CAPITULO VII

Barry se dejó caer de la silla.

Le enviaron otra bala que se enterró en el polvo, cerca de su cabeza.

Rodó buscando la protección de un roca cercana.

Un tercer proyectil chocó contra la piedra y rebotó aullando.

Barry tenía ya el revólver en la mano.

Le estaban disparando desde detrás de una encina.

En el lugar donde se encontraba había una pequeña depresión. Se arrastró por allí trazando un círculo.

Pero fue descubierto y le soltaron otro balazo que le rozó el hombro.

—¿Quién es usted? —preguntó a su agresor.

—Lárguese. No se acerque.

Era la voz de una mujer.

—¿Por qué dispara contra mí?

—Disparo contra todos los bichos que veo.

—Yo no soy de ésos.

—Lo he visto de lejos y a mí no se me despinta un canalla.

—Oiga, no me ha visto en su vida. Es la primera vez que piso esta comarca.

—Es uno de los hombres que trabaja para el marshal en las minas de plomo.

—No, señorita, se equivoca.

—Ya le dije a su jefe que no les vendería más leche ni más carne.

—Le repito que no soy la persona que usted cree. He venido a hablar con Robert Kiber.

—Se va a quedar con las ganas de hablar con él porque le voy a levantar la tapa de los sesos.

—¿Es usted su esposa?

—Como si no lo supiese...

—Le juro que no lo sé. Mi nombre es Barry Morley y debe reconocer que no lo ha oído en su vida.

—No me he aprendido de memoria los nombres de los miserables que trabajan para el marshal.

—Yo no soy un miserable. Todo lo contrario. He venido para ayudarles.

—¿Ayudamos a qué?... No, no me lo diga. Viene a rebajarnos las existencias. Se llevará como siempre el queso, la carne y lo demás al precio que al señor Robinson le dé la gana.

—Es usted una testaruda.

—Lo soy porque me he empeñado en mandarlo al otro mundo.

Sonó otro estampido y Barry se tuvo que aplastar contra el suelo.

Tras pensarlo unos instantes, dejó su sombrero de forma que sólo se viese una pulgada de la parte de la copa y siguió avanzando.

Cuando se había alejado unos pasos, la mujer mandó otro plomo. Pero fue al sombrero. Su truco había dado resultado. Siguió trazando el semicírculo pero de pronto se encontró con el cañón de un rifle ante sus ojos.

Alzó la mirada y la vio. Era joven, de unos veintidós o veintitrés años, morena, esbelta. Se cubría con una camisa a cuadros, cuyos faldones le colgaban por encima del pantalón varonil, y era muy bella, de ojos negros, grandes, en lias que brillaba la ira.

—¿Se creyó que me la iba a pegar, bastardo?

—Cuidado, señorita. Se le puede disparar el rifle.

—Se va a disparar porque yo apretaré el gatillo.

—Cometerá un asesinato.

—Matarlo a usted no será un asesinato, sino un acto de justicia.

—No sé cómo quiere que le diga que no trabajo con Robinson. Soy forastero y tengo un amigo en apuros. Vengo a hablar con Robert Kiber. Imagino que será su padre.

Aquello distrajo a la joven y Barry no esperó más. Cogió el cañón y tiró de él con fuerza.

La joven se venció sobre Barry.

—¡Maldito!

Le pegó un zarpazo en el cuello y Barry sintió cómo las uñas de ella le desgarraban la piel.

—¡Quieta, gata!

La joven demostró que poseía una gran energía. Aunque Barry había logrado atraparla por las dos muñecas, después de desarmarla, se debatía pegándole rodillazos.

Barry tuvo que emplear toda su fuerza para aplastar a la joven contra el suelo.

Los dos jadearon tras el esfuerzo.

—¿Quiere escucharme, señorita?

—¡Lo mataré...! ¡Juro que lo mataré!

—Le repito que soy Barry Morley y no he venido a hacerles daño. Me gustaría hablar con su padre acerca de lo que está pasando en Laketon.

La joven lo miró a los ojos.

—¿Es cierto?

—Lo es.

—Está bien. Suélteme.

Barry la dejó libre.

Pero ella se arrojó sobre el rifle.

Barry pegó un puntapié al arma mandándola lejos y sacó su revólver.

