CAPÍTULO III

Saqué el coche a la carretera y fui yo ahora quien emprendí la persecución. Me puse a la altura del vehículo de la rubia y doblé hacia la derecha.

La rubia tuvo que salirse de la carretera. Cuando ella hubo frenado, lo hice yo y salté del coche.

Abrí la portezuela y quedé quieto al ver la pistola con qué me estaba apuntando. La chica era muy mona. Una verdadera preciosidad.

—Cuidado, se le puede disparar —dije.

—No me pasaría nada.

—¿No?

—Soy una menor.

Podía estar diciendo la verdad, porque probablemente no había cumplido todavía los veinte.

Sonrió mostrando unos dientes pequeños, brillantes.

—¿Por qué habías de matarme, nena?

—Me ha seguido.

—Sí, ricura. Te he seguido, pero antes me seguiste tú a mí.

—Es uno de ellos.

—¿A qué te refieres?

—Está con Fisher. Trabaja para él.

—No.

—Lo vi salir de su casa.

—Y tú crees que iodo el que sale de la casa de Ralph Fisher es uno de ellos…

—Me sobra con verle la cara.

—¿Qué hay con mi cara?

—Es la de un asesino.

—Me lo han dicho otras personas antes que tú, nena. Pero todas se equivocaron. Sólo soy un detective privado a quien gustan los buenos jaleos.

—Sea quien sea, ya va a dejar de sufrir.

—Eres muy humanitaria —dije, y le golpeé con la mano en la muñeca. Dio un gritito al perder la pistola, que cayó a nuestros pies.

Fue a agacharse para retirarla, pero le pegué un envión mandándola hacia la otra portezuela.

Me introduje en el asiento y atrapé el arma que ella había perdido.

Se revolvió furiosa para clavarme las uñas, pero le puse el cañón de la pistola bajo la nariz.

—Quieta.

Soltó unas cuantas palabrotas de las que hoy dicen las menores de edad.

—¿Cuál es tu nombre?

—Váyase al cuerno.

—¿Quieres que te de unos azotes?

—Atrévase a ponerme la mano encima.

Uno debe procurar que los mocosos no se le suban a las barbas. Es lo peor que puede ocurrir. Si se acaba la autoridad se acaban muchas cosas.

La tomé del brazo atrayéndola hacia mí.

—Maldita sea… ¡Suélteme! —gritó.

Le pegué dos buenos golpes en su parte más carnosa.

—Tu nombre.

—Ruth.

—¿Ruth qué más?

—¡Váyase a…! Le aticé otra vez.

—Ruth McQueen.

—¿Por qué te interesas por Fisher?

—Ese canalla… Me las pagará. Y tú también me las pagarás. ¿Lo oyes? Tú también.

—¿Qué tienes que ver con Fisher?

—Vete al infierno.

Le pegué otra vez y ella chilló con más fuerza. En eso se abrió una portezuela y una voz dijo:

—Mira, Bill, un grandullón pegando a una chiquilla.

El tipo que asomaba la cabeza era feo como un demonio. Sus cejas eran espesas, nariz muy chata, tanto que parecía un pegote de carne ligeramente levantado sobre el resto de la cara, y uno podía verle perfectamente los agujeres de su nariz. Todo ello le daba un aspecto de cerdo. Manejaba un enorme pistolón con la mano derecha.

Ahora la otra portezuela se abrió y apareció el llamado Bill, un pelirrojo que reía con la boca doblada.

La rubia se había quedado quieta, pero continuaba sobre mis rodillas.

—¡Qué escena, Elmer! —dijo—. Sólo hay otra que se le iguale… el strip-tease.

Ruth saltó de mis piernas y se dejó caer en el asiento. Me miró con los ojos agrandados.

—Entonces, usted no forma parte de la pandilla…

—No, pequeña —dije con un suspiro—, aunque, en estos momentos, me gustaría pertenecer a ella. —Sonreí a Bill y a Elmer—. Eh, muchachos, ¿no está abierto el período de inscripciones?

—¡Elmer! —exclamó Bill—. Este muchacho es chistoso.

—Baja, Bob Hope —dijo Elmer. Sólo se podía referir a mí.

—¿Qué quiere? —pregunté mientras movía ligeramente la mano hacia el bolsillo.

—Te lo diremos aquí fuera. Es asunto a tratar entre nosotros y no delante de una dama.

—Infiernos —rió Bill—. Elmer, nunca te había oído una cosa tan fina.

De pronto se dejó caer sobre la rubia y me atizó con el cañón del revólver en la diestra. Sentí un terrible dolor en los metacarpos, pero no perdí mucho tiempo en disparar la izquierda. Bill la recibió en la boca y se fue hacia atrás soltando maldiciones, sangre y dientes.

Por fortuna, disparó cuando el arma estaba apuntando al techo porque había perdido el equilibrio.

Eché mano a mi pistola, pero calculé mal porque debí suponer que Elmer no iba a ser un espectador pasivo de aquella escena.

Algo muy duro y demasiado fuerte me golpeó en el cuero cabelludo.

Sentí cómo mi masa encefálica saltaba en la caja. Luego hubo otro golpe. Fue peor que el anterior.

—¡No le peguen! —Oí que chillaba la rubia—. ¡No le peguen!

Pero no le hicieron ningún caso, y otra vez el verdugo de Elmer me acertó con un culatazo.

Ahora eligió un buen lugar, junto a la sien. Fue el fin de todo.