CAPÍTULO X
Cogí un cuchillo de un cajón del armario y trepé a una silla. Pegué un tajo a la cuerda que habían atado al gancho de la lámpara al tiempo que atrapaba con la otra mano a Lina.
La bajé rápidamente al suelo y me di mucha prisa en aflojarle el nudo corredizo que tenía alrededor del cuello.
Pero yo sabía que era demasiado tarde. Su rostro estaba cárdeno.
Su cuerpo frío.
Y su corazón, su pobre corazón, había dejado de latir.
Por entre los dientes asomaba un poco de lengua y sus ojos estaban desorbitados.
Los dedos temblándome, sintiendo los latidos de mi pulso en las sienes, escuchando la congoja de mi pecho, metí aquel trozo de lengua por entre los dientes, le cerré los ojos. Luego estreché a Lina con todas mis fuerzas.
Yo fui el hombre más ingenuo del mundo queriéndole dar un hálito de vida. Lina había muerto.
Lina había dejado de existir. Ya no podría hablar con ella.
Jamás volvería a besar sus labios, a sentir sus caricias. Todo había acabado.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Quizá fueron treinta minutos, o quizá fuese una hora, pero poco a poco todo volvió a ocupar su lugar.
Yo seguía estando en el mismo mundo donde vivían los asesinos de Lina. La habían asesinado para vengarse de mí.
Eso es lo que habían hecho unos hijos de perra, unos malditos bastardos.
Y Lina había sido una mujer buena, maravillosamente humana. Una mujer que siempre había estado dispuesta a ayudarme.
Aquel mismo día me había dicho que no pudo dormir la noche antes porque había estado pensando en lo que me podía ocurrir.
Temía por mí, por mi muerte. Y la muerta era ella.
Sentí que las lágrimas corrían por mi cara y que luego caían sobre la cara femenina.
—Lina —oí una voz ronca, y era mi voz—. Te lo juro, Lina, te lo juro por lo más sagrado del mundo. Lo pagarán y será muy pronto. Ahora mismo. Te lo prometo, Lina, te lo prometo.
La tomé en brazos y la llevé al dormitorio depositándola en la cama.
Pasé al cuarto de baño y me lavé. Después de secarme di una vuelta por las tres habitaciones.
Salí al corredor. Allí había otras dos puertas. Una de ellas comunicaba con la parte trasera de la casa. La segunda correspondía a una pequeña habitación donde Lina guardaba unos cuantos cachivaches.
Abrí ésta, pero allí no había nada. Luego la otra y bajé por las escaleras.
Se había hecho de noche. Y eso quería decir que había pasado mucho rato junto al cadáver de Lina.
El aire fresco vivificó mis pulmones. Volví a entrar y me dirigí al bar. Hice una señal a Rex, quien se acercó.
Rex estaba por los treinta años y era un tipo con aspecto de malayo.
—¿Cuándo viste por última vez a Lina?
—¿Qué ocurre, señor Bannion?
—Contesta primero a mis preguntas.
—Sí, señor. La vi como cosa de media hora antes de que usted llegase. Estaba aquí conmigo.
—¿Por qué subió?
—Se produjo una llamada. Usted ya sabe que el teléfono está conectado para que se oiga aquí el timbre. Algunas veces Lina atiende desde aquí mismo las llamadas. Pero otras sube a la habitación del piso.
—Rex, tómate el tiempo que quieras para contestarme, pero piénsalo antes.
—Sí, señor.
—Has de recordar quién subió por la escalera antes que Lina. Se pasó la lengua por los labios y finalmente dijo:
—No vi a nadie subir.
—¿Estás seguro?
—Bueno, yo atendía el mostrador. Alguien pudo subir sin que yo me diese cuenta.
—Es lo que ocurrió, Rex.
—Por favor, señor Bannion. ¿Qué es lo que pasa?
—La mataron.
—¿Qué dice?
—Sí, Rex. La han asesinado —cerré los ojos—. Un maldito la colgó de la lámpara.
—¡Ahorcada!
—Sí, Rex. Ahorcada… como si fuera una delincuente.
—¡Dios mío! Hay que avisar a la policía.
Se volvió para hacer la llamada, pero lo detuve.