La joven se revolvió en el suelo y al ver el arma que le apuntaba dijo:

—Usted ganó, asesino.

Barry no dijo nada.

La joven exclamó, desafiante:

—Ande, ¿por qué no me mata? Es lo suyo. Asesinar para que su jefe esté satisfecho.

Barry hizo girar el «Colt» en el dedo y lo devolvió a la funda.

—Si ya ha terminado de decir tonterías, me gustaría conocer a su padre.

Barry echó a andar y tomó el rifle del suelo. Se volvió hacia la joven cuando ésta se levantaba y le arrojó el rifle.

Ella tuvo que mover las manos muy aprisa para impedir que el arma cayese en tierra.

Luego Barry fue por su caballo, y por su sombrero.

Regresó junto a la joven sin que ella intentase ya valerse del arma.

—Soy Sandra, la hija de Robert Kiber.

—¿Casada?

—¿Por qué he de estarlo?

—Sólo era una pregunta. No se sulfure.

—No, no soy casada.

—Hace muy bien.

—¿Por qué hago muy bien?

—Menudo paquete se iba a llevar su marido.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Nada.

—¡Me ha llamado paquete!

—Era una forma de hablar.

—¿Sabe lo que es usted? ¡Un piernas largas! ¡Y eso también es una forma de hablar!

—De acuerdo. Soy un piernas largas. ¿Me dice ahora dónde está la granja?

—Venga conmigo.

—Muy educada.

—No se burle de mí.

Barry sacudió la cabeza en sentido afirmativo.

La joven fue delante y él la acompañó.

La casa estaba cerca, en un pequeño valle por cuyo centro corría un arroyo.

Barry vio sentado a un hombre en una mecedora, en el porche. Podría tener cincuenta años y tenía el cabello blanco, el rostro de facciones apacibles.

—Padre, este es Barry Morley.

—¿Cómo está, señor Kiber?

—¿Es que no ve cómo está? —gritó Sandra—. Tiene las dos piernas paralizadas por culpa del marshal. Él le pegó una paliza.

—Me dijo algo Roy Keaton. Lo siento, señor Kiber.

—Perdone a mi hija. Es muy impulsiva.

—Sí, ya lo noté.

—¿Qué le trae por aquí, señor Morley?

—Vine a hablar con usted.

—¿Cuál es la razón?

—Sus minas de plomo.

—¿Mis minas de plomo? Perdone, pero no le entiendo.

—El señor Keaton me dijo que Robinson obligó a usted a que se las vendiese.

—Es cierto.

—Si las cosas ocurrieron así, esa venta no tiene ningún valor.

—Disculpe, señor Morley, pero tiene valor legal porque la compraventa fue sancionada por el juez Warnel.

—Pero el juez Warnel era un cómplice de Robinson.

—Si, señor Morley, y lo sigue siendo.

Barry se tironeó del lóbulo de una oreja.

—Oiga, señor Kiber, sé algo de leyes... Durante algún tiempo fui guardaespalda de un juez en Dodge City. En los ratos de ocio leí libros legales, y también consulté muchas veces con mi patrón. En resumen, quiero decir que su venta fue sancionada por un juez, pero usted puede apelar contra ella ante un juez de la capital. Tal como yo veo las cosas, tiene todas las probabilidades de recuperar sus minas.

—Celebro mucho que me diga eso, señor Morley. Pero aquí no sirve.

—Creo que le entiendo. Se refiere a Laketon y al marshal Robinson.

—El marshal Robinson es un hombre brutal que ha impuesto su voluntad contra todos... Tiene un ayudante que es tan animal como él.

—No servirá ese ayudante durante algún tiempo.

—¿Qué quiere decir?

—Le atravesé la mano con una bala, pero antes le pegué una paliza. Quería enrolarme en las minas, y para eso quiso detenerme por beber whisky en el saloon de Keaton.

—Conozco esa táctica del marshal y de su ayudante. Pero me deja usted asombrado. Y también mi hija lo está.

Barry observó a Sandra y la vio con la boca abierta.

—Señor Morley —prosiguió Kiber —, ¿por qué no prosigue su camino?

—¿Sugiere que me marche?

—Sí.

—También me lo aconsejó Keaton y me dijo que lo hiciese por el desierto.

—Es una buena idea.

