Capítulo 14

Los daños eran devastadores. Rachel y Mitch se quedaron anonadados mirando el anochecer a través de los tablones destrozados de la cúpula. Al menos, la pasarela sólida que había bajo sus pies no había sufrido ningún deterioro.

—Todavía podemos construir sobre el pasado —le dijo Rachel, citando las palabras favoritas de Mitch—. Aunque tengamos que hacerlo todo de nuevo.

—Sí.

Él suspiró y se apoyó contra uno de los seis pilares de carga que todavía sostenían el tejadillo de la cúpula, aunque la antigua y orgullosa veleta había desaparecido, prácticamente.

—Ese hombre al que golpeé hace años —dijo Mitch, que evidentemente estaba luchando por encontrar las palabras—, y mi estancia en prisión… ¿fue Linc McGowan el que te lo contó?

—Más o menos —admitió ella—. Me dio un artículo que él había escrito sobre tu empresa, y otro que encontró sobre tu juicio.

—Rachel, te juro que ahora me parece que soy una persona completamente distinta a aquélla. Pero mi imaginé que, si tú te enterabas de algo, no me permitirías que me acercara a ti ni al establo.

—¿Así que el hombre al que pegaste era el que tú creías que había desahuciado a tu familia?

—Exacto —dijo él con la mandíbula tensa.

—Después de lo que ha pasado hoy, entiendo que sintieras furia ante el desahucio y el dolor de tu familia. Esos hombres sólo han destrozado una parte pequeña de mi granja, y podría haberlos golpeado con mis propios puños también… o, si hubiera tenido un arma…

—Pero… cuando yo golpeaba a aquel tipo, en realidad estaba golpeando a mi padre.

—¿Qué? ¿Tu padre fue quien…?

—No, pero te mentí cuando te dije que había muerto. Aquél no fue el final de la historia. Después del instituto, tardé casi un año en encontrar a mi padre, a través de un par de viejos amigos suyos y un tipo que había sido su jefe —le explicó él—. Averigüé que vivía en un pequeño pueblo llamado Trenton, en Misuri, y que trabajaba en una fábrica de chocolate. Así que me fui allí, y lo encontré. Yo me había imaginado muchas veces lo que ocurriría cuando me reuniera con él. Creía que me daría todo tipo de excusas por su abandono, ya sabes, me diría que no quería dejarme, que había estado intentando trabajar muy duro para construirse una casa y que yo me sintiera orgulloso de él cuando finalmente fuera a buscarme. O que se sentía avergonzado por haberme dejado, pero que, en cuanto me viera, se echaría a llorar…

A Mitch se le quebró la voz y volvió la cara. Después, irguió los hombros y continuó:

—Pero no fue así. Mi padre tenía una casa decente. Y una mujer, que se parecía a mi madre, que estaba colgando la colada en el patio trasero. Y dos hijos de unos siete años que estaban jugando, disfrazados, en el jardín.

—Mitch, lo siento…

—El miserable nos había sustituido a mi madre y a mí, nos había tirado como si fuéramos basura.

—¿Te dijo eso cuando hablaste con él?

—No hablé con él. Me escondí, y lo vi llegar a casa. Los niños lo abrazaron, y su mujer lo besó. Lo espié durante casi una semana, pensando que me enfrentaría a él, que lo mataría, no sé… Pero no pude hacer nada. Veía a aquellos niños abrazándolo y me di cuenta de lo mucho que lo echarían de menos…

Mitch se volvió y la miró. Para sorpresa de Rachel, tenía los ojos secos, pero la luz del sol poniente hacía que su rostro pareciera una máscara de bronce, una máscara temible. Ella dio un paso atrás y se topó con la pared.

—¿Te das cuenta de por qué no quería hablar de todo esto? —le preguntó Mitch, y se volvió de nuevo—. Te he asustado.

—No. Pero todo esto me ha hecho darme cuenta de lo duro que ha sido para ti. Por eso dijiste que estabas pegando a tu padre cuando te encontraste con aquel hombre en el bar.

—No me encontré con él —admitió Mitch con la voz aún más llena de amargura—. Seguí al tipo que había desahuciado a mis abuelos y los había provocado. Al principio, me limité a decirle lo que pensaba, lo acusé de acabar con las granjas y con las vidas de la gente. Él dijo que las granjas como la de mis abuelos debían ser derruidas para construir carreteras en su lugar, cosas nuevas. Entonces, su cara se convirtió en la de mi padre y lo golpeé…

—Te merecías justicia, pero te equivocaste al pegarle —declaró ella.

