CAPÍTULO XIV
Elga Prentiss se derrumbó en el suelo.
Chilló otra vez y trató de incorporarse, pero unas manos la sujetaron por detrás.
— ¡Déjeme...! —exclamó volviendo la cabeza.
Era el compañero de Fred Dillon, Tom Steinberg.
Fred Dillon cerró la puerta.
La estancia estaba llena de polvo. Era una casa abandonada, la que se veía desde la escuela.
La bolsa que contenía el rescate había quedado a dos yardas de Elga.
—Hola, maestra —dijo Fred Dillon.
— ¿Quieren dejarme salir? ¡He de volver a la escuela...!
La joven gateó hacia la bolsa del dinero.
Pero Fred Dillon atrapó antes la bolsa y se alejó.
— ¿Qué traes aquí, nena? ¿La merienda?
—No es nada. Libros y cuadernos.
Fred Dillon se echó a reír.
—En, Tom, ¿no dijiste que querías aprender a leer y escribir?
—Sí, Fred.
—Pues ahora tienes la oportunidad. Ya lo has oído. En esta bolsa hay libros y cuadernos, y como eres un tipo de suerte también tienes a la maestra.
—Quiero ver los libros, Fred.
—Ahora mismo, muchacho.
— ¡No abran eso! —exclamó Elga.
Pero Fred ya había abierto la bolsa.
Introdujo la mano y sacó un fajo de billetes.
—Eh, Tom, ahí tienes la cartilla del abecedario.
Sin dejar de sonreír, arrojó el fajo de billetes hacia Tom.
Este lo atrapó al vuelo.
—Caramba. Así da gusto aprender a leer y a escribir. Qué cartilla más bonita y qué dibujos más lindos.
Elga se levantó con los puños cerrados.
— ¡Tienen que darme eso!
Fred Dillon había sacado más fajos de billetes, que sopesaba en la mano.
—Ha valido la pena esperar, dulzura.
—No pueden quedarse ese dinero... Tengo que entregarlo en la escuela.
— ¿Crees que no lo sabemos? Estamos enterados de todo.
— ¡Entonces deben saber que he de volver a la escuela o matarán a los niños...! He de entregarles el dinero.
—No vas a entregarles nada. El dinero nos lo quedamos nosotros. Es para Tom y para mí.
—Tiene que comprenderlo, señor Dillon. Si los secuestradores no reciben el dinero, matarán a los niños. Lo harán sin vacilar. No me creerán si les digo que fui robada por el camino.
—Tú no vas a decir nada porque no vas a ir allí.
— ¡He de ir, señor Dillon...! ¡Esos niños están solos!
—Deja en paz a los niños.
Fred Dillon dejó caer la bolsa en el suelo. Miró con ojos brillantes a Elga.
—A mí sólo me importa una cosa. Que mataste a mí hermano.
—Ya le dije que fue en legítima defensa.
—Es posible.
—Celebro que lo reconozca.
—No te perdono lo que hiciste, estúpida,
—No podía consentir que su hermano me atropellase.
—No, ¿eh...? —Fred Dillon abrió la mano y dejó caer los fajos de dinero en el suelo.
Primero uno, luego otro, hasta que sus manos quedaron vacías.
Echó a andar hacia Elga.
— ¿Qué va a hacer? —murmuró la joven.
— ¿Tú qué crees?
—Renuncie a su venganza, señor Dillon. No tiene motivos para ello.
—William no te tuvo, pero yo te voy a tener.
—No, señor Dillon.
—Anda, intenta quitarme a mí el revólver. Aráñame como le arañaste a él.
Tom Steinberg rompió a reír y lo hizo con estridencia.
—Me gusta el espectáculo y tengo una localidad de primera fila —dijo.
— ¿Qué clase de personas son ustedes? —exclamó Elga mientras retrocedía—. ¿Es que no se dan cuenta? Es la vida de veinticinco niños lo que se está jugando en estos momentos en Silver Creek. Hay que impedir que se cometa un asesinato en masa. Esos forajidos llevarán a cabo la masacre.
