CAPITULO PRIMERO

—¡Sheriff, me han robado! ¡Me han robado la cartera!

El sheriff de Alamo Spring, Ray Morgan, de veintisiete años, se levantó de la silla. Era alto, moreno, rostro de facciones viriles.

El hombre que acababa de irrumpir en la oficina era el panadero Barry Burke, un tipo gordito, y que ahora estaba bailoteando, tocándose el bolsillo de la chaqueta.

—¡Barry, mírate bien! Eres un tipo muy distraído. Regístrate el bolsillo trasero del pantalón.

—¡Ya me lo he registrado todo! —no obstante, Burke se palpó el bolsillo trasero del pantalón—. ¿Lo ves? ¡No está! ¡Me robaron la cartera! ¡Y tenía en ella un billete de a cinco pavos!

—¿Por qué llevabas tanto dinero?

—¿Usted me lo pregunta, jefe? Hoy es sábado, mi noche libre.

—Todavía no es de noche.

—Salí un poco antes de casa porque quise pasarlo en grande. ¡Y vaya si lo voy a pasar en grande! ¡Me han hecho un desgraciado!

—Calma, Barry.

—¡Tiene que atrapar al ladrón, sheriff!

—De acuerdo, lo atraparé. Pero tienes que ayudarme. Punto primero: ¿estás seguro de que saliste con la cartera de tu casa?

—Claro.

—¿Has estado en tu casa para comprobarlo?

Sheriff, he estado en mi casa. Estaba seguro de que me había llevado la cartera, de todas formas, fui allí, por si acaso. ¡No tengo ninguna duda! ¡Me la robaron!

—La cartera no está en tu casa. Aceptado. ¿Adónde fuiste cuando saliste de tu casa? ¿Al saloon?

—Eso es lo malo. No fui a ninguna parte.

—Correcto. No fuiste a ninguna parte. Pero te encontraste con alguien.

—Sí, con el herrero. Estuvimos hablando del buen tiempo que nos hacía.

—Ed Marlowe no es un ladrón, quiero decir que no roba carteras, aunque procura cobrar todo lo que puede en su herrería.

—¿Qué dice, sheriff?

—No lo tengas en cuenta. Estaba pensando en voz alta. Ya está desechado el herrero. ¿A quién más te encontraste en el camino?

Barry gimió:

—Ya sé dónde me quitaron la cartera, sheriff.

—¿Dónde?

—Mientras presenciaba el espectáculo.

—Dijiste que no fuiste al saloon.

—Fue el espectáculo que encontré en la calle.

—No sé a qué te refieres. Pero lo supongo. Encontraste a dos tipos que se estaban peleando. Hay ladrones que montan ese truco. Uno de ellos recibió un puñetazo y cayó sobre ti. Naturalmente, trató de agarrarse a tu cuerpo y, mientras tanto, te robó la cartera.

—No, jefe, el espectáculo no fue una pelea.

—¿Por qué no lo dices de una vez?

—Fueron las odaliscas.

—¿Qué cosa?

—Las odaliscas, jefe. Cinco hermosas muchachas que llegaron en un carromato. Se ponen a bailar vestidas como las mujeres de esas historias de Las mil y una noches.

—¿Quieres decir que enseñan la barriguita?

—¿Es que no ha visto el carro?

—No.

—Pues hay un cartel en el que dice: «Vea el espectáculo de su vida: Noches de Arabia».

—¿Dónde está el carro?

—En el callejón del Ahorcado.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí presenciando el número de las odaliscas?

—Como quince minutos.

—¿Había mucha gente?

—El callejón estaba lleno de público. Un tipo pasaba el sombrero. No hay que pagar entrada. Es por donativo.

—¿Y cuánto pagaste tú?

—Diez centavos, lo mismo que casi todo el mundo.

—Y te dieron empujones mientras estabas viendo a esas cinco odaliscas.

—Sí, jefe.

—Porque tú estabas más atento a las barriguitas.

—A eso, y a lo demás.