—No, señor Kiber. No me voy a marchar.

—¿Qué interés tiene usted en arreglar las cosas en Laketon?

—El marshal atrapó ayer a un amigo mío, con el que me tenía que encontrar en la ciudad.

—¿Se lo llevó a las minas?

—Sí.

—Es muy lamentable, señor Morley, pero usted no podrá hacer nada por su amigo.

—¿Quién dice que no?

—Oiga, señor Morley, usted no conoce las minas de San Jenaro.

—No, no las he visto nunca.

—Allí hay varios vigilantes del marshal.

—¿Cuántos?

—Muchos tipos que son asesinos. Y también hay un capataz. Están armados hasta los dientes. No consienten que nadie del pueblo se acerque. El marshal ha amenazado con matar a aquel que le desobedezca y nadie se ha atrevido a ir por allí.

—Yo iré.

—Quíteselo de la cabeza, señor Morley.

—No puedo dejar a mi amigo en esas minas.

—Pero usted ya no conseguirá hacer nada por él.

—Quizá sí.

—Será un suicidio, señor Morley.

—Me gusta conservar la vida. Procuraré que no me maten.

—No basta con lo que usted desee. Está en inferioridad de condiciones con respecto al marshal y a sus hombres.

—Trataré de superarlas.

—¿Es usted un valeroso o un hombre irresponsable?

—¿Por qué no dejarlo en mitad y mitad? Gracias por haberme escuchado. Hasta la vista, señor Kiber. Tuve mucho gusto, a pesar de todo, Sandra.

—Creo que va a cometer una locura, pero le deseo buena suerte —dijo Robert Kiber.

—Gracias.

Barry se tocó el ala del sombrero y se dirigió hacia el lugar donde había dejado su caballo.

—Espere.

Era Sandra. Llegó junto a él.

—Quiero pedirle perdón, señor Morley.

—No hay de qué.

—¿Por qué le habló a mi padre de la venta falsa?

—Para que sepa que en cualquier momento puede pedir la anulación.

—No puede hacerlo.

—Podrá, si Robinson muere.

Barry montó en el caballo.

—¿Adónde va, señor Morley?

—De momento, regresaré al pueblo.

—Quisiera ayudarle.

Barry sonrió.

—No admito ayuda de una mujer. Pero fue lo más amable que me dijo, y ya era hora de que dijese alguna amabilidad.

—Váyase al infierno.

—Quizá me vaya si el marshal me gana.

Barry fustigó la cabalgadura y ésta emprendió un trote.

Sandra permaneció en el mismo sitio durante un rato hasta que el jinete se perdió a lo lejos.

Volvió al lado de su padre y éste dijo:

—Parece un gran muchacho.

—Sí, eso creo yo, padre.

—Lástima que también caiga en poder de Robinson.

 

* * *

El marshal Robinson entró en la comisaría.

Había dormido en las minas de San Jenaro y pasado parte de la mañana allí. Se detuvo al ver a su ayudante con una mano vendada delante de la mesa.

—¿Qué infiernos te pasó, Kirk? ¿Te quemaste?

—No, jefe. Me la abrasaron.

—¿Cómo fue eso?

—Un hombre me disparó y me atravesó la mano de parte a parte.

—¿De qué estás hablando, Kirk?

—De un forastero.

—¿Dónde está?

—Ya se fue.

—¿Por qué no lo seguiste?

—No pude. Me dolía mucho la mano.

—¿Qué te pasa en la cara? La tienes hinchada. ¿Fue el forastero?

—Sí, me zumbó.

—Pues parece que te zumbó bien.

—No lo pude evitar. Me pilló desprevenido.

—¿Cómo se llamaba el tipo?

—Barry Morley.

—¿Fue en el saloon?

—Sí.

—Te he dicho muchas veces que adoptes precauciones cuando trates con forasteros.

—Siempre las he tomado. Ésta es la primera vez que ocurre.

—Ha ocurrido una vez. ¿Y qué es lo que pasa? Que ese tipo que debería estar en las minas, está corriendo lejos de Laketon. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace un par de horas.

—Es demasiada ventaja para que tratemos de darle alcance.

—Es mejor que lo dejemos escapar.

