CAPÍTULO IX
Era un fulano pequeñajo, de ojos hundidos en las cuencas, bigote finamente recortado, orejas muy largas y caídas como soplillos, nariz en forma de pico, boca corta. Se cubría con un horroroso traje listado y con sombrero de ala corta muy mono, marrón, con una pluma amarilla en la cinta. Estaba para que le hiciesen una foto. Pero quizá antes de dispararse la placa se habría cargado la máquina.
Sentí pasos arriba. El gordito y «Patillas Largas» venían ya en mi persecución.
—¡Sus amigos! —dije, y volví la cabeza.
Conté con que él también miraría. Ésa era mi probabilidad, la única, porque en cuanto llegasen los otros dos, ya podía estar seguro de que me iría derecho al infierno.
Había calculado la distancia y sabía qué lugar ocupaba la pistola. Salté sobre él a ciegas, revolviéndome en el aire.
Cuando tropecé con él todavía estaba mirando hacia la parte superior de la escalera.
Acerté un pleno porque el filo de mi mano se estrelló contra su muñeca. La debía de tener muy frágil. Oí el chasquido del hueso que se quebraba. Lanzó un aullido y se derrumbó.
Caí sobre los cuartos traseros apoderándome de su arma, una pistola que pesaba una tonelada.
Los tipos aparecieron junto a la barandilla con sus armas. Supe que esta vez no se pondrían las manos en la nuca. Sus ojos brillaban febrilmente porque deseaban matar.
Les envié un obús como saludo. Algunos vecinos apostarían a que allí había caído la primera bomba atómica de la Tercera Guerra Mundial.
De pronto vi que el gordito ya no tenía cabeza.
«Patillas Largas» me mandó la píldora.
No me la metió por la boca por verdadero milagro, ya que me rozó la mejilla y se sepultó en la pared.
No quise pecar de ineducado y le correspondí con otra ración. No debió poner el pecho.
Vi como emprendía un corto vuelo y se estrellaba contra la pared.
Por un momento pareció quedar, allí pegado, pero luego empezó a derrumbarse y los músculos de su cara colgaron fláccidos.
Ahora es cuando debía escapar de allí como un demonio. Antes de un minuto la escalera estaría llena de policías.
No vi al encargado. Después de los zambombazos habría corrido a esconderse bajo la cama.
Antes de salir a la calle guardé el revólver y acorté el paso.
Una señora de mediana edad, que portaba un carrito con un bebé, se detuvo mirándome con curiosidad.
Le dirigí una sonrisa y ella me ofreció otra. Doblé por la próxima esquina y apreté el paso. A lo lejos oí unos gritos.
Hice una señal a un taxi que pasaba por la calzada y me colé dentro antes de que hubiese frenado. Le di una dirección del centro y el coche corrió.
—Le pagaré doble de lo que marque si le crecen alas. Le crecieron alas.
Abandoné el coche a una buena distancia del edificio donde se ubicaba mi oficina y continué el resto del camino andando.
Empujé la puerta de la sala de visitas e introduje la mano en el bolsillo donde guardaba el revólver de Charlie Valance.
Sentado en un sillón había un extraño tipo que parecía haber salido de una revista de comienzos de siglo.
Era delgado, de unos cincuenta años, cara alargada, bigote a lo Charlot, sombrero hongo y lentes que le cabalgaban casi en la punta de la nariz. Todo él vestía de negro. Sólo su camisa era blanca.
Al verme, se puso en pie de un salto.
—¿Señor Bannion? Terminé de cerrar la puerta.
—Sí.
—Lo he esperado durante una hora. Quisiera hablar con usted.
—¿Acerca de qué?
Se agachó sobre el sillón en que había estado sentado y descolgó el brazo por la otra parte.
Cuando se volvió a enderezar mostró, una gran valija de cuero negro.
—Tengo la solución del misterio en que se ocupa actualmente.
—¿De veras? De modo que sabe usted quién mató a Sam Byrd.
—Lo sabremos enseguida.
Sonrió otra vez y se acercó a la mesita, donde había unas revistas de seis meses atrás para que mis visitantes se entretuviesen. Dejó la valija sobre la mesa y la abrió extrayendo un extraño aparato con muchas teclas y un par de oscilantes agujas. En el centro estaban los signos del zodiaco, los doce meses del año, los días de cada mes…
—Vea, señor Bannion. He empleado doce años de mi vida en perfeccionar este magnífico invento…
Sólo lo tiene que llevar al lugar donde ha caído la víctima. Luego apretará las teclas correspondientes a la fecha en que la víctima encontró la muerte.
Pasé una mana por la cara. La profesión tiene estas cosas. Tres meses atrás había recibido a un tipo que vendía un procedimiento para matar telepáticamente. Me reí del tipo, pero luego me enteré de que había vendido la idea a un novelista.
—Vea, señor Bannion —dijo el loco de turno—. Cuando usted haya hecho todas esas cosas, esta aguja le señalará un signo zodiacal que corresponderá a la fecha de nacimiento del asesino. Bastará que averigüe usted las correspondientes a todos los sospechosos para que inmediatamente pueda usted pasar la factura.
