CAPITULO PRIMERO

Las balas silbaron malignamente y cayeron en forma de lluvia sobre los gigantescos caparazones de tortuga marina desparramados por la explanada de la factoría.

Los enormes caparazones, algunos cercanos al metro y medio de largo, estaban vacíos y desprovistos, en su exterior, de las valiosas escamas de carey. Habían proporcionado a la factoría la riqueza que representaban las escamas, el aceite e incluso la carne, que también se envasaba debidamente. Completamente huecos, esperaban, alineados, el momento de ser empleados como material de desecho.

Sin embargo, el quinto caparazón de la segunda hilera, conforme se iba al almacén, empezó a moverse misteriosamente.

El capataz de la factoría, Warren Kraff, de cara bestial, corpachón de gigantescas proporciones y negro corazón, abrió la descomunal bocaza y rugió: —¡Debajo de aquella concha, muchachos! ¡No dejen que huya! ¡Fuego a discreción!

Los rifles atronaron el patio en una cerrada descarga.

Los proyectiles pespuntearon los lomos de los caparazones.

Y se fueron concentrando sobre el que comenzaba a moverse cada vez más aprisa.

Warren se dio a todos los infiernos y vociferó:

—¡Va a escapar! ¡Rodeen la explanada por la parte este! ¡Fuego!

Las palabras de Warren fueron cortadas por otro estruendoso coro de rifles.

El caparazón ambulante se levantó poco a poco durante su marcha y por debajo asomaron las manos y los pies del individuo que se escondía dentro.

A nadie le causó extrañeza el fenómeno. No esperaban ver una tortuga viva porque las conchas pertenecían a galápagos atrapados con el arpón de Las Antillas, muertos hacía mucho tiempo.

Todos sabían que bajo la cascara se ocultaba Timothy Chuggs, un viejo ladrón que limpiaba descaradamente el carey de los almacenes.

Ahora el viejo levantó más la concha sobre sus lomos para correr a más y mejor.

—¡Disparen! ¡Disparen a esas condenadas piernas! —aulló Kraff.

El anciano ladrón contuvo la tanda de balas bajando un momento la concha donde repiquetearon quejumbrosamente.

Luego aprovechó una tregua de cinco segundos para reemprender la fuga, siempre debajo de la coraza del galápago.

Lo Hizo con enorme celeridad.

Primero se dirigió a la parte este y, cuando vio que la retirada estaba cortada por allí, asomó la cabeza y produjo un petardeo burlesco con la lengua.

Oyeron coros de maldiciones y juramentos de los tiradores que arreciaron en los disparos.

Pero ya el anciano ladrón había dado la vuelta y emprendió el camino al patio de desechos, donde los caparazones se contaban por cientos.

Se vio claramente que pretendía camuflarse por aquel lado.

Warren Kraff gritó, casi en un gemido:

—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Que no se nos cuele allí como la semana pasada! ¡Diez dólares al que lo impida!

Un par de peones a las órdenes de éste, salieron con las armas en ristre dispuestos a cazar al viejo tortuga.

Pero éste les dio el susto, como ocurría siempre que se le estrechaba el cerco.

Levantó el caparazón por detrás y soltó un par de coces a una pila de conchas que perdieron su inmovilidad.

Los dos sujetos vieron, con espanto, que los pesados cascarones se les venían encima y salieron por piernas.

Kraff se ocultó el rostro con las manos al ver que el viejo llegaba al patio de desperdicios, camino ya del despeñadero, su lugar favorito de huida.

—¡Se nos va a escapar esta vez con doscientos dólares de escamas! ¡Hagan algo, por todos los santos!

Un fulano de cara torcida, se lanzó, de pronto, desde un tejadillo y fue a caer delante del anciano ladrón.

Este, al verse el paso cortado, atrapó una cascara de tortuga de cría y la lanzó con fuerza.

El de la cara torcida recibió el impacto entre los ojos y cayó soltando relinchos de dolor.

