CAPÍTULO VI
Era Jean Ritter quien se hallaba a unas cinco yardas de él con el revólver todavía humeante. En su rostro se dibujaba una mueca de sarcasmo.
—Conque usted es el gran financiero, ¿eh, señor Gilbert? ¡El hombre generoso que va a regalarnos un hospital…!
Johnny esbozó una sonrisa.
—Creí que el carbón impediría que fuese reconocido.
—Las caras no cambian, aunque estén manchadas señor Gilbert. Es el alma la que tiene usted tiznada.
—Me subestima usted, señorita Ritter.
—No soy ninguna señorita, cuatrero.
Maxwell la observó. Tenía los dientes apretados como si acabase de recibir una ofensa. Estaba hermosa con aquel gesto de rabia, las piernas abiertas en compás, la indumentaria varonil y el sombrero ligeramente ladeado, la cinta bajo la barbilla.
—¿Me ha espiado, Jean?
—La indómita arqueó las cejas.
—¿Yo espiarle a usted? ¿Se cree tan importante? Hizo un mohín despectivo y explicó. —Estaba recogiendo hierbajos que sólo crecen por estos montes. Mi tío lo necesita para su asma. Vi todo lo que ocurrió. Fue usted muy listo. Primero mandó a unos cuantos de sus hombres que se atrajeran a los pocos cow-boys y luego se dejó caer con su pandilla sobre los pocos que habían quedado guardando el rebaño…
—Lo que vio usted correr detrás de mis hombres, no eran cow-boys, sino pistoleros. Quizá haya oído hablar de Brandon Corday y es posible que sepa que él tiene el alma más tiznada que la mía.
—Dudo que Corday ande por ahí, pero, aunque así fuese, no apostaría un centavo sobre la diferencia que pueda existir entre usted y él.
Hubo una pausa. Johnny movió la cabeza y dijo:
—Está bien. ¿Qué piensa hacer?
—¿Y lo pregunta? Para ser un bandido es usted bastante ingenuo. ¡Póngase de espaldas y levante las manos! ¡Y hágalo rápido, antes de que me ponga nerviosa!
Johnny obedeció y la joven se acercó a él y lo desarmó, arrojando las pistolas a unas yardas de donde se encontraban.
—Ahora —prosiguió Jean—. Suba en la silla y cabalgará delante mí.
—¿Piensa entregarme en Hempstead? —inquirió él sin volverse.
—¡Que clarividente se muestra ahora, señor Gilbert! Es exactamente lo que he pensado hacer.
—Y hasta puedo decirle el motivo de su proceder. Es la recompensa que ofrece Adams lo que persigue.
—¡Si vuelve a soltar otra como ésa, le prometo que se la gana! Ni siquiera sé que hay una recompensa. Hago esto porque me sublevan los que pretenden hacerse ricos a costa del trabajo de los demás.
—¿Y si estuviera equivocada?
—Eso lo decidirá el juez. Pierde el tiempo si cree que me va a enternecer con un cuento de nueve hermanos y una madre enferma para los que usted tiene que robar.
—No es ésa exactamente la historia.
—¡Suba al caballo! Hemos de llegar a Hempstead antes de que sea de noche. Por nada del mundo me quisiera ver con usted sin la luz del sol.
—Soy un sujeto peligroso, ¿verdad?
—A los hechos me remito. No parece usted un angelito que digamos. ¡Vamos, suba!
Johnny dio media vuelta y se encaminó hacia su montura. Pasó de lado junto a la joven y de pronto bajó el brazo derecho y asestó un golpe en la mano armada.
Sonó un disparo y el proyectil se perdió entre los pinos.
Johnny cogió la muñeca femenina y la retorció. Jean lanzó un aullido y dejó caer el «Colt». Pero inmediatamente empezó a pegar a su rival. Lo hacía con las manos con los pies y hasta pretendía morderle en un formidable arrebato de furia.
Maxwell, para librarse de aquel torbellino, la sujetó fuertemente, por la espalda, pero los movimientos de ella hicieron perder el equilibrio y ambos rodaron por el suelo.
La muchacha se debatía como una fiera. Tan pronto estaba encima de John como era éste el que la atenazaba contra la suave alfombra formada por las agujas de los pinos.
—¡Sucio cuatrero! —gritaba Jean—. ¡Me las vas a pagar!
