CAPITULO IV
Jim y Frank llegaron a Costa City.
Iban camino del hotel cuando alguien les arrojó un clavel desde una ventana.
Los dos socios alzaron los rostros y vieron la rubia más hermosa de la temporada.
Ella les sonrió asomándose más y provocando sendos respingos de estupefacción a los dos socios, porque la chica puso de manifiesto unos encantos increíbles.
Jim y Frank fueron a entrar por la estrecha puerta y se dieron un trompicón.
—Eh, un momento, Frank. Sólo uno puede acompañar a esa belleza. Y seguro que quiere a un hombre moreno porque ella es rubia y aprecia el contraste.
—Lo echaremos a suerte, Jim.
—¿Con la moneda de dos caras que llevas siempre? No, gracias.
Frank hizo una mueca.
Se hurgó un bolsillo y sacó una moneda.
—Esta es buena. Mírala, Jim.
Este se aseguró dando un gruñido.
El rubio Frank lanzó la moneda al aire.
Por si acaso, Jim pidió cara.
La moneda cayó al suelo.
Cruz.
Frank palmeó el hombro de Jim.
—Lo siento, muchacho. Pero la suerte es mía. Ya te contaré.
El otro asintió con un gruñido.
Se dio vuelta, pero de repente se detuvo, mirando la moneda.
La tomó y vio que tenía dos cruces.
Corrió hacia la puerta, pero ya era tarde, porque el rubio la cerró en sus narices.
Jim apretó los labios y siguió camino del hotel.
Tropezó con alguien y vio que era el sheriff. -
—¡Tudor!
—Hola, sheriff. No me hable porque me acaban de timar con el truco más viejo de la historia.
El de la placa entornó los ojos.
—He investigado acerca de esa misteriosa transferencia que esperaban ustedes.
—¿Sí?
—Y he comprobado que es mentira.
Jim frunció el entrecejo.
—¿Qué es lo que dice, autoridad?
—La transferencia del banco va a nombre de un tal Gordon Yale. Es la única que se ha recibido en esta semana.
—Está bien, sheriff. Gordon Yate es el hombre que nos encargó el trabajo.
—El trabajo de comprar carey en Costa City, ¿eh?
—SU sheriff.
La autoridad se masajeó el mentón.
—Todavía dudo si me estará colocando un cuento, Tudor.
—Usted es muy suspicaz, sheriff. ¿Tiene algo de raro que un hombre nos encargue esa compra?
—No sé...
—Si Costa City fuera una ciudad regida por la ley, no haría falta que un hombre como Gordon Yale encargara a dos tipos con agallas que lo compraran.
El sheriff enrojeció.
—¡Tudor...! ¡No le consiento...!
—No se excite. Le preparo un trabajo.
—¿Cómo?
—¿Conoce el desfiladero a milla y media de la Factoría Place?
—No soy forastero, Tudor.
—Pues allí encontrará dos cadáveres desparramados entre las rocas.
—¿Qué...?—respingó el sheriff.
—Defensa propia.
—¡No! —gimió la autoridad, tapándose los oídos.
—Los tipos nos atacaron sin previo aviso y tuvimos que darles su merecido.
—¿Tienes testigos?
—Un tal Timothy Chuggs. Pregúntele.
El de la estrella se encogió dando un respingo.
Cuando abrió los ojos, meneó la cabeza alocadamente de un lado a otro porque estaba solo.
Jim se había colado en el hotel y pasaba ante el registro.
El chico del hotel, un pelirrojo de unos veinte años, le salió al paso con los ojos muy abiertos por la admiración.
—¡Déjeme verlo bien, señor Tudor!
Jim hizo una mueca.
—Eh, Jerry. No estoy de buen humor.
—Pues yo, en su lugar, bailaría como Mojinsky, ese tipo que pega saltos al son de La Muerte del Cisne.
—Jerry.
—En su cuarto hay una mujer.
-¿Eh?
—Por eso lo miraba ahora como si fuera un fenómeno. Demonios, ¿qué les da, señor Tudor?
—No estoy para bromas, Jerry. ¿Conoces al señor Caster?
—Sí. El rubio. .
—Pues me ganó una rubia con el truco de la moneda de dos cruces. Ala que vive sobre la droguería.
Jerry alargó el cuello y rió burlescamente.
Dejó de hacerlo al ver la dura mirada de Jim.
—Eh, no se enfade. Mejor suerte tiene usted. ¿Sabe que la morena de arriba es algo sensacional? Ríase de la rubia.
—Otra vez con eso, ¿eh?
—Oiga, no me diga que no la conoce. La chica se llegó por acá y preguntó por usted. Dijo que venía desde muy lejos para verle. ¡Y qué maravilla, señor Tudor!
Cintura de cuarenta centímetros, busto de noventa y caderas de noventa y uno.
Además, tiene una clase bárbara, señor Tudor. Oiga. ¿Eso lo consigue a base de cara o es que usa algún fetiche como patas de conejo o similares?
Jim alargó el brazo, pero el chico se le escurrió pegando un chillido.
A continuación, ascendió las escaleras. Llegó al cuarto diecisiete y abrió.
Vio que el chico del registro no había mentido.
Allí dentro estaba la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Lanzó una mirada al número del cuarto, pero vio que no se había equivocado.
Luego, contempló a la morena, mientras cerraba lentamente la puerta a sus espaldas.
La chica se había dormido en el diván, probablemente de tanto esperar.
O tal vez fingía.
Pero Jim pensó seguirle la corriente porque, así tendida, estaba como para no creérselo.
El joven se arremangó un poco y se dispuso a tomarla en brazos con sumo cuidado.
