CAPITULO IV

El marshal de Laketon, James Robinson era muy alto, las facciones caballunas, el hocico saliente. Tenía el cabello blanco por las sienes. Estaba por los cuarenta y cinco años.

Hacía un solitario sobre la mesa cuando su ayudante, Kirk Wilder, entró en la oficina.

—Jefe, va a tener un festejo.

—¿Ah, sí?—dijo Robinson sin mirarlo.

Kirk Wilder era rechoncho, y su vestimenta dejaba bastante que desear.

—Se trata de un forastero, jefe. Acaba de llegar.

—¿Y dónde se metió?

—En el saloon de Manners.

Robinson dio un suspiro y dejó caer los naipes sobre la mesa.

—No me salió el solitario, Kirk. Tendré que divertirme con otra cosa que no sean los naipes.

Kirk lo comprendió y se echó a reír. Fue una risa estridente, nerviosa, mientras movía las manos sobre el estómago.

El marshal Robinson se puso en pie. Cogió el sombrero de la percha.

—Vamos, Kirk.

—Sí, jefe, no me lo perdería por nada del mundo. Ya sabe que me gustan esas escenas entre usted y los forasteros.

El sol pegaba fuerte y la calle estaba casi desierta.

El marshal y su ayudante entraron en el saloon de Manners.

Se detuvieron en el umbral acostumbrando sus ojos a la penumbra.

Robinson descubrió al forastero en el mostrador, en compañía de una girl llamada Mary.

La girl vio al marshal y dijo:

—Perdona, Clyde, tengo que hacer.

—Eh, muchacha, ¿por qué te vas?

—No puedo explicártelo —dijo Mary y echó a correr desapareciendo por una puerta.

Clyde se quedó perplejo.

El marshal todavía no se había movido, pero ahora lo hizo lentamente.

Su ayudante Kirk se apoyó en la pared, cerca de la puerta y cruzó los brazos.

Clyde se dirigió al del mostrador.

—Eh, muchacho, ¿por qué se marchó la chica?

El hombre se mojó los labios con la lengua.

—Ahora lo sabrá.

—¿Ahora?

Clyde vio la dirección de los ojos del barman y se volvió, descubriendo al hombre con estrella que se acercaba.

—Hola, marshal.

James Robinson se detuvo al lado de Clyde pero no le contestó.

El barman, como si ya estuviese acostumbrado, puso un vaso delante del representante de la ley y lo llenó de whisky.

Robinson se quedó mirando el whisky, y en esa posición dijo:

—Su nombre, forastero.

—Clyde Stuart.

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Estoy esperando a un amigo.

—No puede esperarlo y con eso quiero decirle que se va a largar de Laketon.

—Jefe, hice un largo viaje. Estoy cansado. Quisiera pasar aquí la noche.

—No puede ser.

—Oiga, no he cometido ningún delito.

—Ya lo ha cometido.

—No, marshal, está equivocado —Clyde forzó una sonrisa—. No hice absolutamente nada.

—Corrí jame si me equivoco, Stuart. ¿No está bebiendo whisky?

—No le comprendo.

—Tengo prohibido que los forasteros beban whisky.

—No lo sabía.

—El delito se comete aunque uno ignore la ley. Usted debería saberlo.

—Oiga, marshal, no comprendo adónde quiere ir a parar. Sólo entré aquí, bebí un vaso de whisky y pagué ya los veinticinco centavos. Pregúnteselo al barman si tiene alguna duda.

—Queda detenido.

—¿Quiere decir que me detiene por beber whisky?

—Eres muy inteligente, forastero —lo tuteó Robinson.

—No está hablando en serio.

Robinson le soltó una bofetada.

Clyde se tambaleó.

El marshal movió la mano hacia el revólver por si Clyde intentaba sacar.

Pero el rubio estaba demasiado asombrado para intentar algo.

Marshal, eso no estuvo bien.

—Vas a venir conmigo a la celda.

—No puede encerrarme.

—Te ganaste un día de cárcel pero ahora, por resistencia a la autoridad, te has ganado dos.

—¿Dos días de cárcel por beber un vaso de whisky?

—Y por oponerte a que cumpla con mi deber.

—No me acuse, marshal. Usted fue el que me pegó.

—Echa a andar.

—No puede hacerme esto, marshal.

—Ya te has ganado tres días de cárcel.

Clyde fue a protestar pero guardó silencio porque la pena impuesta por el marshal seguiría aumentando.

Sólo podía hacer una cosa. Huir.

—Está bien, marshal. Me conformo.

El marshal sonrió.

—Eso está mejor, forastero.

Clyde dio la vuelta como si fuese a marcharse pero se revolvió como una centella descargando un puñetazo en la cara del marshal. Luego echó a correr.

Kirk, el ayudante, sacó el revólver.

—Te voy a matar, forastero.

Clyde frenó su carrera. No había visto al ayudante, el cual le sonreía con ferocidad, apuntándole con un revólver. Tenía arqueado el dedo en el gatillo, listo para disparar.