—Rex. Será mejor que subas primero. Tienes que ser tú quien descubra el cadáver…
Yo no he estado aquí. Quiero tener un poco de ventaja. Espera unos treinta minutos…
—Van a ser unos treinta minutos muy angustiosos, señor. Pero… no se preocupe.
Seguiré sus instrucciones.
—Gracias en nombre de ella, Rex.
—¿Qué va usted a hacer ahora, señor Bannion?
—He de ocuparme de esos canallas.
Salí de allí, y al cabo de un rato de caminar por, la calle me di cuenta de que iba dando tumbos como si estuviese borracho.
Entré en un bar y bebí dos whiskies dobles. Luego fui derecho a la cabina telefónica.
Disqué el número de Miles Brinleck.
—Casa del señor Brinleck —dijo una voz femenina.
—Con el señor Brinleck, por favor.
—¿Quién lo llama?
—Dígale que es Steve Bannion. Bastará.
Esta vez solo transcurrieron quince segundos para que oyese la voz de Brinleck. Oiga, Bannion, ¿cómo quiere aprender a dejarme en paz?
—La he aprendido, señor Brinleck. Quiero dejarle en paz. Se echó a reír el hijo de perra.
—Bien hecho, Bannion. Sabía que sería razonable.
—Con una condición.
—¿Qué dice?
—Lo dejaré en paz con una condición.
—¿A qué se refiere?
—Deseo entrevistarme con usted.
—¿Para qué, Bannion?
—Si se lo dijese, ¿para qué iba a ser necesaria la entrevista? Rió otra vez.
—No comprendo a qué obedece su actitud, señor Bannion. ¿Se da cuenta de que esa entrevista no le conviene? Tengo mucha gente a mí alrededor.
—Precisamente por ello usted no puede temer nada.
—Oiga, Bannion, confieso que es la persona más original del mundo.
—Voy hacia allá, Miles.
—No.
—Creí que había accedido.
—No tengo inconveniente en reunirme con usted, pero ahora no puede ser.
—¿Por qué no? ¿Qué inconveniente hay?
—He de asistir a una fiesta que da en su residencia el senador Sloane para festejar a unos políticos recién llegados de Washington.
—¿Cuándo entonces?
—Creó que terminaré a media noche. ¿Le parece bien a las doce y media en mi casa?
—Magnífico, Miles. Estaré a las doce y media en punto.
—Eh, Bannion.
—Diga. Le escucho.
—Habrá un hombre esperándole a la puerta.
—Conozco el camino, no me perderé.
—No se trata de eso. No me gusta la gente que porta armas. El hombre que lo reciba estará encargado de pedirle a usted sus pistolas. ¿Tendrá algún inconveniente en entregárselas?
—Ninguno, Miles. Mi entrevista con usted es puramente amistosa. ¿Para qué iba a necesitar una pistola?
—Hasta luego, Bannion. Colgó y luego lo hice yo.
Otra vez a solas en la cabina, sentí que la ira me corroía el corazón.
En aquellos momentos sólo pensaba en destruir a los hombres que habían sido capaces de quitarme a Lina para siempre.
Tomé la guía telefónica y busqué el nombre de Sloane informándome de su dirección.
Fui de nuevo al mostrador y bebí otros dos whiskies dobles. Dicen que se bebe para olvidar, pero yo no quería apartar de mi mente que Lina estaba muerta. Quería seguir pensando en ella, recordarlo cuando estuviese enfrentado a los asesinos. Quería verlos arrastrarse por el suelo con una bala en la barriga, llorando, pidiéndome a gritos que les agujerease la cabeza, que acabase con ellos de una vez…
Todavía era temprano. Las fiestas de los senadores empiezan tarde y a mí no me interesaba llegar demasiado pronto.
Caminé por callejuelas oscuras, mal iluminadas.
Crucé junto a zaguanes por cuyos huecos me llegaban besos de amor. Y eso me hacía recordar los besos de Lina.
Pasé junto a farolas donde había mujeres que se interponían en mi camino guiñándome un ojo, sonriendo.
Y sus sonrisas me recordaron las de Lina.
No, no lo podía olvidar. No lo podría olvidar jamás, aunque viviese un millón de años.
De pronto me di cuenta de que había llegado cerca de la residencia del senador Sloane.
Me pilló casi de sorpresa, porque sólo mi instinto había guiado mis pasos.
El portal estaba abierto. Pasó un coche. La entrada estaba difícil porque había dos tipos que cuidaban de ese detalle.
