CAPÍTULO X

—Cuéntelos —dijo John a Adams poniendo una gran cartera encima de la mesa del despacho—. Dentro están los sesenta y cinco mil dólares, importe del precio que acordamos.

Se hallaban presentes en el acto, además del comprador y vendedor, Bill Donney y William Keats en calidad de testigos.

El ganadero abrió la cartera y sacó los fajos de billetes haciendo una hilera con ellos. Había seis de la misma altura, equivalente a diez mil dólares, y otro casi imperceptible más pequeño que sumaban cinco mil.

—No es necesario que los cuente uno por uno —declaró—. Basta verlos para darse cuenta de que están los sesenta y cinco. ¿Ha visto usted el rebaño?

—Sí, pero hay un cambio al respecto de su entrega. Supongo que no tendrá inconveniente.

Adams arrugó el entrecejo y preguntó alarmado:

—¿Un cambio? No le comprendo.

—Sus vaqueros acompañaran el rebaño hasta la confluencia del Brazos con el Navasota.

—¿Y eso por qué?

—Modifiqué la ruta. Llevaré las reses al Norte.

Tras una vacilación el ranchero asintió.

—Bien, Keats dará luego las órdenes oportunas.

Maxwell sacó un documento del bolsillo de la chaqueta y lo extendió sobre la mesa, diciendo:

—¿Querrá firmar el contrato?

Adams cogió la escritura y la leyó integra. Luego la firmó con una pluma y entregó ésta a Maxwell para que hiciera lo propio.

Bill Donney se había acercado, a una ventana desde la que observaba el exterior, un jardín que rodeaba la casa, como si la ceremonia que se celebraba le importase lo más mínimo.

—Ahora los testigos —dijo Johnny.

Primero firmó Reats y a continuación Donney.

—Magnífico —exclamó Adams—. Según esto usted es el dueño del ganado y yo del dinero.

En ese instante se oyó un grito emitido por la garganta de Lucinda, la sirvienta negra.

Keats se dirigió rápidamente a la puerta, pero antes de que pudiese tocar el pomo, ésta se abrió dando paso a un cow-boy y a Lucinda. El primero tenía las manos en alto, y Lucinda los ojos empavorecidos. A continuación, penetraron en la estancia dos hombres con el rostro cubierto por un pañuelo. Ambos esgrimían un arma en la mano derecha.

—¿Qué es esto? —preguntó Adams dando un paso atrás.

—Un atraco, amigo —contestó el más alto de los embozados—. Pórtense según mis órdenes y dormirán esta noche en la cama. ¡Todos con las manos arriba y cara a la pared!

—¡Se arrepentirá de esto! —protestó el ganadero.

Los forajidos miraron los paquetes de billetes que había sobre la mesa y el que había hablado antes dijo:

—No está mal el botín. Obedezca, señor Adams, o se buscará usted mismo complicaciones.

Maxwell, Donney, Keats y el cow-boy se habían puesto ya mirando al empapelado con los brazos en alto. Lucinda gemía sin saber si alzar también sus extremidades superiores o desmayarse. Adams optó finalmente por seguir la perentoria orden y se colocó junto al capataz.

El pistolero que no había despegado los labios llevaba una gran bolsa en su diestra. Acercándose a la mesa y empezó a meter en aquélla los paquetes de dinero. Cuando sólo le quedaban por guardar dos la voz del sheriff Hale dijo con fiereza:

—Hay media docena de «Colt» apuntándoles al cuerpo, salteadores. Y por añadidura, la casa está rodeada. ¡Entréguense!

Los forajidos dieron un salto, pero al volverse y ver los seis cañones que gravitaban en otras tantas manos, tuvieron la suficiente serenidad para no apretar el gatillo.

Joe Hale avanzó con un hombre a cada lado. En unos instantes los prisioneros fueron desarmados y el propio sheriff les arrancó el pañuelo de la cara. Al primero no lo conocía, pero al ver el rostro del otro, el que había soltado el saco del dinero al ser interrumpido en su trabajo, dijo:

—Peter Snike… Hace tiempo que no te veía. Antes te contentabas con robar la caja de tu patrón…

—¡No es cierto! —gritó Snike—. ¡No fui yo!

—Y por eso huiste.

—Me hubieran condenado sin escuchar mis razones.

—Todos decís lo mismo. Sois inocentes. Apuesto a que ahora también asegurarás que tú no has estado aquí, en esta habitación, intentando largarte con sesenta y cinco mil dólares…

Adams cogió la bolsa y la vació sobre la mesa. Entonces miró a Hale diciéndole:

—Será mejor que corte el diálogo y complete su trabajo.

Johnny y Bill presenciaban la escena sin un parpadeo.

El sheriff tosió dirigiéndose a ellos.

—Ustedes quedan igualmente detenidos.

Donney torció el gesto.

—Repítalo. Soy duro de oído.

—Quiero decir que tendrán que responder de esto.

—¿Esto? —interrogó ahora Johnny—. Explíquese, sheriff.

—Es sencillo. Usted, señor Gilbert, es el jefe de estos salteadores, como lo es de la pandilla de cuatreros que ha asolado nuestra comarca…

—¿Está en su sano juicio, sheriff? —repuso Maxwell.

—Me encuentro mejor de lo que usted se figura, Gilbert. Se presentó en Hempstead simulando ser un hombre de negocios. Eso corrió a cargo de su secretario.

