CAPITULO VI

Los pescadores de tortugas desparramados por la costa acudían a la reunión convocada en la modesta factoría de Henry Loyd.

Esta constaba, en total, de un par de barracones medio desvencijados por los vientos del mar.

Henry Loyd era un hombre de unos cincuenta años, curtido de piel, cabellos blancos y ángulo facial que denotaba inteligencia.

Desparramó la mirada por los bancos de madera, los sacos apilados y los caparazones, donde iban tomando asiento sus colegas, y cuando el barracón estuvo de bote en bote, una sonrisa afloró a sus labios, resecos por los vientos.

—Gracias, amigos. Sabía que responderíais al llamamiento que hizo Timothy, y por primera vez, en mucho tiempo, os aseguro que empiezo a sentirme feliz.

Un tipejo nervioso, calvo y fofo, se puso en pie secándose el sudor que empapaba su frente.

—Henry —dijo con un trémolo en la voz—. Ya ves que no te hemos dejado en cuadro. Ahora será mejor que empecemos antes de que alguien dé el soplo y los hombres de Murray nos peguen un susto de historia.

Se oyeron varias carcajadas por la salida del calvo, quien se lo tomó a mal e hizo muecas de furia hacia la galería.

Henry no rió ni pizca. Al contrario, su semblante se había convertido en un conjunto de arrugas de preocupación.

—Lo que ha dicho Mose no es cosa de risa, muchachos. Ya sabéis que en otros tiempos no nos habríamos atrevido a reunimos de esta forma. Pero esta vez se ha hecho todo con la mayor discreción y los hombres de Murray no saben nada de esta reunión.

 

—Yo no hablaría tan fuerte —dijo Mose, en un quejido.

Henry apretó los maxilares.

—Tienes que calmarte, Mose —levantó el rostro—. Y todos los demás también han de tener serenidad.

Lo interrumpió un vozarrón que procedía de la galería alta.

—¡ Yo estoy muy sereno, señor Loyd!

Henry Loyd tuvo una mirada de admiración para el hombrón que acababa de hablar.

—Te conozco bien, Tony. Y sé que eres un marino con agallas. Un muchacho lleno de vigor que no se arredra ante nada.

-—¡Si uno de esos bastardos a las órdenes de Murray se deja caer por aquí, estas manos se ocuparán de él debidamente!

Hubo un murmullo de aprobación.

Henry pidió silencio con un gesto.

Todos sabéis que nos ha animado mucho a reunimos el hecho de que dos valientes que se han dejado caer por esta costa han plantado cara debidamente a los sicarios de Bernard Place.

—¡Abajo Bernard Place! —chilló alguien, pero lo mandaron callar por inoportuno, y ya no dijo ni pío en toda la reunión.

El grandullón llamado Tony volvió a dejar oír su vozarrón desde la alta galería.

—¡Nosotros estamos aquí, señor Loyd! ¡Pero los que nos han embarcado en esto brillan por su ausencia!

—¿Te refieres a Tudor y a Caster?

—Y también al viejo Timothy. Estoy por pensar si estarán muertos de miedo después de darse cuenta de lo que hicieron y ahora están bien escondidos.

—No debes hablar así, Tony.

—Por ahora estamos solos como siempre ha ocurrido. ¿Dónde están esos forasteros?

Y como buscó con la mirada el apoyo de las masas, todos se a restaron a darle la razón.

El sudoroso calvo se irguió en su asiento de concha.

—¡Estoy con Tony, señor Loyd! Y aconsejo que abreviemos antes de que pase algo. ¡No me gusta nada este silencio de los alrededores!

—Todavía faltan algunos compañeros, muchachos. Sugiero que esperemos mientras llegan, y así daremos oportunidad a que aparezcan los héroes.

 

—¡Me parece que tendremos que buscarlos debajo de las piedras, como los caracoles! —rió Tony, y agrego unas muecas para ganarse unas risas que lo premiaban, lo cual consiguió perfectamente.