Esperé diez minutos, y la llegada de los coches se hizo más continua.
Desde la esquina donde me encontraba crucé la calle en semicírculo y fui a parar a la parte trasera del último coche que se había detenido.
Lo que iba a intentar era cuestión de suerte, aun cuando podía probar con otro coche. Tiré de la manija del portaequipajes y acerté porque estaba abierto. Pasé al interior. El viaje fue corto.
El coche se detuvo, pero luego continuó su camino hacia la playa de estacionamiento.
Sonó una portezuela y luego oí voces. Esperé un par de minutos y al fin empujé la tapa y me deslicé fuera.
Caminé hacia la casa y vi que en la puerta del porche un hombre recogía las invitaciones.
Fui por un costado hacia la parte trasera.
Vi un par de hombres ante una terraza donde se veían algunos invitados. Seguí junto al muro y salté un seto.
El más próximo centinela estaba a unas cinco yardas. Esperé un rato y, de pronto, vi que el tipo salía de su inmovilidad y se ponía a pasear.
Primero vino hacia mi escondite, pero a mitad de camino se volvió y fue al otro lado. Entonces reemprendí la marcha, salté por la balaustrada y entré en el salón.
Allí debía haber más de un centenar de invitados. Algunos llevaban trajes de smoking, pero otros parecían haber acudido a la fiesta después de haber abandonado su despacho.
Tomé una copa de champaña de una gran bandeja qué portaba un criado. Era un champaña inmejorable, digno de un senador.
Una pelirroja que había gastado muy poca tela en cubrir las maravillas de su cuerpo se vino hacia mí.
—Celebro verle de nuevo, señor Gaynor. Cambié un apretón, sonriéndole.
—Yo también estoy encantado de verla a usted —y era verdad porque tenía mucho que ver.
—Es usted un pillín, señor Gaynor.
Me han dicho muchas veces que lo soy, pero me pregunté por qué lo diría la pelirroja.
—Jamás lo he visto hasta ahora en una fiesta con su esposa.
Aquel señor Gaynor al que ella se refería debía de ser, efectivamente, un pillín. Fui a buscar una excusa, pero ella no me dejó.
—Debo aprovechar la oportunidad, ¿verdad? —Y se colgó de mi brazo.
—Magnífico —convine.
—Venga, he encontrado un escondite.
Abrió la puerta de una habitación, pero su escondite había sido descubierto con antelación por una pareja que se besaba en un diván.
—¡Oh, qué descaro! —dijo la pelirroja, y me hizo retroceder.
La sonrisa se me heló en les labios cuando vi a lo lejos, entre cuatro caballeros, a Miles Brinleck.
Lo conocía perfectamente porque había merecido el honor de salir fotografiado en los diarios. Estaba por los cuarenta y cinco años y era alto, de rostro que parecía cincelado, la nariz aguileña, el mentón firme, cuadrado. También se cubría con un smoking de buen paño y mejor corte.
Lo estaba pasando en grande porque sonreía divertido. De entre el grupo, él parecía ser el hombre de más categoría, a juzgar por sus gestos imperiosos.
Aquél era el tipo por el que yo había ido allí. Un hombre se detuvo ante nosotros.
—Hola, Katy —saludó—. Hace mucho tiempo que no te veía. Estás más hermosa que nunca.
Katy le sonrió.
—Gracias, Tim.
—¿Podré bailar contigo luego?
—Claro que sí.
El tipo se marchó y entonces me llevé a Katy hacia la escalera central.
—¿A dónde me llevas? —preguntó Katy.
Al llegar arriba empujé una puerta. Era un dormitorio.
—¡Johnny!… —Se puso de puntillas y me besó en la boca.
—Quiero que me hagas un favor, Katy.
—¿De qué se trata?
—¿Conoces a Miles Brinleck?
—Sí, le conozco.
—Quiero hablar con él respecto a un negocio. Es muy importante para mí. Acabo de verlo abajo y ésta es mi oportunidad para que juegue los naipes. ¿Podrías traérmelo?
Entornó los ojos.
—¿Qué me vas a dar a cambio?
—Lo que tú quieras.
—Voy a ser muy exigente.
—Te esperaré —dije, y la empujé hacia fuera.
Empecé a pasear por la estancia mientras fumaba un cigarrillo. Transcurrieron quince minutos.