—Mi pequeña conciencia amish —murmuró Mitch, y la abrazó. Aquel movimiento súbito la dejó sorprendida, pero no se resistió—. ¿Vas a juzgarme y a expulsarme, como dice tu gente? ¿Vas a echarme de este establo que necesita tantas reparaciones? ¿Vas a echar a un hombre que no se ha sentido en casa en ninguno de los preciosos hogares que ha construido para otros, que ni siquiera se ha sentido en casa en la suya?

—Yo no he dicho eso, Mitch Randall. No empieces a decirme lo que pienso. A veces creo que ya he tenido suficiente de eso.

Él esbozó una sonrisa tensa e hizo un gesto de dolor por las heridas.

—Tengo los labios destrozados —le susurró—. Si no, te besaría. Mis manos no están mucho mejor, pero tendrán que besarte ellas en este momento.

Lentamente, Mitch levantó las manos y le pasó los dedos hinchados por los labios, los pómulos y las sienes. Le acarició el pelo y le levantó delicadamente la cofia, tirando de las horquillas que mantenían las trenzas de Rachel pegadas a su cabeza.

—¿Alguna vez te quitas esto, como la primera vez que te vi?

—Sólo por la noche, en privado —murmuró ella. Decidió no decirle que las mujeres amish sólo se soltaban el pelo para sus maridos. Con Mitch, aquello era incluso más imposible que eso, y eso ya estaba bastante prohibido.

—Aquí tenemos bastante privacidad, y es casi de noche —dijo él.

Y para su sorpresa, cuando Rachel sacudió la cabeza para decirle que no lo hiciera, su pesada trenza se liberó, como si fuera una señal. Cuando volvió a sacudir la cabeza, oyó que una horquilla caía sobre la pasarela de la cúpula, y otra caía al suelo del establo. La melena se le soltó por la espalda y le acarició la frente y los hombros.

Mitch la abrazó y escondió la cara en su pelo.

—¿Es Mamm la que está allí arriba con Daad? —le preguntó Aaron en alemán a Andy, mientras Marci, que era casi como la hija de Jennie, los llevaba por el camino de gravilla hacia la casa y el establo.

Andy miró hacia arriba siguiendo la mirada de su hermano. Se quedó boquiabierto por lo que vio.

—Debe de ser —respondió en alemán también—, porque tiene el pelo suelto. Tenías razón en lo de que ha vuelto. Pero es un espíritu, un alma, como dice Mamm. No necesita comer, así que no pasa nada si Mamm no le guarda el sitio en la mesa. Viene y va, y hace lo que quiere. Y quiere vernos.

—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —les preguntó Marci mientras salía del coche y tocaba la bocina—. De veras, no entiendo cómo habéis conseguido aprender dos idiomas siendo tan pequeños. Bueno, daos prisa, o voy a llegar tarde para llevarle a Kent las llaves de su coche.

Aaron y Andy vieron que su madre se apartaba de la ventana. El hombre también desapareció, tal y como desaparecía muchas otras veces.

Marci volvió a tocar la bocina, y después echó a andar hacia la casa, lo cual les dio a entender a Aaron que no había visto a Mamm y a Daadi en el establo.

—Está allí arriba —dijo el niño, y señaló la cúpula.

—¡Estoy aquí, Marci! —dijo Mamm.

Estaba muy oscuro, pero Aaron vio que se había arreglado el pelo y que tenía la cofia puesta de nuevo. Los niños no vieron a Daadi por ningún lado. Sin embargo, quizá Gabe estuviera por allí, porque su coche estaba en el camino.

—Me ha llamado Kent para decirme que se ha quedado sin las llaves de su furgoneta —le dijo Marci a Mamm—. Tengo prisa por llevarle las copias. Jennie tiene jaqueca, así que le dije que yo traería a los niños.

—Ahora mismo bajo. Ve a llevarle las llaves a Kent. Los niños estarán bien.

Mamm desapareció de la ventana de la cúpula. Marci se despidió de ellos, se metió en el coche y se marchó mientras ellos comenzaban a andar hacia el establo. Sin decirse nada el uno al otro, Aaron supo que tendrían que mirar dentro para ver si Daadi habría bajado las escaleras. Quizá no siempre quisiera mirar desde las ventanas más altas. Por lo menos, mamá ya no se enfadaría con ellos la próxima vez que le dijeran que Daadi había vuelto, porque ella también había estado con él y lo había abrazado. Aaron soltó un jadeo. Daadi estaba fuera del establo, así que debía de haber bajado antes que Mamm y haber salido por la puerta trasera.

Aaron tomó a Andy por el brazo, y los dos se detuvieron y se quedaron mirando fijamente a Daadi. Él les hizo una señal para que lo acompañaran por detrás del establo, hacia el bosquecillo, y ellos lo siguieron rápidamente.

