y cinco años de edad, cabeza monda como una bola de billar, ojos castaños y barbilla puntiaguda, consultó el reloj encadenado que sacó del bolsillo del chaleco, exclamando después:
—¡Por vida de...! ¡Las tres y media y ese bergante sin venir!... ¿Qué se habrá creído?...
Cavanangh era juez de Trinity y aquella tarde había suspendido su acostumbrada siesta para celebrar una importante reunión con dos personas oriundas de la región. Una de éstas se hallaba ya presente. Edmund Sanders, joven, de poderosa apariencia, pupilas de un verde claro y rostro atezado.
—Probablemente a John Nelson le tiene sin cuidado su citación, señor juez... — repuso desde el sillón en que se sentaba, muy cerca de un gran ventanal a través de cuyos cristales se divisaba un buen trecho de calle.
El despacho del juez había sido tiempos atrás la barbería. Cavanangh, al ser elegido en democrática votación para ocupar tan alta magistratura, opinaba que para juzgar a sus conciudadanos nada mejor que contemplarlos en su propia salsa. De aquí que se buscase un observatorio desde donde contemplar el rebaño que el Destino había colocado bajo la vara de su justicia.
Le gustó la barbería de Jim el Largo. Pero Jim el Largo se opuso a abandonar un negocio que llevaba funcionando catorce años en Trinity, exactamente desde la fundación de ésta. Así, pues, el primer acto jurisdiccional que Cavanangh realizó al estrenar el cargo fué el de expropiar la barbería de Jim «por convenir a los altos intereses de la comunidad». El Largo fué diciendo a todo el mundo que lo que el juez no quería perderse era el ver las fulanas que entraban y salían del «Blue Saloon», ubicado frente a su barbería.
El caso fué que el juez logró su despacho y Jim hubo de conformarse con la indemnización que le hizo efectiva el municipio, con la que abrió otro taller de rapado seis manzanas más arriba.
Al oír la respuesta de Sanders, Su Señoría se puso lívido.
—Conque le tiene sin cuidado, ¿eh?... — murmuró.
—Ya sabe cómo es Nelson...
—¡Me importa un rábano como sea!... ¡Yo soy el juez y le he citado en uso de mis atribuciones!... ¡Por de pronto, su tardanza le cuesta una multa de dos dólares!...
—Lo gracioso es que no vendrá...
—¡No creo que sea capaz de hacer una cosa así! ¡El sabe perfectamente que se trata de la lectura del testamento de su tío Sidney!...
—Quizá Johnny esté celebrando el acontecimiento con una de sus juerguecitas. Convertirse en el dueño del rancho «Tres Colinas» es algo que merece la pena...
—Lo malo es que ese pródigo de Johnny acabará con el «Tres Colinas» en menos tiempo del que Jim el Largo inventa una calumnia — murmuró el juez mirando a una dama vestida de rojo que acababa de salir del «Blue Saloon».
—Lástima que se pierda una hacienda así... — suspiró Sanders.
—Lástima porque es hermosa, muy hermosa... — convino el magistrado, observando el talle de avispa de la hembra.
—La mejor de la región.
—Está bien; pero yo no diría tanto.
—¿No? ¿Qué otra hay que la supere, señor juez?
—Helen tiene mejores complementos.
Sanders frunció el ceño.
—¿Helen?... ¿Qué Helen?
El juez pareció volver a la realidad y tosió fuerte, replicando:
—¿Qué Helen?... ¡La hacienda de Helen Rubinstein!...
—¡Pero si esa mujer sólo posee un trozo de tierra con cuatro hierbajos!...
—¡Eso es lo que usted cree!... — hizo un nuevo carraspeo—. Quiero decir que su rancho está sin explotar, pero si allí entrase un hombre... ya me entiende... un hombre con ganas... de trabajar, naturalmente... — Torció el gesto y estalló—: ¡Bueno!... ¿de qué diablos estamos hablando?... ¡Ese condenado muchacho!...
Tras una pausa, Sanders dijo:
—Lo malo es que no ha tenido nunca a nadie.
—Usted, como capataz del «Tres Colinas», lo conocerá bien...
—Sí; conozco todos sus defectos. Se ha criado haciendo su santa voluntad. Quedó huérfano muy pequeño y su tío Sidney lo recogió...
—Pues a Sidney también le gustaban las juergas. Según tengo entendido, más de una vez las corrieron juntos...
—Eso era muy de tarde en tarde. Sidney pretendía con ello que el muchacho rectificase su conducta.
—¡Vaya camino que elegía!
