CAPÍTULO XV
Fred Dillon se apartó de la joven y tiró del revólver.
Tom Steinberg ya lo tenía en la mano.
Jerry disparó impulsando el cilindro con su mano izquierda para que las balas saliesen más aprisa.
Destinó tres a Fred Dillon, quien inició una danza macabra.
Dos fueron para Tom Steinberg, que cayó despatarrado, disparando alocadamente su "Colt" contra el techo, porque sus centros nerviosos estaban destrozados.
Luego se hizo un silencio.
Elga resbaló lentamente por la pared hasta quedar sentada en el suelo.
Jerry caminó hacia el fondo de la estancia. Se agachó sobre la joven y la ayudó a levantarse.
Ella todavía estaba sollozando y se echó sobre él.
Jerry la apretó contra su pecho.
—Cálmate, Elga.
La joven reaccionó enseguida.
—He de marcharme. Debe faltar muy poco tiempo para que termine el plazo que señaló Burgess Miller.
Jerry la ayudó a meter los fajos de billetes en la bolsa.
—Sal cuanto antes —dijo Jerry—, Los forajidos deben estar nerviosos y preguntándose qué ha pasado aquí.
Elga apretó la mano de Jerry.
—Buena suerte —dijo él.
Ella le dirigió una sonrisa y salió de la casa.
Por la ventana de la escuela vio a Burgess, que hizo una señal al que estaba en la puerta y ésta se abrió.
Richard le quitó la bolsa de un manotazo.
Carol y Barry estaban junto a la pared.
Burgess tenía el revólver en la diestra.
— ¿Qué pasó, muchacha? —preguntó.
—Dos hombres intentaron robarme.
— ¿Eso es verdad?
Elga señaló su hombro desnudo.
— ¿No tiene bastante prueba?
—Tú no tenías armas. ¿Cómo te desembarazaste de ellos? ¡Vamos, dilo pronto!
—Fue Jerry Scott, el ex marshall de Silver Creek.
— ¿Quieres decir que apareció en la casa?
—Sí.
—De modo que ahora él se ha quedado allí —Burgess miró a través de la ventana.
—No se preocupe, no vendrá.
—Eso es lo que tú dices, pero ya me informé acerca de Jerry Scott. Tenía que saber qué clase de autoridad había aquí. Me dijeron cosas muy buenas de Scott.
—Ya no es el marshall.
—No, no es el marshall, pero sigue metiendo las narices en donde puede. ¿O es que me vas a decir que te siguió porque está enamorado de ti?
—Sí, es eso. Sólo está preocupado por mí —dijo la joven—. Pero yo lo tranquilicé. Le dije que estaba segura y que los niños también lo estarían puesto que el pueblo decidió pagar el rescate.
Richard soltó una exclamación de alegría mirando el contenido de la bolsa.
—Vuélcala en el suelo, Richard —ordenó Burgess.
—Es lo que tú dices, pero lo vamos a contar.
—Hay 123.000 dólares en efectivo.
—Dije 150.000.
—El resto está en joyas.
— ¡Vuélcala, Richard!
Richard obedeció.
Los billetes y las joyas cayeron al suelo.
Carol se arrodilló y tomó un collar de brillantes.
—He pasado toda mi vida deseando tener un collar como éste.
—Déjalo quieto —ordenó Burgess.
— ¿Es que te lo vas a poner tú? —repuso la joven.
Barry intervino:
—Es la única mujer de la pandilla, Burgess, y no le diste parte.
—Claro que no se la di. Ella no intervino en esto.
—Pero nos está ayudando.
— ¿A qué nos está ayudando? ¿A matar a nuestros propios compañeros? ¡Deja ese collar, Carol!
Carol arrojó el collar al suelo con un gesto de mal humor.
—Ya te lo advertí, Barry. Burgess se lo quiere quedar todo.
—Richard, date prisa en contar la pasta —ordenó Burgess.
—Sí, jefe.
Elga echó a andar hacia el corredor.
—Eh, tú, ¿adónde vas?