Por debajo del cascarón que huía, se oyó una cavernosa risa burlesca, en parte debido a la oquedad.

Kraff alzó las manos y el fuego cesó.

—¿Dónde diablos se ha metido ese viejo bastardo? —gritó.

Todos volvieron la cabeza de un lado a otro, completamente desorientados.

Un renacuajo de dientes salidos se acercó al capataz.

—¡Seguro que está entre las conchas de ese lado! ¡Yo lo vi ahora mismo, pero fue como si desapareciera de mis ojos!

—¡Busquen de una vez, maldición! —masculló el capataz.

Los hombres se concentraron en el patio de desperdicios.

Y empezaron a volver cascarones boca arriba.

Desde el lugar que Kraff ocupaba, parecían enormes cascaras de nuez.

Y, de repente, también tuvo la impresión de que sus hombres jugaban a la nuez, porque un par de ellos gritaron de alegría al descubrir abajo al ladrón.

Sin embargo, el vejete se esfumó como el guisante del juego y reapareció bajo otra cascara para volatilizarse y. reaparecer más allá.

Kraff estaba estupefacto, los ojos abiertos de par en par, porque no daba crédito a lo que veía. El condenado ladrón había estado prácticamente entre las manos de sus hombres, justo delante de sus narices. Pero de repente se había convertido en algo invisible.

—¡No está, jefe! —exclamó un grandullón, desolado.

—¡No se lo puede haber tragado la tierra, infiernos!

Pronto el tipejo de los dientes salidos se aproximó, trotando, hacía su jefe.

—Usted lo ha dicho, señor Kraff.

—¿Qué chamullas, Timmy?

Timmy se rascó la pequeña barbilla.

—-Se lo ha tragado la tierra. Lo dijo usted, jefe.

—¿Estás bien de la cabeza, desgraciado?

—Sí, jefe. Y usted mismo puede ver el agujero por el que se lo engulló.

Kraff emitió un asombroso respingo, medio encogido.

—¡Te voy a aplastar la cabeza! ¿Dónde está él agujero, condenado?

YaTimmy trotaba hacia los caparazones apilados en la derecha.

El capataz renqueó tras él, entonando una sarta de espantosos juramentos.

Timmy levantó un pequeño caparazón y puso al descubierto un agujero.

—Por ahí se coló, capataz.

Kraff contempló el agujero con los ojos tan abiertos como el propio boquete.

—j Animas del infierno! ¡ Por ahí se largó!

—¿Qué le dije yo, señor Kraff?

—¡Y probablemente por ahí entró en la factoría!

Timmy asintió con dos cabezadas.

—Ese agujero conduce seguramente a la parte baja del acantilado. Y debe dar a la cueva que hay justo al lado del rompiente porque si usted coloca aquí la oreja, podrá percibir el rumor de las olas.

Kraff se puso a gatas y ladeó la cabezota para escuchar por el orificio.

En vez de rumor de las olas, escuchó claramente:

—j Warren, cabeza de burro!

Kraff se enderezó dando un tremendo rugido: - —¡Todavía anda por ahí abajo!

¡Bajen al acantilado, muchachos! ¡Y, por todos los santos, procuren atraparlo vivo! ¡Quiero despellejarlo con mis propias manos!

Los hombres de Kraff se pusieron en marcha atropelladamente y se dirigieron hacia las rocas que daban al acantilado.

Kraff señaló el boquete del suelo.

—Tú, Timmy, métete por ahí. Eres bastante delgado para hacerlo.

—¿Yo, jefe? Ni hablar.

—¿Qué demonios...?

—Ese bastardo de Timothy tendrá, seguramente, preparada alguna trampa, un cohete, un cepo algo desagradable para cubrirse la retirada por este lugar... Eh, ¿por qué me apunta con el Colt jefe?

 

—¡Entra o te vuelo la cabeza de un pildorazo! —¡No tire! —chillóTimmy, ya metido a medias en el agujero. —Tal vez ganes los quinientos dólares que daré de recompensa por la caza de Timothy Chuggs.