En aquel momento se oyó un extraño trompeteo.

Todos volvieron las cabezas hacia la entrada francamente alarmados.

Y pudieron ver al pillastre de Timothy que irrumpía soplando un como hecho del pincho de un pez espada.

Después de soltar otros cuatro trompetazos, señaló hacia la entrada e hizo como los presentadores de circo.

Jim Tudor y Frank Caster penetraron en el lugar de reunión. Llegaban muy cargados.

Y la carga arrancó un respingo unánime y ciertos gemidos de espanto de los más pusilánimes.

Lo que Tudor y Caster traían eran dos muertos sobre sus hombros.

Jim dejó lamacabra carga al pie del tablado y lo mismo hizo Frank, todos los movimientos coreados por burlescos sones del coro del viejo Timothy.

Henry Loyd estaba muy pálido. Se humedeció los labios e inquirió: —¿Qué significa esto, señores?

Jim se dio aire con el sombrero para refrescarse del esfuerzo.

__Significa que la banda de Luke Murray ha perdido dos

miembros más.

Hubo un coro de murmullos heterogéneos.

Algunos trataron de ganar la puerta para ponerse a salvo de las represalias de Luke.

Pero Jim alzó la mano para tomar la palabra y, al mismo tiempo que empezaba a hablar, Frank cerró la puerta sin dejar salir a nadie.

—No deben asustarse, porque hayamos sorprendido a estos facinerosos cerca de aquí. Antes de que corrieran a contar a su jefe el movimiento de pescadores por este lado de la costa, mi socio, el señor Caster, y yo, les dimos un susto. Lo malo fue que quisieron sacar las armas y tuvimos que descerrajarles un balazo por barba. Y también los hemos traído aquí por no dejar los cadáveres afuera y que llamen la atención.

Timothy agregó un toque de como para puntualizar las palabras de Jim.

 

Pero como se ponía pesado, alguien lo cazó con un garfio de despellejar tortugas y lo sentó en preferencia.

En eso, los reunidos comenzaron un debate, cada cual con su vecino, armando un lío de mil diablos. Unos jaleaban a los héroes y otros reflejaban mucho temor por las posibles represalias de Murray.

Tudor tuvo que gritar mucho para imponer silencio.

Henry Loyd le ayudó un poco.

—Eh, amigos, cállense,.el señor Tudor quiere decirnos algo y es importante que le escuchemos.

Jim esperó a que hubiese enmudecido el último de los presentes, y, tras un suave carraspeo, dijo:

—Empezaré diciendo que la situación de ustedes es difícil, pero no desesperada. Y

tampoco el problema de ustedes es nuevo en Texas. En muchos pueblos existen tipos como Bernard Place, capataces como Warren Kraff y jefes de pistoleros como Luke Murray, que ordeñan a la comunidad. Sólo cambia la situación peculiar de los ciudadanos en cuanto a su forma de vivir. Unos lo hacen cultivando el maíz, otros crían reses, ustedes sé dedican a la pesca de la tortuga y luego la manipulan para servir al mercado las distintas materias. Naturalmente, esa gentuza pretende aprovecharse en todas partes, monopolizar la manufacturación o el mercado y para ello no vacilan en emplear sus medios, llegando a matar si es preciso...

—Ha hecho un buen resumen, señor Tudor —intervino Loyd—, pero espero que llegue pronto al lado práctico de la cuestión.

—Sí, ahora mismo. Ustedes tienen el miedo metido en el cuerpo.

Se oyeron algunas protestas y Jim puntualizó:

—He dicho miedo y quizá me quede corto. Es pánico lo que ustedes sienten.

—No somos pistoleros, señor Tudor—dijo Loyd.

—No, no lo son, pero en un momento determinado, cuando peligran sus vidas y las de sus familias no tienen más remedio que unirse. No dudo que la lucha será dura y algunos pueden caer, pero sólo así, haciendo frente en masa a Bernard y sus pistoleros, lograrán imponer su razón. Yo propongo que se forme un Cuerpo de Vigilantes.