Rachel comenzó a bajar las escaleras de la cúpula hasta el pajar mientras esperaba que los niños entraran por la puerta del establo. Sin embargo, a medida que descendía desde el pajar al suelo, el corazón se le aceleró ligeramente. Los niños no estaban dentro, ni esperándolos junto a la escalera, ni junto a los compartimientos de los caballos.

Conociendo las extrañas ocurrencias que tenían lugar en aquel establo y en aquella granja, Rachel se alarmó de inmediato y salió rápidamente a buscarlos.

—Andy, Aaron —dijo mientras recorría el patio delantero del establo. La casa se erguía ante ella, cerrada y oscura—. Andreas! Aaron! Kommt hier schneil!

Mitch salió tras ella, intentando calmarla.

—Rachel, tranquilízate, estarán en algún sitio…

—¡Por favor, ayúdame a encontrarlos! —gritó ella—. Ve detrás de la casa y al campo de calabazas, por si acaso han ido hacia casa de Jennie por algún motivo.

—Está bien. Pero no vuelvas al establo sin un farol. Abre la casa e ilumínala. Seguramente, tendrán hambre y entrarán cuando vean que tú ya estás allí. Ya sabes cómo son los niños.

Él le apretó los hombros y salió corriendo hacia la parte delantera de la casa. Y entonces, ella oyó el silbido del tren en la distancia, y se dio cuenta de que se estaba acercando. Debía de haberlo oído una o dos veces antes, pero estaba demasiado frenética como para darse cuenta.

Rachel miró hacia la silueta de la leñera y del oscuro bosquecillo contra el cielo, más oscuro aún. Les había prohibido a los niños que fueran allí, pero su padre les había llevado más de una vez, pese a sus protestas.

Rachel comenzó a correr.

Daadi se mantenía siempre un poco por delante de ellos, y aquello molestaba a Aaron, y él se daba cuenta de que a Andy también. Llevaban un buen rato andando, casi corriendo, por entre los árboles. Daadi se volvió hacia ellos y les hizo un gesto para que se apresuraran. Ellos obedecieron aunque estaban cansados. Quizá los espíritus siempre fueran así, almas que se habían ido al cielo y que volvían a la tierra para vigilar las cosas, pensó Aaron, temblando.

Los gemelos se habían dado la mano, algo que no hacían demasiado últimamente. Estar allí les daba miedo, aunque estuvieran con Daadi. Lo veían con su traje amish, su sombrero negro de ala ancha, y veían su barba rojiza. Sin embargo, no podían verle bien la cara.

Andy se detuvo, y Aaron lo imitó. Si Andy no se iba a acercar, él tampoco. Andy siempre hacía las cosas primero y aquello a él le parecía bien.

—¿Qué? —le preguntó Aaron.

—¿Oyes el tren? Nos está llevando a las vías. Quiere tomarnos en brazos y enseñarnos cómo pasa el tren, como antes. Me acuerdo de que Daadi siempre hacía eso. Ahora entiendo por qué no quiere que Mamm esté aquí.

—Sí, a ella no le gustaba nada que nos trajera. Las vías del tren pasaban por detrás del bosque, sobre una pequeña colina de piedras hecha por la mano del hombre. Era raro que a Daadi le gustaran los trenes cuando a Mamm no le gustaban. A ella le gustaban otras cosas del mundo de los gentiles.

—Daadi también se ha parado —dijo Aaron—. Nos está mirando.

—Quizá se haya dado cuenta de que somos mucho más grandes que antes, y por eso no nos ha tomado en brazos —dijo Andy sin avanzar.

—Está demasiado oscuro como para ver si sonríe —dijo Aaron.

Tenía que hablar en voz muy alta para que su hermano lo oyera por encima del sonido del tren. Veía cómo se acercaban sus luces muy rápidamente por las vías, y hacía que la tierra temblara.

—Creo que está sonriendo porque a él le gustan los trenes y a nosotros también —gritó Andy al lado de su oído—. Y abrazó a Mamm en el establo.

Ellos se quedaron juntos mientras Daadi caminaba hacia ellos, moviendo el brazo para indicarles que se acercaran más a las vías. Andy se preguntó por qué no hablaba, aunque quizá él no pudiera oírlo por el ruido del tren, que era muy fuerte. La luz delantera de la locomotora era muy brillante, y los motores rugían cada vez más cerca. Daadi siempre les dejaba que miraran desde el bosquecillo, a aquel lado de las vías, nunca hacía que cruzaran. Pero Aaron supuso que Daadi prefería que cruzaran en aquel momento, aunque el tren se acercara.