—¡No lo mates! —gritó el marshal mientras se levantaba del suelo.

Escupió un salivazo rojizo y se tocó la boca.

—Me has partido el labio, forastero.

Tenía los ojos entornados, convertidos en rendijas que chispeaban.

—Fue culpa de usted, marshal —contestó Clyde.

—¿Mía?... Anda, dime que yo puse la boca y tú pusiste el puño.

—No debió detenerme.

—Bravo, Clyde. Así me gustan que sean los forasteros.

—Deje que me marche.

—¿Qué otra cosa se te ocurre? ¿Quizá que te invite a un vaso de whisky antes de largarte?

—No bebería aquí más whisky ni gratis. Sólo quiero marcharme. Me largaré en mi caballo y me olvidaré que existe Laketon en el mapa.

—Demasiado tarde.

—¿Por qué dice eso? No me dio ninguna oportunidad. Me detuvo nada más verme.

—Quítale el revólver, Kirk.

—Por última vez, marshal. No hice nada.

—Me pegaste.

—Sólo lo hice por defenderme de una injusticia.

Kirk fue por detrás de Clyde y le quitó el revólver.

—A la cárcel, Stuart —ordenó Robinson.

—No lo haga, jefe, no lo haga.

El marshal avanzó sobre Clyde y al llegar a su lado le pegó un puñetazo en el estómago.

Clyde se dobló con un aullido.

Entonces Robinson le soltó un rodillazo en la cara.

Clyde cayó sobre los cuartos traseros mientras su nariz estallaba en sangre.

—Eso sólo es el principio. Levántate.

Clyde no se podía levantar porque trataba de cortar la hemorragia con ayuda de un pañuelo.

Robinson le pegó un puntapié en los riñones.

Clyde se puso en pie tambaleándose.

—A la cárcel.

Stuart se dirigió hacia la puerta.

Kirk soltó una risita.

—Eh, jefe, se ha vuelto obediente.

Lo llevaron a la comisaría y Kirk introdujo a Clyde en la celda con un fuerte empujón.

—Kirk, regístralo a ver si tiene dinero. Pero ten cuidado.

Clyde se había dejado caer en un camastro.

Se dejó registrar y Kirk le sacó tres dólares.

—Tres cochinos pavos, jefe.

—Muy poco.

—Yo no sé por qué la gente va por el mundo con esta miseria.

Kirk salió y cerró la celda de un portazo.

Dejó los tres dólares sobre la mesa.

Robinson se estaba mirando en un espejo la herida del labio.

—Tienes buenos puños, Clyde, pero yo te voy a quitar las ganas de pelear. Cuando salgas de aquí no podrás pegarle ni a un anciano.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que oyes. Que te voy a dejar para pedir limosna.

—¿Qué clase de marshal es usted?

—Yo te lo diré. Uno que no se arruga ante los forasteros.

—Está chiflado.

—¿Qué es lo que has dicho?

Robinson se volvió furioso y miró al preso con los ojos llenos de ira.

—No hice nada para que me encerrase aquí. Exijo que me lleven ante el juez.

—¿Para qué?

—Para que me someta a juicio. ¿O es que no sabe lo que es un juez ni un juicio?

Robinson dejó correr unos segundos.

—Kirk.

—Diga, jefe.

—Llégate a por el juez Warnel.

—Sí, señor.

—Y que venga también el abogado Ritter. Que se den prisa.

—Sí, señor.

—No quiero que el preso vuelva a protestar. Vamos a demostrarle que aquí también se hacen las cosas como se deben hacer.

Kirk se marchó de la comisaría.

Clyde quedó un poco asombrado tras las últimas palabras de Robinson. Después de todo, saldría bien librado porque el juez, cuando él le explicase el asunto, no tendría más remedio que dejarlo libre, y para eso bastaría que hiciese muy poco el abogado.

El marshal volvió otra vez a mirarse en el espejo y se preocupó de su herida en el labio. Se puso en él un trozo de papel de fumar.

Al cabo de un rato la puerta se abrió y entró Kirk, el ayudante, sosteniendo a un hombre de unos sesenta años, que estaba en camiseta, prenda que mostraba muchos agujeros y manchas de sudor.

—Aquí tiene al juez Warnel, Clyde.

Warnel soltó un hipido. Sus ojos erraron por la habitación buscando al marshal.

—Robinson, estaba durmiendo... ¿por qué me despertaron?

Su voz era estropajosa.

Clyde supo que aquel hombre estaba borracho.

—¿Y el abogado, Kirk? —preguntó el marshal.

—Ahí viene.

Entró otro hombre dando traspiés y chocó contra una silla. Hizo un esfuerzo por enderezarse y quedóse mirando a la celda en la que estaba Clyde. Era un hombre de unos cincuenta años y llevaba un traje muy sucio, las mangas deshilachadas por los bordes, el sombrero hecho un pingajo.

—Bien, muchacho, ya llegó tu abogado. ¿Cuánto me vas a dar por tu defensa?