CAPITULO X
Morley salió a la calle con el revólver en la mano. Sandra lo alcanzó en el porche.
—No hagas eso, Barry.
—Tengo que hacerlo. El marshal rompió la tregua.
—No estará solo.
—Ya sé que lo acompañará su ayudante.
—Y otros hombres.
—Tú sólo viste entrar a dos.
—Pero se habrá asegurado. El marshal tiene muchos tipos para elegir.
—Me enteraré en seguida.
Sandra trató de detenerlo cogiéndolo del brazo, pero él dio un tirón y se desasió.
—Vuelve a tu granja.
—No puedo.
Barry se encogió de hombros y continuó andando por la acera de tablones.
No había nadie en la calle, sino Barry y Sandra.
El tiroteo del saloon había aconsejado a los ciudadanos buscar refugio.
Se detuvo cerca de la comisaría.
—¡Marshal!
No le contestó nadie.
—Sé que está ahí, marshal. Es usted un canalla y no puede consentir que yo le diga eso en su propio pueblo... ¡Salga!
Tampoco obtuvo respuesta.
Barry miró hacia sus espaldas y vio a Sandra en la acera, en el mismo lugar en donde él la había dejado. La joven tenía las manos sobre el estómago y su rostro estaba crispado por el miedo.
Barry dejó de mirarla y otra vez clavó sus ojos en la ventana de la comisaría, cuyos cristales estaban rotos.
—¡Robinson!... ¡Maldito hijo de perra! Usted es el amo de Laketon. No puede consentir que un forastero lo trate como yo lo estoy tratando. Recuerde que es el tipo más grande de Laketon. Tiene que darme una lección. ¡Mandarme al cementerio!
Dos tipos salieron de un callejón disparando.
Barry saltó de la acera al polvo de la calle, burlando las balas que le mandaban.
Entre vuelta y vuelta, disparó sobre sus enemigos.
Éstos reían como locos porque creían haber sorprendido a Barry y se habían quedado quietos mientras disparaban. Así les sorprendió la muerte. La cara de uno de ellos pareció deshacerse en pedazos cuando recibió en el centro la bala. El otro fue atrapado en la garganta. Dio la impresión, por un momento, que sus ojos iban a saltar de las órbitas. Abrió mucho la boca y llegó hasta mostrar la campanilla y luego por aquel túnel le salió un gran chorro de sangre.
Los dos cayeron como fardos.
Barry permaneció unos instantes en el suelo y luego se levantó.
—¡Marshal, también fallaron sus nuevos verdugos! ¡Es un maldito tramposo pero no le valió de nada!
Sandra gritó:
—¡Cuidado, Barry, en el tejado!
Barry se dejó caer de rodillas.
Desde lo alto de una casa, un hombre disparó un rifle que manejaba, pero, gracias a Sandra, la bala se enterró a los pies de Barry y luego éste apretó una vez más el gatillo.
El tipo que estaba en el tejado pegó un salto, y faltó poco para que se colase por la chimenea que tenía cerca. Pero golpeó con el borde y se venció sobre el tejado. De allí rodó hasta el borde y luego cayó al vacío estrellándose en el suelo.
Barry miró a la joven y dijo mientras reponía la munición:
—Gracias, muchacha.
—Déjalo ya.
—No puedo dejar lo que empecé.
Sandra corrió hacia él.
—Quédate ahí, Sandra.
Pero ella no le hizo ningún caso.
Barry cogió a la joven del brazo y la empujó hacia la entrada de una casa.
—¿Es que te has vuelto loca?
—Sólo quiero convencerte para que no hagas lo que piensas hacer.
—¿Y qué es lo que voy a hacer?
—Vas a asaltar la comisaría.
—El marshal no me ha dejado otra opción.
—Te están esperando allí dentro para matarte.
—Tengo unos cuantos trucos.
—No te valdrán de nada. Te freirán apenas entres.
Barry quedó en suspenso mirando la cara de Sandra.
—¿Te he dicho que tienes los ojos muy negros?
—No, de eso no hablaste hasta ahora.
