CAPITULO V

 

Ray Morgan estaba en la comisaría, sentado en su silla.

Norman ya había transportado los cadáveres de los pistoleros a la funeraria.

Debido a que los dos asesinos llevaban poco dinero encima, la oficina del sheriff tenía que encargarse prácticamente de los gastos de entierro.

Norman paseaba de un lado a otro.

—Jefe, he estado hablando con unos y otros y nadie me ha sabido dar razón de esos pistoleros. ¿Por qué querían matarlo?

—No lo sé.

Norman chasqueó los dedos.

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué es lo que tienes?

—Usted debió conocer a los tipos en otra parte.

—No.

—Jefe, lleva cuatro años aquí, pero antes corrió mucho mundo. Usted mismo lo dijo.

—Si yo hubiese conocido a los dos fulanos, los habría recordado.

—Las personas cambian.

—Cinco años no son bastantes para cambiar tanto. No, Norman, si me hubiese tropezado con ellos alguna vez hubiera sabido al instante quiénes eran.

Se abrió la puerta y entró un rubio de unos veinticinco años.

Morgan ya había sacado el revólver.

El rubio, al verse amenazado por el «Colt», gritó:

—¡No dispare, marshal!

—No soy marshal, soy sheriff.

—Pues no dispare, sheriff. Sólo faltaba que me recibiesen aquí con tiros.

—Hoy es el día en que llegan al pueblo todos los desconocidos. ¿Quién es usted?

—Me llamo Tony Kendall y le traigo un mensaje urgente.

—¿Quién me manda el mensaje urgente?

—Yo mismo, y el mensaje dice: «Deténgame y enciérreme, por favor».

—¿Detenerlo?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por lo que quiera.

—Ya sé lo que es usted. Un loco.

—No, jefe, no estoy loco, pero quizá pronto pierda la razón. ¿Por qué pierde el tiempo, hombre? Tiene una celda vacía. Será mi refugio. Tiene que defenderme.

—Tranquilícese, Tony.

—Que se cree usted eso. No puedo tranquilizarme, y usted tampoco lo haría si tuviese detrás a tres brutos que quieren atraparlo.

—Hizo algo malo en otra parte y vienen tres representantes de la ley tras de usted.

—No da una en el clavo, jefe. No me persigue la ley.

—¿Quiénes le persiguen?

—Ya se lo he dicho. Tres brutos.

—¿Por qué?

—¡Quieren casarme, jefe! —gimió Tony—. Quieren imponerme el yugo del matrimonio para toda la vida. Míreme bien, jefe. Soy guapo soy simpático, soy un tipo que enamora a las mujeres. ¿Qué culpa tengo yo de eso?

—No parece muy modesto.

—¿Y para qué sirve la modestia en este mundo, jefe? Para nada. Y si uno es guapo, simpático y enamora a las mujeres, ¿por qué no reconocerlo? Ahora ya lo sabe todo. Deténgame.

—Todavía no me ha dado ninguna razón para detenerlo.

—¿Ah, no?

—No.

—Pues le voy a dar una.

Y diciendo eso, Tony Kendall soltó un terrible derechazo en la mandíbula de Norman, que estaba con la boca abierta desde que llegó el rubio.

El ayudante se desplomó, dio una vuelta de campana y quedó como una rana, sin sentido.

—¡Kendall!

El rubio Tony extendió los brazos con las manos unidas.

—Espóseme y enciérreme. Acabo de atacar a su ayudante y eso está prohibido por la ley.

—No debió hacer eso, Kendall.

—Pero lo hice.

—Se lo perdonaré.

—¿Qué ha dicho?

—Que se lo perdono.

—¡Y un cuerno me lo va a perdonar! ¿Quiere que le pegue a usted también, sheriff?

—Está excitado, Kendall. Y debo tener en cuenta esa circunstancia. Queda libre.

—¡Y un cuerno! ¡No estoy libre!

—Rubio, es la primera vez que me ocurre esto. Que una persona quiere ser encerrada.

—Jefe, es que también soy muy animal.

—Lo sea o no, se va a la calle.

—¿Por qué?

—Porque quiero que le den hule.

—Maldita sea, jefe. ¿Usted sabe cuánto hule me van a soltar? Son tres tipos como tres castillos y traen escopetas de perdigones con sal.

—Creo que es el tratamiento que le hace falta, Kendall. Así mi ayudante quedará en paz con usted.

El rubio hizo como si fuese a llorar.

—Jefe, tenga compasión de mí y enciérreme. No me deje en manos de esos bestias.

—¿Por qué cree que no lo encierro?

—Para que me deslomen.

—Usted dio en el clavo a la primera, rubio.

—¡No puede consentir eso! ¡No debe consentirlo! ¡Soy un honrado ciudadano! ¡La hermana de esos bestias se enamoró de mí! ¡Pero yo no hice nada! ¡Nada! ¡Salvo que le di unos cuantos besos en el pajar de su casa!

—No hace falta que me cuente la historia de su vida. ¡Largo!

—¡No me voy!

—¿Cómo?

—He dicho que no me voy. Aquí estoy pegado a las tablas.

Ray le soltó un derechazo y lo mandó a la otra parte de la oficina dando vueltas por el suelo.