John logró cogerla de los hombros, pero entonces la joven dio un salto apoyándose en los pies y aquél salió lanzado de cabeza.
Jean se levantó en un segundo y echó a correr hacia donde caído su revólver, pero antes de que pudiera alcanzarlo, Maxwell la atenazó de un tobillo y tiró de ella.
La muchacha soltó otro grito al sentirse atraída al suelo.
Volvieron a abrazarse y ahora ella intentó valerse de sus uñas, jadeando, chillando, insultando.
John respiraba también entrecortadamente, Jamás podía haber supuesto que aquel grácil cuerpo fuese capaz de poseer tal flexibilidad, para escapar una y otra vez de entre sus manos.
No quería hacerle daño y ello era lo que alargaba aquella lucha en que la hembra no concedía cuartel.
Al fin, aunando sus esfuerzos y su habilidad, pudo inmovilizarla, contra el suelo sujetándola férreamente de los brazos, al propio tiempo que le impedía cualquier movimiento peligroso de sus extremidades inferiores con una pierna puesta encima de ellas.
—¿Quiere dejar de hacer chiquilladas, Jean? —dijo resoplando.
—¿Chiquilladas? ¡Ya le daré, cuatrero tramposo! ¡Fullero ladrón de vacas!
—¿Y si hiciésemos las paces?
—¿Yo con usted? ¡Tengo que meterle antes una onza de plomo en el cuerpo! Entonces haré la paz… ¡con su cadáver!
—Es bastante mal educada.
—¿Y lo dice usted? ¿Dónde se educó? ¿En la universidad de Harward?
—¿Sabe también de eso?
—¡Me está haciendo daño, cuatrero! ¿Es que se ha olvidado de que está encima de mí?
—La creí de acero. Por lo visto es de carne y hueso como las demás.
Johnny la dejó libre y se puso en pie, sacudiéndose los pantalones.
Ella, que en la lucha había perdido el sombrero, se quedó sentada soplando sobre un mechón de cabello que le había caído delante de un ojo.
Maxwell cogió el revólver de la joven y ésta frunció el ceño.
—No quiere testigos de sus fechorías y me va a liquidar, ¿eh? ¡Además de cuatrero, asesino!
John la miró a la joven durante un rato en actitud grave y finalmente, le arrojó el revólver a los pies.
Ella, instintivamente, echó mano al arma, pero se quedó observando la cara del hombre que tenía enfrente, por una de cuyas mejillas corría un hilillo de sangre procedente de un arañazo.
—¿Por qué hace esto, señor Gilbert?
—Quizá para que se el gustazo de meterme esa onza de plomo de que habló antes.
—Se cree un tipo con agallas, ¿eh?
—Es usted bastante terca, Jean. Empezó por confundirme el primer día de que nos conocimos.
—¿Sí? ¿Y que qué es usted? ¿El inminente financiero que hace obras de caridad o el enmascarado que se dedica a robar ganado?
—Es posible que no sea ni uno ni otro.
Jean se incorporó, enfundando en «Colt».
—Bueno —dijo moviendo la cabeza— después de todo, me gustaría conocer esa historia.
—Al punto que han llegado nuestras relaciones será mejor que se la cuente.
—Soy toda oídos, señor Gilbert.
—Hace mucho tiempo James Adams tuvo un socio llamado Jeff Maxwell. A cada uno de ellos le correspondía la mitad del Cinco Robles. Lucharon por convertirlo en el rancho más floreciente de la región. Cuando ya lo habían conseguido, se enamoraron de la misma mujer: Doris Hart. Ésta prefirió a Maxwell y se casaron. Entonces, Adams decidió hacerles la vida imposible. Su socio, para resolver la situación le propuso que le comprase su parte en el rancho. Adamas aceptó. Realizada la venta, el matrimonio se marchó de país dirigiéndose a Dallas para comprar otro rancho. Cuando encontraron uno a su gusto lo adquirieron, pero entonces Maxwell fue detenido bajo acusación de pagar con dinero falso.
—¿El dinero con el que Adamas le había comprado la mitad del Cinco Robles?
—Exactamente.
—Pero Maxwell podía probar el origen de los billetes.
—Maxwell estaba en la cárcel y su esposa cayó enferma de gravedad. De todas formas, él hizo una declaración en regla y las autoridades, que ya debían estar en su contra, la comprobaron. Pero entonces, Adams se inventó algo bonito. Dijo que Maxwell había sido su capataz y que se había largado con un montón de dinero.