—¡Le haré tragar sus palabras, Joe Hale! —chilló Bill ofendido.

—Déjalo —le atajó Johnny—. Es preferible que oigamos todos sus cargos. ¿Qué más, sheriff?

—Se rodeó de una aureola de generosidad, engañándonos a todos con el proyecto del hospital.

—Jamás he pensado en tal fraude. Pero puede continuar. Dígame, ¿de dónde se ha sacado esa historia de cuatreros y salteadores?

Adams intervino con voz irritada:

—Le contestaré yo a esa pregunta. Fui informado a tiempo de sus propósitos. Sabía que trataría de apoderarse del importe del rebaño, valiéndose de sus secuaces. Por ello avisé al sheriff y juntos preparamos esta trampa.

—Ninguno de ustedes podrá probar nada de lo que dicen —contestó Maxwell.

—Eso es lo que usted cree —le retrucó el ganadero—. Aún en el supuesto de que estos ladrones del tres al cuarto no quieran identificarle, tenemos un testigo que echará por tierra todos sus planes.

—¿Qué testigo?

—Adams titubeó unos segundos.

—Lo conocerá en el momento preciso.

Hale había hecho una señal a uno de sus hombres, quien se colocó detrás de Johnny y lo desarmó, haciendo lo mismo después con Donney.

—Vamos —dijo Hale a los cuatro detenidos—. Pasen delante de nosotros.

—Se olvida de algo, sheriff —sugirió John— ese dinero que hay en la mesa es mío.

Adams soltó una risita y repuso:

—Lo billetes me pertenecen. Es producto de sus robos de ganado.

—¡Primero tendrá que probarlo! —exclamó el joven iracundo.

—Supongamos que me equivoque a ese respecto. Los sesenta y cinco mil dólares son también míos por la sencilla razón de que constituye el precio de la operación realizada hace unos instantes. ¿Olvida, acaso, la escritura que firmamos? ¡El ganado es lo que le pertenece! ¡Cójalo si puede!

Maxwell sintió que la rabia le corroía el pecho. Su enemigo había vuelto contra él las armas que había pensado arrancarle lo que le robó con tan malas artes a su padre.

Él sheriff le indicó que siguiese a los prisioneros que ya habían salido de la habitación, y obedeció en silencio.

Horas más tarde, John y Bill tomaban posesión de una celda no muy espaciosa en la cárcel de Hempstead. Los otros dos detenidos ocuparon una celda contigua.

Apenas quedaron solos, Bill se sentó en uno de los jergones lamentándose:

—Ya me figuraba que el asunto no podría salir como nosotros nos figurábamos.

Johnny empezó a pasear por el estrecho recinto pasándose la mano por la cabeza.

—Me he portado como un estúpido; eso ha sido todo. El desafío de Gordon Corday significaba que Adams estaba al corriente de mi personalidad.

—¿Quieres decir que lo mandó para que te matase?

—Así fue. ¡Y yo, torpe de mí, no supe ver más allá de mis narices!

—¡Pero eso es absurdo! ¿Cómo lo iba a saber?

—Confié en alguien y le conté mi historia.

Bill se puso de pie de un salto.

—¿Eso hiciste? ¿En quién confiaste?

—En una mujer.

Donney lanzó un gemido dejándose caer de nuevo en el camastro.

—Una mujer —murmuró—. ¿Cómo se te pudo ocurrir semejante cosa?

—Es agua pasada y no me gusta lamentarme.

—Lo peor es que lo vas a lamentar mientras vivas. No debías haber licenciado a los muchachos que nos ayudaron en lo del ganado. Ahora quizá hubiesen podido liberarnos.

—Me alegro de haberles pagado y dejado marchar. Hubiesen terminado por caer también. Lo que más siento es que por mi culpa hayan cogido a Snike y a Gardiner.

—Bueno, esto se acabó. No escaparemos de la horca. Es la pena que se impone a los cuatreros. Si al menos no pudiesen probar que fuimos nosotros…

Johnny no escuchaba a su amigo. Algo había aparecido en su mente que lo tenía perplejo.

—¡Claro! —exclamó chasqueando los dedos.

—Lo que está claro es que bailaremos de la rama de una encina.

—Me refería a Adams. Siguió llamándome Gilbert.

—¿Y qué tiene de particular?

—Él sabe que soy hijo de Jeff Maxwell, pero no ha hecho participe al sheriff de su secreto.

—¿Con qué objeto?

—Para que seamos juzgados única y exclusivamente como cuatreros.

—¡Qué emocionante! ¿Y eso es lo que te alegra?

Johnny dio un suspiro decepcionado.

—Tienes razón, Bill. Sigo sin encontrar un punto de apoyo. Me identificación no variará el veredicto.

A la celda llegaron voces destempladas de una mujer discutiendo con el ayudante del sheriff, que se había quedado guardando los presos.

—¡Quiero ver a ese farsante! —decía ella—. ¡Decir que iba a construir un hospital!

—Lo siento, pero no puedo dejarla pasar —contestó el carcelero.

—¿Quién lo va a impedir? ¡He de escupirle en la cara! ¡Ha de oírme unas cuantas cosas!

Los dos amigos se pegaron a los barrotes de la puerta.

—¿Quién es ésa? —inquirió Bill—. ¿Una loca que se ha escapado del manicomio?

—Jean Ritter, la mujer en quien confié —contestó John.

—¿Qué? —exclamó Donney estupefacto—. ¿Y todavía quiere escupirte?