Pensaba llevarla a la cama porque así estaría más cómoda y no se le dormirían las piernas de tenerlas encogidas en el diván.
La levantó en vilo y notó que ella estaba, efectivamente, dormida.
La chica sonrió, porque creía volar por las nubes, y susurró: —Cariño... Tengo frío.
—Ya estoy aquí, pequeña. Ahora el tío te tapará para que estés bien abrigada. .
Mientras cruzaba la estancia, Jim estaba por bailar por su buena suerte.
Como ella le echó los brazos instintivamente al cuello, Jim hizo lo que debía hacer.
La besó.
Y entonces ella despertó.
Miró a Jim y, de repente, pegó un chillido. Pataleó.
—¿Quién es usted? ¡Suélteme!
Jim la dejó de pie.
—Eh, nena. Soy yo. Jim Tudor. El tipo por el que preguntaste abajo.
La chica retrocedió, arreglándose el vestido y echando fuego por los ojos.
—¿Qué clase de fresco es usted, señor Tudor?
—Eh, ¿qué cambiazo es éste? Primero me llamas «cariño» y, cuando te llevo a ponerte cómoda, me echas los brazos al cuello.
—¿Eso hice?—respingó la muchacha.
—Palabra, nena. Estabas muy cariñosa así, dormidita. ¿Qué . te ocurre? •
La muchacha apretó los labios.
—Quería verle a usted, señor Tudor. Pero me dormí y soñé con otra persona.
—Demonios, me está haciendo polvo.
—¿Qué se creía usted, señor Tudor?
—Nada de «señor Tudor». Jim a secas, y volvamos donde nos interrumpimos, que yo te haré olvidar al tipo ese de las pesadillas.
La chica retrocedió antes de que las manos del joven la cazaran.
—Un momento, señor Tudor. Usted se ha equivocado.
—Vamos, nena. Ya sé que soy el primer amor de tu vida.
—Soy una mujer honrada, señor Tudor.
—¿Y quién menciona eso ahora pequeña?
—Atienda de una vez, fresco. Soy la secretaria de Gordon Yale. ¿Me entiende ya?
Jim se detuvo en seco.
—¿Cómo?
—Lo oyó perfectamente. El señor Yale me encargó que viniera en su nombre.
Jim sacudió la cabeza paró encajar las ideas.
—Un momento. ¿La envía el señor Yale?
—Aquí tiene carta de su puño y letra. El señor Yale tuvo que renunciar al viaje porque su esposa dio a luz una niña inopinadamente.
—Canastos. Si se casó hace seis meses.
—Aquí tiene la carta y la credencial para retirar los fondos del banco y pagar sus compras de carey. El señor Yale le enviará un telegrama para pasarle instrucciones. ¿Dónde está la mercancía?
—No la tenemos todavía en nuestro poder.
La muchacha se volvió bruscamente.
—¿No la tiene aún, señor Tudor? Usted se comprometió a conseguir el campamento. Le prometió al señor Yale que lo habría obtenido por estas fechas.
Jim emitió una seca tosecilla.
—Tuvimos ciertas dificultades antes de llegar aquí. Eso nos retrasó, secretaria.
—Dificultades, ¿eh?
—Un par de tormentas que nos agarraron durante el camino —dijo Jim por decir algo, ya que se trataba de dos mexicanas que les interrumpieron el viaje y que verdaderamente eran dos ciclones.
—Escuche, señor. Tudor—dijo la bella acercándose, lo cual no disgustó a éste—.
Usted le aseguró al señor Yale la compra de ese carey a pesar de las dificultades que encontraran. El señor Yale les encargó el trabajo porque tenía oído que usted y su socio, el señor Caster, eran dos hombres capaces de todo. Y ahora resulta que se demoran por un par de tormentas.
—No hace falta que se suba a la parra, preciosa.
—Mi nombre es Eva Lee. Con que llámeme «señorita Lee», señor Tudor.
Jim resolló pacientemente.
—De acuerdo, «señorita Lee». Conseguiré hoy mismo el carey. Ahora, qué te parece si te llamo «Eva», y hablamos de nosotros dos.
—¿De usted y de mí?
—Aja.
—No tenemos nada de que hablar, señor Tudor. He venido a este lugar, perdido en el mapa, para ver si usted cumple su parte. Con que limítese a su trabajo o perderá los mil dólares que les ofreció el señor Yale.
—¿Sabe una cosa, señorita Lee?
—Sígala.
—Pues que compadezco a ese tipo con el que soñaba. Usted tiene un carácter de mil diablos.
—Y usted una cara tan dura como los caparazones de las tortugas. Adiós.
Jim fue a detenerla.
Pero ella le cerró la puerta en las narices.
Hizo una mueca maldiciendo su mala suerte.
Y en eso sonaron unos golpes en la puerta.
Jim dio un salto y sonrió porque intuía que era Eva que venía a pedirle disculpas, lo cual abriría una brecha en las relaciones.
Jim abrió de un tirón.
La mujer estaba allí.
Pero no era Eva Lee.
Era la pelirroja del saloon de Freddy.
La muchacha dejó de sonreír al ver la cara de Jim.
—Eh, ¿soy algún fantasma?
—Casi, casi, Lily.
—Pues anoche me decías que yo era un cielo.
—Jamás digo esas majaderías.
—Bueno, querías decir eso en tu versión a lo bruto.
—Pensándolo bien, vales para alegrarme un poco.
—Sé cada chiste... —Entra.
Jim se apartó de la puerta dando vueltas en su cabeza acerca de lo versátil que era la suerte. Lily cerró y bajó la persiana. Luego dijo entre las sombras: —Uff...
Hace un calor... Jim gruñó dándole la razón. No estaba de buen humor.