—¿Cuál es su nombre?
—Marcus Mingus.
—¿Es pseudónimo?
—Marcus Mingus, señor Bannion —repitió levantando la barbilla orgullosamente.
—Bien, Marcus. Se lo compro.
—¿Cuánto?
—Un millón.
—¿Qué dice?
—Un millón.
—Me ofende, señor Bannion. Scotland Yard ya me ofrece tres millones.
—Yo le doy cinco ahora mismo, pero tendrá que ser a plazos. Un dólar ahora. El resto a dólar al mes.
Mingus se dio mucha prisa en guardar el aparato y echó a andar hacia la puerta. Se volvió con aire solemne.
—Ha perdido su oportunidad, señor Bannion.
—Mañana mismo enviaré un telegrama de felicitación al superintendente de Scotland Yard.
Marcus Mingus dio una cabezada y salió pegando un portazo. Exhalé un suspiro de alivio y pasé al despacho.
Ocupé la silla y saqué el frasco de whisky. Pensé durante un rato, pero no sirvió de nada.
De pronto oí que la puerta de la sala de visitas se abría. Otra vez estaba allí Marcus Mingus para aceptar mi oferta. Pero quien entró fue el teniente Milton Reywall.
Se echó el sombrero sobre la nuca y adelantóse hacia la mesa.
—Bannion, ¿se da cuenta de lo que acaba de hacer?
—Sí. Rechacé una oferta para dar con el asesino de Sam Byrd. Figúrese. Se trataba de un invento que me habría dado la fecha de nacimiento del asesino.
—Déjese de decir tonterías.
—Le juro que es cierto —levanté la mano derecha—. El inventor se llama Marcus Mingus.
Me enseñó los dientes muy apretados.
—¿Le pegaron algún golpe en la cabeza mientras hacía de matarife?
—Por favor, teniente. No me ofenda —repuse parodiando al benemérito Marcus.
—Esta vez se la ha ganado, Bannion.
—¿Sí?
—Liquidó a dos hombres, a Dawson Sherman y Humprey Christie.
—Le doy mi palabra de honor de que es la primera vez que oigo esos nombres.
—Naturalmente los mató sin saber quiénes eran. Guardé silencio y levanté el frasco para ofrecérselo.
—Eche un trago, teniente.
Me pegó un manotazo y el frasco se fue por el aire y chocó contra la pared. No se rompió, pero el poco líquido que contenía corrió por el suelo.
—Le estoy hablando en serio, Bannion. Hasta ahora le consentí muchas cosas y lo defendí en el Departamento, pero ahora…
La ira me royó las tripas.
—¿Quiénes eran Dawson Sherman y Humprey Christie? ¿Cuál era su profesión?
—Trabajaban para Miles Brinleck.
—Le he preguntado por su ocupación, teniente. ¿Eran mozos de bar? ¿Agentes de apuestas?…
Se apretó el puente de la nariz.
—Pistoleros.
—¿Conoce el prontuario de alguno de ellos?
—De los dos —hinchó los pulmones de aire—. ¡Maldita sea, Bannion! Sé lo que me va a decir. Sí, eran dos gusanos, dos tipejos con una buena hoja de antecedentes…
—¿Asesinos?
—Nunca se les pudo probar.
—Pero eran asesinos. Mataron, ¿verdad, teniente? ¿A cuántos mataron?
—Dawson Sherman, el gordito, había sido acusado seis veces de homicidio pero en ninguna de ellas se le pudo probar nada.
—¿Cuántas veces fue acusado Humprey Christie?
—Cuatro.
—Y, naturalmente, las cuatro veces fue absuelto. ¿Verdad, teniente?
—Sí —golpeó el puño contra la mesa—. ¡Cállese, maldición! Tiene que admitir que usted los mató.
—No lo admitiré.
—Tiene que hacerlo o me ganaré una buena reprimenda del Comisionado.
—¿Existe acusación?
—No, no existe acusación. Charlie Valance asegura no saber quién fue el hombre que mató a esos dos tipos. ¿Y sabe por qué guarda silencio, Bannion? Yo se lo diré. Porque quieren matarlo ellos mismos. ¿Se da cuenta, Bannion? Si no lo encierro ahora mismo en una celda, la vida de usted no valdrá un centavo.
—No dije nada. —¿Me oye, Bannion?
—Sí, lo oí.
—Confiese y lo encerraré.
—No puedo, teniente. He de atrapar a los asesinos de Sam Byrd.
—¡Al infierno con eso!
—Sam Byrd era mi cliente.
—Oiga, Bannion, llegaré a un acuerdo con usted.
—¿A qué se refiere?
—Vendrá conmigo a la Comisaría, firmará una confesión y permanecerá en una celda hasta que se vea el juicio por la muerte de Sherman y de Christie.
—No, teniente. No puedo aceptar su oferta.
—¿Por qué no?
—¿Quién va a decir que era una legítima defensa? Apuesto a que cuando ustedes llegaron allí no encontraron las armas de los fulanos. Apuesto a que no vieron a un tipo que tenía la muñeca fracturada…
—Sólo había dos cadáveres en la escalera.