De pronto oí pasos en el corredor. Me arrimé a la pared.
Abrióse la puerta y entró la pelirroja seguida de Brinleck.
—Querida, eres muy impulsiva —dijo Miles. Ella se volvió e hizo una «O» con los labios.
—Caramba, si está aquí Johnny Gaynor. Creo que ya lo conoces, Miles.
Miles se volvió hacia mí, y la sonrisa que había en sus labios se convirtió en una mueca.
—¿Gaynor? Tiene un ligero parecido. Pero este hombre no es Gaynor, Katy. La pelirroja hizo un auténtico gesto de sorpresa.
—¿Qué dices, Miles?
—Vámonos de aquí, Katy —dijo el jefe del gang, y fue a abrir la puerta, pero pegué un envión a la hoja cerrándola.
—Apártese, Bannion —dijo.
—¿Bannion? —interrogó la pelirroja.
—Es Steve Bannion, el detective privado —repuso Miles. Apoyé la espalda en la puerta, y Miles se retiró un paso.
—Confieso que me tragué el anzuelo, Bannion. Todo fue una treta suya. Convino aquella cita, pero sólo pretendía saber cuáles iban a ser mis pasos.
—Pensé que yo iba a hacer un papel muy pobre en su casa. Por ello decidí cambiar el lugar de la cita.
—De acuerdo, Bannion. —Miles miró a la pelirroja—. De modo que tú le has ayudado.
—Yo no sé nada —dijo Katy.
—Dice la verdad —intervine—. Me confundió con el señor Gaynor.
—No me gustan ciertas confusiones.
—A usted no le gustan muchas cosas, Miles, por ejemplo, que le llagan preguntas.
—No, no me gusta.
—Yo se las voy a hacer.
—¿Coa qué —derecho quiere hacerme un interrogatorio?
Por un momento vi ante mis ojos a Lina colgando del techo y aquel hijo de perra preguntaba con qué derecho le iba a hacer mis preguntas.
Fui hacia él y antes de que pudiese evitarlo le pegué un puñetazo en la cara. Retrocedió a gran velocidad y cayó panza arriba.
Katy lanzó un grito y se precipitó hacia la puerta, pera la atrapé por un brazo y la empujé a un rincón.
—No, dulzura. Ahora no puedes salir.
Miles se puso en pie mirándome con los ojos inyectados en sangre.
—Bannion, usted va a morir.
—Quizá ocurra, pero me lo llevaré por delante. Se lo prometo, Miles.
—¿Qué inflemos quiere? ¿Por qué me persigue? Le dije que no tenía ninguna relación con Sam Byrd.
—Ya estoy harto de oír eso, Miles…
—Y yo estoy harto de usted.
—Quiso vengarse de mí, Miles, y como no me pudo atrapar, quitó del medio a una mujer que era mi amiga.
—¿Qué está diciendo?
—¿Fue cosa de usted o de Charlie?
—No sé nada.
Le tiré la zurda, pero él la burló porque ahora estaba preparado.
Me replicó con un derechazo al estómago y escupí todo el aire que conservaba en los pulmones.
Luego levantó las manos sobre su cabeza para asestarme un golpe en la nuca.
Me desplacé hacia la derecha y levanté el antebrazo cuando él bajaba las manos entrelazadas.
Después le embestí contra la pared, metiéndole el puño en el hígado.
Me lanzó dos directos, uno tras otro, sin ningún resultado, y entonces empecé a castigarle lenta y metódicamente.
No respeté ninguna parte de su cuerpo.
En pocos instantes su cara se convirtió en unir horrible máscara.
—¡Pare ya, Bannion! —gimió—. ¡Pare ya, por lo que más quiera! Pero Lina estaba muerta y no me detuve.
Finalmente me encontré sin fuerzas.
Miles se derrumbó suavemente en el suelo.
De pronto oí que se cerraba la puerta a mis espaldas.
—¡Katy! —grité volviéndome.
Pero ella había salido de la habitación.
Tomé a Miles por los brazos y lo arrastre hacia el cuarto de baño. Empapé una toalla de agua y se la pasé por la cara.
—Miles.
Volvió en sí respirando entrecortadamente y me miró con los ojos hinchados.
—Maldito sea, Bannion.
—Confiese que ordenó la muerte de Sam Byrd. Quiero oírle decir que usted conocía el escondite de Sam Byrd.