Temblando, tomados de las manos, Andy y Aaron se acercaron, tal y como Daadi quería, y treparon por la empinada colina de piedras hasta las piezas de madera que sostenían los raíles de hierro. La luz se acercaba a ellos, brillando como el sol, haciendo que ellos parpadearan y cerraran los ojos. El silbato gritaba una y otra vez.

Rachel corrió hacia el bosque. Sin aliento, con un terrible pinchazo en el costado, e intentando apartarse los horribles pensamientos de la cabeza, siguió corriendo. Sus hijos, guiados por la fascinación de su padre con el ruido, el movimiento y el poder…

Tropezó con la raíz de un árbol y se cayó, pero volvió a ponerse en pie. Las luces de la locomotora avanzaban en la oscuridad. El traqueteo rítmico y metálico de las enormes ruedas sobre las vías continuaba sin cesar. Rachel caminó de un lado a otro bajo la colina de piedras, y después cayó de rodillas mientras el resto del tren pasaba. ¿Habría adelantado ella a los gemelos por el bosquecillo? No los había visto, pero estaba segura de que nunca habrían cruzado las vías solos.

Sus niños no podían estar allí. Estaban en el campo de calabazas, o sentados en el porche delantero, y Mitch los habría encontrado. La sensación de saberse observada, la muerte de Sam, sus conflictos con Eben y el resto de los hermanos le habían pasado factura. Tenía que volver y encontrar a sus hijos.

Pero mientras Rachel estaba allí tirada, llorando mientras el ruido del tren se alejaba y se diluía en el silencio, ella escuchó un sonido. ¿Piedras que rodaban colina abajo? ¿Sollozos que no eran los suyos?

Todavía arrodillada, se quedó helada cuando Andy y Aaron, que venían del otro lado, treparon hasta las vías, justo encima del lugar en el que ella se encontraba.

Los dos tenían la cabeza descubierta, iban de la mano y estaban muy pálidos. Durante un momento, ella se quedó mirándolos como si fueran fantasmas.

—¿Te ha traído Daadi hasta aquí a ti también? —le preguntó Aaron—. Creemos que ha saltado al tren, porque ha desaparecido.

Sin saber cómo, Rachel llevó a los dos niños en brazos durante todo el camino a casa. Ellos la abrazaban tan fuertemente que casi no podía respirar. Ninguno de los dos le permitió a Mitch que ayudara cuando él se acercó corriendo, haciendo preguntas.

—Por favor, nos veremos mañana —le dijo ella, y dejó a los niños en el suelo el tiempo suficiente como para abrir la puerta trasera y hacer que entraran en la cocina. Sin más explicaciones, cerró la puerta ante la asombrada cara de Mitch.

Sentó a los gemelos, que todavía estaban temblando, en la mesa de la cocina, y les preparó un chocolate caliente con galletas, mientras escuchaba cómo se alejaba el coche de Mitch. Les lavó la cara y las manos a los niños y les dio de comer y de beber. Ninguno de los dos había dicho nada acerca de aquella excusa torpe de que Daadi los había llevado a ver el tren. Rachel estaba temblando de furia, pero también de alivio.

Ella se sentó en su sitio, entre los dos.

—¿Por qué habéis ido allí, si sabéis que está prohibido? —les preguntó con la voz temblorosa.

Los niños se miraron.

—Pero tú también lo viste —dijo Aaron.

—¿A quién? Era… Mitch quien estaba conmigo.

Con los ojos muy abiertos, Andy y Aaron se encogieron de hombros al unísono.

—En las vías —intentó Rachel de nuevo—, mencionasteis a Daadi. Sé que él os llevaba algunas veces a ver las vías, pero ya no está aquí.

—No, él tomó el tren, pero va a volver —dijo Aaron con tal convicción que a Rachel se le encogió aún más el estómago.

—Sé que creéis que Daadi todavía está con nosotros, y él siempre estará en nuestros corazones y en nuestra mente, así que entiendo lo que decís. Pero en el mundo real, en el que tenemos que vivir, Daadi ya no está. Se ha ido para siempre, y no sólo en un tren.

—Se ha ido para siempre —repitió Andy—. Pero nosotros lo hemos visto, y no ha sido muy bueno al obligarnos a cruzar la vía. ¡El tren nos pasó tan cerca que el viento hizo que se nos volaran los sombreros!

Ella se quedó mirándolos fijamente, y ellos se quedaron mirando fijamente a su madre. Rachel se prometió que volvería a intentar hablar con ellos al día siguiente, después de una buena noche de descanso. Sin embargo, ella no durmió aquella noche, y no estaba segura de que consiguiera domir nunca más. Sobre todo cuando, a la mañana siguiente, los sombreros de ambos niños estaban colgados en la percha, a la entrada del establo, junto al de Sam.