—¿Cuerpo de Vigilantes? ¿Y elsheriff? —habló Henry Loyd.

—Ha de hacerse a espaldas de él.

 

—Pero es el representante de la ley.

—¿Qué ley representa el sheriffú deja que sean atropellados? ¿Qué respeto impone cuando los pistoleros de Luke Murray hacen lo que quieren...? Amenazan, asesinan sin traba... No, amigos, sólo tienen un camino, el que les he dicho, la constitución de un cuerpo de vigilantes. Mi socio Frank Caster y yo estamos dispuestos a comprarles su mercancía, el carey, para que sigan viviendo, pero ustedes tienen que protegerse. Frank y yo trataremos de llevar a su destino la mercancía y, si logramos nuestro propósito, recibirá la publicidad necesaria. Eso atraerá nuevos clientes y, cuando ellos se vean protegidos, les seguirán lloviendo pedidos. Si, para entonces Bernard Place sigue viviendo, tendrá que amoldarse a las nuevas circunstancias y ser uno más como ustedes, vender al mismo precio y limitarse a ganar los beneficios legítimos.

Tras las últimas palabras de Jim siguió un silencio.

Todos miraron a Henry Loyd porque éste era, indudablemente, el hombre con más autoridad entre ellos y esperaban su respuesta.

—Tudor ha hablado con sensatez, yo estoy convencido. Debemos formar el cuerpo de vigilantes.

Los oyentes prorrumpieron en vítores. Levantaron los brazos dando su consentimiento.

Henry Loyd palmeó la espalda de Jim.

—Gracias, Jim, su llegada nos ha servido de mucho. Les ha devuelto la esperanza y eso es bueno, lo mejor... Ahora empiezo a creer que para nosotros puede existir un futuro.

Jim descubrió a un personaje que no había visto hasta entonces, a Eva Lee. Estaba al fondo, entre un grupo de hombres; era por eso que había permanecido ignorada.

La joven se adelantó y Henry dijo:

—Ya conoce a Eva, la secretaria de Gordon Yaie, Jim.

Eva le tendió la mano.

—Señor Tudor, debo pedirle perdón.

—¿Por qué, Eva?

—Pensé muy mal de usted. Creí que sólo era un aventurero, un hombre que arriesgaba su piel a cambio de unos dólares, pero al que tenían sin cuidado las demás personas. Sus palabras me han emocionado mucho.

—-Cuidado, Eva, me va a sacar los colores...

 

—Escribiré al señor Yale y le diré qué clase de magnífico trabajo va a realizar en beneficio de estos hombres perseguidos... A propósito, ¿cuándo se pondrá usted en camino para anunciárselo también?

—Mañana. ¿Está de acuerdo, señor Loyd?

—Sí, desde luego. Podrá irse mañana.

—Nos pondremos en marcha a la puesta del sol.

—¿Cuánto tiempo piensan invertir en el viaje? —preguntó Eva.

—Cinco días.

—Gracias, señor Tudor. El señor Yale se va a poner muy contento cuando sepa que eligió a los hombres que necesitaba para esta misión. Ahora los tengo que dejar...

—Disculpe que no la acompañe, Eva —dijo Jim—. Pero he de ultimar lo relativo a nuestro viaje y al cuerpo de vigilantes.

—No se preocupe, habrá tiempo para que usted y yo sigamos hablando.

Jim se mojó los labios con la lengua. Los ojos de la joven habían brillado y por otra parte, sus palabras dejaban abiertas las puertas a otra cosa.

—Pasaré a verla mañana por su hotel.

—Gracias, lo esperaré.

La joven salió de la cabana.

Bernard Place mojó el pan en la salsa y, tras echárselo a la boca, dijo sin dejar de masticar: —Acabaremos con esos miserables, Warren.

El capataz sacudió la pesada cabeza.