—Ya te he dicho que a Tom y a mí nos importa un rábano.
— ¿Es que no saben cómo son los niños? Sienten miedo, se aterrorizan por cualquier cosa que para ellos resulta anormal. Necesitan el cariño, la ayuda de sus padres. Y allí en la escuela no están sus padres. Esa ayuda y ese cariño sólo lo pueden recibir de mí.
—No te preocupes. Aquí hay un hombre que necesita todo tu cariño... Soy yo, Fred Dillon.
La joven terminó de retroceder porque tropezó con la pared.
Fred siguió andando hacia ella.
— ¡No! —gritó Elga y saltó hacia la derecha.
Fred Dillon también saltó hacia aquel lado y la atrapó por los brazos.
Elga le dirigió un zarpazo a la cara, pero Fred se agachó a tiempo.
Lanzó una carcajada.
—Eh, Tom, ¿te diviertes?
—Mucho. Y ahora comprendo por qué a tu hermano le resultó la cosa difícil. Demonios, esta muchacha me recuerda a la hembra del gato salvaje.
Elga dio un tirón fuerte y logró escapar de Fred.
Pero él se quedó con un trozo del vestido femenino en la mano.
La muchacha corrió hacia el fondo de la estancia.
Allí había una puerta. Forcejeó con ella, pero estaba cerrada herméticamente.
Fred Dillon rio otra vez mientras se ponía el trozo de vestido alrededor del cuello, como una bufanda.
—Nena, ya probamos esa puerta y Tom y yo... Para abrirla se necesitarían algunos cartuchos de dinamita.
Otra vez se dirigió hacia Elga.
La muchacha retrocedió hasta llegar al rincón.
Fred se detuvo columpiándose sobre la punta de los pies, mirando a la joven de pies a cabeza.
— ¿Sabes que eres muy hermosa?
Elga respiraba entrecortadamente.
—Estoy dispuesta a ir con usted.
—Magnífico, ¿oíste eso, Tom? Resulta que acabo de pegarle el flechazo a la chica más mona de Silver Creek.
— ¿Y tú te lo vas a creer, Fred?
—Claro que no. ¿Piensas que soy idiota?
Elga habló de nuevo.
—No me ha dejado terminar, señor Dillon. Quiero decir que me marcharé con usted si me deja ir a la escuela a entregar el dinero.
—Tú me tomas por un chiflado, ¿verdad?
—No, señor.
—Claro, tú has pensado que eres muy lista porque eres maestra y que podrás engañar a un tipo como yo que no tiene cultura.
—No, señor Dillon, le estoy hablando en serio, se lo juro.
— ¿Harías eso por los niños?
—Sí, por ellos. Me iré con usted, señor Dillon. Está decidido.
Por la cara de la joven resbalaba el sudor.
Fred Dillon reanudó su marcha hacia la joven.
—Aceptaré el trato con un cambio, pequeña.
— ¿Qué cambio?
—Ha de ser ahora.
—No puede ser. He de ir a la escuela a llevar el dinero. Sólo faltan diez minutos.
—Que esperen.
—No esperarán... Burgess Miller me lo repitió muchas veces... Matará a uno de los niños si llega la hora y yo no estoy allí.
—Bueno, si hace eso con un niño, todavía quedarán veinticuatro.
— ¡No, señor Dillon! —gritó Elga exasperada—. Tengo que ir.
Fred se arrojó sobre ella y le cubrió la boca con la mano.
— ¡Maldita, cállate o te estrangulo! ¿Es que quieres que te oigan?
Elga estaba perdiendo sus últimas energías.
Sollozó convulsivamente:
—No puedo dejar que esos niños mueran. No puedo...
Sus ojos estallaron en lágrimas.
Fred la tomó por la barbilla y le alzó la cara.
—Eres preciosa, sí, señor. La chica más preciosa que yo he tenido en mis brazos.
Acercó su boca a la de ella para besarla.
En aquel momento se abrió violentamente la puerta por la que había entrado Elga, y una voz dijo:
— ¿Se puede?
Era Jerry Scott.