—¿A qué lugar se refiere?
—Al sitio en que él guardaba los doce kilos de vitamina B-12.
—No sé de qué me habla.
—¿Quiere que lo estrangule, Miles…? Ese stock valía cerca de medio millón de dólares. Sam Byrd creyó que el ladrón era Fisher, pero fue usted. Por ello pensó que Sam Byrd terminaría por vengarse de usted. No podía vivir bajo esa amenaza y entonces ordenó su muerte. Sam Byrd se había fugado de la cárcel y era muy difícil que él lo encontrase, pero usted supuso que iría en busca de Fisher. Se dedicó a vigilar a Ralph y de esa forma pudo cazar a Sam Byrd.
Hizo un gesto negativo.
—No, Bannion. Todo eso es un cuento. Jamás me he apoderado de nada que pertenezca a Sam Byrd. Ni siquiera sabía que él hubiese escondido la vitamina B-12. Nunca he traficado con eso… Ahora me entero de que esa mercancía vale tanto dinero… Puede creerlo o no, pero es la pura verdad.
Le puse una mano en el cuello y apreté.
—Usted es duro, Miles; pero yo también lo soy.
—Suélteme. Me está ahogando.
—Es lo que pretendo hacer.
—No, Bannion… No me estrangule.
—Ella fue estrangulada.
—Ha estado hablando de esa mujer… No sé nada de ella. ¡No sé nada, Bannion!
—¿Cuántas veces ha dicho en su vida eso cuando le han preguntado acerca de un ser humano asesinado por sus hombres?
—No, Bannion. No lo haga. Le daré dinero…
—Ya salió lo del dinero.
—No soy el hombre que busca, pero le daré dinero si me deja libre…
—Sólo quiero una cosa. Ya te lo dije antes, pero quizá ahora estés más despierto para comprenderlo. Mataste a Sara Byrd y a Lina Spencer, mi amiga.
—No.
Apreté un poco más el cuello. No, no tenía intención de estrangularlo. Sólo quería meterle el miedo en el tuétano para que escupiese la verdad.
De repente oí que se abría de golpe la puerta del dormitorio. Me enderecé sacando la pistola y salté hacia adelante.
Dos fulanos corrían hacia el cuarto de baño con el arma en la mano.
Uno de ellos disparó alocadamente y la bala pasó muy lejos de mi cabeza. Le metí una bala en el estómago y el tipo dio una voltereta en el aire.
Su compañero se detuvo de pronto para hacer fuego. Ya no podía correr ningún riesgo.
Descargué otra bala, que recibió en la cara, y se tumbó hacia atrás. De pronto oí pasos a mi espalda.
Me dejé caer en el suelo al tiempo que se producía un estampido.
Vi a Miles en el hueco de la puerta con un revólver como el de Charlie Valance en la diestra.
Había fallado el primer tiro gracias a que me aparté de la trayectoria en la última fracción de segundo, pero ahora iba a corregir su puntería.
Disparé dos veces.
Las dos balas las recibió en el pecho y se fue otra vez por el hueco del cuarto de baño, desapareciendo en el interior.
Miles Brinleck había quedado listo. Fuera se oyeron gritos.
La pelirroja Katy se había encargado de escandalizar.
Abrí una ventana y vi que los dos hombres que estaban de centinelas en la terraza corrían hacia la puerta principal de la casa.
A la izquierda había una enredadera. Quizá no resistiría el peso de mi cuerpo, pero era mi única escapatoria, porque no podría abrirme paso a tiros.
Salté a las ramas y me sostuve bien.
Bajé al suelo y corrí a la playa de estacionamiento. B03 conductores de uniforme me salieron al paso.
—¡Atrás! —dije enseñándoles la pistola. Los tipos obedecieron sin pestañear.
—¿Cuáles tu coche? —pregunté al más alto—. ¡Rápido! La llave. Señaló el coche que estaba más cerca mientras decía:
—Tiene puesta la llave de contacto.
Entré en el coche. El hombre no me había engañado. Puse en marcha el motor y apreté el acelerador a fondo.
Un «Cadillac» que venía por el camino se apartó rápidamente para dejarme paso.
Por fin crucé por el portalón, giré bruscamente el volante y me alejé con la aguja del velocímetro marcando las setenta millas.