—¿Por qué no empezaste por ahí? ¡Está claro que te robaron en el callejón!

La puerta de la comisaría se abrió dando paso a un hombre delgaducho. Se detuvo y se quitó el sombrero, al que empezó a darle vueltas con aire tímido.

—¿Qué te pasa, Tim? —rezongó el sheriff.

Tim Holmes trabajaba en el establo.

—Jefe, me han robado.

Ray Morgan cerró los ojos y los volvió a abrir.

—¿La cartera, Tim?

—Yo no llevaba cartera. Me meto el dinero en el bolsillo de la chaqueta. Tenía tres dólares y algunos centavos. Fui a beber un vaso de whisky al saloon y cuando iba a pagar me encontré con que no tenía una cochina moneda. Todas me las habían sacado del bolsillo. Y lo más grande es que no me di cuenta, jefe. ¿Verdad que parece increíble?

Morgan dio un suspiro.

—Tim, ¿estuviste en el callejón del Ahorcado?

—¿Cómo lo sabe?

—Y viste el espectáculo de las cinco odaliscas.

—Llegué cuando estaba terminando el número. Pero valió la pena. Además, sólo di una moneda de cinco centavos y las chicas están sensacionales. Sí, señor, todas muy guapas, sobre todo, la que está al frente.

Ray Morgan se tironeó de una oreja.

—Esperad aquí. Voy a ese callejón.

Ray abrió la puerta de la comisaría y salió al porche. Un hombre tropezó con él. Era David Logan, el alcalde.

Sheriff, ¿qué clase de gentuza hay en esta ciudad?

—Es lo que dicen los contribuyentes cada vez que ustedes, los del Ayuntamiento, hacen una cosa fea.

El alcalde se sonrojó.

Sheriff, me han robado.

—La cartera.

El alcalde hizo un gesto de sorpresa.

—¿Lo sabe usted? ¿La ha recuperado?

—No, alcalde. No he recuperado su cartera. Y le puedo decir hasta el lugar en que le robaron. En el callejón del Ahorcado.

—¿Tiene una bola de cristal?

—No, alcalde, no creo en las bolas de cristal. Pero no ha sido a usted al único que le han robado en el callejón del Ahorcado, mientras contemplaba el espectáculo de las cinco odaliscas. ¿Cuánto llevaba en la cartera?

—Doce dólares.

—Está bien. Entre en mi comisaría y espere. Se encontrará con otros dos perjudicados. Pueden echar mientras tanto, una partida de póquer. Encontrará la baraja en el cajón del archivador.

El alcalde fue a entrar en la comisaría, pero se detuvo.

—Jefe, ¿cómo vamos a jugar al póquer si no tenemos dinero?

—Al fiado, alcalde. Jueguen al fiado. Así podrán jugarse miles de dólares.

Ray Morgan echó a andar con su larga zancada.

Llegó a la esquina del callejón del Ahorcado y se detuvo mirando hacia el fondo.

Un hombre de unos sesenta años estaba en lo alto de un pequeño escenario montado junto a un carromato. Era sencillamente una plataforma colocada sobre barriles. El hombre agitaba una campanilla mientras vociferaba:

—¡Damas y caballeros de este honrado pueblo, dentro de breves minutos van a contemplar ustedes el espectáculo más grandioso que se pueda ofrecer a ojos humanos. Cinco jóvenes árabes; cinco huríes; cinco odaliscas, van a ejecutar para ustedes el baile más prodigioso. Debo advertirles que estas cinco muchachas proceden del harén del emir de Damasco Mustafá, más conocido también como El de Las Mil Esposas, y mis cinco odaliscas fueron sus cinco esposas favoritas. Un servidor tuvo la suerte de encontrarse en Damasco hace dos años, y así pudo ayudar a estas cinco mujeres a escapar de las garras del emir. Yo, Alan Parker, me jugué el tipo, porque han de saber que, aquel que roba una mujer al emir, es condenado a perder la cabeza —hizo un gesto pasándose el dedo por el cuello—. Pero valió la pena. Yo pensé que en mi país, este glorioso país que se llama Estados Unidos de América, tenían derecho a contemplar las maravillosas evoluciones de estas cinco mujeres. Damas y caballeros, mi número me ha sido solicitado por el circo Barnum. Pero yo no quise cederlo. Y no van a pagar ustedes dos dólares, ni un dólar, por contemplar este bello espectáculo. No, señores, cuando esté terminando el baile, un servidor de ustedes, pasará por su lado con este sombrero en la mano, y ustedes depositarán sus monedas en él, las que ustedes crean que vale la pena pagar por haber presenciado el mayor espectáculo del mundo, Gracias, el baile va empezar.