—O quizá me gane un susto —gimió Timmy, mientras desaparecía por el hoyo, lleno de aprensiones.

En eso, un empleado llegó corriendo y exclamó:

—¡Eh, señor Kraff! ¡Tiene visita!

—Diles que vengan mañana a esos tipos de la Comisión de Rifas para los Huérfanos de Rurales.

—No son ésos, jefe. La visita es más seria.

Kraff arrugó las facciones.

—¿Sí? ¿De quién se trata? ¿Del jefe supremo?

—No es el Viejo, capataz.

—¿Quién diablos...? —comenzó a aullar Kraff.

—Es Luke Murray.

Kraff se quedó boquiabierto.

—¿Ese bastardo?

—Sí, jefe. Se ve que hoy no andamos muy bien de suerte.

Kraff emitió un gruñido.

Contempló el agujero del suelo, y a continuación arrastró un pesado caparazón para cubrir la entrada, por si a Timmy se le ocurría rajarse y retrocedía.

—Vamos a ver a ese hijo de perra, Nat.

Nat asintió con la cabeza y echó a andar en pos de su jefe.

Atravesaron la explanada y llegaron al pabellón destinado a oficinas.

En el interior del amplio despacho se veía a un tipo pelirrojo, despatarrado cómodamente en un sillón.

Detrás del sillón se veían dos sujetos de rostro siniestro, como si se encargaran de guardar las espaldas del pelirrojo.

Warren Kraff hizo una mueca.

—Os he dicho cien veces que no quiero veros por la factoría, Luke.

El aludido se inclinó para lanzar un salivazo y luego se colocó un cigarro habano en la comisura de la boca.

—He acudido para pedir el aumento que me prometiste, Warren.

—Todavía no tengo la autorización del Viejo.

 

—No,¿eh?

—El viejo está al caer. Dijo que vendría a principios de esta semana. Entonces será el momento de hablar del aumento de sueldo.

Luke asintió dando un gruñido.

—Muy bien, Warren. Entonces dejaremos de trabajar hasta que recibamos la nueva paga.

Warren soltó un gemido.

—Por todos los diablos, Luke. No puedes hacer eso.

—Lo siento, Warren.

—¡Precisamente ahora que los competidores están tratando de vender el carey!

¡Tenéis que impedirlo o nos hundirán!

—Te refieres a esas cortezas que sacáis de los caparazones de las tortugas, ¿eh?

—Sí? Luke. Cada día hay más demanda de esa sustancia. Los manufactureros del Este no paran de fabricar bisutería, joyas, objetos, de adorno, monturas para anteojos, piezas para laboratorios, incluso para el ejército. Infiernos, esa sustancia maleable, transparente, es el material del siglo, ¿entendéis? Y el tipo que se relacione con el mercado del carey será rico. Ya estamos vendiendo a veinte dólares la libra.

—Pero la bajaréis de precio cuando los tipejos de la costa puedan vender libremente.

—Vosotros lo impediréis, Luke. Tenéis que hacerlo.

Luke sonrió, agregando:

—En cuanto esos tipos puedan llevar el carey a lugares más seguros, vuestros compradores preferirán el de ellos, en vez del vuestro. Tendréis que bajar los precios. Y vais a perder miles de dólares.

—Sí, señor—gruño Warren, con los ojos fijos en el pistolero.

—¿Y no es mejor aumentar un pellizco a estos pobres muchachos que se juegan la piel por vuestro negocio, Warren? Míralos, muchacho. —Luke Murray apuntó a los dos sujetos tras el sillón—. Fíjate y los verás ojerosos, cansados. Están hechos polvo de tanto vigilar los caminos de la costa. Tratan de impedir que vuestros competidores vendan por bajo mano. Y cuando alguno lo consigue, allí están éstos y otros muchachos dispuestos a pegar el susto a los compradores y a enseñarles que es mejor que compren en vuestra factoría. Así ganáis el dinero cómodamente, mientras los chicos se dejan la salud por esos andurriales. Míralos, Warren,míralos. Fíjate en Pat y verás qué mal color de cara tiene. Va al frente de los chicos que cubren el turno de la noche. Tiene el frío de la costa metido en los huesos, el salobre del mar en las tripas. Pero a él no le importa, mientras os ayuda a llevar el negocio. Mira cómo tose el pobre.