—¿Escapar por qué? Ya entiendo, lo dices por sus puños y por su revólver. ¿Qué pasa, Kirk? ¿Le tomaste miedo? Sí, eso debe ser a juzgar por la forma en que me miras. Ahora yo debería hincharte el otro ojo, Kirk.

Te contraté para que fueses eficiente y siguieses mis órdenes.

—Es lo que hago.

—Sin un descuido. En este negocio no podemos permitirnos el más pequeño error. ¿Qué pasaría si las cosas no marchasen como yo las he organizado? Que todo se vendría abajo. Tuve que luchar mucho para poseer lo que tengo, ¿lo entiendes, estúpido?

—Sí, señor. Lo entiendo.

—Que no vuelva a ocurrir.

—No pasará más.

—Si me vuelves a fallar, te juro que te meto también a trabajar en las minas. ¿Me has oído bien?

—Sí, señor.

Robinson terminó la reprimenda y se sentó ante la mesa.

—¿Cómo van las cosas por allá arriba, jefe? —preguntó Kirk porque quería congraciarse.

—Muy bien. Los presidiarios trabajan de firme.

—¿Y el nuevo?

—Ha empezado a portarse bien. Pero sé que nos está confiando. En cualquier momento intentará escapar. Ya estoy deseando que lo haga para que reciba los treinta azotes. Con ese tratamiento todos se ponen suaves como un guante. Anda, vete a dar una vuelta por ahí.

Kirk asintió con la cabeza. Se dirigió hacia la puerta y la abrió, saliendo y cerrando tras de sí.

Robinson sacó tabaco y papel para liar un cigarrillo.

De repente, Kirk entró otra vez.

—¡Jefe!

—¿Qué pasa?

—¡El forastero!

—¿Te refieres a...?

—Sí, jefe. Es Barry Morley. Viene por la calle. A caballo.

—¿Otra vez aquí? —el marshal se echó a reír—. Eso me gusta.

—Tenga cuidado, jefe. Ese hombre vale mucho.

—¿Por qué? ¿Porque te pegó a ti?

—Sí, señor.

—O sea que no te pilló desprevenida

—No, señor. Me ganó bien ganado.

—Maldito seas, ¿por qué me lo dices ahora?

—Creí que no vendría, que se habría marchado. Jefe, ese tipo saca como el mismo diablo. Yo estaba en el suelo y traté de dispararle por la espalda, pero él me vio. En una fracción de segundo tuvo el revólver en la mano y disparó.

—Eres un maldito embustero y un maldito cobarde.

Los dos se interrumpieron al oír que la cabalgada se

acercaba a la comisaría.

—¿Viene hacia aquí, Kirk?

—No lo sé, jefe.

—¡Pues míralo!

Kirk se asomó a la calle y se metió en seguida dentro.

—¿Quiere que me esconda? Lo mataré. Juro que esta vez lo mataré.

—Quiero que te estés quieto. Y cállate de una vez.

La puerta estaba abierta y siguieron oyendo el caballo que se acercaba.

El jinete se detuvo justo delante de la comisaría.

Pasaron otros segundos y un tablero de la acera gimió.

Se oyeron pasos en el porche y por fin un cuerpo humano apareció en el marco de la puerta.

El marshal y su ayudante tenían fijos los ojos en aquel cuerpo.

—Buenos días.

Kirk dijo:

—Es Barry Morley, jefe.

Robinson siguió mirando a Barry durante un rato sin despegar los labios. Al fin sonrió.

—Entre, Morley.

Barry entró pero se quedó junto a la pared y apoyó allí la espalda.

—Kirk —dijo Robinson—, ¿quieres cerrar la puerta?

—Sí, jefe.

Barry extendió la mano.

—No, Kirk, no la cierres.

Kirk se quedó entre los dos hombres, indeciso.

El marshal carraspeó.

—¿Por qué no quiere que la cierre, Morley?

—Porque a Kirk se le podría ocurrir sacar en el momento en que cerrase.

—No, no hará tal cosa. ¿Verdad que no lo harás, Kirk?

—No me fío, marshal —dijo Barry—. De modo que Kirk se irá al fondo, detrás de usted.

Kirk se quedó en el mismo sitio y sus ojos expresaron miedo.

Robinson rompió aquel silencio.

—Kirk —dijo —, ponte donde él ha dicho.

—Sí, jefe.