—Lo suponía. Lo mismo ocurriría cuando se celebrase mi juicio. Miles Brinleck, Charlie Valance y compañía, se volcarían para demostrar que apreté el gatillo contra sus hombres indefensos. Sí, ya sé que mi abogado alegaría el prontuario de esos chicos; pero ¿qué pesaría más sobre el Jurado? ¿Las palabras de mi abogado o las pistolas de los hombres de Miles?… Baje de la nube, teniente. Conozco el veredicto con anterioridad.
Culpable. Sí, yo tendría que responder del homicidio de dos personas. Se lo diré a usted ahora y no lo volveré a repetir más porque será un secreto que me llevaré a la tumba.
Hice una pausa, y el teniente no dijo nada.
—Sí, Reywall. Yo he matado a esos hombres y lo hice en legítima defensa. Les saqué ventaja por fracciones de segundo. Habrá podido comprobar que en la pared hay un orificio de bala. Ese plomo estaba destinado a mí y fue disparado entre los dos que yo envié.
El teniente dio unos pasos por la estancia.
—Está bien. Bannion. Siga adelante con lo suyo, pero no me pida que lo defienda.
—No le pido nada.
Se volvió bruscamente.
—Se cree un tipo único, ¿eh?… Lo puede conseguir todo.
—No, Reywall. Jamás me he creído eso.
—Entonces, ¿por qué infiernos no hace las cosas como los demás?
—Quizá sea algo instintivo.
—No le comprendo.
—Se lo dije ya una vez, teniente. No haga que se lo repita.
—¡Oh, sí! Usted aborrece a los que violan la ley, no pueda consentir que los hombres sean explotados por otros… Y por ello hace todo cuanto está en su mano por impedir tales abusos y crímenes.
—Lo comprendió muy bien.
—¿Para qué cree que estamos nosotros?
—Ustedes cumplen una magnífica misión, teniente, pero tienen sus límites.
—¿No los tiene usted?
—Sí, también; pero gozo de un poco más de libertad que usted. Lo acaba de decir hace un rato. Se iba a ganar una reprimenda del Comisionado y también tiene un capitán por encima y muchos principios que respetar.
—Se está sentenciando, Bannion. ¿Acaso carece usted de esos principios?
—Los tengo, pero hay momentos en que los dejo a un lado para defender mí vida o para atrapar a los que creen que la ley es un pingajo que pueden pisotear cuando les parezca.
Caminó hacia la puerta.
—Le repito lo que le dije antes, Bannion. No durará mucho.
—Tendré cuidado, teniente. Rió con desgana.
—¿Cuántas veces cree que he oído eso mismo?… La última vez fue hace tres días. Se trataba de un muchacho a quien se la habían jurado una de esas pandillas de delincuentes juveniles. Recibimos el soplo de que iban a jugársela al chico. Quisimos protegerlo, pero se encogió de hombros y dijo que sabría cuidarse. Al día siguiente lo encontramos degollado en la orilla del río.
—No soy un muchacho, teniente.
—Oh, no, claro que no. ¿Cómo es posible que lo haya olvidado? Usted es Steve Bannion, el detective privado que todo lo soluciona, el que puede enfrentarse con cualquier gang por poderoso que sea. Claro que usted no es un muchacho… Usted es todo un hombre, un tipo único.
—Hasta la vista, teniente.
—Recordaré sus palabras cuando vaya a identificarle en la Morgue.
—¡Cuánta amabilidad, teniente!
Salió cerrando suavemente. Eso es lo que me gustaba más de Reywall. Sus maneras, su educación. Se veía a las claras que era universitario…
Me entretuve otro rato en pensar.
Estaba claro que el teniente tenía razón. Aquella gentuza me la había jurado. Charlie Valance no descansaría hasta verme metido en una caja de pino. De eso podía estar seguro.
Me cansé de estar en el despacho y decidí salir a la calle.
Al llegar a la acera miré por un lado y otro, tratando de descubrir a posibles seguidores. Pero fue en vano. Quizá lo habían dejado para más tarde. ¿O sería que habían encontrado a unos tipos tan buenos que yo no era capaz de identificarlos?
Poco después me introduje en un restaurante donde di cuenta de una buena minuta. Si me llegaba la última hora, al menos que me pillase con el estómago lleno. ¿No es ésa la costumbre cuando ha de darse la última cena a un condenado a muerte?
Bebí café y pegué fuego a un cigarro de a dólar.
Yo tenía mi plan, pero debería esperar un poco para ponerlo en práctica.
Finalmente me dirigí al local de Lina. Necesitaba escuchar una voz amiga y ninguna mejor que la de ella.
Al entrar en el local no la vi detrás del mostrador. Había ya mucho público por la sala.
Rex, el mozo que atendía la barra, hizo una señal indicándome las habitaciones de arriba. Subí la escalera y crucé el corredor hasta la otra parte.
Abrí la puerta y entré en la habitación.
Creí que la sangre se me helaba en las venas. Lina colgaba de una soga.