—¿Ve, rubio? Ya no está pegado a las tablas.

Tony Kendall quedó sentado y se puso bizco.

—Que me desmayo —dijo y se desplomó.

Ray cogió el botijo que estaba en la ventana. Fue hacia Kendall y le mandó el agua por el agujero más grande.

Kendall recibió el chorro y se puso a gritar:

—¡Que me ahoga, sheriff! ¡Que me ahoga!

Ray se acercó a Norman y le echó agua del botijo, pero esta vez lo hizo por el agujero pequeño.

Norman despertó.

—¿Dónde estoy, jefe? ¿Dónde estoy?

—Has estado con los angelitos hace un rato.

—Sí, jugaba con ellos al corro.

—Pues ya has vuelto a la oficina.

—¡Demonios, ahora lo recuerdo! ¡El rubio me zumbó!

Kendall estaba chillando.

—¡Sheriff, a esto no hay derecho! ¡Me ha dejado floja la dentadura! ¡Se me caerán tres o cuatro dientes! ¡Estaré mellado!

—Es un favor que te he hecho, rubio. Así no tendrás más complicaciones con las mujeres.

—Dios mío, si tengo agujeros en la boca, ellas se echarán a llorar. Siempre he estado orgulloso de mi dentadura. Todas me lo han dicho: «Tony, qué dientes más finos tienes». «Tony, tienes perlas en las encías». Sí, sheriff, usted me ha hecho polvo.

Se levantó y embistió a Ray como una res.

El sheriff, sorprendido, voló por el aire.

Tony lo siguió y quiso alcanzarle con el puño, pero Ray lo burló con habilidad y Tony estrelló los nudillos contra la pared.

El rubio se puso a saltar a la pata coja.

—¡Socorro, métame en esa celda y llamen al doctor! ¡Me ha partido la mano!

Ray lo atrapó por el cuello de la camisa.

—¡Abre esa celda, Norman!

—A la orden, jefe.

Norman abrió la puerta de la celda. Ray, tras quitarle el cinturón a Tony, le pegó un empujón y lo mandó al interior de la mazmorra.

Norman cerró la puerta.

Tony, en el centro de la celda, dio un suspiro.

—¡Al fin solo!

En aquel momento se oyó una fuerte galopada.

—¡Jefe, son ellos!

—Te metí ahí para entregarte.

—¿Qué ha dicho?

—Te voy a entregar a esos tipos si tienen razón y resulta que su hermana va a ser madre.

—¡No puede ser madre! ¡Quiero decir que yo no puedo ser el padre! ¡Se lo juro por mi tía!

—Deja a toda la familia tranquila.

Norman abrió la puerta antes de que llamasen.

Tres hombres entraron en la comisaría.

Tony los había descrito bien. Eran tres gorilas, grandotes, con muchos pelos en la barba. Y cada uno de ellos manejaba una escopeta.

El que parecía de más edad de los tres vio a Tony y le apuntó con la escopeta.

—¡Ahí lo tenemos! ¡Es nuestro!

—Bajen las armas —dijo Ray.

Los tres hombres se fijaron entonces en el representante de la ley, pero no bajaron la escopeta.

Sheriff, entréguenos a ese hombre.

—Para entregarlo, debo saber de qué se le acusa.

—No es asunto suyo.

—Es asunto mío.

—¿Qué hizo él en este pueblo? ¿Otra mujer?

—Le pegó a mi ayudante y me pegó a mí.

—Entonces, es nuestro.

—¿Por qué?

—Tenemos preferencia.

—¿Son autoridades?

—No.

—Entonces, tendrán que explicarse si quieren que les entregue a Tony Kendall.

Sheriff, no se complique la vida.

—No me la estoy complicando.

—Creo que sí. Usted tiene el revólver en la funda y nosotros la escopeta en la mano.

—Y aquello es un reloj —dijo el sheriff señalando la pared en donde, efectivamente, había un reloj.

Los tres gorilas miraron en la dirección que el sheriff señalaba.

Y entonces Ray Morgan «sacó» con gran velocidad.

—Este «Colt» dispara balas y sus escopetas perdigones de sal. Si no bajan ahora mismo los cañones, puedo dejarlos cojos para toda la vida.

El que había llevado la voz cantante del trío sonrió con ferocidad.

—Es usted listo, sheriff. Bajaremos la escopeta.

Los tres hombres que buscaban a Tony Kendall apuntaron al suelo con el arma.

Ray continuó con el revólver en la mano, dueño de la situación.

—Empecemos por el principio, ¿quiénes son ustedes?

—Me llamo Bill Mac Gregor. Y éstos son mis hermanos Thomas y Jonathan. También tenemos una hermana. Se llama Priscila. Es la que se va a casar con ése —señaló a Kendall.

Tony gritó:

—¡Juro que no la amaré ni la respetaré hasta que la muerte nos separe!

—¡Tú te callas, puerco! —dijo Bill.

—Aquí no hay más puercos que vosotros.

Los tres fueron a levantar las escopetas, pero la voz de Ray se lo impidió.

—¡Quietos!

Los tres hermanos bajaron de nuevo las armas.

Ray preguntó:

—¿Por qué se tiene que casar su hermana Priscila con Tony Kendall, Bill?

—Porque va a ser madre.