El ayudante retrocedió hasta colocarse detrás del marshal.

Robinson inspiró profundamente.

—¿Ha sido actor, Morley?

—No.

—Sin embargo, le gusta mucho la puesta en escena.

—Pura precaución. Ya se lo he dicho.

—¿Por qué volvió?

—Quiero solucionar algo.

—¿A qué se refiere?

—A una persona que usted conoce.

—Conozco a toda la gente de Laketon. ¿De quién se trata?

—No es una persona de Laketon, sino un forastero que usted detuvo ayer, Clyde Stuart.

Robinson volvió a entornar los ojos.

—¿Es su amigo?

—Es mi amigo.

—Pues debería elegir sus amistades, Morley. Clyde Stuart cometió aquí un delito.

—No diga tonterías, Robinson. Mi amigo Clyde no cometió ningún delito en Laketon.

—Bebió whisky en el saloon.

—Es un local público y cualquiera puede beber whisky allí.

—Yo lo tengo prohibido, señor Morley. Me cuido mucho de los forasteros y no quiero que ingieran bebidas alcohólicas. ¿Sabe a lo que conduce el alcohol? A cometer atropellos. Hace unos años, cuando yo fui elegido marshal de Laketon, ocurrió algo muy trágico. Tres forasteros llegaron y se metieron en el saloon. Bebieron whisky y se emborracharon. ¿Sabe lo que hicieron después? Mataron a tres personas, entre ellas a una niña de nueve años.

—Muy lamentable.

—Celebro que esté de acuerdo conmigo, Morley. Aque- lla tragedia me causó mucho dolor y me juré a mí mismo que en Laketon no se volvería a repetir. Y he cumplido mi palabra. ¿Cómo lo he conseguido?

—Prohibiendo que beban los forasteros.

—Ni más ni menos, Morley.

—Es usted un tipo muy considerado para sus ciudadanos.

—Lo soy.

—Y por eso desplumó a uno de ellos.

—¿Qué ha dicho?

—Por eso le robó las minas de plomo a Robert Kiber.

La cara de Robinson se atirantó.

—Cuidado, Morley, está llamando ladrón al marshal de Laketon.

—¿Eso he hecho? —repuso Barry con aire de inocencia.

Robinson se echó a reír.

—Es usted divertido.

—Voy a ser más divertido todavía, marshal. Quiero que me devuelva a Clyde Stuart.

—¿Es eso lo que quiere? Usted sabe que él está cumpliendo una condena.

—¿Qué cochina condena le impuso su cochino juez?

—No debería hablar así del juez Warnel.

—Oh, sí, perdone. Debo quitarme el sombrero cuando hable del juez Warnel.

—El juez cumplió con su obligación al presidir el juicio y condenar a su amigo. Me pegó a mí. ¿Lo oye? A mí.

—Usted le pegó antes.

—¿Quién le ha contado eso?

—No importa quién me lo haya contado.

—Roy Keaton.

—No he dicho ningún nombre.

—Sólo pudo ser Roy Keaton.

—Se está apartando del asunto, marshal.

—Ya me escuchó. El juez cumplió con su obligación.

—El juez cumplió lo que usted le ordenó, como otras veces lo ha hecho.

—Morley, se está excediendo.

—Quiero que me devuelva a Clyde.

—No puede ser.

—Usted me lo entregará.

El marshal se puso en pie.

—Morley —dijo—, lo detengo a usted.

Barry se relajó en la pared apartándose de ella. Llevó aire a sus pulmones.

—¿Y por qué me detiene, marshal? ¿Por beber whisky estando prohibido? ¿Por hincharle la cara a su ayudante? ¿Por atravesarle la mano con una bala cuando intentaba matarme por la espalda?

Robinson no contestó.

Tanto él como Kirk tenían los ojos fijos en su visitante.

—Le daré más ideas, marshal —continuó Barry—. ¿Me detiene por haber venido aquí? ¿Por haber regresado al pueblo? ¿Por haber entrado en esta comisaría dando órdenes con respecto a la posición que debía ocupar Kirk en la oficina? ¿O me va a detener por pedirle que me devuelva a un condenado a trabajar en sus minas? ¿O me quiere encerrar porque le he dicho que usted robó esas minas?... Tiene que elegir, Robinson... Ande, dígame por qué me detiene.