—Pero ¿y el título de la propiedad?
—En aquellos tiempos la mayoría de las propiedades no la tenían. El título estaba representando por unas cuantas señales en la pradera. La sociedad entre Adams y Maxwell no pudo evitar una condena. Se pasó tres años en la cárcel.
—¿Y su esposa?
—Trabajó para poder subsistir. Al fin salió Maxwell en libertad y su primera idea fue ir en busca de Adams. Doris Hart le acompañó, y al llegar a Hempstead hizo que su marido dejase las armas en el hotel, Adams recibió a su socio diciéndole que no le debía nada. Maxwell regresó a la ciudad en busca de los revólveres, pero entonces su mujer le anunció que iba a tener un hijo, logrando que renunciase a la venganza. Cuando salían de Hempstead, Adams, que lo esperaba en la calle, le desafió, pero Doris intervino nuevamente para evitar el duelo.
Johnny guardó silencio después de las últimas palabras.
La muchacha le observaba atentamente.
—Y usted es aquel hijo que anunció Doris a Jeff Maxwell.
—Sí, John Maxwell. Mi madre murió siendo yo un niño, y Jeff falleció hace unos meses. Él no me dijo nada hasta momentos antes de morir.
—Es una historia bien triste. Pero ¿no le parece que lleva muy lejos su venganza?
—No pretendo vengarme, sino llevarme lo que me pertenece.
—Utiliza unos medios un poco raros.
—Son los únicos que están a mi alcancen. ¿Qué podía hacer? La ley protege a Adams. ¿Interponer una demanda reivindicando la mitad del Cinco Robles? ¿En qué iba a apoyarla? El juez me hubiera dicho que, de la misma forma, habría podido pedir todo el Estado de Kansas.
—¿Hasta cuándo va a seguir llevándose el ganado de Adams?
—Éste ha sido el último robo, si es que le gusta la expresión.
—¿Ya ha liquidado la vieja deuda?
—Falta más de la mitad.
—Entonces no lo entiendo: ¿Acaso tiene miedo de Corday y sus pistoleros?
—Eso no me inquieta. Lo único que pasa es que voy a dar el último golpe de otra forma. Le compraré, varias miles de reses a Adams, con dinero contante y sonante, y luego me quedaré con el ganado y los billetes. Será fácil. Cuando yo haga pagado, surgirán unos cuantos bandidos se llevarán el dinero. Legalmente no podrá hacer nada porque con anterioridad le habré hecho firmar un documento de transferencia.
—He de confesar que su plan es bueno. ¿Y después?
—¿A qué se refiere?
—Ya tiene la parte que le hubiese correspondido al morir su padre. ¿Qué hará?
—Me marcharé naturalmente.
—¿Sin matarlo?
—No me faltan ganas. Pero Doris no quiso que lo matase mi padre, y yo quiero respetar su voluntad.
Hubo otro silencio entre los dos jóvenes.
—¿Y usted, Jean? —inquirió de pronto él.
—¿Qué?
—¿Qué va a hacer?
La muchacha se encogió de hombros dubitativa.
—Es cosa de mi tío —declaró.
—Sé que no buscaba usted esas hierbas para su asma, sino algún material raro para los objetos que hace y luego vende.
Jane irguió la barbilla hacia delante.
—¿Quién le dio el soplo? ¡Le voy a…!
—Eso no importa —sonrió Maxwell.
—¿No?… En esta comarca hay demasiados tipos que creen con derecho a criticar a los demás.
—Quien me lo dijo no la criticó a usted.
—Pero pondría de vuelta a media a mi tío.
—¿Por qué no trabaja él? ¿Es que está impedido?
—Será mejor que me deje en paz, señor Maxwell.
—Supongo que no me llamará por mi verdadero nombre delante de gente, y que lo que le he contado quedará entre nosotros…
—Descuide, señor Gilbert. Y le deseo suerte en su último golpe. —La joven giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.
—¡Eh, señorita Ritter! Se olvida su sombrero.
La joven se detuvo y retrocedió. Ya él había cogido el sombrero y se lo alargaba.
—Gracias —dijo cuándo lo tuvo en sus manos, y se marchó definitivamente.