En aquel instante crujió el ventanal y el cristal saltó hecho pedazos bajo el impulso irresistible de un cuerpo humano que entró en el despacho del juez como un proyectil.
Cavanangh y Sanders se incorporaron de sus sillones con el consiguiente sobresalto, pero aun no había terminado su sorpresa.
Por el hueco que ahora existía sé introdujo John Nelson, quien se adelantó hacia el que le había precedido, lo cogió del cuello de la camisa, izándolo del suelo y estrellándole seguidamente su puño derecho en la mandíbula.
El agredido echó a correr nuevamente hacia atrás como impulsado por un cohete, chocaron sus espaldas contra la pared y se abatió sobre el suelo privado del conocimiento.
—¡Johnny Nelson! — rugió Su Señoría.
El aludido había cumplido los veintiocho años de edad y medía un metro setenta y tres centímetros de talla. Su rostro broncíneo era de rasgos duros pero correctos, los ojos azules y el cabello negro. Se cubría con una camisa verde, chaleco de piel de búfalo, zafones de cow-boy y un sombrero tejano de ala ancha.
Volvióse al juez, acariciando el puño que había empleado, y dijo:
—Lo siento, señor juez. Este tipo insultó a una dama...
La cara de Cavanangh pasó por distintos colores. De su sonrosado habitual al pálido amarillento, al ¡suave violeta, al peligroso morado... Hizo un esfuerzo por no ponerse negro.
—¡Por vida de...! —bramó con su frase favorita—. ¿No se te ocurre otra cosa?... ¡Me has destrozado la ventana!
—Le pondré otra nueva, juez, Ya sabe que ahora soy rico.
—¿Es posible que hables así cuando aún no hace siete días que enterramos a tu tío?
—El viejo me dijo que no lo llorase. Bueno, he sentido su muerte... pero, ¿qué se le va a hacer? A todos nos llega nuestra hora...
Cavanangh sentía aumentar su ira por momentos.
—¡No discutamos más! — barruntó—. ¡Terminemos cuanto antes!... ¡Pero saca de aquí a ese sujeto!
El sujeto en cuestión había empezado a moverse. Nelson lo cogió de un brazo, ayudándole a levantarse, acompañólo hasta la ventana destrozada, tras la que se había formado en la calle un grupo de curiosos, y lo arrojó sobre éstos de un soberbio empujón,
—Pasemos a la otra habitación — dijo el juez, cogiendo un gran sobre de encima de la mesa—. Aquí se enteraría todo el mundo.
John saludó a Sanders.
—¿Qué tal, capataz? ¿Cómo usted por aquí?
—He sido también citado — repuso Edmund con voz en que se notaba cierta reserva.
Pasaron a la otra sala menos amplia, que contenía una mesa de comedor y varias sillas. Cavanangh invitó a sus visitantes a que se sentasen y él lo hizo diciendo:
—El señor Sidney Nelson, horas antes de morir, me mandó llamar para entregarme este sobre conteniendo su testamento, con el ruego de que al cabo de una semana lo leyese a ustedes dos. ¿Quieren comprobar que los sellos no han sido tocados?
Ninguno de los dos interrogados deseó hacer la comprobación, por lo que el juez rasgó el sobre extrayendo un pliego de papel que se puso ante la nariz.
—De acuerdo. Empezaré a leer. — Carraspeó nuevamente, se puso unas gafas y leyó—: «Yo. Sidney Nicholas Nelson, en pleno uso de mis facultades mentales...»
—¿No puede suprimir esa parte? — interrumpiólo Johnny con una sonrisa—. Al fin y al cabo, ya entiende...
—Está bien... —la mirada de Cavanangh descendió rápidamente por la superficie del papel y pasados unos segundos reanudó la lectura—: «...En virtud de lo cual declaro ser ésta mi última voluntad: Que el rancho conocido con el nombre de «Tres Colinas», con todo cuanto contiene, así como sus pertenencias, pase a poder de mi sobrino John Nelson...»
Johnny se incorporó riendo:
—Bueno; el viejo no se portó mal. Era un gran camarada.
—¿Quieres sentarte? —inquirió suavemente el juez— Aún no he terminado.
—¿Queda algo más? — repuso el joven, volviendo a la silla.
—«...Pase a poder de mi sobrino John Nelson —repitió Cavanangh— siempre que cumpla las tres siguientes condiciones:...»
—¿Eh? — murmuró el presunto heredero.
—«Primera: Que consiga que pase por Trinity el ferrocarril que ha de unir Palestina con Houston, y que en principio ha sido aprobado para que pase por Groveton.»
