CAPÍTULO XIII
—Recuérdalo, nena. Tienes una hora para volver —dijo Burgess.
—Tiene que concederme más tiempo.
—Ni un minuto más.
—Puedo demorarme por cualquier motivo.
—No hay por qué demorarse. Esa gente ya debe tener preparado el rescate. Sólo tienes que atrapar la bolsa y venirte a la escuela. Te sobra con una hora.
—Señor Miller, las cosas han cambiado.
— ¿Por qué crees que han cambiado?
—Ahora los niños se imaginan que está pasando algo raro. Fue ese disparo. Luego, ha llegado ya la hora de salida del colegio y les he dicho que tienen que quedarse porque estaba esperando a un inspector.
—Bien hecho.
—Le repito que muchos de ellos sospechan.
—Está bien. Ya basta de lloros.
—No le estoy llorando, señor Miller. Sólo le ruego por ellos. Los del pueblo van a cumplir, y yo traeré el dinero. Pero ustedes han de cumplir también su parte.
—Tengo que ser inexorable en esta clase de trabajo, pequeña. Si en una hora no estás aquí, uno de los niños sufrirá las consecuencias.
—Es usted un canalla.
—Ya has perdido un minuto.
La joven salió de la escuela y se encaminó hacia el pueblo.
Al llegar a las primeras casas, le salió al encuentro Jerry.
— ¿Qué fue ese disparo, Elga?
—Uno de los forajidos mató a otro. Pelearon por la mujer.
—De modo que ahora sólo quedan tres hombres.
— ¿Qué se le ha ocurrido, Jerry?
—Sólo estaba haciendo un cálculo.
—Debo ir al almacén por el dinero. Sólo me han dado una hora para volver, pero usted no ha de estar cerca de la escuela, Jerry. Si ellos lo viesen, se creerían en peligro y lo harían pagar a uno de los niños.
—No se preocupe, Elga. No me dejaré ver.
Los dos se miraron a los ojos y Elga hizo un gesto afirmativo.
La maestra fue al almacén general, donde estaban reunidos ahora muchos hombres y mujeres de Silver Creek.
Alrededor del mostrador se encontraban Stack, el alcalde, el doctor y el marshall.
Contaban dinero.
— ¿Cuánto hay? —preguntó Stack.
Contestó el banquero Cárter, que escribía sobre un papel.
—He contado 123.000 dólares. Los restantes los daremos en joyas. No podemos hacer más.
—Sí, creo que se conformarán —asintió el marshall Hayden.
El alcalde dio un suspiro.
—Esto es la ruina para Silver Creek.
— ¿Quién piensa en eso ahora, alcalde? —repuso Stack.
—Sólo era una forma de hablar.
—Pues cállese. Lo que nos importa a nosotros es recuperar a nuestros hijos.
Stack fue metiendo el dinero en una gran bolsa de cuero.
El banquero estaba eligiendo las joyas que habla sobre un pañuelo. Luego las fue entregando a Stack, que también las introdujo en la bolsa.
—Ya está todo —dijo Carter.
Stack cerró la bolsa y la alargó a Elga Prentiss.
—Prácticamente, ahí va todo lo que poseemos. Pero lo damos por bien empleado.
La joven no dijo nada. Tomó la bolsa y se dirigió hacia la puerta.
—Señorita Prentiss —dijo una mujer.
—Diga, señora Holmes.
—Cuando ellos se hayan ido, toque la campana, por favor. Tóquela muy aprisa. Nosotros iremos allí.
—Sí, señora Holmes, así lo haré.
La joven salió a la calle y se encontró de nuevo con Jerry Scott.
—He pensado en algo, Elga,
— ¿Qué cosa?
—Deme la bolsa. Yo iré a entregarla.
—Oh, no, no podemos hacer eso.
—No se preocupe. Les diré que se sintió enferma. Es lógico. Una vez allí, sabré arreglármelas con ellos.
—No lo consentiré.
— ¿Es que no se da cuenta de que yo podré hacerles frente mejor que usted? No harán daño a los niños si yo me presento con la bolsa del rescate.
—No quiero correr ningún riesgo.
—Lo correrá mucho más si usted va.
— ¿También cree usted que se llevarán rehenes?
—Es posible que lo hagan. Por algo sigo pensando que debo estar allí. Pero es usted quien tiene que decidir. No puedo obligarla.
La joven titubeó unos instantes y por fin movió la cabeza en sentido negativo.
—No, Jerry, no puedo. Aprecio mucho su oferta, pero si a alguno de los niños le pasase algo estando yo aquí, sólo sentiría deseos de morir... Usted lo comprende, ¿verdad?
Jerry apretó los dientes mientras se pasaba el puño por la mejilla. Finalmente dijo:
—Sí, la comprendo a usted.
—Gracias —sonrió la joven y reanudó su camino por la calle.
La gente se le quedaba mirando desde las aceras.
Una mujer lloraba y un hombre la apretaba contra sí, pasándole el brazo por la espalda.
Elga sintió que se le hacia un nudo en la garganta.
Era la responsable de la vida de veinticinco niños.
Estaba segura de que nunca volvería a encontrarse en una situación tan grave como aquélla. Tenía que salir todo bien, no podía equivocarse. Elevó la mirada al cielo y murmuró una oración.
Dobló por la última casa y desapareció de la vista de la gente del pueblo.
De pronto unas manos la atraparon.
Elga dio un chillido al ver a la persona que tiraba de ella hacia una puerta que estaba abierta.
Era Fred Dillon, el hermano del hombre que había matado cuando viajaba hacia Silver Creek.
— ¡Suélteme! —gritó Elga.
Pero Fred Dillon dio un tirón con todas sus fuerzas y metió a la joven en la casa.