Antes

Antes

Siempre reservaba doce días de su retiro anual para acabar informes y estudios, y eso le dejaba otros doce para todo lo demás. En otros tiempos, había intentado inútilmente marcharse a lugares con los que pudieran contactar desde su lugar de trabajo, pero no había servido de nada. Siempre había alguna crisis, algo para lo que se precisaba su ayuda. A medida que su salario y su sentido común aumentaron, se fue de retiro cada vez más lejos, hasta que por fin se encontró fuera del planeta en templos lejanos donde la regla del silencio y la soledad no podían ser interrumpidas por las tecnologías al uso.

En esa ocasión había escogido Gharvi, un lugar con pequeños edificios de madera dispersos en torno a un enorme templo de piedra, al lluvioso socaire de una cordillera. Un océano interminable, tanto en vistas como en inspiración, corría paralelo a las montañas, y una playa situada entre ambos ofrecía largos paseos a ninguna parte por cada lado. Era un lugar con dos desiertos, decían algunos, pues el mar y la tierra se unían, uno sin límites, el otro estrecho, y ambos sedientos.

En casa había un lugar muy parecido, lo cual probablemente había influido su decisión, pero el cielo era único. La atmósfera tenía el nuboso azul lavanda de un planeta bioformado no hacía mucho tiempo, y el sol era de una brillantez abrasadora. Era tan diferente de los fríos y fuertes azules y de la suave luz solar de su mundo natal que, durante los primeros días, mantuvo la cabeza gacha y la puerta cerrada hasta la puesta de sol.

Al duodécimo día, cogió su palmar, repleto de tareas ya terminadas, y lo metió en la caja ante la puerta de su ermita. Cocinó y se comió unas lentejas para la cena, durmió a pierna suelta durante toda la noche, y se despertó para prepararse las gachas matutinas. Quedaba un poco de agua del día anterior (siempre había sido frugal), pero para disponer de la suficiente para lavarse tuvo que recurrir al suministro de aquel día que había en la caja. Los jóvenes acólitos del templo siempre ponían suficientes agua y comida en la caja de cada ermitaño antes del amanecer. Les alcanzaba para lavarse, llenar la olla solar con gachas o potaje, y para beber y saciar la constante sed que era la consecuencia natural del aire seco y el silencio. Los acólitos también se llevaban sus palmares y transmitían los contenidos de estos a sus lugares de trabajo.

Pero su palmar estaba todavía allí.

Se detuvo, confuso por aquella desconexión en el orden inmaculado de la rutina del templo. Se quedó mirando la caja intacta. Alzó la cabeza y frunció el ceño mientras contemplaba aturdido la forma achaparrada del templo, vagamente visible a través del calor, la arena impulsada por el viento, y el rocío marino.

Entonces se encogió de hombros y continuó con su trabajo, un poco más sucio, y un poco más sediento, pero convencido de que tarde o temprano tendría una explicación.

A la mañana siguiente, mucho antes del alba, el sonido que hacía la tapa de la caja al cerrarse lo despertó de un sueño inquieto que le había ocasionado la sequedad. Esperó un poco, y luego fue a recoger los suministros y a beber agua en abundancia. Su palmar había desaparecido, y en su lugar había una ración doble de comida. Ni siquiera se asomó a la oscuridad para ver al acólito rezagado. El orden imperaba de nuevo.

«Dllenahkh, con tu nivel de sensibilidad y fuerza, debes acudir a retiros con frecuencia —le había dicho, hacía mucho tiempo, el hospedero de su monasterio—. Siempre buscas enderezar las cosas, incluso dentro de ti. Un retiro te enseñará una y otra vez que no eres ni indispensable ni autosuficiente».

Por expresarlo de una manera burda: aprende a dejar de entrometerte. El compromiso es importante, pero el despegue también. Se felicitó por la habilidad que había desarrollado para mantener la curiosidad a raya, y se pasó los siguientes días sumido en meditaciones y reflexiones, sin que lo molestaran.