El llamado Pat se encogió, tosiendo dos veces secamente. Warren abrió y cerró la boca furiosamente.

De buena gana habría enviado al diablo a Luke Murray y sus muchachos.

Sin embargo, sacudió la cabeza y rezongó:

—Bien, os daré quinientos dólares para repartir hasta que se me autorice vuestro aumento.

—No hemos venido a pedir limosna, Warren.

—Bueno, serán seiscientos y basta por hoy.

Luke suspiró, señalando a Martin, el que estaba a la derecha del tipo llamado Pat.

—Fíjate en Martin. Es padre de familia. Tiene seis hijos con una mexicana y sólo la puede ver cada, dos meses. Tiene que enviar dinero a casa para alimentar siete bocas.

—Diga mejor nueve, jefe —carraspeó el llamado Martin—. Rosario tiene también a sus padres con ella.

—Rectifico Warren. El muchacho tiene nueve bocas que alimentar. ¿Crees que con cien dólares que cobra tiene bastante?

—El sheriff&e Costa City cobra setenta y cinco.

—Pero es soltero —replicó Luke—. Conque Martin debe tener su aumento o se raja, ¿verdad, chico?

—Prefiero trabajar en las minas de carbón, jefe.

Warren soltó una maldición, lleno de cólera.

—¡Muy bien! ¡Os daré mil dólares y no se hable más!

Luke movió la boca de un lado a otro.

—Bien —suspiró—. Lo dejaremos en mil..., por hoy.

Warren se dirigió al cuadro del presidente, lo apartó y detrás apareció la puerta de una caja fuerte.

Se interpuso en la visual de los visitantes para que no vieran la combinación y, tras un breve trabajo con el disco y la puerta, se dio la vuelta con una bolsa en la mano.

La arrojó a Luke, quien sólo tuvo que levantar la mano derecha y la cazó, dando un bostezo.

—Gracias, Warren. Eres todo un tipo.

 

Este sacudió un dedo cerca de la cara del pistolero pelirrojo, —¡ Escucha bien, Luke! ¡Tenéis que parar los pies a esos pescadores de tortugas que hay más al este! ¡ No quiero que vendan ni una sola escama de carey o juro que os rebajo el sueldo para siempre!

Luke guiñó un ojo.

—Déjalo en nuestras manos.

—Y no estará de más que tratéis de atrapar también a ese viejo bastardo deTimothy Chuggs.

—No ños dedicamos a atrapar ratones, Warren.

—Ese anciano bastardo se nos llevó hoy nada menos que doscientos dólares de carey empaquetado. ¡ Se está convirtiendo en un peligro y en un elemento desmoralizador para mis hombres! No es concebible que un viejo solitario entre impunemente en nuestra factoría, se burle en nuestras mismísimas narices y, además, nos robe semanalmente un centenar de dólares en

material.

—Trataremos de servírtelo en bandeja.

—Así me gusta, Luke.

—Pero el cadáver del viejo te costará otros mil dólares.

Warren fue a protestar con violentas maldiciones, pero se detuvo cuando apareció una expresión vengativa en su rostro.

—Os daré los mil. A condición de que lo traigáis vivo.

—Trato hecho, Warren. Ya puedes ir preparando esos otros mil.

Warren estrechó la mano de Luke.

Luego, Luke y sus dos hombres, Pat y Martin, salieron del

despacho.

Warren quedó un momento solo y una sonrisa se abrió paso en su ancho rostro.