—Quiero comprobar que los niños siguen bien.
—De acuerdo, métete allí y no salgas.
—Esperaré a que se marchen. No quiero volver a verles la cara.
Elga se metió en el aula.
Dos niños corrieron a su encuentro. Otros estaban llorando.
Los dos niños se cogieron de su falda y uno de ellos dijo:
— ¿Qué pasa, señorita? Tenemos miedo.
—No pasa nada —dijo ella estrechándolos por la espalda.
—Esos hombres parecen malos.
Elga se acercó a una niña que estaba llorando desconsoladamente.
—Patricia, ¿qué te pasa?
—Quiero ir con mi mamá —contestó sin dejar de llorar.
—Enseguida irás con ella.
La puerta del aula se abrió a espaldas de Elga y ésta volvió la cabeza.
Era Burgess Miller que entró en la clase.
— ¿Qué quiere ahora?
—No me engañó con respecto al rescate. Es como usted dijo. 123.000 dólares en efectivo y el resto en joyas, aunque hubiese preferido que todo fuesen billetes.
—Márchense ya.
—Sí, nos vamos enseguida. Contigo y dos niños.
Elga agrandó los ojos.
— ¡Eso no puede ser!
—Nena, no habrás pensado en serio que íbamos a dejar las cosas así... Me defraudas mucho porque pareces inteligente.
—Sería una suciedad. Todos hemos cumplido nuestra parte. Los ciudadanos de Silver Creek y yo. Ahora les toca cumplir a ustedes.
—Claro que cumpliremos. Tú y dos niños nos acompañaréis hasta la frontera.
— ¡No!
—Tienes que comprenderlo, nena... Seréis nuestro salvoconducto.
—Está bien, iré yo.
—Gracias, eres muy juiciosa. Ahora sólo hace falta elegir dos niños.
— ¡No! ¡Quiero que los deje a ellos en paz! Conmigo tiene bastante. Nadie nos seguirá. No querrán que me pase nada.
—Tú eres una extraña aquí. Hace muy poco tiempo que llegaste. La verdad es que fue una buena sorpresa para mí. Menos mal que se te ocurrió venir antes. De lo contrario, mis amigos y yo habríamos tenido que esperar mucho tiempo. Tú no le interesas a esa gente. Todavía no se han encariñado contigo. Por eso me llevo a los dos niños. Contigo no basta.
— ¡Le repito que no lo consentiré!
Burgess sacó el revólver.
Algunos niños se pusieron a gritar.
—Guarde ese arma —exclamó Elga.
—Ya has dejado de ser la mandona —repuso Burgess haciendo un gesto brutal—. Desde ahora soy yo el que da las órdenes.
Miró a los niños. Algunos de ellos lloraban, ahora con más fuerza.
Burgess miró a Marcus, hijo del almacenista Stack. Tenía siete años.
—Ven acá. Vas a ir con la maestra de excursión... Ahora una niña. Tú, pequeña —señaló a una rubita pecosa que estaba en la primera fila de pupitres.
Elga sintió que se le partía el corazón. Era Priscilla, una chiquilla muy tímida.
— ¡Vamos, aprisa...! —gritó Burgess.
Marcus y Priscilla se acercaron a Elga.
—En marcha, maestra —ordenó Burgess señalando la puerta con el revólver—. Ya perdimos mucho tiempo.
—Quiero despedirme de los que se quedan.
—Te gusta mucho el melodrama.
La joven se dirigió al resto de la clase:
—Debéis estar tranquilos. Sidney, quiero que me sigas representando. Cuando nos hayamos ido, saldrás y tocarás la campana muy fuerte... ¿Lo harás?
—Sí, señorita, ¿pero qué quiere decir todo esto?
—Ya os lo explicarán vuestros padres.
Elga pasó los brazos por los hombros de Priscilla y Marcus y los impulsó hacia la puerta. Estaba llena de ira.
— ¡Es usted el más repugnante de los verdugos, señor Miller!
Burgess señaló el fondo del corredor.
—Saldremos por el patio. Tenemos allí los caballos.