Se retiró hacia el fondo de la plataforma que comunicaba con la parte trasera del carromato y dijo:

—Ya puedes salir, Alí.

Salió un grandullón que casi medía dos metros. Iba vestido al estilo mahometano, con un fez en la cabeza.

Llevaba un instrumento musical en la mano. Una chirimía. Se sentó de cuclillas en un cojín y se puso a tañir su chirimía.

Alan Parker se metió en el carro y salió en seguida tocando una pandereta.

Ray Morgan avanzó por el callejón donde se habían reunido medio centenar de ciudadanos y algunas ciudadanas.

Aparecieron, una tras de otra, cuatro muchachas vestidas como las odaliscas, con pantalones bombachos y una especie de sujetador para los senos. El resto del cuerpo estaba al aire.

Dos se colocaron a la derecha y dos a la izquierda e hicieron una reverencia cuando salió la quinta danzarina.

Todas eran hermosas, pero la que había salido en quinto lugar lo era mucho más.

Ray Morgan se tironeó de una oreja mientras observaba a la estrella del espectáculo.

Era una joven esbelta, morena, de largas piernas, cintura muy estrecha y senos desarrollados. El rostro era bellísimo y lo podía ver bien a pesar del velo, que era muy transparente. Y sus ojos eran grandes, negros.

La musiquilla sonaba a árabe y las cinco odaliscas se pusieron a evolucionar dejando siempre el primer lugar para la joven más hermosa. Ella comenzó a lucir sus encantos, ya que se contoneaba con suavidad, al ritmo que marcaban el llamado Alí con su chirimía y Alan Parker con su pandereta.

En un momento determinado, Alan Parker dijo:

—Observen, damas y caballeros, a la bella Fátima. Qué artista más extraordinaria.

No hacía falta que dijese eso para que el sheriff siguiese las evoluciones de la hermosa joven.

Pasaron tres minutos y entonces Alan Parker dejó la pandereta en el suelo, saltó de la plataforma y, con el sombrero en la mano, empezó a pasar entre los espectadores.

—Caballeros, hagan honor al número. Su donativo.

Empezaron a caer monedas en el interior del sombrero.

—Gracias, señora. Gracias, caballero. Ustedes son muy amables.

Ray se quitó la chapa de sheriff y la metió en el bolsillo.

La danza continuaba arriba y todos estaban pendientes de ella, de modo que el que arrojaba la moneda al sombrero, ni se fijaba siquiera en Alan Parker.

El sheriff continuó en su sitio.

Alan Parker se estaba acercando.

—Gracias por su donativo, señores. Son ustedes muy amables. Ustedes saben reconocer la calidad de un espectáculo.

Fátima estaba en el apogeo de su actuación, ya que las otras cuatro bailarinas, se habían distanciado de ella.

Ray sacó una moneda de a diez centavos y la dejó en el sombrero de Alan Parker.

—Gracias, amigo —oyó al viejo.

El número de las odaliscas acabó con unas bellísimas contorsiones de Fátima.

Todos los espectadores se pusieron a aplaudir y el sheriff también lo hizo.

—¡Bravo, preciosa!

—¡Muy bien, linda!

Esas y otras frases eran pronunciadas por los espectadores.

Ray Morgan se metió la mano en el bolsillo para ponerse la placa. Pero no la encontró. Se la habían robado.