Se frotó las manos. Pensaba lo importante que sería que Luke Murray y sus muchachos resolvieran el problema de los competidores, ahora que el dueño de la factoría estaba a punto de llegar.

No sólo rendiría el grato mensaje ante el dueño de que los competidores en el asunto del carey estaban acabados, sino que también le informaría que el viejo Timothy había pasado a la categoría de momia.

Nat, el ayudante de Warren, entró en el despacho.

—Jefe —dijo—. Por la sonrisita que le veo, usted debe estar pensando en el momento que agarremos al bastardo de Timothy.

Warren amplió más la sonrisa.

 

—No te equivoques, Nat. Una de las cosas que cocinaba en mi sesera era la captura de ese ladrón.

—Parece ser que los chicos le han rodeado en el sector de las cuevas del rompiente.

—¿De veras?

—Hoy sí que lo atrapamos.

Warren lanzó una risotada.

—Estoy rezando para que me lo traigan vivo, canastos.

—Ya tendrá usted proyectado un buen espectáculo con el pequeño abuelo, ¿eh?

Los ojos de Narren se redujeron a un par de rendijas, y por la tercera ranura, su boca, dejó escapar unas escalofriantes palabras.

—He jurado que le coceré dentro de uno de esos cascarones con los que nos burló tantas veces.

Nat tragó saliva.

—Demonios, jefe. Será cosa digna de ver cuando lo atemos dentro de un cascarón, encendamos fuego por abajo y lo veamos cocinarse en su propia salsa, como si fuera dentro de una cacerola.

—Eso haré, Nat. Y no es por sadismo. Palabra. Es para que corra la noticia y que todo el mundo sepa que madre se ríe de la Factoría Place.

—El señor Place se alegrará de que usted tome esas enérgicas medidas. La gente abusa de nosotros porque somos demasiado buenos. ¿Sabe que Henry Loyd vendió doscientas libras de carey y las pasó por delante de las narices de Luke Murray y sus hombres?

—Sí, Nat. Me enteré ayer por boca del mismo Luke. Pero con un aumento de sueldo que le acabo de hacer, Murray se avivará más para que las cosas marchen bien. Va a desencadenar una ofensiva por todo lo alto y nadie pasará una onza de carey. Excepto nosotros.

Nat rió, coreando a su capataz.

En eso, dejaron de reír al escuchar un estruendo en la entrada.

Warren echó mano al Colt y corrió en aquella dirección.

Todavía pudo ver que cuatro de sus hombres peleaban con dos desconocidos.

—¡Maldición! —gritó Warren—. ¿Qué pasa aquí?

Los dos visitantes se movieron como centellas en medio del grupo de hombres de la factoría.

Como resultado, un tipo salió por el aire, chillando, y cayó lejos.

Otros dos salieron impelidos por sendos mazazos y se derrumbaron para quedar exánimes.

El cuarto dio un brinco y se puso en fuga.

Warren Kraff se quedó con la boca abierta mirando a los dos desconocidos.

Uno era rubio, de buena planta, largos brazos y anchos hombros. Tenía una sonrisa simpática, de dientes blancos y bien parejos.

El compañero era un gigantón moreno, bien proporcionado, cuyo rostro parecía esculpido a martillo. No sonreía.

—Su gente no es nada amable, señor Kraff—dijo.

Warren volvió en sí, incrédulo de que aquellos dos hombres hubieran derribado a tres de la plantilla, poniendo a un cuarto en fuga.

—¿Quién diablos son ustedes? —masculló—. ¡Contesten antes de que le dé gusto al dedo!

El moreno chascó la lengua.

—Sería todo un error, señor Kraff. Usted le daría al dedo, pero ya se habría tragado una bala.

Warren trasmudó el rostro de rabia y alzó el Colt.

Entonces, el moreno y el rubio mostraron sendos revólveres en las diestras como si hubieran crecido allí por arte de magia.

—¿Decía algo, señor Kraff? —inquirió el joven moreno.