Un día, después de una larga mañana de meditación, sintió sed y decidió coger más agua de su caja de suministros. Salió con el cuenco de cristal en la mano, y lo colocó en el borde de la caja mientras inclinaba la media tapa y buscaba dentro. Con mano firme, sirvió agua de la pesada jarra de cuello estrecho. Con movimientos lentos, se irguió y dedicó un momento de ocioso descanso, con la jarra al descubierto cerca de sus pies, para contemplar el brillo del sol sobre la playa desierta y el océano desierto, y para sentir el frío del agua que se filtraba hacia sus palmas mientras sujetaba el cuenco y esperaba para beber. Sostener un cuenco de agua y marcar el aumento de la sed con placer masoquista era un gesto infantil, pero a veces lo hacía.

Se llevó el cuenco a la boca y disfrutó con la visión de un perfecto instante de océano celeste, de cristal azul brillante y de agua clara antes de parpadear, sorber y tragar.

Cuando trataba de recordarlo después, su mente se detenía muchas veces en ese vivido recuerdo, en la claridad con la que destacaban los colores y en la calmante frialdad del cristal, y perdía las ganas de continuar. Fue poco después de ese momento cuando el día se volvió horriblemente desordenado.

Un hombre salió del océano, con un brillo oscuro de agua de mar y luz solar en la cabeza. Llevaba un traje de piloto, iridiscente, lustroso y permeable, que se secó tan rápidamente como la piel desnuda con la brisa caliente; pero se recogió el pelo con las manos mientras se acercaba. Chorreaba agua y se lo envolvió en la coronilla con una cinta que llevaba en la muñeca.

Dllenahkh lo reconoció poco a poco. Al principio, cuando apareció la figura, era un piloto; luego, cuando empezó a caminar, se convirtió en un piloto familiar y, por último, con aquel movimiento añadido de las manos en el pelo, vio que era Naraldi, un hombre a quien conocía bien, pero no tanto como para que ello justificase una interrupción tan temprana de su retiro. Abrió la boca para reprochárselo. ¡Seis días más, Naraldi! ¿Qué cosa podía ser tan importante como para que no pudiera esperar seis días más? Eso era lo que pretendía decir, pero lo asaltó otro pensamiento. Incluso para tratarse de un planeta pequeño sin estación de atraque en órbita, era muy poco común que una nave mental se acercara tanto a tierra de modo que un piloto pudiera llegar nadando a la orilla. Aunque conocía a Naraldi, no eran tan íntimos como para concederle una visita a esas horas y en ese lugar.

El piloto redujo el paso y lo miró inseguro con ojos que lloraban por la irritación del agua salada.

—Ha sucedido algo terrible —se limitó a decir Dllenahkh.

Naraldi se frotó la cara mojada y no respondió.

—¿Mi madre? —Dllenahkh se apresuró a romper el silencio. El miedo se volvió frío y pesado en su estómago.

—Sí, tu madre —confirmó Naraldi con brusquedad—. Tu madre, y mi madre, y… Todo el mundo. Nuestro hogar ya no existe. Nuestro mundo ha…

—No. —Dllenahkh sacudió la cabeza, más incrédulo que inquieto por la amargura y la premura de las palabras de Naraldi—. ¿Qué estás diciendo?

Recordó que todavía tenía sed y trató de alzar de nuevo el cuenco, pero las manos se le habían quedado heladas y entumecidas. El cuenco resbaló. Lo agarró, pero solo consiguió desviarlo, de modo que golpeó con fuerza contra el costado de la jarra y se rompió justo a tiempo de lastimarle los dedos extendidos.

—Oh —fue todo lo que pudo decir. El corte fue tan limpio que no sintió nada—. Lo siento. Déjame…

Se agachó y trató de recoger los fragmentos más grandes, pero no pudo evitar resbalar hacia un lado y apoyarse en una rodilla.

Naraldi se apresuró a ayudarlo. Agarró la ensangrentada mano derecha de Dllenahkh, se quitó la cinta del pelo y envolvió con la tela el puño de Dllenahkh.

—Sujeta fuerte —ordenó, mientras guiaba la mano derecha de Dllenahkh para que atenazara su muñeca—. No lo sueltes. Iré a buscar ayuda.

Echó a correr por la playa, hacia el templo. Dllenahkh se sentó con cuidado, lejos de los trozos rotos de cristal, y sujetó obediente. La cabeza le daba vueltas, pero experimentó un pequeño consuelo. Al menos, durante el tiempo que Naraldi tardara en regresar, recordaría las palabras del hospedero: no sería curioso, no buscaría el conocimiento, y no se preocuparía por cómo enderezar su mundo demolido.