—Me preocupan esos tipos recién llegados, Jim Tudor y Frank Caster. Han demostrado ser muy buenos. Demasiado. Ya han matado a unos cuantos de los nuestros. Si me dijesen que son alumnos del diablo, lo creería a pies juntillas.

—Tienes un gran defecto, Warren.

—¿Cuál, jefe.

—Que eres tonto. Piensas que yo no podré con esos tipos. Y es posible que tengas razón.

—¿Cómo?

—Quiero decir que estoy de acuerdo contigo en que Jim Tudor y Frank Caster son verdaderos demonios con el revólver y que, en una lucha cara a cara, quizá serían capaces de acabar con el tinglado que monté en este lugar de la costa. Pero dime, ¿desde cuándo me enfrento con tipos peligrosos cara a cara?

Warren pestañeó pensativo.

—Infiernos —dijo al fin—. A Norman Rehier se lo cargó en-viándole un mestizo que le acuchilló por la espalda.

—Continúa con la lista.

—A Robert Feder le mandó aquel enano camuflado en uno de los barriles de vino que supuestamente le regalaba, y el enano le partió la cabeza con una pala... Hay otros cuatro o cinco, pero ya olvidé el número. Sí, jefe, a todos ellos se los cargó mientras usted estaba fumándose un habano o teniendo en las rodillas a una mujer de clase... ¿Quiere decir que a Jim y Frank se los va a cargar de forma parecida...?

—Premio.

—¿Que procedimientos va a utilizar esta vez? ¿El mestizo con el cuchillo...? ¿El enano embotellado...?

—No, esta vez será a base de descarga cerrada.

—No le comprendo.

—Voy a saber la hora en que se marchan esos dos fulanos con el carey que comprarán a esos desgraciados y el camino que van a seguir... Sí, Warren, sabré la ruta y podremos controlar, reloj en mano, los lugares por donde van a pasar... En cualquier rincón les prepararemos una buena encerrona de la que no podrán salir.

Pondré toda la carne en el asador.

—Pero, jefe, ¿cómo va a saber todo eso?

—Es la mar de sencillo. Esos imbéciles se han reunido en la choza de Henry Loyd.

—Ya lo sabíamos y debimos enviar más hombres para acabar con todos los desgraciados.

—Eran demasiados, estúpido. Y, por otra parte, ¿por qué hacer una masacre si con que liquidemos a Jim y Frank las aguas volverán a seguir su curso...?

—Tiene razón una vez más. Pero ¿cómo va a estar al corriente?

—La explicación de todo es muy sencillo, Warren. Hay un traidor entre esa gente.

—Un chivato, ¿eh?

—Exacto, alguien que vendrá a darme el soplo. Y lo estoy esperando en este momento... Muy pronto llegará aquí y nos contará todo lo que allí se ha hablado.

 

Warren se echó a reír.

—Jefe, lo que no piense usted no se le ocurre a nadie.

—Gracias, Warren, es un buen halago.

Warren acudió a abrir y un hombre dijo desde fuera:

—Una persona quiere ver al señor Place. Es Eva Lee, la secretaria del señor Yale.

Warren dio un respingo y se volvió hacia Bernard.

—Eh, jefe, ¿ha oído? Esa mujer está aquí... Ahora tendrá que entrar el traidor por una puerta trasera, no vaya a ser que se encuentren...

En aquel momento, Eva Lee penetró en la estancia. Pasó junto a Warren y sé dirigió donde estaba Bernard Place.

Este, muy serio, los ojos clavados en ella, dijo:

—¿Cómo está mi adorable traidora?

Ella llegó ante Place, lo besó en la boca, y cuando separó los labios, dijo;

—Tu gata te trae buenas noticias, querido.

El capataz, que se había quedado de piedra, hubiese jurado que Eva Lee ondulaba el cuerpo, efectivamente, como un animal felino, mientras se sentaba sobre las rodillas de Bernard.