—Pues los tienes. Tu nariz es preciosa y tus labios...
—¿Qué les pasa a mis labios?
—Son adorables.
Barry la besó en la boca y al separarse le pegó un puñetazo en el mentón.
—Perdona, nena.
La joven perdió el conocimiento. La sostuvo para que no cayese, la dejó en el umbral, y luego se levantó encaminándose a la comisaría.
No, esta vez no iba a gritar. Se acercó a la puerta y se puso en cuclillas. Alargó la mano hacia el tirador. Lo hizo girar poco a poco y empujó la puerta con violencia.
En el interior de la oficina pareció estallar un volcán.
Las balas rugieron al cruzar el hueco pero se perdieron en la calle.
Barry estaba aplastado contra los tablones del porche, revólver en mano, a la espera.
Al fin cesó el fuego en el interior.
Oyó la voz susurrante de Kirk.
—Lo hemos liquidado.
—No es seguro.
La segunda voz no pertenecía al marshal.
—Te digo que está muerto, Sam.
—Muy bien. Vete a comprobarlo, Kirk.
—Y un cuerno. Yo soy el ayudante del marshal y el que da las órdenes. Irás tú, Sam.
—De acuerdo.
Barry oyó pasos.
Apareció un tipo grandote con un rifle en la mano. Se quedó sorprendido al ver allí a Barry, a sus pies mirándolo. Movió el rifle pero lo hizo demasiado tarde para él.
Barry hizo fuego.
Sam fue enganchado por dos balas que lo hicieron saltar como un muñeco y caer en el hueco de la comisaría.
Barry no esperó. Se arrojó de cabeza por encima del cuerpo de Sam.
El ayudante Kirk rió como un loco.
Estaba manejando el revólver con su mano sana y disparaba una y otra vez.
—¡Yo acabaré contigo!... ¡Yo acabaré contigo, forastero!
Barry dejó de dar vueltas y disparó.
La bala le entró de plano a Kirk. Cayó sobre la mesa y de allí resbaló al suelo como un cuerpo que se hubiese llenado de agua.
Barry esperó unos instantes.
—¡Marshal!
Se levantó. Allí no había ninguna persona viva. Sin embargo, fue a la cocina y luego al patio.
Entonces estuvo seguro de que el marshal se había largado de la comisaría.
Volvió a la calle principal. Sandra estaba volviendo en sí.
—Barry, ¿dónde estás?
—Aquí, a tu lado. El marshal huyó. Tuve que matar a otro par de tipos, entre ellos al ayudante.
—¡Venciste, Barry!
—Olvídalo. El marshal estará en las minas.
—Oh, no.
—Está claro. Aquéllas minas deben ser para él como un fuerte para el ejército.
—Tienes razón.
—Asaltaré ese fuerte.
—¿Es que te has vuelto loco?
—No, no lo estoy.
—Entonces deja de pensar en eso.
—Mi amigo Clyde está allí y yo soy el culpable de que lo cogiesen. Le dije que me esperase en Laketon. Sacaré a Clyde de ese infierno.
—Barry, tú me quieres.
—Sí.
—Casémonos.
—No, Sandra.
—Pero has dicho que me quieres.
—Sí, pero los pillos no se casan.
—Tú no eres un pillo.
—Lo soy. Siempre me han gustado todas. Naturalmente, las bonitas, las hermosas. No soy un hombre que pueda dedicarse a una sola mujer. No sabría serle fiel. Por eso soy un pillo, Sandra. A veces me he citado con tres mujeres diferentes en la misma tarde y he tenido que darme mucha prisa para ir de una a otra.
Sandra estaba asombrada ante aquella declaración.
—¿Ése eres tú?
—Sí, Sandra. Ni más ni menos.
La joven se puso en pie. Estaba furiosa.
—El hombre que se haya de casar conmigo no lo compartiré con otra mujer. ¿Lo oyes, Barry? Sigue haciendo el pillo pero no cuentes conmigo.
Echó a andar por la acera, pero se detuvo y dijo:
—¡Y ahora es cuando me voy a la granja!