—¡Eso es absurdo!
—«Segunda: Que acabe con el forajido Casey Morgan, que lleva cuatro años robando y asesinando por toda la región».
—¡Para eso están los sheriffs!
—«Tercera: Que se case con Judith Niven.»
—¡No!
—«Para cumplir estas tres condiciones, mi sobrino John Nelson dispondrá de un plazo de seis meses, transcurridos los cuales, de quedar alguna condición sin realizar, el rancho «Tres Colinas» pasará a poder de mi capataz Edmund Sanders»...
—¡El viejo estaba loco!
—«Para que observe el legítimo cumplimiento de esta mi última voluntad, nombro albacea testamentario al juez de Trinity, Donald Cavanangh...» —Su Señoría apartó los ojos del pliego, diciendo—: Lo demás carece de importancia, es puro formulismo...
Johnny se puso en pie de un salto.
—¡Es un completo disparate!
—¿El qué, Nelson?
—¡Ese testamento!..., ¡las condiciones!..., ¡todo el mamotreto!
—Es la última voluntad de tu tío. Tú conoces su letra. Puedes leerlo por ti mismo.
Johnny cogió el pliego que el juez le alargaba y lo devolvió tras un somero examen.
—¡Es su letra!..., ¡pero no puede hacerme una cosa así!...
—¿Por qué no?
—¡Recusaré el testamento!... ¡Mejor dicho, sus condiciones!
—Como juez he de recordarte una cosa, muchacho. El heredero que recusa, en todo o en parte, el testamento de su herencia, pierde su derecho a ésta. Rehúsalo y automáticamente el «Tres Colinas» pasará a pertenecer a Sanders sin que haya necesidad de que transcurran los seis meses...
Una risita irónica impidió que John contestase. Volvió la cabeza. Era Sanders quien reía, acodado sobre la mesa.
—Me parece que le va a ser un poco difícil cumplir esas condiciones...
—Fué cosa suya, ¿eh? — dijo John con furia.
—Déjese de tonterías. No conocía nada. Pero ahora me doy cuenta de que el patrón sabía que usted no era hombre para el «Tres Colinas». Ha preferido que sea yo su dueño...
—Se cree ya en posesión del rancho, ¿verdad?
—Parece que todo está claro.
—¿Y si cumplo esas condiciones?
Sanders miró al joven con sarcasmo.
—¿Habla en serio, Johnny?... Si es así, es mejor que lo encierren a usted. ¿Está enterado de que ese tramo del ferrocarril por Groveton está ya aprobado por la Compañía del Este de Tejas?
—Pero todavía no está construido.
—¿Qué va a hacer? ¿Robar los rieles y traérselos a Trinity? Sería usted capaz, pero no le valdría. El señor juez queda encargado de velar por el legítimo cumplimiento de las condiciones...
—¡Váyase al infierno!
—¿Y qué me dice de Casey Morgan? Usted no tira mal, pero Casey es un rayo con el revólver... No, no piense en matarlo por la espalda. Tampoco sería un legítimo cumplimiento...
—¿Quiere callarse de una vez?
Sanders se echó hacia atrás brillándole los ojos como ascuas.
—Y por último está la condición del matrimonio. Judith Niven. Una chica que acaba de llegar del Este, donde se ha educado. Ni siquiera la conoce usted. ¿Cómo se va a casar con John Nelson cuando sepa que es un hombre mujeriego, jugador, y otras cosas más?...
—¡Cierre la boca o se la cierro yo de un puñetazo, capataz!
Sanders se incorporó.
—Le evitaré ese trabajo. Ya me voy. —Se dirigió a la puerta y al coger el pomo volvióse para preguntar—: ¿El señor Nelson es mi patrón, juez?
Cavanangh negó con la cabeza, diciendo:
—No, hasta que cumpla las condiciones exigidas.
El capataz sonrió una vez más, observando el demudado semblante de Nelson, y salió de la habitación cerrando tras sí.
—¿No va a hacer nada, señor Cavanangh? — inquirió el joven, tan pronto se quedó a solas con el magistrado.
—Es a ti a quien toca hacer mucho, Johnny.
—¿Es que aquí todo el mundo ha perdido la cabeza?
El juez miró silenciosamente durante largo rato al joven, retrucando después:
—¿Te has preguntado alguna vez, Johnny Nelson, si tú la tienes en su sitio?
John apretó los labios, fué a responder, pero optó por girar sobre sus talones y abandonar la casa.